Hacia una nueva biología

Máximo Sandín
http://www.uam.es/personal_pdi/c…
Universidad Autónoma de Madrid. Departamento de Biología

4.- Sobre el (confuso) origen de los virus.

La concepción de los virus dentro del paradigma vigente constituye, junto con la de las bacterias, las dos paradojas más incoherentes, pero persistentes, de la Biología actual.

El hecho de que el descubrimiento de ambos fuera debido a su actividad patógena (Koch en el Antrax de vacas y Stanley en el mosaico del tabaco), junto con que esta cualidad concuerda perfectamente con la visión competitiva de los fenómenos biológicos, les ha cargado con el estigma de ser «nuestros peores competidores», atribuyendo a su carácter patógeno (real, pero minoritario y siempre por algún motivo) su condición fundamental y considerando los cada vez más abundantes casos de actividades imprescindibles en distintos procesos biológicos como excepcionales, justificados como «parasitismo», «genes egoístas», «aprovechamiento por parte del genoma»…

A pesar de esto, se están acumulando datos sobre las actividades normales de las bacterias que (al menos para algunos) están cambiando su situación dentro de la concepción de las relaciones entre los seres vivos. Hoy se sabe que los suelos terrestres están plagados de bacterias que cumplen funciones esenciales en la degradación de sustancias tóxicas, o en la fijación de Nitrógeno por las plantas y en la regeneración de suelos y ecosistemas terrestres y marinos. Que enormes cantidades de bacterias viven en el interior de los seres vivos, colaborando en funciones esenciales, como la degradación de sustancias que no pueden digerir o la producción de otras imprescindibles para el organismo. También se ha comprendido (no por todos) que su carácter patógeno se produce mediante transferencia horizontal de genes como respuesta a agresiones ambientales.

En cuanto a los virus, «Se han realizado muchos trabajos para comprender el funcionamiento de los virus, encontrar nuevos medios de combatirlos o, por el contrario, utilizarlos para transportar genes de medicamentos (terapia génica)» (Zillig y Arnold, 99). Lo sorprendente es que argumentos de éste tipo no resulten absurdos, pero lo cierto, es que los virus constituyen otro de los muchos pilares inconsistentes de la Biología actual. Otro de los muchos problemas «cerrados en falso»: «Aunque nuestros conocimientos sobre la biología molecular de los virus han progresado mucho, su origen sigue siendo, en cambio, uno de los grandes misterios de la biología. Dado que necesitan una célula para multiplicarse, los investigadores creyeron durante mucho tiempo que los virus tenían como origen genes celulares» (Zillig y Arnold, 99). Resulta llamativo el empleo del tiempo pasado como si ésta creencia hubiera sido abandonada en la actualidad cuando, en realidad, sigue siendo la dominante, pero no es más que un reflejo de la desconexión existente entre distintas especialidades y así, lo que para los genetistas se solventa con la «adquisición de un gen célular env«, para los virólogos no resulta tan evidente: «La existencia de características específicas de los virus, como algunas proteínas de las envolturas, genomas en forma de ARN y ARN polimerasas especiales (aquí hay que resaltar a la Transcriptasa inversa, con su función tan especial y tan concreta), sugiere, por el contrario, que al menos una parte de los virus no tiene el mismo origen celular que sus células huésped».

Esta evidencia lleva inevitablemente a los autores a plantearse el origen y «evolución» de los virus: El estudio de los virus que «infectan» a las arqueas, ha puesto de manifiesto que no pertenecen a ninguna de las familias de los virus conocidos. Por ejemplo, el arqueófago O H tiene un genoma muy diferente del bacteriófago P 1. Sin embargo, su morfología es muy parecida, con una cabeza de forma geométrica y una cola que permite la fijación a la bacteria. Por lo tanto: «Si se supone que existió una forma ancestral de virus en el antepasado común de las arqueobacterias y de las bacterias, se puede ver sin dificultad a O H y P 1 como los productos de una evolución divergente a partir de un mismo antepasado»….»Si esto es así, los virus del mismo tipo – y por tanto, todos los fagos con cabeza y cola – ya existían en el antepasado común de los procariotas y los eucariotas, e incluso, quizá antes«. El problema (no menor) de estas relaciones es cómo puede evolucionar un virus que es inerte en ausencia de una célula y, sobre todo, qué tipo de mutación hace posible la elaboración del «motor molecular» de su mecanismo de inyección del ADN a partir de la «sopa primigenia». Pero lo más sorprendente de todo, es que esto ha tenido que ocurrir varias veces porque: «La notable variedad de los virus y su relativa simplicidad sugieren un origen polifilético: diferentes grupos de virus habrían derivado independientemente a partir de diferentes orígenes«. Ésta parece la argumentación más sólida (basada en datos) de todo el discurso sobre su «evolución». Pero, ¿cómo explicarla?. Lo cierto es que los arqueófagos que «infectaban» a las primeras formas de vida ya deberían disponer del mecanismo inyector de su ADN.

Llegados a este punto, tal vez sea conveniente una recapitulación sobre los datos de que disponemos:

Tenemos datos sobre la extremada conservación de la formas ancestrales de vida, sobre la presencia de virus simultánea (o incluso, posiblemente anterior) a éstas. Sabemos que «no todos sus genes» pueden tener origen celular (Zillig y Arnold, 99). También conocemos la existencia de la Integrasa, que sirve para que los virus integren su genoma en los genomas celulares, de la Transcriptasa inversa que utilizan para retrotranscribir el ARN en ADN, de un complejo y difícil de explicar «motor molecular» que los virus utilizan para inyectar en las células, o empaquetar, su material genético. Es decir, que los virus de incierta y «polifilética» procedencia poseen unas funciones que utilizan para algo, que tiene una evidente finalidad, y que intentar explicar la rápida aparición de cada una de ellas independientemente como consecuencia de mutaciones al azar a partir de una «sopa primigenia» o incluso, de un supuesto » Mundo ARN» carece de sentido científico, como cualquier matemático podría fácilmente demostrar.

Probablemente, estos argumentos resulten menos ajustados al modo de razonar al que hemos sido acostumbrados los biólogos que las vagas y contradictorias explicaciones sobre la aparición por partes de la primera célula, con o sin ayuda de virus (de origen inexplicado), y con las «invenciones» de proteínas y ribosomas o la supuesta procedencia de los virus a partir de transposones (también «inventados» por el genoma), pero no hay que olvidar que estas «explicaciones» están basadas en la convicción (en la creencia) de cómo han tenido que ser, es decir, se han tenido que producir, forzosamente, de un modo gradual, al azar y, naturalmente, impulsados por la selección natural, y todos los argumentos se elaboran asumiendo estas únicas posibilidades. Estos axiomas (porque nunca se han demostrado), conducen a pasar por alto mediante vagas (o metafóricas, en su caso) explicaciones hechos con una información fundamental sobre la evolución en los que, muy probablemente, se encuentran las claves.

5.- Sobre los «parásitos» creativos.

En los últimos años, la información sobre las actividades de los virus, y sus derivados, los elementos móviles, tanto en procesos celulares normales, como en fenómenos con claras implicaciones evolutivas, ha crecido de un modo casi exponencial (Sandín, 95, 97, 98, 01). Las interpretaciones habituales de su presencia en los genomas animales y vegetales han incluido desde una «explotación» de sus inexplicadas capacidades por parte del genoma (Bromhan, 02) o un aprovechamiento de las respuestas ambientales de los transposones «cualquiera que sea su origen» (Grandbastien, 98), hasta un absoluto desconcierto por su presencia (Benoist y Mathis, 97: «Retrovirus as trigger precipitator or marker?»). Pero, si tenemos en cuenta que hoy estamos en condiciones de afirmar que la mayor parte del genoma de todos los seres vivos es de origen viral, resulta evidente que estas actividades no son ocasionales ni, mucho menos, excepcionales.

Pero, además, estudios recientes han revelado unas actividades de los virus que van a obligar, al igual que en el caso de las bacterias, a replantear su verdadero y fundamental papel en la Naturaleza. En aguas marinas superficiales hay un número de virus de 10.000 millones por litro. Su papel ecológico consiste en el mantenimiento del equilibrio entre las diferentes especies que componen el plancton (y, como consecuencia, del resto de la cadena trófica) y entre los distintos tipos de bacterias, destruyéndolas cuando hay un exceso (Fuhrman, 99).

