Un recorrido por el pensamiento crítico del transporte

Alfonso Sanz Alduán – Otra forma de pensar el transporte
Este artículo fue escrito y publicado en 1994
Archipiélago, número 18-19

Las siguientes líneas están dirigidas a todas aquellas personas que en la vorágine del tráfico sienten un malestar de fondo, que se atreven a rechazar las agresiones de la barbarie automovilística desde una posición de minoría, que intuyen la pérdida paradójica de autonomía conforme aumenta la aparente libertad de movimiento, que se resisten al ajetreo infinito de la sociedad actual, que dudan de que el crecimiento continuo del movimiento y de la velocidad conduzca a la equidad y la preservación del planeta.

El mensaje es claro: desde hace varias décadas otras muchas personas de todo el mundo han reaccionado de la misma manera ante la evolución del sistema de transporte, han denunciado la tiranía del automóvil y han hurgado en las causas y consecuencias de las opciones sociales, políticas y económicas que han llevado a la hegemonía de los medios de transporte más dañinos social y ambientalmente y de los modelos culturales y económicos de mayor ansiedad de movimiento. A contracorriente del afán de ajetreo creciente y sin fin han nadado millones de personas. De ellas ha nacido la escritura crítica del transporte; por eso no debe sorprender que el grueso de las reflexiones hechas a contracorriente procedan de personas que no son profesionales de la materia asociada más directamente al transporte; pocos son los ingenieros que se incluyen en esta selección de nadadores a contracorriente. Filósofos, economistas, urbanistas, sociólogos, abogados, periodistas y hasta un obispo han sido los mejores exponentes de esa otra manera de pensar en el transporte que aquí se quiere describir. Su propia formación les ha permitido eludir el paradigma del tráfico y del transporte.

No se trata de realizar un recorrido erudito y exhaustivo, las dificultades para ello son insuperables y los resultados seguramente poco relevantes. En primer lugar, es obvio que el pensamiento crítico hacia el transporte no es exclusivo de los países con lenguas de acceso más o menos universal; sin embargo, la mayoría de las reflexiones procedentes de países de idiomas minoritarios no viajan más allá de sus propias fronteras. En segundo lugar, la disponibilidad de los principales textos críticos del transporte por parte del lector actual, incluso del más curioso y empedernido buceador de bibliotecas, es una tarea gigantesca que seguramente a pocos les pueda merecer la pena.

Por consiguiente, el mayor interés que puede presentar un recorrido bibliográfico como el aquí sugerido es el de mantener y recordar algunos de los caminos ya abiertos por otras personas en otros lugares al resistirse a emplear las vías trazadas por el poder. Las huellas dejadas por otras personas pueden evitar el extravío y la desesperanza de quienes también quieran o necesiten viajar a contracorriente.

Revueltas contra autopistas

Hace cuarenta años que la marea de coches y autopistas que se empezaba a extender por los países industrializados tuvo su primer encontronazo con la voluntad de las gentes, precisamente allí donde la marea había arrancado y alcanzaba su máxima altitud, en los Estados Unidos. En 1955 los residentes de uno de los barrios residenciales de San Francisco se organizaron para evitar el paso de la autopista del Oeste. La oposición sentó precedentes. Durante los primeros años sesenta la controversia se extendió a otras muchas ciudades estadounidenses, especialmente en relación a los tramos más urbanos del Sistema Nacional de Autopistas Interestatales y para la Defensa, el más ambicioso plan de obras públicas de la Historia. El plan, aprobado en 1956, estuvo constituido finalmente por cerca de 70.000 kilómetros de autopistas destinadas a conectar entre sí los estados de la unión y enlazar todo el conjunto de áreas metropolitanas estadounidense.

Los críticos del conjunto del plan, o de tramos particulares de las autopistas que incluía, se toparon ya entonces con tres grandes dificultades a la hora de entender y explicar las raíces del conflicto; dificultades que habrían de repetirse invariablemente en cada una de las batallas contra este tipo de vías, ya no sólo en los Estados Unidos, sino en el resto de los países a los que fue llegando la marea del automóvil y de sus infraestructuras (nota 1).

La primera es la sólida presencia de un grupo de presión o «lobby» aglutinado alrededor de los intereses del automóvil. La construcción de autopistas representa no sólo un negocio por sí mismo, sino la oportunidad de abrir y desarrollar otros muchos, incluso más suculentos, con el inmobiliario a la cabeza. Por consiguiente, para la descalificación de quienes se oponen a las autopistas y a la expansión ilimitada del automóvil se acude a los tópicos propios del desarrollo económico capitalista: son enemigos del Progreso, de la libertad e, incluso, de la patria, dado que el plan de autopistas llevaba la coletilla justificatoria de la Defensa Nacional.

La segunda dificultad que tienen que afrontar los críticos es que los objetivos reales de los planes y proyectos no suelen quedar enunciados explícitamente, hay que desvelarlos poco a poco hasta que aparecen tras el telón de los que la literatura oficial propaga. El plan de Autopistas Interestatales no se restringió a enlazar los distintos estados sino que introduciéndose en las áreas urbanas provocó la expansión de las mismas, la suburbanización, la colonización de nuevo territorio por parte de la ciudad y el desarrollo del automóvil como medio de transporte hegemónico.

Por último, la llegada de las autopistas significa la aplicación de lógicas circulatorias y económicas particulares que se hacen pasar por universales y únicas. Se procura excluir del debate las lógicas sociales y ambientales que pudieran resultar contradictorias con las circulatorias/económicas, de modo que la presencia de una serie de consecuencias negativas en el terreno ambiental y social no es tenida en cuenta a la hora de valorar las ventajas e inconvenientes de su construcción: la destrucción de recursos naturales, la contaminación, el ruido, la ruptura de los lazos de vecindad, los daños no materiales de los accidentes, etc., no entran en la contabilidad ni en el debate social y político.

