Genealogía del pensamiento débil

Por Miquel Amorós

kaosenlared.net

filosofia_tocador2

Artículo de 2015 crítico con la posmodernidad, publicado en el libro “Filosofía en el tocador” y ampliado en junio de 2016. Debate sobre la relación entre pensamiento revolucionario e ideología.

“Donde no se quiere la utopía, el pensamiento mismo muere” (Adorno)

En 1848 se cerró el ciclo de revoluciones burguesas y terminó el predominio del pensamiento hegeliano. Los Estados, provistos de parlamentos y de constituciones, fueron adaptándose a los nuevos tiempos, no sin tratar de mantener un equilibrio entre los intereses contrapuestos de las clases dominantes. La burguesía ya no se preocupó más que de acumular riqueza, incluso por encima del poder político en sí. Se volvió conservadora y, por lo tanto, poco interesada en la historia o en la conexión de la realidad con la filosofía, “su tiempo comprendido en ideas” según Hegel. La praxis filosófica se separó de la política y de la ciencia, perdiendo unidad y consistencia. Surgió un tropel de sistemas opcionales: neokantismo, fenomenología, utilitarismo, positivismo, vitalismo, darwinismo, existencialismo, etc. Según Gunther Anders, el pensamiento filosófico post hegeliano se mostró como retorno a una naturaleza pasiva y ensanchada: el hombre, la moral, el Estado, la sociedad, fueron conceptos deshistorizados y renaturalizados. En sus contradictorias mutaciones la nueva reflexión filosófica pasaba a ser la expresión ideológica múltiple de la reacción conservadora en el seno de la burguesía. A pesar del grado de verdad que pudieran tener alguno de sus postulados por revelar las limitaciones del idealismo alemán, era la manifestación en el área especulativa del cambio radical de orientación de la clase burguesa.

El desarrollo del proletariado aportó un nuevo tipo de conflictividad, desplazando el escenario de la revolución a los talleres y las fábricas. El movimiento obrero se interesaría por las ciencias sociales y naturales, por la evolución de las especies, por la salud y la sexualidad, por la pedagogía y la literatura, pero en ninguna de sus ramas se sintió la necesidad de un pensamiento específico como componente real del proceso revolucionario. El proletariado consciente permanecía anclado en una concepción naturalista del mundo. Era creencia bastante extendida de que ni el marxismo ni el anarquismo tenían que ver con la filosofía y nadie se planteaba la necesidad de una filosofía “obrera”. Si bien el anarquismo se consideraba “la concepción más racional y práctica de una vida social en libertad y armonía” (Berkman), y el marxismo se veía más como una teoría científica de la evolución social y una sociología general crítica, en cuanto a principios filosóficos, los pensadores más destacados de uno y otro campo no iban más allá de un materialismo vulgar, naturalista y cientista, optimista, puesto que descansaba en la teoría de la evolución y la fe en el progreso. En lo que concierne al anarquismo, la derrota de la Commune y la disolución de la Internacional pesaron en su posterior evolución, marcándose diferencias profundas entre la tendencia obrera, bakuninista primero, luego comunista y sindicalista, y la tendencia individualista, estirneriana, que rechazaba el carácter obrero internacionalista y defendía la propiedad privada. La historia antropológica de Reclus y el determinismo mecánico de Kropotkin vendrían a completar el corpus ideológico anarquista. Del lado socialista democrático, se perfilaban también dos líneas principales, la reformista y la revolucionaria. Ambas se consideraban marxistas, pero para la una el marxismo era una teoría neutra del conocimiento de las leyes que rigen la sociedad, necesario para desarrollar las fuerzas productivas racionalmente, mientras que para la otra era nada menos que “la expresión teórica del movimiento revolucionario de la clase proletaria” (Korsch). La Primera Guerra Mundial ahondó todavía más las diferencias entre bandos, y, al tener lugar la Revolución Rusa, la primera revolución supuestamente hecha de acuerdo con las enseñanzas marxistas, la relación entre marxismo y filosofía se puso sobre el tapete.