Al mismo tiempo, la materia orgánica liberada tras la destrucción de sus húespedes enriquece en nutrientes el agua. Pero, además, tienen un papel secundario sorprendente: los derivados sulfurosos producidos por sus actividades contribuyen a la nucleación de las nubes. Y, seguramente, no serán éstas las únicas sorpresas que nos van a deparar.

Hoy podemos afirmar que existen indicios más que suficientes para considerar a los virus, no sólo una parte del funcionamiento normal de los fenómenos biológicos, sino una parte fundamental. Hoy sabemos quienes son los responsables de las inserciones y delecciones que identifican grupos filéticos de organismos. También sabemos cómo es el mecanismo responsable de las duplicaciones, reordenamientos y remodelaciones de los genomas. Tenemos datos abundantes sobre su implicación en los fenómenos de transferencia horizontal de genes (Auxolabehere, 92; García et al., 95; Kim et al., 95; Oosumi et al., 95; Galitski y Roth, 95). Pero, quizás, las más significativas actividades de las secuencias de origen viral sean las relacionadas con la regulación de la expresión génica (Patience et al., 97) y con la diferenciación y proliferación celular durante la embriogénesis (Brosius y Gould, 92, Dnig y Lipshitz, 94; Schulte et al., 98; Episkopou et al., 01).

Si a esta información sobre la actividad normal de los virus le añadimos su capacidad de activación (y «malignización») como respuesta a estímulos (estrés) ambientales (Gauntt y Tracy, 95, Ter-Grigorov et al., 97; Grandbastien, 98), fenómeno que está, sin duda, muy relacionado (y que podría explicar) con muchos de los problemas derivados de los xenotransplantes, los productos transgénicos, la terapia génica, el SIDA e, incluso, la investigación sobre el cáncer (Ver Sandín, 97; 98; 01) nos encontramos con una realidad muy diferente a la que nos ha inculcado el viejo paradigma: unos genomas caracterizados por una extremada conservación de los procesos fundamentales desde el mismo orígen de la vida pero con una plasticidad, una capacidad de reacción a los estímulos ambientales que son totalmente incompatibles con la concepción tradicional de unos genomas rígida e irreversiblemente diferenciados mediante mutaciones aleatorias y aislados del ambiente.

Esta nueva visión está íntimamente ligada a la explicación de otro hecho fundamental de la evolución cuyos mecanismos implicados «siguen siendo sorprendentemente esquivos» (S.C.Morris, 00)

6.- Sobre la «radiación» del Cámbrico y los genes homeóticos.

La explicación del origen de los metazoos constituye otro significativo ejemplo de cómo la «vieja Biología» es capaz de cerrar en falso los problemas clave de la evolución mediante argumentos o interpretaciones caracterizadas por un predominio absoluto de las convicciones sobre las observaciones. La aparición de todos los planes de organización animal existentes en la actualidad en un corto periodo de tiempo y en la misma base de su origen, es totalmente contradictoria con la concepción darwinista de la evolución (en palabras de S.J. Gould(85), lo que cabría esperar «…serían unos pocos diseños generales y gran variabilidad (distintas adaptaciones) dentro de ellos. Sin embargo, encontramos exactamente lo contrario»). A pesar de ello, el fenómeno también tiene cabida dentro de la elástica Teoría Sintética: se trataría de una «radiación adaptativa» (Liñán et al.,99), una supuesta explicación («radiación») que es, en realidad, una descripción (es decir: «un incremento en número y variedad dentro de un taxón, como consecuencia de un cambio ambiental,» etc.).

Pero veamos los datos: «Una gran variedad de philla de organismos tripoblásticos (Protostomia como anélidos, moluscos y artrópodos, y los Deutetostomia, equinodermos y cordados) han surgido en un «Big-Bang» (entre 530 y 520 m.a. en la base del Cámbrico (550-500 m.a.) con una impresionante explosión de la diversidad y disparidad morfológica (Erwin, 1991, 1993, Erwin et al., 1997, Valentine et al., 1996, 1999). El registro fósil del Cámbrico incluye miembros de más de treinta phylla (planes corporales) correspondientes a unos hábitats bentónicos marinos de costa comparables a los actuales; unos hábitats aparentemente constantes y estables» (García Bellido, 99). Es decir, en un medio estable y homogéneo «aparecieron» prácticamente todos los mecanismos genéticos que controlan la morfogénesis de todos los grandes grupos animales existentes en la actualidad, sin la menor posibilidad de que la omnipresente y omnipotente selección natural tuviera la menor participación en ello: «la expansiva diversificación morfológica de la fauna en la base del Cámbrico ha ocurrido en animales viviendo en condiciones bióticas muy homogéneas, lo que indica que los determinantes externos han jugado un papel mínimo en esa disparidad (Valentine et al., 99.)» (Gª Bellido, 99).

Un problema añadido para la perspectiva convencional es el representado por los posibles antecesores de la fauna del Cámbrico, un puñado de organismos multicelulares conocidos como la «fauna de Ediacara» (por su lugar de descubrimiento en el Sur de Australia), datados en 600 millones de años, en el Véndico . Paleontólogos como Gould (85) y Seilacher (89), afirman que esta fauna constituye un «experimento fallido» en la evolución de los animales multicelulares, que no dejó descendientes. De hecho, al comienzo de Cámbrico, hace 543 millones de años, la Tierra sufrió la mayor y más extensa Edad de hielo de toda su historia (Kirschvink et al., 00). Pero el problema puede ser aún mayor: el paleontólogo Gregory Retallack (94) de la Universidad de Oregón, ha llegado a la conclusión de que los fósiles de Ediacara no eran en absoluto animales, sino muy probablemente líquenes: la forma en que han fosilizado, sin las deformaciones propias de cuerpos blandos, los patrones de crecimiento y su estructura microscópica los hace más compatibles con el hecho de que su gran tamaño (a veces más de un metro) y su forma de vida sésil se corresponda con organismos que obtienen su nutrición por simbiosis con organismos fotosintéticos. Una nutrición difícil de explicar en la «interpretación animal» de estas grandes formas sésiles.

En definitiva, nos encontramos de nuevo con un súbito salto de complejidad a partir de formas necesariamente muy sencillas y aún por descubrir. En palabras de S.C. Morris (2000): «Para concluir: la explosión Cámbrica es real y sus consecuencias ponen en marcha un maremoto en la historia evolutiva. Mientras el patrón de evolución es muy claro, los procesos implicados todavía permanecen sorprendentemente esquivos.»

Desde el punto de vista de la genética del desarrollo, sabemos que en estos procesos están implicados unos complejos sistemas genéticos de genes/proteínas denominados homeoboxes que regulan a muchos otros genes y que coordinan el desarrollo embrionario de tejidos y órganos en todos los seres vivos. Lo que aún está por explicar, desde el punto de vista ortodoxo, es el origen de esos sistemas genéticos que, obviamente, no se han podido producir por mutaciones al azar de los conservados genes controladores de la replicación o del metabolismo. Pero quizá su descripción nos pueda dar alguna pista: los genes que los forman son secuencias repetidas en tandem, y ya sabemos que los responsables de las repeticiones génicas son los retrotransposones (y quedan pocas dudas razonables sobre el origen de los retrotransposones en los retrovirus). En general son secuencias de 180 pares de bases que codifican para un polipéptido básico de 60 aminoácidos al que se ha llamado homeodominio. Estassecuencias están situadas en el mismo orden en los cromosomas de muy diferentes grupos animales, y en todos ellos cumplen misiones extrañamente similares en el desarrollo embrionario: las secuencias responsables del desarrollo de las patas, ojos, sistema urogenital… de invertebrados, anfibios, reptiles, aves y mamíferos sólo se diferencian en el número de repeticiones. En el modo de controlar este desarrollo, están involucrados un conjunto de genes/proteínas en el que los genes HOX son los «selectores» que controlan la expresión de otros genes «realizadores» y regulados por proteínas específicas, conjunto al que el genetista del desarrollo A. García Bellido, ha denominado «sintagma». Y una vez más «… en un número creciente de casos, sintagmas casi completos están conservados en evolución (Botas, 93; Biggin and McGinnis, 97; Graba et al., 97).» (Gª Bellido,99).