Para superar esas dificultades, la oposición a las autopistas contó pronto con un apoyo teórico. Lewis Mumford, reputado ensayista en el campo del urbanismo, de la historia de la arquitectura y de la tecnología, denunció en 1958 el Sistema Interestatal de Autopistas anunciando los irreparables daños que causaría especialmente en las ciudades y las consecuencias para la racionalidad del sistema de transporte. «El modo de vida americano —señala— está basado no tanto en el transporte motorizado como en la religión del automóvil, y los sacrificios que la gente está dispuesta a hacer por esta religión van más allá del dominio de la racionalidad. Quizás lo único que podría devolver el sentido a los americanos sería una clara demostración del hecho de que su programa de autopistas conseguirá, finalmente, cancelar el espacio de libertad que el automóvil privado les promete» (nota 2).

Desde ese período, los planes de creación de autopistas y autovías se han topado con similares actitudes críticas en cada uno de los países en los que se formulaban. En España, en las postrimerías del franquismo, el Plan Nacional de Autopistas desencadenó una oposición ciudadana relativamente fuerte que obtuvo diversos éxitos y ayudó a que muchas personas revisaran las promesas de bienestar que ofrecía el desarrollo del automóvil. También en este caso se trataba de un proyecto de envergadura singular en la Historia del país que aglutinaba los intereses de distintos sectores económicos, especialmente los ligados a la especulación inmobiliaria y financiera que quedaban en la sombra; las lógicas sociales y ambientales eran sepultadas bajo la primacía del crecimiento económico y del tráfico (nota 3).

La ciudad contra el tráfico

Frente a la reducción de los conflictos a una mera expresión de los intereses particulares, denominada en el área anglosajona con la expresiva frase «not in my backyard» (los llamados opositores NIMB), las preocupaciones relativas a las consecuencias de las autopistas han solido conducir a reflexiones de más hondo calado sobre el sistema de transportes, la forma urbana o las raíces culturales y económicas de los conflictos del tráfico.

Un ejemplo de ello es el representado por la periodista de temas de arquitectura Jane Jacobs. Su experiencia en la campaña contra una autopista en la zona baja del distrito neoyorquino de Manhattan le ayudó a afilar su crítica contra la ortodoxia de la planificación urbana, crítica que desarrolló y divulgó a través de su primer libro publicado en 1961: «The Death and Life of Great American Cities» (nota 4). Su concepción de la ciudad era divergente con la propugnada por Mumford, pero coincidió con éste en la capacidad destructiva que encierran las autopistas urbanas.

Jacobs rompió sus lanzas contra la idea de que todos los tejidos urbanos antiguos ofrecen cualidades despreciables para la vida actual por no cumplir los requisitos deseados por la mayoría de los urbanistas e ingenieros de caminos: mezcla de usos, intersecciones frecuentes del viario, mezcla de edificaciones de distinta condición y edad y densidades relativamente altas de población. La actividad peatonal y la multiplicidad de funciones de la calle son la esencia de la vitalidad urbana y de la comunicación entre sus habitantes. La preservación de la calle como espacio de convivencia y soporte de múltiples actividades se convierte en objetivo central de la planificación urbana propuesta por Jacobs en la que el tráfico y el automóvil se convierten en objetivos de segundo orden. «Las sencillas necesidades de los automóviles —afirma— son más fácilmente entendidas y satisfechas que las más complejas necesidades de las ciudades, de modo que un número creciente de urbanistas y diseñadores han llegado a creer que si resuelven los problemas del tráfico, conseguirán con ello resolver los más importantes problemas de las ciudades. Las preocupaciones económicas y sociales que éstas tienen son mucho más intrincadas que el tráfico de automóviles. ¿Se puede saber qué hacer con el tráfico sin conocer cómo funciona la ciudad misma y lo que necesita para sus calles? Seguro que no».

La reflexión de Jacobs sobre la esencia de la calle y de la ciudad influyó y todavía influye en el modo de afrontar su concepción y diseño. Se pueden encontrar sus semillas en otras batallas y en otras reflexiones posteriores, en particular en todas aquellas que buscaron y buscan situar las razones sociales y ambientales por encima de las razones circulatorias y económicas, las personas y la calidad de vida por encima de los automóviles.

Así ocurrió por ejemplo en el amplio movimiento profesional y ciudadano destinado a calmar el tráfico, es decir, dirigido a moderar la velocidad y el número de vehículos que circulan por una calle o por un barrio completo. La cuna de este movimiento se situó en Holanda en los años sesenta, en donde se empezó a discutir la posibilidad de evitar la contradicción entre el automóvil y el juego de los niños en las calles residenciales mediante el diseño especial de éstas destinado a dar prioridad al .peatón y restársela al automóvil.

Sin embargo, fue en Dinamarca en donde ese debate se transformó, diez años después del libro de Jacobs, en una obra escrita de amplia difusión y trascendencia, «Livet mellem husene» {La vida entre las casas), del arquitecto Jan Gehl (nota 5). En su minuciosa investigación de la vida callejera, Gehl describe los factores físicos que inhiben y los factores que promueven los contactos interpersonales en el espacio público: los muros, las largas distancias, las velocidades altas, la multiplicidad de niveles y la orientación de las miradas aislan a las personas que utilizan la calle. El tráfico aparece entonces como una de las variables explicativas de la sociabilidad de la vida urbana, integrada en un contexto social y físico más amplio: «Se puede echar una ojeada a otros desde un coche o un tren, pero la vida ocurre a pie».