La querella filosófica de 1924 enfrentó a los marxistas revolucionarios, que reivindicaban una metodología dialéctica hegeliano-marxista, con los marxistas socialdemócratas y los “marxistas-leninistas”. Estos últimos, apoyándose en el libro “Materialismo y Empiriocriticismo”, pretendían instaurar una filosofía marxista de partido con bases filosóficas burguesas semejantes a las propuestas por los ideólogos socialdemócratas. La derrota del proletariado alemán en octubre y noviembre de 1923 y el desarrollo veloz en Rusia de un capitalismo de Estado dirigido implacablemente por una burocracia usurpadora hablando en nombre de la revolución, sentenciaron la disputa a favor del leninismo. Así, incluso antes de que la dictadura bolchevique se convirtiera en un infierno totalitario y la burocracia soviética en una auténtica clase explotadora, el “marxismo” se transformó por la vía leninista en una especie de materialismo burgués, dualista y mecanicista, determinista y positivista, una ideología estrafalaria al servicio de un Estado totalitario como sus futuros homólogos italiano y alemán. Pannekoek y la izquierda consejista holandesa y alemana libraron batalla contra esa conversión ideológica, pero Luckacs, disciplinado y obediente al “partido”, hizo “autocrítica” y desautorizó su “Historia y conciencia de clase.” También los anarquistas habían salido perdiendo en las revoluciones rusa y alemana, y su mayor preocupación del momento fue dar a conocer su papel en ellas, desfigurado por los comunistas de todas las tendencias, no la de confeccionar una filosofía que recogiera su legado desde Proudhon y la Internacional en una visión del mundo coherente. Bien al contrario, la necesidad de exposiciones sencillas y sistemáticas del “ideal” se hizo más urgente, y por eso mismo Alexander Berkman redactó un “ABC del comunismo libertario”. Malatesta zanjó la relación entre anarquismo y filosofía afirmando que éste no se fundaba en ninguna ciencia, ni constituía ningún sistema, lo cual no excluía el pensamiento filosófico en sí siempre que sirviera “para enseñar a los hombres a razonar mejor y a distinguir con más precisión lo real de lo fantástico”. Posición ahistórica y ecléctica que conducía a fundar su “concepción del mundo” en principios abstractos como “la voluntad” y “el amor a los hombres”, dejando la cuestión sin resolver. El anarcosindicalismo tuvo sus mejores formulaciones entre 1930 y 1938, al producirse en la península ibérica la reorganización del movimiento obrero (“Los sindicatos obreros y la revolución social” de Pierre Besnard) y durante la revolución española (por ejemplo, en “Anarcosindicalismo. Teoría y práctica” de Rudolf Rocker). Después, nada hasta “El Anarquismo. De la doctrina a la acción”, de Daniel Guérin, “Anarquismo ayer y hoy”, de Louis Mercier y “El anarquismo en la sociedad de consumo”, de Murray Bookchin, en los comienzos de un nuevo ciclo revolucionario inscrito en la quiebra del modelo fordista de desarrollo, que tuvo la virtud de despertar un interés, por desgracia pasajero, hacia el protagonismo anarquista en las revoluciones rusa, española y mexicana, rescatando del olvido a figuras señeras como Landauer, Makhno, Berneri, Los Amigos de Durruti o Magón, y a experiencias insuperables como los sindicatos únicos, los consejos obreros, las colectividades ibéricas y las milicias. Bookchin planteaba una respuesta anarquista a la sociedad “de la abundancia”, abriendo nuevos frentes en el terreno de la crítica ecológica, del urbanismo y de la tecnología. Mercier proponía una renovación teórica mediante la confrontación del análisis anarquista clásico con las nuevas condiciones de dominación y explotación capitalistas. Para Guérin la superación del impasse filosófico anarquista pasaba por una reconciliación entre Marx y Bakunin, que bien podía partir de la unidad entre la concepción materialista de la historia y la crítica del Estado. En realidad, pasaba, entre otras cosas, por una vuelta a Bakunin -por una relectura a fondo de su obra en tanto que filósofo materialista y teórico de la revolución. Tras la desaparición de la Internacional, los pilares de su pensamiento, la dialéctica histórica y la crítica de Rousseau, Hegel, Comte y Marx -del contrato social, de la mística idealista, de la función de la ciencia positiva y del estatismo- fueron menospreciados e ignorados. Tal desconsideración, junto con otros factores a tener en cuenta como por ejemplo la falta de crítica de su intervención histórica, empujaría el pensamiento anarquista, según soplara el viento, bien hacia la ideología cientista o el individualismo interclasista, bien a la aventura, a la mistificación del pasado o al circunstancialismo.