El significado de estos datos (es decir, no especulaciones) merece un análisis especial: los genes homeóticos especifican el desarrollo de unos órganos de una forma que va más allá de su mecanismo bioquímico e, incluso, de su desarrollo embrionario: «los apéndices de vertebrados y artrópodos no son estrictamente órganos homólogos pero vemos que, en su morfogénesis, hacen uso de genes y sintagmas conservados Gynsen et al., 87; Carrol, 95)». Y esto se ha podido comprobar experimentalmente introduciendo los genes Hox «ojo» de ratón en drosophila y activándolos en diversas partes de su cuerpo tales como patas, alas, antenas, etc. El resultado fue que aparecieron ojos ectópicos en todas esas estructuras (Morata, 99). Es decir, a pesar de que el ojo compuesto de Drosophila se forma bajo el control de un conjunto de varios cientos de genes/proteínas diferentes a los del ratón, la secuencia «ojo de mamífero» produce «ojo de invertebrado» dentro del desarrollo embrionario de una mosca. Todo esto quiere decir que en estas secuencias génicas está inscrito el significado (se podría decir: el concepto) «ojo», «patas», «alas», independientemente del tipo de ojo, patas o alas, de su control (regulación) genético o de su origen embrionario. Y este fenómeno (este hecho) es probablemente, el de más trascendencia y el de más profundo significado de todos los descubrimientos recientes en el campo de la biología.

Desgraciadamente (pero comprensiblemente), el peso del viejo paradigma, del vocabulario de la forma «ortodoxa» de razonar, impide a los propios descubridores asumir el significado de sus propios hallazgos. Así Antonio García Bellido, cuyas aportaciones en el campo de los homeoboxes han sido fundamentales, en su magnífico artículo «Los genes del Cámbrico» (1999) atribuye las interacciones ADN-proteínas y sus resultados a un fenómeno de «selección» y aunque, evidentemente, no se refiere a la selección natural, dado que, según él mismo escribe, el ambiente no ha jugado ningún papel en la generación de morfologías nuevas, no puede evitar la siguiente conclusión: «Así se inició una competición morfológica y de comportamiento entre organismos, elaboraciones que han continuado y diversificado desde entonces». Sin embargo: «las mutaciones clásicas en las regiones que codifican para proteínas deben haber sido de escasa relevancia inmediata para la evolución morfológica… variantes genéticas nuevas que resultan de cambios de secuencias reguladoras debieron y deben estar sujetas a una selección negativa mínima, porque se mantiene la función primaria del gen que asegura una morfogénesis normal (Averof et al., 96)».

Es decir, no importa que el ambiente no tenga el papel selectivo que le atribuye el darwinismo; no importa que las mutaciones «clásicas» tampoco… Pero tiene que existir una competencia y tiene que existir una selección. Aunque haya que buscarla infructuosamente. Sin embargo: «Si en los apéndices de tetrápodos y los de artrópodos se usan genes y aún sintagmas homólogos, ¿cuál era su expresión morfológica en los organismos precámbricos que no tenían apéndices visibles? (el subrrayado es mío), ¿cómo eran los órganos incipientes (precursores), receptores de luz, de los ojos que se generan con genes homólogos en todas las formas derivadas?, ¿han precedido los sintagmas específicos a las formas a las que dan lugar?» Esta pregunta/afirmación es la clave, dentro de nuestros argumentos, porque parece evidente que la coordinación del desarrollo embrionario ha de ser previa a la aparición del organismo, pero: «si es así, ¿sobre qué formas ha operado la selección para dar lugar a la explosión evolutiva observable?».

A veces resulta desalentador observar cómo los científicos que aportan los datos más relevantes en el contexto de una nueva Biología, se esfuerzan para introducirlos, mediante una retórica, muchas veces contradictoria, en el viejo paradigma. Es decir, no parece existir ningún interés por articular coherentemente, racionalmente, todos estos nuevos y significativos datos. Lo que se puede observar es un verdadero esfuerzo para hacer posible su interpretación dentro de la ortodoxia dominante. Y así, cada especialista aporta su contribución. Por ejemplo, para los paleontólogos (Liñan et al.,99) la «explicación» de la repentina aparición de todos los tipos de organismos existentes en la actualidad se justificaría porque el fenómeno pudo no ser tan rápido como parece y las condiciones de fosilización darían una falsa impresión de aparición rápida, «…sería más propio hablar de la explosión cámbrica del registro fósil». Pero parece dudoso que una ampliación del tiempo explique el problema que planteaba Gould y más, teniendo en cuenta la ausencia de formas precedentes y «conectables».

Desde el punto de vista bioquímico los datos tienen un sentido opuesto, pero los argumentos tienen características similares: En un artículo publicado en Nature, Rutherford y Lindquist (98), han encontrado una explicación para la rápida diversificación morfológica del Cámbrico. Las proteínas antiestrés, también conocidas como chaperonas, son otro ejemplo, este ya indiscutible, de proteínas con una finalidad muy especial. Se encuentran en las células de todos los organismos, y su misión es ayudar a las proteínas celulares que tienen distintas funciones esenciales, entre ellas el control de la proliferación celular y el desarrollo embrionario, a recuperar su estructura y, por tanto, su funcionalidad, en caso de que una agresión ambiental, como exceso de calor, falta de Oxígeno, sustancias químicas tóxicas o radicales libres, las desnaturalicen. Rutherford y Lindquist comprobaron que cuando aumentaban la temperatura de embriones de Drosophila o alimentaban a las moscas con un producto químico que bloquea la acción de la chaperona Hsp 90 nacían entre un 1% y un 3% de moscas con malformaciones en alas, patas y antenas. Esto les sugiere que «Hsp 90 sería el primero de estos mecanismos moleculares en ser la base del cambio morfológico drástico, más que los cambios pequeños y progresivos que se sabe ocurren en la evolución, y serviría para explicar la gran descarga de diversidad del periodo Cámbrico: Hsp 90 parece ser una vía rápida para la adaptación». Naturalmente, tampoco mencionan a partir de qué antecesores se pudieron producir las malformaciones llamadas «tubo digestivo», «ojos», «caparazones», etc…

Pero, una vez más, Antonio García Bellido nos ayuda (seguramente sin proponérselo) a rastrear el origen de esos programas embrionarios: «Se puede afirmar que a lo largo de la evolución lo que ha aumentado asociado a la complejidad, son las regiones reguladoras de los genes. Esto conlleva a un aumento proporcional de genes reguladores sobre genes con funciones celulares básicas. Estos últimos son más del 90% en bacterias y menos del 40% del total en Drosophila o en el ratón». (Gª Bellido, 99).

7.- Sobre extinciones y radiaciones

«La explosión del Cámbrico constituye uno de los hechos más inexplicables para la Biología evolutiva«. Esta frase, repetida hasta la saciedad en textos sobre evolución, parece soslayar el hecho de que es, precisamente, el fenómeno fundamental de la evolución animal. Pero también puede dar la impresión de que los siguientes «hechos fundamentales de la evolución» (Crick, 81) sí son explicables por la teoría convencional. Lo cierto, sin embargo, es que las súbitas renovaciones de fauna que han dado lugar a las denominaciones de los siguientes grandes períodos geológicos no cuentan con muchos mas argumentos explicativos salvo que, obviamente, ya existían antecesores.