En la estela de Jacobs, Gehl ataca también el dogma urbanístico que induce una fuerte tendencia a la dispersión de la población en el territorio y también de los sucesos urbanos que configuran la vida callejera. Dando un paso más en ese camino, rompe el dogma ingenieril de la segregación. Cuando los distintos tipos de tráfico son segregados, tal y como propugna tradicionalmente la planificación y diseño del tráfico, «se hace aburrido conducir, andar y vivir a lo largo de las calles y carreteras». Acompasar el tráfico de vehículos al de los peatones e integrar ambos en un mismo espacio sin diferenciación se convierte así en una nueva posibilidad teórica y práctica para el diseño de las calles.

De hecho, en la fecha de publicación del libro de Gehl, las ideas de integración de tráficos y prioridad peatonal se habían empezado a aplicar en algunas calles de Delft. Según cuenta la leyenda ciudadana, el tercer atropello de un niño en uno de los barrios residenciales de esa ciudad holandesa, junto a la pasividad de las autoridades para evitarlos, condujeron a los vecinos a poner en práctica una nueva manera de entender el diseño urbano. Provistos de picos y palas, organizaron una acción nocturna destinada a reconstruir su calle según un nuevo concepto que luego sería denominado «woonerf» (patio residencial). Cuando las autoridades quisieron con excavadoras y policías devolver la calle a su forma original, los vecinos protegieron su obra y acabaron demostrando su utilidad. Arboles, coches aparcados y otros obstáculos, trayectorias sinuosas, badenes y lomos, pavimentos de textura y color diferente, confusión entre aceras y calzada; todos los elementos del diseño convencional del viario fueron trastocados para evitar el paso veloz de los vehículos y posibilitar la prioridad de los peatones e incluso el juego de los niños en la calle. Las mismas ideas, probadas luego de una manera oficial, dieron lugar, en 1976, a una normativa a la que se debían acoger las áreas residenciales que deseaban rediseñar sus calles a la manera «woonerf». A partir de entonces, la expansión del concepto por otros países y su adaptación a otras circunstancias urbanas y de tráfico no se ha detenido.

Una intención similar de evitar el tráfico de paso y aumentar la seguridad en las calles de los barrios residenciales se repitió sin una inicial conexión en diversas ciudades al otro lado del Atlántico. La confrontación entre la función circulatoria y la función convivencial de las calles dio lugar, en los años setenta, a amplios debates ciudadanos que suelen ejemplificarse con la denominada «batalla de las barricadas de Berkeley», en honor de los obstáculos erigidos en algunas calles residenciales de aquella ciudad californiana con el fin de reducir la marea automovilística. Un testigo e investigador cercano de los acontecimientos, Donald Appleyard, describió después el significado ambiental y, sobre todo, social del tráfico. El tráfico transforma no sólo el espacio público sino que también modifica el espacio privado: «domina el espacio de la calle, penetra en las viviendas, disuade las relaciones de vecindad, impide el juego callejero, interfiere la intimidad de los hogares, extiende el polvo, los humos, el ruido y la suciedad, obliga a rígidos controles del comportamiento de los niños, ahuyenta a los viejos y mata o hiere cada año a un buen número de ciudadanos» (nota 6).

Las paradojas de la movilidad

Para entonces ya había sido puesta en tela de juicio desde distintas posiciones la propia lógica económica que justificaba el arrinconamiento de los criterios sociales y ambientales del tráfico. Desde su posición en el Consejo Económico y Social francés, Alfred Sauvy pudo seguir la consolidación y victoria en aquel país del grupo de presión en favor del automóvil. A través de medidas parciales obtenidas a lo largo de muchos años, de manipulación de la información disponible y de propaganda, la fuerza del automóvil acabó imponiéndose como única política de transporte posible.

Su ensayo «Les quatre roues de la fortune» (nota 7) describe los mecanismos que hicieron posible esa victoria e inicia buena parte de los debates económicos que hoy siguen estando de actualidad en este campo. Muestra, por ejemplo, las trampas realizadas para contabilizar los gastos y los ingresos del Estado debidos al automóvil; trampas en las que caen todavía hoy múltiples intentos de realizar el balance económico, social, fiscal y ambiental del transporte. Alerta de las consecuencias que acarrea el desequilibrio en el gasto público en favor del automóvil frente al transporte colectivo y, también, de las que conlleva la aplicación de criterios estrechos de «rentabilidad» a modos de transporte como el ferroviario, confrontado ahora, incluso con mayor virulencia que hace tres décadas, con ese criterio. No olvida tampoco Sauvy desvelar la prioridad dada al transporte en la inversión del Estado en detrimento de otras necesidades sociales: «El sacrificio de la vivienda en aras del automóvil, ya fuertemente iniciado, va a ser perseguido sin desfallecimiento».

En el mismo período de finales de los sesenta, aunque desde un punto de vista bien diferente, Ezra J. Mishan utilizó la economía del transporte para desnudar los cimientos del conocimiento económico y encontrar sus debilidades y las de sus dogmas indiscutidos. En su obra de divulgación «Los costes del desarrollo económico» (nota 8), ataca ideas como la del crecimiento económico medido a través del Producto Interior Bruto, la del desarrollo o la de la competitividad internacional, confrontándolas con el bienestar social que prometen. Veinticinco años más tarde, sigue llamando la atención la claridad con la que Mishan destruye la fantasía de la elección individual en las decisiones económicas: «Los hombres se han convertido en víctimas de su fe en el progreso. Debido a que el marco institucional se halla retrasado en muchos aspectos cruciales respecto a los acontecimientos económicos, se hallan bajo la ilusión de que han elegido libremente el automóvil privado como vehículo del futuro».

A través de un par de ejemplos, Mishan demuestra que algunos de los indicadores que utilizan los economistas para medir el beneficio que obtiene cada individuo con el transporte son ciegos para observar las pérdidas incluso económicas que le acarrean las decisiones basadas en la libre elección: un alza en el indicador viene acompañada de una reducción en el beneficio. La elección individual no desemboca necesariamente en el bienestar colectivo, ni tampoco, a medio y largo plazo, en el propio bienestar individual.