En el panorama posterior a la guerra del 14, la crisis social había espoleado la capacidad de pensar tanto de la burguesía occidental como de la burocracia estalinista, lo cual se manifestaba de dos maneras, o mejor de dos idealismos, uno subjetivo y el otro objetivo. La burguesía, cada vez más tentada por salvadores providenciales, dictaduras y aventuras nazis, había perdido todo el optimismo liberal democrático del principio. No contemplaba el mundo como suyo, sino como algo ajeno y neutro ante el que el individuo se constituía como “ser”, desinteresado en la política, la moral o la acción social. La fugacidad de la experiencia vital de dicho ser impedía la posibilidad de trascender el tiempo histórico. La categoría de la acción -la praxis- fue abandonada definitivamente por la filosofía revisionista de entreguerras, bien para encerrarse en una postura pesimista y derrotista, o bien para aplaudir incondicionalmente al poder establecido. Heidegger será el filósofo más representativo de la época. El proletariado apenas se movía. En cuanto a la burocracia soviética, ésta conservaba el optimismo de una clase ascendente, aunque fuera igual de incapaz que su competidora y aliada –la burguesía decadente- de conocer la realidad más allá de lo que le dictaban sus intereses de clase. Ella se consideraba intérprete exclusivo del interés de las clases oprimidas, y por consiguiente, dirigente de la revolución y timonel de la historia. La filosofía estalinista no se limitaba pues a ocultar con fantasías legitimadoras la verdad –la esencia de las cosas expresada en ideas-, sino que producía sus rituales, sus héroes y sus mitos propios, arropados con verborrea científica y determinista. En ese contexto, no se distinguía de la religión. El Partido, el Politburó, el Estado, el Líder supremo, la Ciencia, la Revolución, el Socialismo… todos eran una retahíla de figuras henchidas y vacías –elementos de un espectáculo concentrado como diría Debord- destinadas a consolidar su poder con pretensiones de objetividad y universalidad. El ataque a la Razón se realizaba en dos frentes y de dos formas distintas: desde la irracionalidad subjetiva, disolviendo los conceptos de alienación, sujeto, clase, verdad, ideología, historia, memoria, humanidad, etc., en los de ser, voluntad, impulso vital, existencia, naturaleza, raza, patria y demás; y desde la irracionalidad objetiva, con un hipermarxismo verborreico y maniqueo. La idea de libertad había resultado radicalmente transformada, pues no tenía nada que ver con la autodeterminación sin trabas de la comunidad, sino en un estar ahí del individuo dentro de un caos amoral y asocial, dejándose llevar con indiferencia, cuando no obedeciendo ciegamente a quienes se autoproclamaban representantes del destino o agentes de la necesidad histórica.

Ciertamente el pensamiento racional no retrocedió, ni ante los embates existenciales, pragmatistas, nazis o marxisto-estalinistas de la sinrazón, ni ante las propias contradicciones del racionalismo. La idolatría de la ciencia y el progreso fueron ambos cuestionados como ideología burguesa, denunciándose su carácter instrumental, mientras el arte y la literatura de vanguardia apelaban a lo oscuro, lo infantil, lo primitivo, lo crepuscular, como contrapunto de lo corriente y mesurable. Finalmente, ante los ataques de Nietzsche a los valores burgueses, la crítica de la Razón en nombre de la Razón no concluyó en una nueva metafísica de la existencia desnuda situada “más allá del bien y del mal”, ni tampoco se deslizó hacia el esteticismo. Sin embargo, el triunfo de las potencias capitalistas y del totalitarismo soviético le restó posibilidades de expandirse y comunicarse, quedando aislado en círculos intelectuales, editoriales marginales, facultades de provincia y proyectos con mayor o menor éxito como el Instituto de Investigación Social (los autores de la Escuela de Frankfurt y otros vinculados a ella), el Collège de sociologie (Bataille), las revistas Politics (MacDonald) y Le Contrat sociale (Suvarin, Papaioannou), la Asociación para la Planificación Regional (Mumford), etc. Protegida por la escasa repercusión inicial de sus investigaciones, separada de los medios sociales y alejada de los conflictos políticos cotidianos, sin relación dialéctica con la totalidad del proceso social y por lo tanto, sin empleo, la importancia de la crítica social teórica se disparó con la irrupción de un nuevo ciclo revolucionario en los países de capitalismo turbodesarrollista durante los años sesenta del siglo pasado. Hacía de puente entre dos épocas; a otros correspondería asimilarla y practicarla, en verdad, a los protagonistas de las revueltas, los nuevos contestatarios. No se puede afirmar con rotundidad que tal tarea no encontrara obstáculos casi insalvables, y con eso no sólo nos referimos a las fuerzas de represión y disuasión del orden, sino a las jaulas del estalinismo, que bajo diversos ropajes, tercermundistas principalmente, sedujo a una buena parte de la juventud revoltosa del momento. Pero la crítica social hacía progresos, acompañando al movimiento real. El Mayo francés del 68 fue el punto culminante del “segundo asalto proletario a la sociedad de clases”, tal como lo definiría la Internacional Situacionista, el único colectivo en captar el potencial revolucionario de la época y en señalar los puntos donde aplicar la palanca de la revuelta. La crítica situacionista constituyó una extraordinaria síntesis de razón e imaginación. Aunque no asimilara la totalidad del pensamiento crítico formulado con anterioridad y pecara de historicismo y de progresismo, fue la más coherente e innovadora, formulando exigencias radicales que, dada la profundidad de la crisis, podían plantearse a escala masiva. Pero no encontró a su proletariado más que unos breves momentos, pues la búsqueda de la conciencia teórica por parte de la clase obrera de los sesenta no duró demasiado y la creación de consejos obreros no tuvo lugar en ninguna parte. La I.S. dio el golpe de gracia al estalinismo y sentó las bases de una crítica radical verdaderamente subversiva, donde el deseo iba de la mano del conocimiento racional, pero de sus triunfos se beneficiarían las nuevas generaciones amorfas y sumisas, reacias a dejar el refugio capitalista para secundar proyectos revolucionarios, pilares de una clase vencedora que supo fagocitar e integrar sus aportaciones.