Los datos paleontológicos, cada día más abundantes y concluyentes, nos revelan una dinámica de grandes extinciones seguidas de súbitas «radiaciones» de nuevas formas de vida. Como observa T.S. Kemp (99), «Niveles muy altos de evolución morfológica, ocurren de forma característica a continuación de una extinción masiva». Las extinciones en masa mas drásticas, inician o finalizan los períodos Precámbrico, Cámbrico, Ordovícico, Devónico, Pérmico, Triásico y Cretácico. La que marca el final del Ordovícico acabó con gran cantidad de formas de braquiópodos y trilobites, pero aparecieron una gran variedad de peces y de plantas de ribera. El Devónico terminó con una gran extinción que afectó a todas las especies animales, que eran sólo marinas, especialmente a ammonites, trilobites, gasterópodos y peces, pero, inmediatamente, a principios del Carbonífero la tierra estaba poblada por una enorme variedad de invertebrados: arañas, escorpiones, caracoles y gusanos, y también los primeros anfibios y reptiles. Las plantas gimnospermas se diversificaron y aumentaron de tamaño. (Para una detallada revisión de la evolución de las plantas, véase «Botánica y evolución», en este monográfico). El Pérmico, y con él la era Paleozóica, terminó con una gran extinción que eliminó a más del 95% de las especies animales. Pero el Triásico comenzó con una espectacular «radiación» de los reptiles y la aparición de nuevas formas de vida marina, como los corales exacoralarios y las ostras, pero especialmente espectacular fue la aparición de las tortugas, con las que aparece un Orden nuevo de reptiles, los Quelonios, como saben los especialistas, sin el menor rastro de formas intermedias. El final del Triásico contempló dos grandes extinciones separadas por unos 26 millones de años. La primera, aniquiló a la mayor parte de los reptiles terrestres, cuyos pocos supervivientes fueron el origen de la «radiación» de los dinosaurios. La segunda, que señala el inicio del Jurásico, afectó especialmente a la fauna marina, pero dió paso a los pequeños mamíferos. El Cretácico, que comenzó con una nueva extinción que afectó a algunas familias de dinosaurios, invertebrados marinos y plantas gimnospermas, y que también vió aparecer repentinamente a las angiospermas, finalizó con la, ya famosa extinción masiva (que, en términos absolutos, fue menor que muchas otras anteriores), que acabó con los dinosaurios y, con ellos, el Mesozoico. En un período no mayor de cinco millones de años (Kemp, 99), aparecieron los diversos géneros y familias (y algunos más) de los mamíferos actuales.

En conjunto, a gran escala, se puede observar, para los grandes taxones, un proceso que tiene muy poco que ver con la imagen arborescente tradicional. Pero este fenómeno también se manifiesta para los taxones de nivel inferior. Ya en 1983, Williamson realizó un magnífico estudio sobre moluscos fósiles en el lago Turkana, en África oriental. Es uno de los casos con archivos más completos que documentan ininterrumpidamente millones de años de evolución. El estudio de numerosas especies permitió comprobar la existencia de largos períodos de continuidad interrumpidos por apariciones repentinas de nuevas especies. Los fósiles se estratificaban ordenadamente, pero sin fases intermedias. Naturalmente, su trabajo fue duramente criticado por los defensores de la ortodoxia. Pero, mas recientemente, Kerr (95), intentó comprobar la especiación gradual en un registro fósil de briozoos que representaba, sin solución de continuidad, más de diez millones de años. Lo que encontró fue exactamente lo contrario: las nuevas especies surgían repentinamente y coexistían con sus predecesoras.

En definitiva, los estudios que permiten una buena documentación fósil revelan fenómenos que se ajustan a la «Teoría de los equilibrios puntuados» propuesta, en 1972 por Eldredge y Gould. (Aquí, quizás sea conveniente «puntualizar» que no es en realidad una teoría sino, dentro de la ya larga tradición de la Biología, una descripción): Las especies aparecen en el registro fósil con una apariencia muy similar a cuando desaparecen. Tras períodos de estasis, que pueden durar desde uno a diez millones de años, son sustituídas por una o varias especies hijas que siguen el mismo patrón. Éstas no surgen gradualmente, sino que aparecen de una vez y plenamente formadas. Y esto se ha podido constatar sistemáticamente en estudios a gran escala. (Jackson, 94; Prokoph et al., 00).

La tradicional excusa de «la imperfección del registro fósil» para justificar la ausencia de formas transicionales (que, por otra parte, deberían ser mucho más numerosas que las teóricas «formas finales») se ha quedado sin fundamento. Dos recientes trabajos (Foote & Sepkoski, 99, Benton et al., 00), en los que se analiza exaustivamente el abundante registro fósil con el que contamos en la actualidad, han llegado a la conclusión de que, si bien no es (obviamente) completo, sí da una información adecuada. «La estabilidad de largos intervalos de tiempo, y grandes categorías taxonómicas reflejan un adecuado (si bien incompleto) registro fósil»…»Las más antiguas partes del registro fósil son claramente incompletas, pero pueden ser consideradas como adecuadas para ilustrar los amplios patrones de la historia de la vida. (Benton et al.,00). «Esas medidas son, no obstante, altamente correlacionadas, con significados bastante explicables, y encontramos que la completación del registro fósil es bastante alta para muchos grupos animales». (Foote & Sepkoski, 99)

En cuanto a las causas de las extinciones, ya hace tiempo que existen datos que permiten trabajar sobre hechos comprobables. En 1986, Sepkoski y Raup, en un amplio estudio sobre 567 familias de organismos marinos, comprobaron que en los últimos 250 millones de años se han producido extinciones de distintas magnitudes, aproximadamente, cada 26 millones de años. Rampino y Stotherd (84), habían estimado la periodicidad en 30 + 1 millones de años. Estos fenómenos requieren de algún agente causal desencadenante de algún tipo de crisis ecológica. Pues bien; también existen datos sobre dicho desencadenante: caídas periódicas de meteoritos de tamaño variable. La datación de cráteres de impacto como el de Maniconagan en Canadá, de un diámetro de cerca de 70 km, correspondiente a un asteroide de no menos de 10 km de diámetro, caído hace unos 210 millones de años (final del Triásico), o el de Popigai, en Siberia, de más de 100 km de diámetro y datado en 40 millones de años, o el mas conocido, que marcó el final del Cretácico y que dejó su huella en el Golfo de Méjico, no serían mas que los indicios mas visibles de un fenómeno recurrente y periódico: lluvias de meteoritos de diferentes tamaños producidas por la desestabilización gravitacional de los asteroides situados en la llamada «Nube de Oort», en la periferia del sistema solar. El motivo de esta caídas es, para Rampino y Stoterd, el resultado del movimiento oscilatorio del sistema solar alrededor de la galaxia que, con una periodicidad de, aproximadamente, 67 millones de años, atraviesa el plano galáctico cada 33+3 millones de años. (Hipótesis compartida por Scwartz y James, (84) . Para Raup y Sepkoski, la responsable sería una supuesta estrella enana asociada con el Sol en una órbita excéntrica que atravesaría la Nube de Oort, hipótesis apoyada por Whitmire y Jackson (84), y Davis, Hut y Muller (84). La causa de la periodicidad todavía está en discusión, pero los resultados, es decir, las extinciones periódicas y las dataciones de las huellas de los asteroides ya no son discutibles. Naturalmente, los impactos no tendrían porqué ser siempre de la misma dimensión, y muchos tendrán sus huellas ocultas por la vegetación o la erosión. Lo que sí parece totalmente comprobado es que los casos de grandes caídas han tenido consecuencias catastróficas para los ecosistemas terrestres y marinos.

A esto hay que añadir otro fenómeno, al parecer mas irregular, pero también sistemático: las inversiones de los polos magnéticos terrestres, que se producen de modo irregular dos o tres veces cada millón de años, por causas, por el momento desconocidas. El campo magnético, que protege a la Tierra de las peligrosas radiaciones procedentes del Sol, pierde ese efecto protector durante la inversión, ya que la Magnetosfera (cinturones de Van Allen) se debilita o desaparece, con lo que la Tierra es sometida a un intenso bombardeo de radiaciones.

No se ha comprobado si las inversiones han coincidido siempre con caídas de meteoritos, pero sí se sabe que ocurrió con la que marcó el final del Cretácico, y el origen de los géneros y familias actuales de mamíferos (Erickson,92). El escenario de ésta aparición excede nuestra capacidad de imaginación: A las catastróficas consecuencias ecológicas del impacto del enorme meteorito, se sumó un drástico descenso de temperatura y un violento bombardeo de radiaciones. El resultado lo describía así el famoso paleontólogo George Gaylord Simpson en 1957, mucho antes de que se conocieran estos datos: «El mas asombroso acontecimiento en la historia de la vida sobre la Tierra (una vez más), es el cambio que ocurrió del Mesozoico, edad de los reptiles, a la edad de los mamíferos. Parece como si el telón hubiese caído repentinamente sobre un escenario en el que todos los papeles habían sido desempeñados por los reptiles, especialmente los dinosaurios, en un número enorme y con una variedad sorprendente, y se hubiese vuelto a levantar inmediatamente para poner de manifiesto idéntica escenografía, pero con un reparto enteramente distinto». (Simpson et al., 57).

