En recuerdo de Luis Andrés Bredlow: “Las asambleístas”

Noticia biográfica de Luis Andrés Bredlow Wenda

Luis Bredlow, profesor de Historia de la Filosofía de la Universidad de Barcelona, que falleció el pasado 8 de septiembre de 2017, era un gran conocedor de la filosofía clásica y antigua, sobre todo de los presocráticos. Realizó una crítica social radical desde posiciones cercanas al marxismo y el anarquismo, pero lejos del credo dominante en la izquierda. Algunos de estos textos de crítica social aparecieron en “Ensayos de herejía” (Pepitas de Calabaza, 2015)

Difusor del Situacionismo en Alemania en los años 1970, publicó entre 1978 y 1981 la revista Ausschreitungen.

En los años 1980 se estableció en Barcelona, que ya no abandonaría.

Realizó trabajos de traducción, publicando algunos de ellas en la Editorial Lucina, como “Vidas y opiniones de los filósofos ilustres” de Diógenes Laercio y “La destrucción de nuestro sistema del mundo por la curva de Mar” de Ret Marut.También ha escrito sobre la Comuna Antinacionalista Zamorana, junto a su amigo Agustín García Calvo.

Colaboró en la revista Archipiélago, que nació en 1988, y fue uno de los impulsores de la revista cultural Mania, que vio la luz en 1995.

También escribió poesía, primero en alemán y luego en español, llegando a publicar dos libros de poemas: “La ribera invisible” (Ribera, 1989) y “Limbario de aturdimientos” (Ribera, 1995).

Entre otras traducciones suyas, “El concilio de amor” de Oskar Panizza, publicado por Pepitas de Calabaza, 2014.

Recientemente se ha publicado «Platón esencial: todo lo bueno es bello, y lo bello no carece de media» (Montesinos, 2017) , una antología de textos de Platón.

393 a.n.e. Grecia. Las asambleístas

Por Luis Andrés Bredlow

Extraído del libro “Días rebeldes: Crónicas de insumisión”,

publicado por Octaedro.

Hartas de los interminables desastres a que ha llevado a la ciudad la política de los hombres, las mujeres de Atenas, hasta el momento excluidas de toda participación en los asuntos políticos, deciden tomar las riendas del gobierno. Mediante una hábilmente tramada conjura, que culmina en un golpe de Estado incruento, logra hacerse con el poder la Asamblea de las Mujeres, que acto seguido pone en marcha un programa de reformas revolucionarias: decretan la colectivización de la tierra y la comunidad de todos los bienes; todos los ciudadanos y todas las ciudadanas tendrán iguales derechos; todas las casas estarán abiertas a todos, y a todos proveerá la comunidad de comida abundante, de ropa y

de todo lo útil y agradable. Eliminada la propiedad privada y, con ella, la penuria, desaparecerán los delitos de propiedad y los pleitos; los juzgados quedan reconvertidos en comedores públicos, y los actos de violencia que acaso todavía ocurran se castigarán eficazmente con la exclusión temporal de los banquetes comunes. Quedan abolidos el matrimonio y la familia; hombres y mujeres se juntarán libremente según sus deseos, dentro de una ley estrictamente igualitaria: los hombres, antes de gozar a las mujeres jóvenes y hermosas, serán obligados a satisfacer a las viejas y a las feas, e igual precepto regirá para las mujeres respecto a los hombres.

El discreto lector habrá adivinado –si es que no lo sabía– que esa singular revolución social no pertenece a la historia sino a la fabulación: se trata de la comedia Ekklesiázousai («Las asambleístas»), que el anciano maestro Aristófanes puso sobre las tablas en 393/392 a.n.e. Con todo, la burla, la caricatura, la parodia, debe serlo de alguien o de algo real para ser eficaz; alguien, en la Atenas de entonces, debió de haber preconizado unas medidas revolucionarias parecidas, siquiera remotamente, a las que pone en solfa Aristófanes en su caricatura escénica.

Podemos excluir, entre los posibles blancos, la célebre utopía de la comunidad de bienes y de mujeres que traza Platón en su República, tan lejos de los aires festivos e igualitarios de aquellas revolucionarias de la comedia, además de ser probablemente cerca de veinte años posterior a la obra de Aristófanes. Queda pensar en algún oscuro panfletista cuyo nombre y recuerdo se perdieron (pero lo bastante notorio en su momento como para que el público entendiera la broma), o acaso más bien en una vaga aspiración que alentaba entre la gente del pueblo, sin cuajar en texto escrito ni formulación doctrinaria; o tal vez en una conflación, deliberadamente grotesca, de temas diversos que agitaban las conversaciones del día: la igualdad de las mujeres; la democracia radical; las noticias de remotos pueblos bárbaros que compartían bienes y amores, acaso ya aprovechadas por algunos sofistas en sus críticas de las convenciones establecidas; el recuerdo legendario de una lejana edad de oro de abundancia y felicidad, que pervivía en los cantos de los poetas; las demandas populares de igualdad económica y reparto de las tierras…

Desde dos generaciones atrás, las reformas de Efialtes y Pericles (462/458 a.n.e.) habían implantado en Atenas un régimen de democracia radical, depositando el poder en las asambleas populares, de las cuales quedaban excluidos, sin embargo, las mujeres, los hijos de extranjeros y, sobre todo, los esclavos, que eran la vasta mayoría de la población. El poderío económico y militar de Atenas había favorecido la difusión de esa forma de gobierno en amplias regiones de Grecia; la guerra del Peloponeso (431-404), que enfrentó la democracia ateniense a la oligárquica Esparta, alentó en las ciudades griegas los enfrentamientos entre demócratas y oligarcas y, en algunos casos, unas revueltas sociales que iban mucho más allá de la lucha por la democracia al estilo ático, en la que perduraba la desigualdad entre ricos y pobres, sancionada por las leyes vigentes.