El Poder quiere ser contemplado como algo natural, como si siempre hubiera estado presente, por eso siente horror a la historia, a la historia de la lucha de los oprimidos, ya que ésta le recuerda su origen reciente, su condición de usurpador y la duración efímera de su existencia. Lograda la victoria sobre el proletariado autónomo, su objetivo estratégico era la erradicación de la misma idea de autonomía, a realizar primeramente mediante un desarme teórico que pusiera a la historia fuera de la ley. Con la desvalorización del conocimiento histórico objetivo se buscaba borrar del imaginario social todo lo que el pensamiento revolucionario había vuelto consciente y que por el bien de la dominación tenía que caer en el olvido, después de una última mistificación. Para una tarea de tal envergadura el viejo marxismo positivista resultaba inoperante, y también el estructuralismo. La reflexión académica seudorradical se convirtió entonces en el instrumento idóneo para empujar la historia a la clandestinidad y hacer que el orden volviera al terreno de las ideas gracias a la recuperación de fragmentos críticos convenientemente desactivados, cosa fácil dado que las condiciones de degradación intelectual reinantes en los medios universitarios favorecían la falsificación. Así pues, los pensadores de la clase dirigente se defendían de la subversión llevando los acontecimientos fuera de la historia, integrándolos en su visión del mundo como metarrelatos, es decir, como categorías literarias atemporales. El hecho histórico, cargado de experiencia humana, pasaba a considerarse como una excepción que carecía de significado preciso, una interrupción condenable de la norma, una fisura reparable en las inmutables estructuras. La lógica fobia de la dominación a las revoluciones llevaba a que sus pensadores calificasen de mitos falaces todas las ideas que empujaban a los individuos hacia la realización colectiva en la historia de su propia libertad, de forma que no les quedara más remedio que doblegarse ante la opresión y evadirse en su pequeño mundo privado.