La forma en que se tuvo que producir este brusco cambio en el escenario de la vida es tan difícil de «visualizar», que nuestra cultura carece de metáforas para describirla. Pero, desde luego, está claro que toda la gama de morfologías y de nichos ecológicos no se pudo completar, en cinco millones de años, mediante sucesivas especiaciones, y menos si éstas siguen la pauta del equilibrio puntuado (ver Sandín, 97), a partir de unos pequeños mamíferos «de tipo insectívoro» que, según está constatado (Archibald et al., 01), fueron los únicos que sobrevivieron a la extinción. Según estos últimos autores: «La subsecuente diversificación de Órdenes placentarios vivientes entre aquellos grupos superordinales placentarios del Cretácico tardío, no comenzó hasta hace sobre 65 millones de años, despúes de la extinción de los Dinosaurios».

El problema se complica con el hecho de que esta enorme explosión de diversidad, desde murciélagos hasta ballenas, se produjo en un entorno prácticamente vacío, lo que para S.J. Gould (85), significa que: «Si la mayor parte del tiempo se consume en períodos de recuperación, los modelos competitivos se vienen abajo»/…/»Sospecho que necesitamos una perspectiva vuelta del revés» . Pero aún se puede complicar más mediante datos recientes: Dos estudios moleculares independientes (Madson et al., 01 y Murphy et al., 01) realizados sobre 64 especies de mamíferos, utilizando distintos segmentos cromosómicos arrojan unos idénticos y sorprendentes resultados que, según Henry Gee (Nature, 2001), «rompen los antiguos árboles filogenéticos»: Los resultados los agrupan en: Afrotheria (mamíferos de origen africano), Laurasiatheria (eurasiáticos), Xenartra (mamíferos de Centro y Sudamérica) y Euarchonta (primates ¡y roedores!). Según Madsen et al., «Han ocurrido radiaciones adaptativas paralalelas dentro de Laurasiatheria y Afrotheria. En cada grupo, hay formas acuáticas, unguladas y tipo insectívoro». (Si las llamadas «radiaciones adaptativas» resultan poco menos que un milagro desde la perspectiva del cambio gradual y al azar, la repetición del proceso en paralelo no tiene denominación. Pero dentro de nuestros argumentos, y según qué tipos de genes hayan usado en sus estudios, da mucho que pensar). No obstante, todo tiene explicación (desmentida por el trabajo antes citado): «Estimamos que Afrotheria y Laurasiatheria divergieron durante el Cretácico temprano, hace unos 111-118 millones de años». Este recurso a alargar la historia también lo necesitan los expertos en la evolución de tortugas, aves, murciélagos, ballenas… Lo cierto, es que debe de existir algún fenómeno biológico que justifique, tanto la rápida aparición, como estos «paralelismos» y «convergencias». De hecho, estos autores reconocen otro extraño (y difusamente explicado por la teoría convencional) fenómeno. «Placentarios y marsupiales sufrieron radiaciones adaptativas paralelas que resultaron en espectaculares casos de convergencia». En efecto, las morfologías «ardilla voladora marsupial», «jerbo marsupial», «lobo marsupial»… son «espectaculares», porque la distancia filogenética con sus correspondientes placentarios es mucho mayor que la que hay entre un murciélago y una ballena.

Todos estos hechos requieren la existencia de algún fenómeno material, es decir, susceptible de ser comprobado, y que sea capaz de explicarlos. Y ya sabemos que esos fenómenos existen: Ronshaugen et al., (02), han comprobado que la transición morfológica producida hace 400 millones de años «cuando los insectos exápodos divergieron de antecesores artrópodos tipo crustáceo con múltiples patas», está producida por la supresión de extremidades torácicas durante la embriogénesis por medio de proteínas reguladoras Hox. «Estudios previos nos llevan a proponer que la ganancia o pérdida de activación transcripcional y funciones de represión en proteínas Hox, ha sido un mecanismo plausible de diversificación morfológica durante la evolución animal». Aunque este fenómeno es denominado por los autores «mutación», lo cierto es que se trata de una reorganización genómica con «ganancia o pérdida» de activación, con un resultado concreto y viable que, por cierto, seguramente no afectaría sólo al número de extremidades.

Es decir, existen datos científicos que nos informan de que las remodelaciones bruscas se pueden producir (se tienen que producir) mediante cambios en la embriogénesis que afectan a un conjunto de órganos (Ver, además Kondo et al.,97 «On fingers toes and penises»). El problema que resta es: ¿En un solo indivíduo?. También tenemos datos materiales que permiten responder a esta pregunta: Sabemos que, tanto los elementos móviles como los virus endógenos se activan bajo condiciones de estrés ambiental, que pueden ser desde radiaciones ultravioleta hasta falta de nutrientes (Genome directory, 00; Grandbastien, 98; Gauntt y Tracy, 95). También sabemos que, tanto los virus endógenos, como ciertos elementos móviles, pueden reconstruir su cápsida e infectar otros indivíduos (Ter-Grigorov,97; Kim et al., 94). Y también, que hay retrovirus cuyas proteínas (es decir, no «capturadas») están implicadas directamente en el control de la proliferación celular en el desarrollo embrionario de distintos tejidos y órganos (Dnig y Lipshitz,94; Boyer 99,) y en la aparición de nuevas funciones interrelacionadas, de imposible adquisición a partir del material genético previamente existente (Sandín, 95), como es la placentación (Sha Mi et al., 00). En definitiva, tenemos datos materiales, no especulaciones, asunciones o creencias, que nos permitirán, antes o después, comprender estos fenómenos que, para cada especialista son excepcionales.

Pero, para ello, habrá que asumir que serán mas difíciles de «visualizar» que las variaciones de los animales domésticos. Porque también tenemos datos que indican que, necesariamente, estas grandes remodelaciones afectan simultáneamente a ecosistemas enteros, que es lo que nos indican esas misteriosas «radiaciones adaptativas paralelas», y lo que Niles Eldredge (97) encuentra realmente en el registro fósil: «Tanto las entidades ecológicas y genealógicas como los eventos y procesos están implicados en el proceso de la evolución. Todas las entidades parecen ser indivíduos estables. Están jerárquicamente ordenadas. Existen procesos intrínsecos a cada nivel que no son reducibles a niveles más bajos (o subsumidos por los niveles más altos)». Es decir,lo que nos muestra el registro fósil es que la propia complejidad y dinámica de los ecositemas implica, necesariamente, un cambio en conjunto (lo que se conoce como un fenómeno ocasional: la coevolución). Y esto es así, tanto para las extinciones como para las recuperaciones (Scheffer et al., 01).

En conclusión, disponemos de datos, estamos comenzando a disponer de modelos conceptuales susceptibles de acercarnos, cada vez más, a la inimaginable complejidad de los fenómenos biológicos, pero carecemos de metáforas para describirlos, porque quizás no se parezcan a nada que conozcamos.

8.- Sobre evolución y adaptación.