Cuando todavía la marea de infraestructuras y de automóviles no había llegado a su cénit, Mishan rechaza la existencia de alternativas únicas a las políticas dominantes y se convierte en un temprano defensor de las soluciones radicales para la congestión del tráfico: «Debemos empezar a pensar en términos de abandono de todos los planes ingenieriles para «acomodar» un tráfico creciente. En lugar de ello, debemos empezar a concebir planes para «contenerlo». En efecto, la alternativa radical que debemos considerar ampliamente, antes de contemplar la gama de soluciones de compromiso, es la de un plan para la gradual abolición de todos los automóviles de propiedad privada».

Al estallar pocos años más tarde, en 1973, la llamada «crisis de la energía», la advertencia de Edward J. Mishan de que «el planeta se nos queda pequeño» cobró toda su fuerza premonitoria. La intención de construir una economía desligada de la mayor o menor disponibilidad de los recursos naturales mostró su inutilidad. En ese contexto surgieron las reflexiones del filósofo Ivan Illich sobre las limitaciones que imponen los recursos y, en particular la energía, al desarrollo equitativo de los medios de locomoción motorizados.

En «Energía y equidad» (nota 9) Illich defiende que la velocidad resulta demasiado cara para ser compartida, requiere demasiados recursos de capital humano y natural, que son limitados por su propia naturaleza, como para que sean distribuidos equitativamente. Pasado cierto límite —que se asocia a la velocidad de un ciclista— la industria del transporte cuesta más tiempo a la sociedad del que ahorra. Para demostrarlo utiliza un ejemplo que por su fuerza explicativa habría de ser citado y reelaborado posteriormente en infinidad de ocasiones: «El varón americano típico consagra más de 1.500 horas por año a su automóvil: sentado dentro de él, en marcha o parado, trabajando para pagarlo, para pagar la gasolina, los neumáticos, los peajes, los seguros, las infracciones y los impuestos para la construcción de las carreteras y los aparcamientos. Le consagra cuatro horas al día en las que se sirve de él o trabaja para él. Sin contar con el tiempo que pasa en el hospital, en el tribunal, en el taller o viendo publicidad automovilística ante el televisor… Estas 1.500 horas anuales le sirven para recorrer 10.000 kilómetros, es decir, 6 kilómetros por hora. Exactamente la misma velocidad que alcanzan los hombres en los países que no tienen industria del transporte. Con la salvedad de que el americano medio destina a la circulación la cuarta parte del tiempo social disponible, mientras que en las sociedades no motorizadas se destina a este fin sólo entre el 3 y el 8 por ciento».

Al asociar el transporte con el tiempo que requiere de dedicación para su compra y su mantenimiento, y no sólo con el que hace falta para conducirlo, Illich traduce a la unidad temporal todos los costes de las distintas fases implicadas en la producción del transporte, desde la extracción de las materias primas de los vehículos hasta el reciclado de los mismos, pasando por la construcción y la gestión de la infraestructura. Desvela así, implícitamente, que el enfoque parcelario habitual de la economía del transporte impide ver la complejidad del bosque formado por una actividad que recorre transversalmente múltiples sectores de la economía de una nación.

Continuando el camino abierto por Illich, José Manuel Naredo se preocupó en dos ocasiones —en 1974 y en 1991 (nota 10)— de comprobar que los paradójicos resultados del automóvil, su velocidad paralizante, también se verifican en España (véase artículo en este mismo número de Archipiélago). Al hacerlo abrió además otro interrogante sobre el modo en que la economía puede interpretar una realidad «contaminada» por valores sociales y culturales: «Si el automóvil es un objeto de por sí deseado, qué sentido tiene medirlo por el mismo rasero que otros medios de transporte que no ejercen esa fascinación. Si su simple posesión origina disfrute y admiración, si el tiempo de conducción es tiempo de placer y no de trabajo, no parece justificado atribuir todos sus costes a su función de medio de transporte». Este fenómeno distorsiona completamente la racionalidad general del sistema de transportes y explica parcialmente lo que el instrumental económico por sí solo no hubiera previsto: la hegemonía absoluta del automóvil en las sociedades industrializadas. «Visto desde el punto de vista del usuario, la decisión de poseer el automóvil afecta a sus costes fijos [coste de adquisición del vehículo, impuesto de matriculación], mientras que la decisión de utilizarlo en vez del transporte público afecta sólo a sus costes variables [combustible, reposición de piezas, reparaciones]. Por tanto, si el propietario del automóvil razona comparando los costes variables de éste y del transporte colectivo, resulta a todas luces evidente que el sistema de precios vigente juega en favor del automóvil.»

Abandonando también las primeras apariencias, distintos autores desarrollaron otra de las paradojas sugerida por Illich: «Los vehículos motorizados crean distancias que sólo ellos pueden reducir». En España, las tensas relaciones entre ciudad y transporte que se desarrollaban durante los años setenta estimularon distintas batallas ciudadanas y también la reflexión teórica que Illich había abierto. Así, Arturo Soria y Puig, revisando el concepto y los objetivos del transporte (nota 11), describe cómo la ampliación de las redes y la potencia del transporte motorizado de una ciudad facilita la incorporación a ésta de nuevo suelo y su especialización funcional, es decir, la tendencia a que en cada espacio se verifique una única función o actividad humana. El efecto del transporte motorizado se propaga «acercando puntos y alejando usos, acortando unas distancias y creando otras». Las ciudades son así lugares en los que paradójicamente todo está más lejos a pesar de que en ellas el transporte motorizado despliega su máxima potencia.