Las vedettes de la recuperación adquirieron una notoriedad impensable pocos años antes, puesto que uno de los aspectos más llamativos de la destrucción de la historia ha sido la facilidad con la que se fabrican y rectifican reputaciones cuando la mixtificación sabionda tiene las manos libres. Y así pues, los pensadores funcionarios camparon durante un tiempo entre los escombros teóricos de las luchas anteriores -vueltos inofensivos por el reflujo del movimiento- el necesario para que la sumisión progresase y las ilusiones revolucionarias dejaran de ser necesarias. Con un proletariado revolcándose en la miseria modernizada, las ideas ya no eran peligrosas: cualquier profesor de medio pelo podía cuestionar cualquier punto de la anterior ortodoxia y proponer una alternativa ficticia y chapucera. El truco consistía en ser extremadamente crítico en los detalles y abstenerse de concluir. Todo era demasiado complejo para deducir soluciones simples del estilo de abolir el estado y las clases. El psicoanálisis podía servir como coartada de una radicalidad de papel. Por ejemplo, para un cómico como Guattari no había que buscar la lucha de clases en los escenarios habituales del combate social, en los antagonismos generados por la explotación, sino “en la piel de los explotados”, en la familia, en la consulta del médico, en el grupúsculo, en la pareja, en el “yo”, etc., a saber, en cualquier parte donde el capital y el estado no salieran demasiado perjudicados. Todo eso sonaba muy radical, incluso muy anarquista, pero uno se podía pasar la vida mirando su sexo o su interior, culpabilizándose y buscando la lucha de clases sin estar seguro de encontrarla. Un pensamiento sumiso guardando las apariencias subversivas resultaba lo más indicado para un poder que se apoyaba en unas clases medias asalariadas y en un proletariado retrocediendo en desorden que, todavía ambos bajo el influjo de las conmociones pasadas, soñaban con revoluciones que realmente no deseaban y en todo caso, que eran incapaces de hacer aunque quisieran. Consumidores de ideología, querían al mismo tiempo el prestigio de la revuelta y la tranquilidad del orden. Sin embargo, la fase “revolucionaria” de la ideología dominante cesó tan pronto como se esfumó en el mundo occidental la perspectiva de una guerra de clases. En poco tiempo la inmersión en la vida privada, la preponderancia de los intereses particulares y la satisfacción inmediata de necesidades falsas produjo tal inconsciencia general y tal grado de ignorancia que el camino del pensamiento débil quedó definitivamente allanado. La desvinculación de la vida social y pública permitía que la abundancia de mercancías colmara los deseos manipulados de las masas y que su espíritu se contentara con sucedáneos cada vez más simples. En 1979, año en que aparece el adjetivo “posmoderno” en su acepción actual, el concepto de revolución ya podía ser demolido con comodidad: con el proletariado adormecido, la historia podía redefinirse como “narración” o “relato”, es decir, como canción de cuna, un género literario menor dentro del cual la revolución quedaba reducida a simple “acontecimiento” fabulable. Pero la revolución no era precisamente objeto del deseo. La caterva de “neofilósofos” –la mayoría, antiguos maoistas- condenaba la revolución y la universalidad como antesala del totalitarismo. Quien abogara por un modelo alternativo de sociedad o apelara a un proyecto revolucionario trabajaba para una nueva forma de poder, o sea, para el Poder. Afirmaban que “la historia no existe” o que “el individuo no existe” con la misma naturalidad que los negacionistas rechazaban la evidencia de las cámaras de gas y los crematorios nazis. Por fin la intelectualidad adicta estaba en condiciones de afrontar idealmente a la subversión ya casi extinta. La sociedad volvía al orden, se inauguraba un mercado de ideas inútiles para masas analfabetizadas y los neopensadores se ponían de moda, dejándose de disimulos y proclamando abiertamente ante los medios sus fines liquidadores. Fin de la utopía: no pocos abominaron de Mayo del 68 como revolución y lo aplaudieron como modernización. Las ideas de moda se mostraban como lo que eran, ideas de la dominación. La clase dominante que surgió transformada tras la descomposición del movimiento obrero y de la reestructuración del capitalismo, encontraba al final un pensamiento inequívocamente suyo, una filosofía propia que reflejaba a la perfección su carácter y la nueva condición de su dominio, la tremendamente antihumanista condición posmoderna. En los bien remunerados departamentos de enseñanza, provistos de un arsenal de categorías ambiguas y brumosas expresadas en un farragoso argot autorreferencial, los recuperadores post estructuralistas y semiólogos trabajaban en su “tematización”.