Llegados a este punto, quizás sea conveniente discutir otro legado del vocabulario de la vieja Biología: el concepto o, más bien, la confusión, de adaptación igual a evolución. El cambio de un medio al que una organización morfológica y fisiológica está perfectamente adaptada a otro al que no lo está, por ejemplo de medio acuático a medio terrestre, o de éste al vuelo, implica unas amplias y simultáneas remodelaciones en caracteres que son interdependientes (Sandín, 95), es decir, la condición tetrápodo no es una adaptación progresiva y al azar al medio terrestre ( Véase Kondo et al., 97) al igual que el vuelo, que ha surgido en insectos, reptiles, aves y mamíferos, no es una «adaptación aleatoria al aire», porque igual que existe un complejo Hox que significa «extremidades de tetrápodo» existe otro que significa «alas». En este contexto las «mutaciones clásicas en las regiones que codifican para proteínas deben haber sido de escasa relevancia inmediata para la evolución morfológica» (García Bellido, 99). La adaptación tiene un sentido real totalmente opuesto a la evolución (Young, 73). En realidad, lo que significa es un aferramiento al medio, un ajuste (a veces tan sutil y tan perfecto que los mismos darwinistas usan con frecuencia terminología lamarckiana para describirlos), en todo caso posterior, tras la remodelación evolutiva. ¿Habremos encontrado un lugar (aunque sea secunadario) para las «mutaciones al azar»? Desgraciadamente para los defensores del «chapucero» azar , parece que tampoco. Como saben los biólogos celulares, las proteínas funcionales no son combinaciones cualesquiera de aminoácidos, y no parece razonable pensar que sus propiedades, y sus interacciones en la célula sean el resultado de reacciones químicas establecidas al azar que puedan ser cambiadas o sustituídas por otras proteínas surgidas por error. Pero sí existe otro mecanismo de adaptación (de repuesta al ambiente) inherente a la interacción ADN-ARN-proteínas: «En eucariotas, los eventos de procesamiento de ARN, incluyendo splicing alternativo y edición de ARN pueden generar muchos mensajes diferentes de un gen simple, y como consecuencia, el pool de ARN, al que nos referimos como el «ribotipo» tendrá diferente contenido de información del genotipo y puede variar según cambien las circunstancias» (Herbert y Rich, 99). Posteriormente, mediante retrotranscripción por la transcriptasa inversa (cuyo origen ya nos puede resultar menos misterioso que a la Genética tradicional), esta nueva información es integrada en el genoma en forma de los llamados retrogenes y retropseudogenes, cuyas funciones reguladoras han sido constatadas (Brosius, 99). Las «mutaciones epigenéticas» como fuente de variación genotípica de respuesta al ambiente, han sido ampliamente documentadas (Jablonka y Lamb, 95; Whitelaw y Martin, 01). Lo que no ha podido ser constatado experimentalmente es la forma en que estas «mutaciones» somáticas pueden llegar a la línea germinal. Pero ya hace tiempo (20 años) que Edward Steele («Somatic Selection and Adaptative Evolution»,1979) está proponiendo un mecanismo que explique la «herencia de la memoria inmunitaria»: El sistema inmunitario, cuyo mecanismo de producción de diferentes módulos de anticuerpos combinables para responder a nuevas y distintas moléculas ya es un claro indicio de una predisposición, de una capacidad de reacción ante algo nuevo, es explicado convencionalmente como una generación aleatoria en que la selección natural «decide» cual es el adecuado, lo que, teniendo en cuenta la clara especificidad antigénica, equivale a explicar, por medio de las queridas metáforas, que para la instalación del sistema de agua corriente en la construcción de una casa, la elección de un fontanero entre electricistas, carpinteros y albañiles la realiza la selección natural (¡naturalmente!). Lo cierto es que la constatable herencia de esta respuesta requiere de un «vehículo» capaz de transportar la información genética de la línea somática (linfocitos) a la germinal. Para Steele (98), los abundantes retrovirus endógenos producidos por los linfocitos, cuando son estimulados por contacto con antígenos, actuarían de «lanzaderas de genes» transportando las regiones V «mutadas» a las células germinales, opinión compartida por otros autores (Barth, Baltimor y Weissman, 94). Pero el proceso, seguramente, va más allá. Si tenemos en cuenta el origen de los genomas y qué elementos están implicados en la retrotransposición, lo que transportarían los retrovirus no serían genes «capturados», sino su propia secuencia de genes ( Sandín, 95, 98,). Esto explicaría el porqué en ratones sometidos a estrés inmunitario, sus linfocitos «emiten partículas retrovirales «like-AIDS» con capacidad de infección, tanto vertical como horizontal» (Ter-Grigorov et al. 97).

Evidentemente, los sucesos de transmisión de mutaciones epigenéticas desde la vía somática a la germinal como mecanismo de adaptación no deben ser muy habituales, pero el hecho de que existan en la segunda un considerable número de retrogenes y retropseudogenes activos (Brosius, 99), indica claramente que ha ocurrido. Y este proceso sería tanto más plausible si fueran retrotransposones con su capacidad de respuesta al ambiente los directamente implicados en las mutaciones epigenéticas (Whitelaw y Martin, 2001), en casos de disturbios ecológicos, o de una presión ambiental nueva, «…Porque cualesquiera que puedan ser las circunstancias, no operan directamente sobre la forma y sobre la organización de los animales ninguna modificación. Pero grandes cambios en las circunstancias producen en los animales grandes cambios en sus necesidades, y tales cambios en ellos los producen necesariamente en las acciones. Luego, si las nuevas necesidades llegan a ser constantes o muy duraderas, los animales adquieren entonces nuevos hábitos, que son tan durables como las necesidades que los han hecho nacer»(Lamarck, J.B., 1809).

 

UN LARGO CAMINO POR RECORRER

«La teoría de la evolución por selección natural es tan simple y, aparentemente, tan convincente que, una vez que la has asumido, te sientes en posesión de una verdad universal». Esta frase de B.Goodwin (99) en su libro «Las manchas del leopardo», una lúcida crítica a las simplificaciones del darwinismo, es una muy buena descripción del curioso mecanismo psicológico que hace que una supuesta explicación (en realidad una especulación) sobre cómo han tenido que ocurrir los hechos se haya convertido en un dogma. No importa que no sea coherente con los datos, es decir, no con algunos datos, sino con todos los datos fundamentales que tenemos sobre la evolución (porque es contradictoria con lo que nos revela el registro fósil, la embriología, la genética molecular, la bioquímica…). «Sabemos» cómo ha tenido que ser, lo cual satisface nuestra vanidad intelectual (y, posiblemente, mitiga nuestros temores).

La ventaja práctica de las creencias sobre las teorías científicas es que no son susceptibles (ni lo necesitan) a la contrastación. No son sucesos repetibles ni sometibles al «criterio de falsación». Y el darwinismo no es una teoría, porque es un relato de sucesos al azar. Una narración contingente en la que caben todos los datos o fenómenos, incluidos los excepcionales, porque es evidente que finalmente los individuos que sobreviven es porque son los «más aptos», es decir, los capaces de sobrevivir.

Parece que los biólogos tenemos un largo camino por delante hasta que consigamos desprendernos del lastre que constituyen los viejos conceptos (o prejuicios) que conforman una visión de la vida basada en una competencia sin fin, donde no hay sitio para los perdedores. Pero no va a ser fácil, dado el profundo arraigo de esta forma de pensamiento que se ha impuesto, prácticamente, en todos los ámbitos de la actividad humana de los países llamados «civilizados». El darwinismo se nos inculca en nuestra formación. Desde la escuela, los conceptos darwinistas forman parte del vocabulario de la Biología, y la evolución significa cambio al azar dirigido por la implacable selección natural. Los evolucionistas previos a Darwin, incluida la sólida escuela francesa, no existieron. Simplemente, evolución es darwinismo. Pero también está sustentado por unas profundas raíces culturales: tanto «El origen de las especies por Selección Natural o el mantenimiento de las razas favorecidas en la lucha por la existencia» como «El origen del hombre y su variación, en relación con el sexo» son un claro reflejo de la visión victoriana del mundo del siglo XIX (Sandín 00). B.Goodwin (99) en su crítica al darwinismo desde su propio contexto cultural, pone de manifiesto, de un modo difícilmente discutible, el marcado paralelismo entre sus conceptos centrales y los valores calvinistas, que por otra parte, como expuso Max Weber («La ética protestante y el espíritu del capitalismo», 1905) están en las raíces del modelo económico y social del libre mercado y la libre competencia que se ha impuesto en el mundo. Como todos sabemos, sin competencia no hay «progreso». Con estos axiomas, se nos bombardea sistemáticamente desde los medios de comunicación, tanto en las informaciones-explicaciones sobre la evolución del mercado, como en las noticias y documentales científicos, en los que las autoridades científicas y los divulgadores «reconocidos», es decir, ortodoxos, y por tanto darwinistas, tienen un importante papel.