En un período en el que los costes económicos y los efectos ambientales y sociales del transporte empezaban a ser dramáticos y el movimiento ecologista echaba sus primeras raíces, las respuestas de los gobiernos en los países industrializados se encasillaban en esfuerzos ímprobos para aumentar la oferta de transporte, especialmente de infraestructuras para el automóvil —autopistas, aparcamientos, enlaces a desnivel—, con la excusa de que de ese modo se resolverían los problemas ambientales causados por la congestión de tráfico. En ese contexto de políticas gubernamentales, no debe sorprender que sólo desde los márgenes se pudiera apreciar la magnitud de algunos de los lastres arrastrados por el enfoque dominante del transporte. En el Reino Unido, bajo la presidencia del obispo de Kingston-upon-Thames, Hugh William Montefiore, se creó a mitad de los años setenta una Comisión Independiente con el fin de analizar la movilidad y el precio que había que pagar por ella. De su informe final, redactado para su divulgación en la opinión pública (nota 12), todavía llaman la atención un par de argumentaciones que sin ser realmente nuevas no habían sido formuladas en términos tan clarificadores para el común de los lectores. La primera es que, paradójicamente, el objetivo del transporte no es el movimiento o la facilidad de moverse o mover cosas: «El acceso [la accesibilidad] y no el movimiento [la movilidad] es el objetivo del transporte. […] En una ciudad bien dotada una persona puede tener acceso a una amplia gama de servicios con muy pequeños desplazamientos. Aunque posiblemente sea menos móvil en el sentido ordinario del término que alguien que recorre mayores distancias para ir al trabajo, al colegio, y por motivos de ocio o visitar a los amigos, dicha persona puede a pesar de todo estar mejor situada ya que la acción de desplazarse, con sus requerimientos de tiempo, coste y esfuerzo personal, es algo que habitualmente se prefiere evitar». De esa forma, la movilidad pierde su carácter sagrado como fin en sí mismo, para convertirse en un mucho más modesto instrumento para la satisfacción de necesidades. La reducción de las necesidades de transporte, propuesta en muchas ocasiones por quienes defienden la ciudad tradicional frente al asalto de la motorización, encuentra así un pilar teórico inestimable.

La segunda argumentación del informe británico que mantiene hoy un gran poder descriptivo del conflicto del transporte es la referida al modo en el que las decisiones individuales tienen un efecto acumulativo y acaban generando círculos viciosos en la evolución de los distintos medios de locomoción. Por ejemplo, la decisión de un peatón de realizar sus desplazamientos habituales en automóvil se traduce en un incremento por pequeño que sea de la congestión, la contaminación, el ruido y la inseguridad vial, lo que a su vez conduce a inducir a más peatones a cambiar su medio de transporte habitual y realimentar el círculo vicioso del aumento del uso del automóvil. Estos círculos viciosos minan lenta e inexorablemente las condiciones en las que se desarrollan los medios de transporte de menores daños ambientales y sociales e impulsan la espiral de las necesidades de motorización. Progresivamente, quienes se desplazan de las formas más vulnerables —andando o en bicicleta— encuentran más y más obstáculos y riesgos, encuentran cada vez más restringida su libertad de movimiento.

Riesgo y libertad de movimiento

No es así de extrañar que en un país del tejido asociativo del Reino Unido se creara ya hace cincuenta años una asociación (Pedestrian Association for Road Safety) para defender la seguridad de los peatones en un viario crecientemente hostil, en el que los modos vulnerables eran poco a poco excluidos, marginados y obstaculizados ante la prioridad absoluta fijada para el desarrollo del tráfico motorizado. No es tampoco de extrañar que la efectividad de dicha asociación se viera fuertemente mermada por el contexto social y cultural del período de crecimiento económico posterior a la Segunda Guerra Mundial, ni que el discurso teórico que inició entonces haya quedado perdido en el desván del pensamiento crítico del transporte.

Por eso, tras tan largo período de invernada, sorprende la actualidad y claridad con la que era contemplado el conflicto de la seguridad de los modos de transporte vulnerables. J.S. Dean, presidente durante los años cuarenta de la Pedestrian Association, escribió un libro cuyo desarrollo tuvo que esperar cuatro décadas hasta encontrar un contexto social y cultural receptivo. En «Murder Most Foul» (nota 13), Dean abrió una serie de debates sobre el propósito, los métodos y los resultados de la seguridad vial convencional. De ellos destaca el que hoy es conocido como la hipótesis de la compensación del riesgo: «Todo lo que se supone que produce más peligro de hecho produce más seguridad y […] todo lo que se supone produce mayor seguridad produce más peligro […] Carreteras mejores, mejores ángulos de visibilidad, menor número de curvas y de esquinas ciegas, menos tráfico, mejor iluminación, mejor visibilidad, mejores condiciones climáticas —todo lo que se supone que favorece la seguridad, de hecho favorece el peligro. Peores carreteras, peores superficies, etc. […] favorecen la seguridad […] porque cada medida de seguridad «no restrictiva», a pesar de ser admirable por sí misma, es asumida por los conductores como una oportunidad para incrementar la velocidad, de manera que la cantidad neta de peligro aumenta […]. Al tratar de acabar con la matanza del tráfico estamos atrapando perpetuamente un factor que nunca alcanzamos. Es un problema que no podemos resolver porque cambia con cada intento de solución».

En definitiva, el comportamiento de las personas andando, al volante de un vehículo motorizado o al manillar de una moto o bicicleta es el resultado de la percepción y asunción de un cierto nivel de riesgo que contrasta con el riesgo objetivo realmente existente. Cuando por medio de alguna medida de seguridad vial el usuario percibe una disminución del riesgo, tiende a cambiar su comportamiento incrementando las decisiones arriesgadas y las probabilidades de que se produzcan más accidentes.

