Texto extraído del libro “La sociedad cancerígena: ¿se lucha realmente contra el cáncer?”, escrito por Geneviève Barbier y Armand Farrachi.
Occidente está enfermo, concentrando sus esfuerzos en contra de su enemigo más íntimo: admira sus hospitales como si fueran palacios, se jacta de que sus investigadores se hayan convertido en campeones, defienden sus medicamentos que exhiben como blasones. No, esta sociedad no es que sea cancerígena, es cancerófila. Un tumor maligno está integrado en su programa. Cuanto mejor se la trata, mejor es. Cueste lo que cueste, seguirá atada al petróleo, a los pesticidas, a los teléfonos móviles.
Durante el tiempo en el que se han hecho tantos esfuerzos, puede que se salven algunas de sus presas del mal del cangrejo, pero miles de nuevos pacientes acuden cada año al holocausto, como las vírgenes al Minotauro. Uno que murió ayer y otro que sobrevive hoy, ¿pero cuántos pasaron desarmados bajo su yugo? Al completar esta observación, la convicción de que el cáncer puede retroceder queda para el final, ya que si no somos parte de la solución, sí somos parte del problema.
¿Qué sentido tiene todavía el sacrosanto comportamiento individual cuando la maldición se extiende a toda una civilización? Dado que los riesgos colectivos aumentan, respetar los consejos dietéticos, la asistencia a ferias de forma y bienestar o esperar los nuevos medicamentos milagrosos resulta absurdo en un mundo donde todo, hasta el aire que respiramos, es tóxico. Un personaje de Blade Runner o de Sol Verde mordiendo una fruta ecológica en medio de una decoración de Apocalipsis no tiene cabida en una comedia. Sin duda, es la suma de nuestras renuncias lo que da al conjunto toda su coherencia, y también la actitud de cada uno podría cambiar el curso de las cosas. Para luchar contra el cáncer se requiere algo más que cosmética. ¿Hay que cambiar el mundo para hacer retroceder al cáncer? Pero como esta lucha parece estar más allá de nuestro alcance, enseguida surgen las primeras señales de desaliento o de desesperación, y con ellos la tentación de ensimismamiento. Sin embargo, el miedo es un mal consejero. Cuando el pediatra Maurice Titran luchó contra los efectos devastadores del alcohol en las familias, en Roubaix, nadie habría apostado un céntimo por su éxito. Hoy en día, su equipo sirve como ejemplo de la aplicación de un lema modesto pero ambicioso: “Nunca hay un solo problema, sino una multitud de problemas a los que enfrentarse que tienen una multitud de soluciones, de las que cada una es una parte…Por lo tanto, es posible vivir y pensar”.
El plan contra el cáncer requiere de profesionales y de personas que cumplan con el papel acordado: atención y tratamiento. Escuchar no es algo que esté hoy en día en uso y no se pregunta a los médicos sobre los brotes de alergias, los suicidios o el cáncer, y mucho menos constatar que una sociedad que fabrica poderosos venenos, es posible que no sea una sociedad sana. Sin embargo, ¿qué mal, qué peligro, habría en decir la verdad, no callándose las preguntas que surgen al observar una sociedad enferma? Esto significa desprenderse de ese dogma, enseñado en las Facultades de Medicina, de que el factor riesgo se confunde con el de comportamiento inadecuado, preparando naturalmente el concepto de riesgos elegidos y seguro de enfermedad a la carta. Al paciente de cáncer de pulmón siempre se le preguntará si ha sido fumador, mientras que en el caso del trabajador o la peluquera no se establecerá una relación entre su cáncer de vejiga y el uso de disolventes y colorantes, pues nada más responderá a las preguntas que se le hagan. Vamos a empezar por las preguntas. Jacques Richaud, neurocirujano en Toulouse, cree que “los profesionales de la salud no pueden tomar otro camino que el de la lucidez, el de la transparencia y el de la responsabilidad, lo cual ya es mucho. Ocupan un lugar privilegiado en la recopilación de datos y pueden ser los que den la voz de alarma”.