Y las explicaciones darwinistas son, dentro de todo este contexto, muy fáciles de asumir.

En el ámbito académico todos estos condicionantes se acentúan, porque a este entorno social, en el que los científicos forzosamente están inmersos, se añade un «adiestramiento» (Feyerabend,89) en la visión darwinista de la naturaleza y cualquier intento de crítica al darwinismo ( y no hablemos de propuestas alternativas) es acogido con auténtica indignación. El mandato de la UNESCO y el Consejo Internacional para la Ciencia (99) según el cual: «El pensamiento científico consiste, esencialmente, en saber examinar los problemas desde diferentes ángulos, y en investigar las explicaciones de los fenómenos naturales y esenciales, sometiéndolos constantemente a un análisis crítico», no resulta fácil de seguir, al menos por el momento, en las facultades de Biología.

Por todo ello, los argumentos, y las conclusiones (naturalmente, provisionales) derivadas de ellos, que siguen a continuación no cuentan probablemente con un sustrato propenso a una acogida favorable. Precisamente por ello, esta falta de expectativas hace posible tomarse la libertad de someterlas a la valoración del lector, por si alguna de ellas, en algún momento, pudiera resultar digna de consideración.

La rápida aparición de la vida sobre la Tierra en forma de bacterias con sus prodigiosas capacidades de supervivencia, en unas condiciones ambientales totalmente incompatibles con la vida tal como la conocemos, hace absurda la extrapolación de un supuesto mecanismo evolutivo basado en la observación de organismos y procesos biológicos actuales a unas condiciones en las que estos organismos y estos procesos no podrían existir. La supuesta evolución gradual, individual y al azar de la enorme complejidad y de las especiales y distintivas características de los «Reinos» Archaea y Eubacteria en un corto tiempo a partir de un supuesto «Último antecesor común universal» (LUCA) es una construcción artificial que responde a la necesidad de atribuir al origen de la vida un carácter único y aleatorio. Las capacidades de las bacterias, su clara disposición para vivir en condiciones muy extremas y muy concretas, y los complicados mecanismos biológicos necesarios para ello, hacen inverosímil la calificación de «procesos químicos aparecidos por mutaciones al azar».

Primera conclusión: La vida es un fenómeno inherente al universo. No es un fenómeno aleatorio y único y es capaz de prosperar donde las condiciones sean adecuadas.

En cuanto a la «aparición» del Reino Eucariota, cuyo origen, que se puede admitir como demostrado, es totalmente incompatible con el mecanismo evolutivo convencional, los datos de que disponemos nos informan de la extremada conservación de los procesos biológicos fundamentales. Si los cambios genéticos fueran aleatorios, los organismos actuales tendrían muy poco que ver genéticamente con los primeros seres vivos que habitaron la Tierra. Lo mismo se puede deducir de los procesos implicados en la «Explosión del Cámbrico». El hecho de que los sistemas genes/proteínas responsables de la generación de tejidos y órganos estén «conservados desde el origen» y que la misma secuencia genética que hace 550 millones de años era responsable del desarrollo de los ojos de artrópodos sea la que dirige la formación de nuestros ojos tan diferentes, implica que su significado va más allá de su traducción en términos biológicos. Implica que contienen el concepto ojo (o extremidades, o alas…).

La responsabilidad de los transposones en las inserciones y delecciones y de los retrotransposones en las duplicaciones, éstas últimas causantes de las secuencias repetidas en tándem que constituyen las secuencias Hox, y su, ya evidente, origen viral, nos dirige, inevitablemente a los virus (también de origen desconocido) como el «cuarto dominio» capaz de aportar los genes coordinadores del desarrollo embrionario. Esta hipótesis (Sandín, 95, 97, 98) cada día más reforzada por los descubrimientos de secuencias virales en distintos procesos embrionarios y fisiológicos normales, implica que la información genética contenida en los virus también tendría un contenido biológico concreto y específico, es decir, un significado.

Segunda conclusión: El lenguaje de la vida es preciso y definido. Es decir, no es el resultado más o menos aleatorio de interacciones moleculares que pudieran tener otros componentes, sino que tienen unas propiedades concretas derivadas de las de sus especialísimas unidades constitutivas. En otras palabras: la vida sólo puede ser como es, tanto en sus limitaciones como en su creatividad.

La forma en que ha evolucionado la vida (es decir, no los procesos microevolutivos o demográficos) deriva forzosamente de estas características. Las bruscas remodelaciones morfológicas que nos revela el registro fósil y las adquisiciones de nuevas morfologías o capacidades sólo pueden ser explicadas bajo el prisma de la actuación integrada de estos sistemas con contenido biológico concreto. Dada la extremada conservación del funcionamiento de todos los procesos biológicos, y su estrecha interdependencia en los organismos, resulta absurdo pensar que las mutaciones (desorganizaciones) «aleatorias» sean la fuente de estas complicadas remodelaciones que afectan a todo el organismo. Igualmente, las sofisticadas adaptaciones posteriores a las grandes remodelaciones, difícilmente se pueden atribuir a «errores» de la compleja maquinaria genética, sino a la plasticidad de los genomas y a la capacidad de la respuesta la ambiente, no aleatoria, de sus unidades constituyentes (ADN, ARN y proteínas). La evolución (el cambio de organización) pues, se produce por Integración de Sistemas Complejos (Sandín, 97), que se organizan en sistemas de mayor complejidad. Es decir, es un fenómeno de cooperación entre distintas unidades, de modo que el todo es más que la suma de sus partes, característica que se puede aplicar a todos los fenómenos biológicos, desde la célula a los tejidos y órganos, desde los individuos a los ecosistemas, desde la Tierra al Universo.

Tercera conclusión: La tendencia a una mayor complejidad es inherente a la vida. Su constitución en unidades que forman sistemas complejos con demostrada capacidad para integrarse en sistemas con nuevas propiedades, revela una tendencia (la denostada concepción teleológica) hacia una mayor complejidad, de la que el cerebro humano es (por el momento) su máximo exponente.

Estas reorganizaciones, tanto genéticas, como orgánicas, como ecológicas, no son ni graduales ni aleatorias, como se deriva de la observación del registro fósil y de sus propiedades como sistemas determinados estructuralmente. Es decir, el cambio, producido necesariamente durante la morfogénesis, ha de ser brusco, lo que requiere que se produzca simultáneamente en un número suficiente de indivíduos para hacer posible su reproducción.

Cuarta conclusión: Habría que replantearse, incluso, la aplicación del término «evolución» para designar este cambio. En efecto, el significado de «evolución» es «Acción de desarrollarse o de transformarse las cosas pasando gradualmente de un estado a otro». A la luz de los datos existentes, el término Transformación empleado por Lamarck describe mas adecuadamente el proceso de cambio orgánico.

Es posible que tanto los argumentos como las conclusiones aquí expuestas puedan resultar interpretaciones parcial o totalmente erróneas (para muchos, seguro que descabelladas). Los fenómenos que conforman la vida son de tan abrumadora complejidad que desbordan nuestra capacidad de análisis, mediante los esquemas lineales y reduccionistas a que estamos acostumbrados los biólogos. Tal vez (como sugiere Philip Ball) tengamos que recurrir a conceptos desarrollados en otras disciplinas científicas; a teorías de sistemas, a procesos no lineales, redes de información… Pero sin perder de vista las especiales características de estos sistemas vivos capaces de reproducirse y de interactuar con otros, es decir, cuidando de que las interpretaciones no se conviertan, de nuevo, en metáforas.