En el Reino Unido, durante los primeros años ochenta, tuvo lugar la aprobación parlamentaria de la ley que obliga a los automovilistas a atarse el cinturón de seguridad, medida que ejemplifica el mencionado fenómeno de la compensación del riesgo. En el proceso de discusión de la ley participó John Adams, experto en transporte procedente del campo de la geografía y que desarrollaba su trabajo en el movimiento ecologista. Sus documentadas críticas a las desmesuradas esperanzas de salvación de vidas que suponía la medida y sus advertencias sobre las consecuencias negativas que podría tener para los usuarios vulnerables —peatones, ciclistas, motociclistas— desataron una vehemente reacción por parte del «lobby» ligado a los intereses del automóvil y la seguridad vial convencional. Poco antes del debate parlamentario, el Ministerio de Transportes redactó un informe ideado inicialmente para rechazar las hipótesis planteadas por Adams, pero sus conclusiones fueron sospechosa y cuidadosamente guardadas en un cajón, evitando su contacto con el público y los parlamentarios. Varios años después fue filtrado a la revista «New Scientist», casi al mismo tiempo que se publicaban los primeros resultados de la aplicación de la ley. Todos los datos confirmaban la argumentación de Adams, la legislación sobre la obligatoriedad del cinturón de seguridad había producido un cambio en el comportamiento de los conductores que circulaban con velocidades más altas e irregulares y frenaban con mayor tardanza; la consecuencia era el incremento en la mortalidad de los pasajeros que viajaban en los asientos traseros de los automóviles y de los peatones y ciclistas. Las reflexiones de Adams sobre seguridad vial se encuentran dispersas a través de múltiples informes y artículos en la prensa especializada, pero el núcleo central de su argumentación está expresado en la obra «Risk and Freedom» (nota 14). Al margen de su poco accesible desarrollo estadístico, esta obra hace crujir no sólo los cimientos de la seguridad vial establecida sino que llega incluso a incomodar a quienes desafían la corriente dominante en esta materia. Riesgo y libertad, como reza su título, son variables que participan en el juego de equilibrios que configuran el comportamiento de los seres humanos. Cuando el Estado a través de sus leyes —la obligatoriedad del cinturón de seguridad o del casco— pretende proteger a la gente de sí mismos, la libertad de elección personal queda constreñida mientras que el deseo de riesgo de la población permanece; en consecuencia, los resultados probables de la coerción estatal son la asunción de riesgos en otras actividades o la modificación del comportamiento —en la conducción en este caso— hasta hacerlo tan arriesgado como originalmente. En definitiva, «Un mundo de riesgo cero es inalcanzable e indeseable».

El enfoque crítico de Adams contrasta radicalmente con el que el abogado neoyorquino Ralph Nader había desarrollado veinte años antes para combatir la irresponsabilidad social de los grandes fabricantes del automóvil. Sus campañas ciudadanas, que impulsaron el reconocimiento y la fortaleza del movimiento de defensa de los consumidores, se dirigieron a demostrar que determinados modelos de automóviles o determinados dispositivos de su diseño no ofrecían garantías de seguridad para sus usuarios, lo que obligó en ocasiones a la todopoderosa industria de Detroit a retirar y corregir los defectos de millones de sus vehículos. Nader narró en su famoso «Unsafe at any speed» (nota 15) cómo en el lanzamiento y fabricación del Ford Mustang se habían antepuesto los criterios de un diseño comercial a los criterios de un diseño seguro.

Un continuador y divulgador de los trabajos de Adams, Robert Davis, describía en una obra reciente (nota 16) el lado oscuro de esa tendencia a incrementar la seguridad de los automóviles en el que el enfoque de Nader no reparaba. El incremento de los dispositivos para asegurar a los ocupantes de los automóviles se traduce en comportamientos más arriesgados durante la conducción, generándose con ello mayor peligrosidad y riesgos para los usuarios externos a esos «coches seguros». De nuevo los grandes perdedores del proceso de motorización vuelven a ser los usuarios vulnerables de las vías, los peatones y los ciclistas principalmente. En lo que sí coinciden todos estos autores es en que los cambios en los vehículos, en la infraestructura o en la gestión del sistema de transporte no responden a unas hipotéticas leyes naturales de la evolución tecnológica, sino a complejos conflictos de intereses que, por el momento, han desembocado en una hegemonía absoluta del automóvil y de la carretera en el sistema de desplazamientos, y a la despreocupación por las consecuencias sociales y ambientales del mismo. En la mencionada obra de Davis se narra el modo en que el sector del automóvil ha ido legitimando y forzando su expansión a lo largo de su trayectoria histórica. La aceptación social de la inseguridad del tráfico no ha sido un fenómeno natural, esto es, una actitud social lógica e inevitable ante la expansión del automóvil, sino un proceso inducido desde determinados medios profesionales e institucionales que presentan, junto a los sectores económicos interesados, la caracterización de «lobby» o grupo de presión.

Amor y deseo de automóviles

Indudablemente, esa capacidad hegemónica del automóvil no responde más que en una pequeña parte al éxito conspirativo de una coalición de intereses. La fuerza gigantesca del automóvil reside en su perfecta sintonía con el entramado cultural e ideológico que sustenta a las sociedades industrializadas. Afortunadamente, también en este proceloso mar de las mentalidades encontramos un puñado de autores que facilitan la travesía a contracorriente. La lista puede empezar con el periodista Vance Packard, un clásico de la crítica de la sociedad de consumo estadounidense. Su obra más conocida «The Waste Makers» (nota 17) es un recorrido por las deposiciones del modelo social y económico, del «American way of life», y como tal no puede dejar de aludir continuamente a la más conspicua de esas deposiciones. Uno de los principales motores de la maquinaria de producción-consumo es la aplicación del principio de la obsolescencia o conversión de los productos en bienes de consumo anticuados y sin uso. Para Packard existen tres vías para la obsolescencia de un producto: la primera está ligada a los cambios funcionales derivados de la evolución tecnológica (obsolescencia de función), un modelo de automóvil sustituye a otro que funciona peor; la segunda consiste en la determinación de una fecha para que las piezas o el producto en su conjunto dejen de funcionar correctamente (obsolescencia de calidad o planificada); y la tercera se corresponde con la exclusión de un producto de los deseos de los consumidores a través de la presión publicitaria por la moda, el cambio y la novedad (obsolescencia de deseo). Estas dos últimas vías, la obsolescencia planificada y la obsolescencia de deseo, han sido perfectamente aprovechadas por la industria del automóvil para acelerar su expansión. Los primeros indicios de que los diseñadores de automóviles tenían interés en programar una fecha fija para la muerte funcional de sus productos los encuentra Packard en los años treinta, pero no es hasta la década de los cincuenta cuando el criterio cobra importancia en Estados Unidos y se aplica cada vez más en un contexto de creciente saturación del parque de automóviles.