Este debate está muy a menudo usurpado por los expertos, sin embargo debería estar presente en cualquier sociedad civil: profesores, investigadores, filósofos, científicos y ciudadanos que se hacen las mismas preguntas y cada uno de ellos tienen elementos de la respuesta. Sin contar los 800.000 enfermos de cáncer, sus familias y sus seres queridos. Habría que repensar el aspecto de nuestros jardines, la importancia de los envases, el uso de detergentes o promover la idea de una sobriedad podría convertirse en algo liberalizador, antes que recurrir a productos y tratamientos. La ciudad de Rennes se ha comprometido a no utilizar herbicidas para combatir la contaminación del agua: los niños ya no juegan más que en espacio saturados de productos químicos; la infiltración a las aguas subterráneas del glifosato ha aumentado de 180 (?) a 1,1 μg por litro, por un ahorro de 14000 euros el primer año. ¿Qué responsables políticos para acabar con las rutinas y qué votantes para reclamar el cambio?
Para acabar con esta negación colectiva, una medida urgente sería la de tener un verdadero registro del cáncer, para saber dónde estamos y no discutir sobre rumores o temores, sino con los hechos establecidos y medidos.
Todavía no existe en Francia una relación completa de los tumores cerebrales o de tiroides que permitan diferenciar los diferentes tipos histológicos y su localización. Mientras nuestros vecinos observan el regreso de la tuberculosis o la progresión de cáncer también en la niñez, en Francia las curvas aparecen planas, pero eso no indica que nuestro sistema de salud sea superior, sino la pobreza de nuestros sistemas de vigilancia. Los investigadores lo único que hacen, la mayor parte de las veces, son unas tristes declaraciones, sin ninguna ambición de investigar. Sin embargo, un registro nunca responderá a posteriori a las preguntas que no se han planteado correctamente. Sólo con la recogida de datos sobre la edad, la ocupación profesional, los hábitos de vida, el tipo de tumor que puede ayudar a formular hipótesis, la verificación de la información, la elaboración de mapas, entonces se entenderá mejor por qué se produce la enfermedad, dónde y cómo. De no ser así, es difícil que retroceda.
Otra serie de medidas a tomar, por supuesto, sería la de reducir o eliminar el mayor número de carcinógenos, limitando el uso de pesticidas, evitando la propagación de contaminantes, no realizando radiografías innecesarias y todo aquello que podría denominarse un mundo intoxicado. Y no se trata de aplicar un principio de precaución para protegerse de un posible peligro, sino que es un reflejo de supervivencia lo que importa desarrollar en un mundo ya enfermo. ¿Cuánto tiempo se necesita para que la Industria acepte que es responsabilidad suya la evaluación de la toxicidad de sus productos? ¿Cuánto tiempo vamos a aceptar la externalización de los riesgos ? ¿Hasta cuando se va a seguir produciendo más y más? Ya lo hemos visto y revisto: a medida que tomamos la determinación de luchar eficazmente contra el cáncer, vemos cómo nos alejamos de la Medicina para volvernos hacia la Política. ¿Cuáles son las aspiraciones de una ciudad, cómo queremos vivir en ella? Por un lado, las medidas políticas no vendrán por sí solas, y las autoridades no caerán en la tentación de regular la difusión de los productos peligrosos o hacer cumplir la ley si no se ven obligados por la opinión pública. Por otro lado, ¿en qué se convertiría el derecho a vivir en un entorno no degradado si fuese el resultado de medidas incomprendidas, dolorosas, autoritarias?
Vivir en un mundo cancerígeno no es algo inevitable. No es necesario esperar a recomendaciones o prohibiciones: dejemos de comprar los productos sospechosos o innecesarios, limitando de esta forma el poder de los que nos los venden.