En cualquier caso, parece claro que a la nueva Biología le queda un largo camino por recorrer. Los recientes descubrimientos han sacado a la luz nuestra enorme ignorancia sobre los procesos biológicos más básicos. Los avances en el estudio del Proteoma están poniendo de manifiesto fenómenos que desbordan las previsiones más pesimistas, porque ponen en evidencia lo lejos que estamos de entender los mecanismos de control de la mayoría de las funciones celulares. Dos numerosos equipos (Gavin, A.C. et al, 02 y Ho, Y. et al. 02) están estudiando los patrones de interacción entre las proteínas celulares y han encontrado que alrededor del 85% de las proteínas se asocian con otras para realizar sus funciones, en un número de al menos 96 «asociadas». Cada combinación determina sus estructuras y funciones características (esta capacidad de combinación es seguramente la causa de la confusión en las estimaciones del número de proteínas celulares, que según las fuentes, pueden variar entre más de 30.000 y 250.000). Según los autores «La célula está organizada en una forma para la que no estamos preparados«. El modo «tradicional» de trabajar consistía en la identificación de las proteínas y la determinación de sus interacciones una a una. El utilizado aquí consiste en el uso de marcadores que permiten aislar los complejos, e identificar a sus miembros por espectrometría de masas. «Pero el método todavía arroja falsas interacciones». Los investigadores intentan conseguir descifrar las reglas que gobiernan las interacciones entre proteínas (si las hay), pero reconocen que el proceso «desafía la imaginación»(H. Pearson, Nature Science Update 12-1-2002).

Pero esto es solamente una parte del trabajo. Queda por descifrar completamente el genoma (incluida la función del llamado ADN «basura» y la identificación y caracterización de los elementos móviles y virus endógenos) y el transcriptoma (conjunto de ARNm que una célula produce en un momento dado), las interacciones entre todos ellos y, sobre todo, la influencia del ambiente en estas interacciones.

Lo que sí resulta cada día más claro, a medida que mejoran los métodos de estudio es que la arraigada concepción reduccionista y lineal de los procesos y fenómenos biológicos, heredada de la suma de simplificaciones darwinista-mendeliana, no es sólo una visión parcial. Ni siquiera vacía (en terminología de H.Gee), sino una auténtica deformación constituida por medias verdades (que, a menudo, son más engañosas que las mentiras) e interpretaciones antropocentristas (para ser más exactos, etnocentristas), cuyo mismo vocabulario no es más que una proyección de unos determinados valores o prejuicios culturales y sociales sobre los procesos naturales, que, no me cansaré de insistir, lleva a convertir fenómenos ocasionales o intrascendentes en fundamentales.

En el primer aspecto, muchas de las observaciones (en realidad interpretaciones) indirectas de resultados finales o de pasos intermedios «detenidos» para su observación o realizadas en condiciones artificiales, han mostrado que ocultaban una complejidad y una plasticidad en sus condiciones naturales que «desafían la imaginación», pero sobre todo nuestras más sólidas convicciones: El ADN no es autorreplicableen sí mismo. Sólo lo puede hacer mediante las complejas interacciones de, a su vez, complejísimas y muy específicas proteínas. No existe una relación simple entre el «mensaje» codificado en el ADN y los productos derivados de él, porque el proceso de «edición de ARN» introduce un importante factor dependiente del contexto ambiental en el sentido más amplio. Tampoco contiene la capacidad de su propia interpretación, especialmente a la hora de construir un organismo, porque esta capacidad está integrada en el citoplasma del huevo fertilizado.

En cuanto al segundo aspecto, la concepción individualista de los fenómenos biológicos, en la que todos compiten contra todos (las moléculas, los genes, los individuos, los grupos o las poblaciones) en una «carrera armamentística» sin fin, en la que el resultado es el triunfo de los «más aptos» seleccionados entre los perdedores por el implacable ambiente, se ha revelado como una pobre caricatura de un determinado modo de ver la sociedad humana. Tanto la vida como su historia, se desarrolla en un contexto ecológico, lo que implica que la supuesta «evolución» de una especie es, en realidad, «coevolución», porque hasta en el más elemental (que no simple) proceso de los sistemas vivientes, desde la actividad celular y la diferenciación de tejidos, hasta las relaciones entre los organismos, poblaciones o ecosistemas, están involucradas complejas redes de procesamiento y comunicación de información y una estrecha (e imprescindible) interdependencia, en el más estricto y material sentido, en el que están relacionados tanto factores bióticos como abióticos, que, en definitiva, disuelven la frontera organismo-entorno.

Los nuevos datos están descubriendo una Naturaleza que resulta de unas características y un significado radicalmente opuestos a los de la vieja Biología: de cooperación frente a competencia, de comunidades (sistemas) frente a individuos, de integración en el ambiente frente a lucha contra él, de procesos explicables científicamente frente al absurdo azar sin sentido. Desde luego son, posiblemente, interpretaciones difíciles de compaginar con los valores dominantes (que parafraseando a Bertoldt Bretch, suelen ser los valores de los que dominan), y requieren unos métodos de análisis y unos conceptos más complejos que los heredados de la rancia e hipócrita visión malthusiana de «la lucha por la vida», concebida desde la óptica de los vencedores. Pero están basadas en observaciones y conceptos científicos, no en convicciones o metáforas, y cuentan, en la actualidad, con una creciente aportación de nuevos enfoques desde la perspectiva de la complejidad y fenómenos no lineales, provenientes de disciplinas cuyas bases teóricas han profundizado en la descripción y la comprensión de los fenómenos naturales hasta un extremo inconcebible para la mentalidad social (incluso científica) del siglo XIX, en las que permanece anclada la base de la Biología.

Científicos como Ilya Prigogine, Stuart Kauffmann, Varela y Maturana, L.Margullis, M.Behe o B.Goodwin, están mostrando desde distintos campos de estudio, la manifiesta incompatibilidad de los procesos químicos, físicos, genéticos, matemáticos, bioquímicos o ecológicos, con la visión reduccionista y lineal de la vieja Biología. La puesta en común, la integración de estas diferentes perspectivas puede conseguir, finalmente, dotar a la Nueva Biología de una base teórica realmente científica. Será, sin duda, una ardua tarea, como lo será la necesaria revisión de tantas interpretaciones admitidas como «verdades científicas» que figuran en los textos científicos y didácticos y que están basadas en observaciones, experimentos o modelos con poca (o ninguna) relación con su verdadero funcionamiento en la Naturaleza.

En definitiva, se trata, nada menos, que de rehacer la Biología. Pero, en este largo camino, parece necesaria una profunda reflexión sobre la necesidad de eliminar del vocabulario científico, de una vez por todas, los términos que, lo que contienen en realidad, son valores o prejuicios que están tan fuertemente arraigados en nuestro entorno social y cultural que resulta casi impensable otra posible explicación.

Tal vez sea imposible desligar totalmente las interpretaciones de la realidad del sustrato histórico, cultural y social del que proceden. Pero, si esto es así, también hay que considerar que unos determinados valores culturales pueden ser los dominantes en una época, pero nunca son los únicos. Afortunadamente, en todas las sociedades siempre han existido diferencias en la interpretación de la realidad, caracterizadas por distintas dosis de agudeza o de sensibilidad. En una misma cultura han dominado los valores de Adam Smith o Thomas Malthus, pero también han existido Oscar Wilde o Patrick Mathew. Han triunfado las tesis de Herbert Spencer, pero también han resistido pensadores como George Bernard Shaw: «El darwinismo proclamó que nuestra verdadera relación es de competidores y combatientes por la mera sobrevivencia, y que todo acto de compasión o lealtad al antiguo compañerismo es una vana y pícara alternativa para amenguar la severidad de la lucha y preservar variedades inferiores frente a los esfuerzos de la Naturaleza para extirparlas/ … /cuando se predicaba la doctrina neodarwiniana yo no intentaba ocultar mi desdén intelectual hacia su ciega tosquedad y su superficialidad lógica, ni mi natural aborrecimiento de lo que tiene de asqueantemente inhumana/ …/porque la selección natural carece de significación moral: trata de la parte de la evolución que carece de propósito y de inteligencia y a la que mejor se le podría llamar selección accidental y, aún mejor, Selección No Natural, pues nada hay menos natural que un accidente. Si se pudiera demostrar que todo el Universo es producto de una selección así, sólo los tontos y los granujas podrían soportar la vida».

 

AGRADECIMIENTOS

A mi colega María Sandín, por su desinteresada (¡y tanto!) colaboración. A Félix Martinez, por su apoyo «a distancia» y, muy especialmente, a Juan; un verdadero amigo.

 

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Este artículo fue publicado en la colección ARBOR CLXXII, 677(Mayo), 167-218 pp.