La otra vía perversa de la obsolescencia fue también aplicada en la industria del automóvil estadounidense a partir de los años cincuenta, en un período en el que los cambios tecnológicos del automóvil eran poco significativos a ojos de los consumidores. El estilo y la novedad se convirtieron en los criterios clave para vender coches. El lanzamiento anual de modelos diferentes por cada una de las tres grandes compañías de Detroit fue un método sagaz de estimular el deseo de novedades. Como decía un ejecutivo de la Ford: «Estamos seguros de que el ciclo anual de cambio tiene ventajas para la economía nacional en términos de empleo, y es esencial por razones de competitividad. El cambio anual en la apariencia de los modelos incrementa las ventas de coches».

Hacia 1960, fecha en que Packard publica su libro por primera vez, el comprador americano medio de coches nuevos cambiaba su vehículo cada dos años y cuarto. La exaltación hedonista del consumo y la despreocupación respecto a las consecuencias sociales —el cambio de los valores de fondo— y ambientales —la crisis de disponibilidad de recursos naturales— forman parte de los cimientos sobre los que se construye el llamado estilo de vida americano.

Como explicó posteriormente Kenneth R. Schneider, otro crítico del transporte, el automóvil es una tragedia de amor (nota 18). El amor y la necesidad erigen una espiral irresistible hacia la tiranía del auto. La utilización del automóvil demanda cambios en el espacio físico y social, cada nuevo automovilista requiere y acaba exigiendo espacio para su libre circulación, calles sin obstáculos, nuevas carreteras y lugares de aparcamiento. Además, como se indicó al describir las paradojas de la movilidad, su nuevo matrimonio de amor le permite expandir su territorio de acción, las actividades urbanas se dispersan, los usos se alejan. Como consecuencia de millares de pequeños cambios en la misma dirección, el ciudadano se convierte en un ser dependiente del auto, el amor ha dado paso a la necesidad. Por eso cabe decir que el automóvil representa más un éxito como instrumento de ingeniería social y económica que un éxito como medio de transporte.

Hace pocos años, en un artículo de tan sólo dos páginas, el ingeniero Arturo Soria y Puig desveló cómo las raíces de ese amor se alimentaban junto a las de otro más general al transporte. «La sobrevaloración del transporte» (nota 19), como reza el título del mencionado artículo, se remonta especialmente a los dos últimos siglos en los que la fe en el progreso ha estado asociada estrechamente al despliegue de los medios e infraestructuras para la movilidad. Las dichas y venturas variopintas que pretendidamente genera el transporte por sí mismo, sin límites, ni matizaciones, ni contrapartidas, se pueden incluir así en la épica de los amores y deseos de la sociedad moderna. Viajar a contracorriente de una épica ha de ser necesariamente una tarea lenta y difícil.

Un último autor conviene citar entre los buceadores de esa zona del mar de los deseos y las mentalidades. «For Love of the Automobile. Looking Back into the History of Our Desires» (nota 20), el libro publicado por el ensayista alemán Wolfgang Sachs hace ahora una decena de años, es efectivamente una cuidadosa incursión en la Historia de los deseos a través del apasionado y apasionante amor a ese objeto llamado automóvil. Un objeto que es mucho más que un mero medio de transporte y puede considerarse verdaderamente como «la representación material de la cultura», un «símbolo cultural». En los últimos capítulos de su libro Sachs esboza un proyecto para cambiar la historia de una dependencia que prometía ser liberadora: «Velocidades más lentas y distancias más cortas son las piedras angulares de una política que pretende desmantelar los supuestos políticos y económicos de la sociedad basada en el automóvil».

En realidad, todos los autores citados en este artículo han realizado esfuerzos similares para sugerir alternativas al estado de cosas que criticaban. Cabe preguntarse entonces si todo ese conjunto de esfuerzos prácticos e intelectuales realizados a contracorriente de las políticas y de la mentalidad dominantes han merecido la pena y si realmente han cambiado algún elemento significativo de la evolución previsible del sistema de transporte. Es lícito pensar que sus resultados han sido escasos o predecibles. Pero es lícito también y estimulante encontrar actitudes decididamente positivas y optimistas sobre la capacidad de modificación de los comportamientos individuales y las actitudes colectivas. Patrick Rivers, periodista británico que divulgó brillantemente las consecuencias sociales y ambientales del transporte, es un ejemplo de ese espíritu cuando en el prefacio de su libro «La generación inquieta» (nota 21) menciona: «Cuando un puñado de personas ganamos el primer asalto contra los proyectos de construir una autopista que causaba graves perjuicios a la comunidad, comprendí que no eran irrevocables los efectos de la codicia y la insensatez: simplemente prosperaban porque frente a los mismos se adoptaba casi siempre una actitud pasiva».