Por último, para contabilizar los agentes contaminantes, olvide la Organización General que los autoriza, legitima y que mantiene los tóxicos como algo inevitable del progreso. Su contabilidad sólo atiende a evaluar la producción, pero sin aludir a la destrucción que conlleva resulta falsa, porque son incalculables los enormes daños en términos de salud y medio ambiente. 150.000 muertes por cáncer al año, son las víctimas civiles de una guerra económica, aceptada por todos, pero fuertemente apoyada por unos pocos, en nombre de un confort desigualmente repartido. ¿Todavía usted cree en el crecimiento infinito, el desarrollo sin límites, la conquista y expansión que pronto se extendería a otros planetas? “Me gustaría como Alexander que hubiese otros mundos para poder extender allí mis conquistas amorosas”, dijo Don Juan, lo que resume todo el espíritu de conquista, amorosa, militar y comercial. Esta lógica comercial no incluye ninguna reflexión sobre sus límites, sus vicios y cambios necesarios. El universo es su espacio, la eternidad su unidad de medida, su lenguaje es la única verdad, y si admite daños colaterales lo hace sólo a título accidental, sin cuestionar al glorificación de su discurso secular tecnológico científico, su fe mesiánica en el futuro y la confusión entre novedad y progreso. La higiene o nuevos descubrimientos permitieron la derrota de la tuberculosis o el cólera. Hoy en día, ¿ todavía es necesario el arrebato de llamar progreso cuando sus beneficios desaparecen bajos efectos perversos? ¿Los médicos van a seguir con su discurso las mañanas me las paso cantando y la gran noche terapéutica? Es cierto que la esperanza de vida es alta, ¿seguirá siendo así? Los ancianos de ahora nacieron antes de la difusión de los contaminantes orgánicos persistentes y su sustento no contenía ni dioxinas ni DDT.
El tema excede con mucho las divisiones ideológicas. ¿Es utópico creer que una moratoria sobre los tóxicos podría decretarse, que el coloso de todo químico, o de todo nuclear tenía los pies de barro?
“La forma de vida de los estadounidenses no es negociable”, advirtió George W. Bush para indicar que el Protocolo de Kioto no puede justificar ninguna restricción. Que queden las prioridades claras. Sí, quizás nuestro consumidor empuje su carrito dispuesto a pagar por la abundancia, al fin y al cabo la prevención del cáncer no es una prioridad obligatoria. Tal vez es mejor que un lamentable Apocalipsis una supuesta decadencia. Pero cada uno tendrá que decidir sin demora: a bordo del Titanic de la civilización industrial no habrá ningún tipo de botes salvavidas. Michel Foucault ya lo había ilustrado con la reivindicaciones ridículas de los presos, que exigían una ducha extra o una caminata más larga en el patio de la prisión. Sin embargo, un momento, señor verdugo. Sigo un tratamiento, señor doctor. La pregunta crucial no es desear más atención, mejores medicamentos y mayores investigaciones, sino exigir, con fuerza, que haya menos cánceres.
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Extracto de la postdata de 2007
[…] Y las buenas recetas se repiten. Pronto un programa sobre el Alzheimer, inspirado en el plan del cáncer, con un guión ya predecible: los efectos de la edad, animamos a que realicen actividades intelectuales, que jueguen, coman y hagan deporte, desarrollaremos medios de investigación y de atención, y no nos equivocaremos. Pero se evitarán temas espinosos: las sustancias neurotóxicas, aluminio en el agua potable, plomo, mercurio, pesticidas, campos electromagnéticos, disolventes industriales y domésticos, y también el problema de una sociedad amenazada, no sólo por los cancerígenos. Todo esto es lo que algunos llaman un suicidio social.
“El aumento del cáncer es signo del fracaso de la Democracia mundial”advirtió Samuel Epstein en el Llamamiento de París. Para Annie Sasco, del INSERM, “actuar con medidas de prevención es una obligación ética”. El cáncer no es sólo una enfermedad, sino también un marcador de la civilización y de la conciencia.
Julio de 2007
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Procedencia del artículo:
http://partage-le.com/2015/04/la-societe-cancerigene-et-les-maladies-de-civilisation/
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