Sin lugar a dudas, el pensamiento reaccionario posmoderno se construyó a partir de interpretaciones unilaterales sobre todo de Nietzsche, aunque también se echó mano a Heidegger, Kant, Husserl, Lacan, Levi-Strauss y Freud en la medida de su utilidad para la labor de destrucción de la Razón y la Historia. La filosofía racionalista había creado valores universales, postulando una progresiva toma de conciencia que en su estadio final volvía a la humanidad capaz de autogobernarse en libertad. La categoría de universalidad acababa con las diferencias de nacimiento, de destino, de sexo, de riqueza, de clase, de nación… Su realización era un proceso conflictivo: de ahí la importancia dada a la historia como historia de las luchas de liberación. En sus formulaciones más radicales, las revoluciones constituían las salidas violentas de emergencia. Nietzsche cuestionó la realidad de dicho proceso emancipador, negando el telos o finalidad de la historia y sacando a colación la dimensión inconsciente y oscura –dionisiaca- de las sociedades humanas. Quiso demostrar que los fundamentos de la Razón no eran racionales y que la historia no evolucionaba según planes determinados. La astucia de la razón que deducía fines generales a partir de pasiones particulares era pues una falacia hegeliana. Es más, la razón, al apoderarse de la “Vida”, la destruía, luego por el bien de ésta había que desembarazarse de aquella. Tal sería, un tanto simplificada, la tarea que inspirará a los primeros artífices de la filosofía débil de la posmodernidad, Foucault y Deleuze, a sus procedimientos genealógicos y modelos rizomáticos. No podemos negar el crucigrama teórico surgido de la cruel materialización de la idea de Progreso, de la experiencia totalitaria y del triunfo del capitalismo que Adorno, Benjamin, Bataille y otros, cada uno a su modo, trataron de resolver sin necesidad de renunciar a la Razón ni hacer concesiones al irracionalismo. Pero las críticas razonadas de la razón y su sentido histórico estaban condenadas a languidecer en tertulias de ilustrados, a no ser que un sujeto agente se hiciera cargo de sus resultados y los llevara a la práctica. Por desgracia, ese sujeto, la clase obrera revolucionaria, en los años ochenta había dejado de existir. En verdad el sujeto histórico no puede coexistir con la contrarrevolución. El gran logro del capitalismo fue precisamente ese, materializado gracias a la disolución de los vínculos que ligaban los individuos a su gente, a su vecindario y a su clase mediante la privatización absoluta del vivir, o sea, mediante la desintegración de la trama social por la colonización tecnoeconómica de la vida cotidiana. Desde un punto de vista conservador hipermoderno, la historia no era el escenario donde se recreaba la humanidad consciente para autoliberarse. En la práctica, para un defensor de lo existente, la historia se inmolaba en un eterno presente donde nadie era ni devenía, sino que simplemente existía. Por consiguiente, la aniquilación teórica del sujeto de la conciencia fue uno de los primeros objetivos del pensamiento sumiso. Sin sujeto no había posibilidad de utopías revolucionarias. Cabía completar la victoria capitalista en el campo de las ideas, pero no mediante la herramienta de falsificación habitual, el marxismo universitario, sino innovando en el arte, también universitario, de disolver la verdad en la mentira y la realidad en el espectáculo. Las condiciones mentales del capitalismo tardío –desconexión con el pasado, desmemoria, pérdida de valor de la experiencia, anomia, seudoidentidad- favorecían la operación, dándole además los aires prestigiosos de la ruptura.

Al prescindir de la categoría de totalidad, el comentario apologético destruye la verdad y la convierte en doxa, opinión, interpretación, bucle. Para el apologista todos los sistemas filosóficos no han sido otra cosa. Los hitos del pensamiento ya no se contemplan como momentos del desarrollo de la verdad, luego de la humanidad, sino como un montón de ruinas más o menos aprovechables. A los ojos del posmoderno, ni la verdad ni la humanidad existen. Su trabajo de recuperador es más propio de un arqueólogo con su “caja de herramientas” que de un historiador de la filosofía recopilando informaciones y datos susceptibles de un tratamiento objetivo. Cualquier enunciado se puede cuestionar (y “deconstruir”) demostrándose su invalidez a la carta. Para Derrida, las categorías como por ejemplo, género humano, clase, comunidad, libertad, relación social, antagonismo, revolución, etc., son simples fantasmagorías del lenguaje, y por consiguiente, meras convenciones, “logocentrismo”. Algún entusiasta de la incomunicación como Barthes llegaría a decir que “el lenguaje es fascista.” Las categorías mencionadas no son reales; la realidad es lo que queda al final de la deconstrucción, es decir, poco menos que nada. Son simples formas de hablar. La objetividad se pierde, la esencia se diluye y el contenido se vacía: lo verdadero no se distingue de lo falso, ni lo concreto, de la abstracción. Políticamente, el relativismo de tal delirio interpretativo conduce a someterse al orden vigente dejando que otros, los expertos, controlen las condiciones de existencia de la mayoría: si nada es verdad, cualquier forma de adhesión está permitida. Hete aquí un nihilismo de andar por casa que en sus aspectos más llamativamente negadores penetra en todas las ideologías, del marxismo al anarquismo, del nacionalismo al fascismo, hibridándose en cierta medida con ellas. En las obras más representativas de la conciencia servil, el Poder no aparece en un extremo de la jerarquía social como producto de unas relaciones desequilibradas por el capital y el Estado, sino la sustancia que impregna la vida, desde el estrato social más alto al más bajo. El Poder, como Dios y la líbido, está en todas partes, pero especialmente en las asambleas de trabajadores, en la vida cotidiana, en la cama, en el alma individual y en las raíces de la tan traída verdad, que a poco que se abra camino se verá denunciada como convencional y totalitaria. No sorprenderá que algún avispado como Foucault haya encontrado su bioideal sucesivamente en el Irán de Jomeini, en el partido socialista francés y en los Estados Unidos de Ronald Reagan. Otros, como Guattari “el máquina”, reivindicaban la revuelta de mayo como si realmente no hubieran permanecido tranquilos en su casa durante los días de las barricadas. Como buen alumno de Lacan creía que la realidad más real eran las estructuras y que éstas “no salían de manifestación.” La mayoría, como Derrida, de cara a un público académico políticamente correcto, se declaraban vagamente “de izquierdas”, pero cuidándose de desmarcarse mucho más del 68 que del estalinismo y antisemitismo de sus maestros.