En 427, el pueblo de Corcira (Corfú) expulsa, en una revuelta violenta, a los ricos y los oligarcas de la ciudad, dando muerte a muchos. En 422, los habitantes de Leontinos (Sicilia) se aprestan a la redistribución de la tierra; los ricos, con la ayuda militar de Siracusa, los expulsan de la ciudad, a la que luego abandonan a la ruina. Diez años después, los ciudadanos de Samos, con el apoyo de Atenas, dan muerte a unos doscientos oligarcas, destierran a otros cuatrocientos y reparten sus tierras y sus casas. Tras la derrota catastrófica de Atenas y sus aliados en 404, los espartanos instauran regímenes oligárquicos en todas las ciudades vencidas; pero al derrumbarse la hegemonía espartana tras la batalla de Leuctra (371), se desencadena una nueva y más poderosa oleada de revueltas populares. En Argos, en 370, más de mil ciudadanos ricos sucumben a manos del pueblo enfurecido; el mismo año estallan revueltas violentas en Mégara, Sición, Corinto y otras ciudades. En 357, una revolución derriba a Dionisio II de Siracusa (Sicilia), el más poderoso de los tiranos griegos; al año siguiente, la asamblea popular decreta el reparto de la tierra, proclamando que «el principio de la libertad es la igualdad, el de la esclavitud la pobreza» (Plutarco, Dión, 37).

De esos movimientos revolucionarios sabemos, por desgracia, mucho menos que de la revolución imaginaria de Aristófanes. Sabemos que en Corcira las mujeres lucharon junto a los hombres, «enfrentándose valientemente al tumulto, en contra de su naturaleza», según anota Tucídides (III, 74); que los rebeldes liberaron a numerosos esclavos (yendo con ello más lejos que la utopía burlesca de Aristófanes, en la que los esclavos pasan a ser propiedad pública) y que admitieron a la ciudadanía a los forasteros que se juntaron a su causa; y el ambiente de fiesta permanente que, según la descripción de Plutarco (Dión, 41), reinaba en la Siracusa liberada, donde «la muchedumbre estaba entregada a músicas y embriagueces desde el día hasta alta noche», no deja de recordar la espléndida parranda en que concluye la comedia de las asambleístas.

Las fuentes, ciertamente, no dicen nunca que esos movimientos aspiraran a la puesta en común de los bienes sino, en todo caso, al reparto o redistribución (anadasmós) de la tierra y de las casas; con todo, podemos cuando menos dudar de que tal medida haya de entenderse como un simple reparto en pequeños lotes de propiedad privada. Los griegos, en efecto, nunca conocieron la propiedad privada en el sentido moderno, como un derecho sacrosanto y absoluto; en aquellas sociedades, en las que aún perduraba el recuerdo de las antiguas usanzas comunitarias, las tierras y las casas pertenecían no solamente a un propietario individual sino también, en cierto modo, a la familia, a la tribu y, en última instancia, a la ciudad, cuya ley sancionaba el reparto vigente. Podemos inferir que, en esas circunstancias, reafirmar el antiguo derecho de la comunidad a redistribuir las tierras para restablecer la igualdad implicaba también que ese derecho pudiera ejercerse cuantas veces hiciera falta; esto es, que el reparto había de ser periódicamente repetido, como era uso efectivamente entre los griegos de Lípari (Diodoro de Sicilia, V, 9), los vacceos celtibéricos (ib. V, 34), los dálmatas y, en general, en todas las comunidades agrarias primitivas; en suma, que el objetivo de los movimientos populares griegos fue efectivamente restablecer la antigua comunidad de bienes, el retorno al comunismo primitivo, y no la generalización

de la propiedad privada. Sea como sea, la comedia de Aristófanes nos brinda un testimonio precioso de la aspiración a una vida liberada de los azotes de la propiedad, la ley y la institución familiar, que ya por entonces alentaba (no sabemos con qué grado de claridad y de coherencia) entre el pueblo sometido al Estado democrático, antes de encontrar, dos generaciones después, su expresión teórica en las utopías políticas de los cí­nicos y los estoicos.

Para saber más:

Aristófanes. Las asambleístas.

Tucídides. Historia de la guerra del Peloponeso.

Plutarco. Vida de Dión.

Alexander Fuks. Social Conflict in Ancient Greece.

Jerusalén: Magnes, 1984

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En la página web “Baúl de Trompetillas” se recogen otros textos suyos: http://bauldetrompetillas.es/baul/colaboradores/luis-andres-bredlow/

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