Quizás la mejor virtud de quien quiera cambiar las cosas es evitar la desesperación ante la lentitud con la que efectivamente cambian, y aprovechar las batallas y sus descansos para mirarse y cambiarse a uno mismo. Rivers encabeza su libro con un capítulo titulado expresivamente «Movilidad: el nuevo dios». Si efectivamente este asunto del automóvil, del tráfico y del transporte hunde directamente sus raíces en las creencias, valores y esperanzas de los seres humanos, no estaría de más tomarse las cosas con paciencia activa y, aceptando la admonición de Rafael Sánchez Ferlosio de que «Mientras los dioses no cambien nada ha cambiado», preocuparse también de causar a esos dioses algunas molestias.

Notas

1. Entre los centenares de textos críticos que respondieron al Plan Interestatal de Autopistas destaca: Helen Leavitt, «Superhighway-Super-hoax», Ballantine Books, Nueva York, 1970.

2. Lewis Munford, «The Highway and the City», 1958. Publicado originalmente en la revista Architectural Record, y posteriormente en una recopilación de artículos titulada homónimamente: Mentor, Nueva York, 1963, y Secker and Warburg, Londres, 1964.

3. Al calor de las luchas ciudadanas contra las autopistas se han publicado en España las siguientes obras:

– Mario Gaviria Labarta, «Libro negro sobre la autopista de la Costa Blanca», Cosmos, Valencia, 1973
– Bernardo. Díaz Nosty, «El affaire de las autopistas», Zero-Zyx, Madrid, 1975
– X.G. Sequeiros, M.C. Díaz y M. X. Barreiro, «A autopista del Atlántico. Sistema de transporte e desenrolo galego», Galaxia, 1977
– Coordinadora de luchas contra autopistas (1979), «La lucha contra las autopistas en el Estado Español», Zero-Zyx, Madrid, 1979.

En la misma época se publicaron diferentes análisis de la imbricación entre los intereses inmobiliarios, la industria ligada al transporte, el capital financiero y el modelo territorial desarrollado a través del planeamiento urbanístico, destacando la obra de Ramón Fernández Durán, «Transporte, espacio y capital», Nuestra Cultura, Madrid, 1980.

En la última oleada de construcción de autopistas/autovías en España realizada al amparo del Plan de Carreteras y de una serie de Convenios entre el estado central y las administraciones regionales y locales, la oposición ha estado menos articulada que durante los años setenta, razón que explica que, durante los años ochenta, sólo el conflicto de la autovía de Leizarán haya sido reflejado en forma de libro: Jonan Fernández Erdozia, «La autovía en el espejo», Txalaparta, Tafalla, 1989.

4. Jane Jacobs, «The Death and Life of Great American Cities. The Failure of Town Planning», Random House, Nueva York, 1961.

5. Jan Gehl, «Livet mellem husen», Arkitektens Forlag, Copenhague, 1971. Entre las ediciones publicadas en otros países se encuentra: «Life hetween buildings. Using Public Space», Van Nostrand Reinhold Company, Nueva York, 1987.

6. Donald Appleyard, «Livable streets», University of California Press, California, 1981.

7. Alfred Sauvy, «Les quatre roues de la fortune. Essai sur l’automobile», Flammarion, París, 1968.

8. Ezra J. Mishan, «Growth: the price we pay», Staples Press, Londres, 1969. La editorial Oikos-Tau publicó en 1971 la versión en castellano con el título: «Los costes del desarrollo económico», Barcelona.

9. Ivan Illich, «Energía y equidad», Barral, Barcelona, 1974. Entre los autores que tiraron posteriormente de los hilos del discurso de Illich destacan:

– Jean-Pierre Dupuy y Jean Robert, «La trahison de l’opulence», Presses Universitaires de France, Paris, 1976. «La traición de la opulencia», Gedisa, Barcelona, 1979 (versión española).
– Jean Robert, «Le temps qu’on nous vole. Contre la société chronophague», Seuil, París, 1980.

10. José Manuel Naredo Pérez, «Circulamos a 8 kilómetros/hora», Ciudadano, Madrid, mayo de 1974.
José Manuel Naredo Pérez y Luis J. Sánchez Ortiz, «Las cuentas del automóvil desde el punto de vista del usuario», artículo del número monográfico de la revista Economía y Sociedad dedicado a la movilidad metropolitana, Comunidad de Madrid, n° 6, abril de 1992.

11. Arturo Soria y Puig (1980), «¿A qué se llama transporte?», Ciudad y Territorio, n°2/80, Instituto de Estudios de Administración Local, Madrid. Un resumen de este artículo ha sido publicado recientemente por la revista Gaia, n° 3, Madrid, 1993.

12. Independent Commision on Transport, «Changing directions», Coronet Books, Londres, 1974.

13. J. S. Dean, «Murder Most Foul», Allen & Unwin, Londres, 1947.

14. John G.D. Adams, «Risk and Freedom: the Record of Road Safety Regulation», Transport Publishing Projects, Londres, 1985.

Texto completo en inglés, disponible como documento .pdf

15. Ralph Nader, «Unsafe at any Speed», Grossman, Nueva York, 1965.

16. Robert Davis, «Death on the Streets. Cars and the mytology of road safety», Leading Edge, North Yorkshire, Reino Unido, 1993.

17. Vance Packard, «The Waste Makers», Penguin Books, 1960.

18. Kenneth R. Schneider, «Autokind vs. Mankind», Schocken Books, Nueva York, 1971.

19. Arturo Soria y Puig, «La sobrevaloración del transporte», Alfoz, n° 53, Madrid, 1988.

20. Wolfgang Sachs, «Die Liebe zum Automobil: ein Rückblick in die Geschichte unserer Wünsche», Rowohlt Verlag, Reinbeck bei Hamburg, 1984. Traducido al inglés con el título «For Love of the Automobile: Looking Back into the History of our Desires», University of California Press, 1992.

21. Patrick Rivers, «The Restless Generation», Davis-Poynter, Londres, 1972. Versión española en Plaza & Janés (1974) con el título: «La generación inquieta. Una crisis de la movilidad», Barcelona.

Alfonso Sanz Alduán