Los posmodernos de segunda como Baudrillard –otro maoista renegado- afirmaron incluso que la realidad no existía, que era un simulacro. Muchos de su bando la calificaban de “discurso”; otros, de “caos”. Curiosa manera de “interpretar” a Debord. Sin embargo, el concepto de espectáculo, derivado del de alienación, idea-tabú para los posmodernos, hacía referencia a realidades muy palpables como la relación entre personas mediatizada por imágenes, forma última del fetichismo de la mercancía. Al contrario de lo afirmado por Lipovetsky –renegado del socialbarbarismo- la alienación no era guay. El vacío no era una opción libremente escogida. Los individuos estaban alienados en tanto que espectadores pasivos de una representación de sí mismos hecha por otros, los agentes de la dominación. Así pues, toda su actividad, productiva, pensante, lúdica… no era propiamente la suya, sino que estaba diseñada y determinada por reglas fijadas en exclusivo beneficio económico y político de la clase dominante. No obstante, la alienación no era una fatalidad, sino un fenómeno histórico que de la misma manera que había empezado podía acabar. A cada cual regodearse con ella como un cretino o ponerle fin bruscamente. No puede extrañar que para los posmodernos -alienados satisfechos- la alienación fuese el principal concepto a suprimir tras los de revolución e historia. Sin él, el rechazo frontal al régimen dominante perdía justificación. Si la realidad era algo más que espectáculo, la copia no era igual de legítima que el original. La verdad definía a contrario la falsedad.

A medida que el capitalismo proletarizaba el mundo con la inestimable ayuda de la tecnología, las condiciones industriales de existencia se generalizaban y la mentalidad posmoderna se extendía. Las reflexiones de la posmodernez eran las más indicadas para el confort intelectual de los estratos medios desarrollados en las fases de crecimiento económico. Nos estamos refiriendo a las clases medias asalariadas, con estudios e hiperconectadas. Las características más comunes de la vida cotidiana en régimen turbocapitalista se daban al cien por cien en dichas clases: narcisismo, vacío existencial, frivolidad, consumismo, falta de compromiso sólido, miedo, soledad, problemas emocionales y relacionales, gregarismo, culto al éxito, “realismo” político, etc, todo lo cual las convertía el público ideal de la posmodernidad. La “ideología francesa” -tal como la llamaba Castoriadis-, a pesar de su oscuridad y vaciedad, o precisamente por ellas, encajaba perfectamente con la naturaleza trivial de aquellos sectores de población, la base social de la dominación. Pero la función de la especulación posmoderna no acaba ahí: cualquier movimiento real anticapitalista se la encontraría por el camino en compañía del ciudadanismo y del progresismo, dificultando la cristalización tanto de una práctica verdaderamente antagonista, como de un verdadero pensamiento crítico antidesarrollista. Se la encuentra incluso en los rangos anarquistas, donde las ideologías primitivistas e insurreccionalistas allanaron el camino. Para un anarquista de la nueva ola discutir sobre organización, rememorar el pasado o simplemente hablar de revolución es entrar en la dinámica del poder. La anarquía posmoderna no es orden sino caos, y el caos ya existe, aunque no sea suficientemente caótico para los foucaltianos de vanguardia. Contra el poder no hay rebelión colectiva posible, puesto que lo colectivo es opresor en sí. Solamente cabe un individualismo stirneriano que vaya saltándose todas las convenciones posibles, por ejemplo, sobre el sexo, la salud, la pareja, la alimentación, los animales de compañía, la convivencia social cotidiana, etc. Al final, resulta que el individuo existe, pero sólo en la modalidad de “único”. De esta forma, la cuestión social que ocupaba el centro del anarquismo clásico resulta eliminada ante una pluralidad de opciones personales efímeras y contradictorias, realmente caóticas, muy representativas de la libertad posmoderna, versión vanguardista de esa clase de libertad postulada por el capitalismo. El anarquismo posmoderno no es otra cosa más que un reflejo ideológico futurista de las condiciones de supervivencia en el capitalismo urbano tardío. Dijo Anders eso de que “Hiroshima está en todas partes.” Lo mismo podríamos decir de Derrida o de Foucault. La amenaza nuclear es hoy una trivialidad porque forma oficialmente parte del sistema, exactamente igual que el pensamiento débil. En consecuencia, la crítica de la posmodernidad ocupa el lugar que antaño correspondió a la crítica de la religión marxista-leninista, en un momento en que la sociedad tecnológica de masas ocupa del lugar de la antigua sociedad de clases.

Nunca el mundo habrá sido tan despreciable y nunca, tan poco criticado. El espectáculo presenta ha eliminado tan bien la distancia crítica que ya no existe nada indefendible que no pueda defenderse”(Encyclopédie des Nuisances, nº 7). La primera gran dificultad de la crítica radical es la de encontrar a un sujeto capaz de restablecer dicha distancia, o sea, capaz de opinar, pues las comunidades de lucha nacidas de los conflictos no suelen ser suficientemente fuertes y estables. Tampoco son muy dadas al debate con voluntad de concluir. La presencia de las clases medias las vuelve “comunidades de carnaval” o de “guardarropía”, según la expresión de Z. Bauman, es decir, masas reunidas en espectáculos sin intereses comunes pero con una ilusión compartida de corta duración, una momentánea identidad, que sirve para canalizar la tensión acumulada en los días rutinarios. En ese tipo de seudocomunidad tan pronto como terminan las protestas festivaleras, todo queda como estaba. El efecto más nefasto de los espectáculos contestatarios de los últimos tiempos, al dispersar la energía de los conflictos sociales verdaderos en salvas ceremoniales, ha sido el aborto de verdaderas comunidades combatientes. La invasión de afectividad insatisfecha anula cualquier intento de comunicación racional, por eso las asambleas rehuyen los debates concluyentes y sueltan las emociones, atrayendo a un sinfín de personajes neuróticos y caracteriales: frikis. Es evidente que si las crisis no son lo bastante profundas como para generar antagonismos irreconciliables y amenazar seriamente la supervivencia de una de las partes, la peste emocional desactivará siempre los conflictos reales y los fragmentos posmodernos contaminarán cualquier reflexión bienintencionada. La tarea inmediata de la crítica consistirá entonces en denunciar los mecanismos psicopolíticos de contención y la mentalidad mesocrática conformista en la que se anclan. Pero la reflexión no marcha separada de la pasión: el deseo de razón parte de la razón del deseo. Kafka, Anders, Marcuse, Reich, Sade y los surrealistas pueden ser de gran ayuda. Sin embargo, la labor de más largo alcance es la de afrontar la crisis de la idea de Progreso, de la Historia y de la misma Razón –la crisis de la sociedad capitalista- sin volver al redil cayendo en la irracionalidad, en un escapismo estético o ruralizante, en un antihumanismo naturalista y sociófobo, en una hipertecnofilia, etc. Hay que explicar los síntomas de la crisis social histórica sin abdicar jamás de la Razón, que, como dice Horkheimer, es “la categoría fundamental del pensamiento filosófico, la única capaz de unirlo al destino de la Humanidad.” En ese punto hay que ser conservadores, puesto que se trata de conservar un pensamiento que sirva para transformar radicalmente el mundo. En definitiva, hay que perseguir la utopía, que no es más que una razón sui generis, una razón imaginativa.

La supresión radical de la razón y de la memoria en la que se esfuerzan los posmodernos, el fin de la utopía, obedece a un imperativo del Estado contemporáneo, igual que la sustitución del deseo y la voluntad por el capricho y el compromiso frívolo. La dominación quiere ocultar su naturaleza y su historia, como si el Estado siempre hubiera sido razonable y placentero, aun cuando la irracionalidad y la represión le sean inherentes. Sin embargo, parafraseando a Debord, un Estado de esa clase, tan contrario a la razón, a la memoria y a la vida, “y en cuya gestión se instala de manera perdurable un gran déficit de conocimientos históricos, no puede en absoluto ser conducido estratégicamente”, y por consiguiente, ésta condenado a la aberración y al derrumbe.

—————————————————