Por Evaggelos Vallianatos, 12 de febrero de 2018
Cuando empecé a trabajar en la Oficina de Programas de Pesticidas de la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos (EPA) en mayo de 1979, no sabía prácticamente nada sobre pesticidas. Aunque había recibido clases de química en la Universidad e incluso había escrito un libro sobre Agricultura Industrial, nadie me preparó para los secretos que me esperaban en los veinticinco años de trabajo en una burocracia diseñada y preparada para guardar esos secretos.
Mis colegas me abrieron los ojos a un mundo secreto de productos químicos que se conocen, capciosamente, como pesticidas. Respondieron a mis preguntas e hicieron más, me empezaron a dar sus informes y documentos científicos. No veían excesiva controversia en la “regulación” de dichos pesticidas. La mayoría pensaba que los pesticidas son necesarios para la agricultura.
De hecho, los economistas de la EPA, siempre defendieron el uso de los pesticidas, sugiriendo que sin ellos el precio de los alimentos subirían por las nubes. Otros científicos de la EPA, como biólogos, ecologistas, químicos y toxicólogos, evaluaron esos productos químicos para ver sus efectos sobre la salud y en los ecosistemas. Habían leído la Ley sobre Plaguicidas, la Ley Federal de Insecticidas, Fungicidas y Rodenticidas, y algunos de ellos habían redactado reglamentos para su uso en granjas, jardines, fábricas y en el entorno natural.
¿Quién iba a oponerse a acabar con las “plagas” de insectos, roedores, hongos y malezas?
Sin embargo, no tardé mucho en poner objeciones al uso de pesticidas. Mi conocimiento sobre estos productos químicos aumentó rápidamente. Los informes de mis colegas y las discusiones que tuve con ellos me convencieron de que los pesticidas eran algo más que pesticidas. Son biocidas petroquímicos que lo matan todo.
Pero había algo particularmente alarmante sobre ciertos productos químicos utilizados en las granjas y que se surgieron hace un siglo, durante la Primera Guerra Mundial. Los plaguicidas organofosforados paratión y malatión, por ejemplo, son gases nerviosos relacionados con las armas químicas. Son armas químicas presentadas en forma diluida.
Recuerdo cómo los ecologistas de la EPA reaccionaron ante la noticia de que el paratión estaba matando a las abejas en grandes cantidades. Estaban muy molestos e instaron a los responsables de la Agencia a que se prohibiese el uso del nocivo gas nervioso. Una enorme cantidad de abejas murió durante décadas debido al envenenamiento con paratión. La EPA prohibió el etil paratión en el año 2003. En 2015, la White House Energy-Climate Czarina y la ex administradora de la EPA, Carol Browner, anunciaron la prohibición del metil paratión en “todas las frutas y muchas verduras”. Ahora, en 2018, las abejas mueren debido a otras neurotoxinas, los insecticidas conocidos como neonicotinoides, y fabricados en Alemania.
Sin embargo, no recuerdo haber escuchado a los científicos de la EPA de la relación entre el paratión y otros pesticidas neurotóxicos con agentes químicos utilizados en la guerra. Me pareció algo muy extraño, ya que hablaba de terribles consecuencias: contracción de las pupilas, sudoración, convulsiones, vómitos, asfixia y muerte.
La conexión con la industria militar de muchos plaguicidas hizo que conocer sus orígenes fuera algo oscuro y difícil de descifrar. Era como si existiera un pacto universal entre los expertos de la Industria, los científicos y el Gobierno para no cuestionar estos compuestos extremadamente tóxicos.
Si los estadounidenses supieran que sus alimentos están contaminados por agentes neurotóxicos, ¿qué dirían y qué harían? ¿Y cómo actuarían los movimientos ecologistas ante la evidencia de la presencia de productos químicos neurotóxicos en los alimentos convencionales?
[El uso del malatión no está prohibido en la UE, y no solamente se usa en agricultura, sino que también tiene uso en pediatría para el tratamiento de los piojos en el cuero cabelludo. La loción Filvit lleva un 0,5% de malatión en su composición. El empleo del paratión metílico en el cultivo de cítricos está prohibido en España desde 1979, mientras que el límite máximo de presencia de azinfos metil es de dos partes por mil, el doble de lo recomendado por la Unión Europea.]
Según Anna Feigenbaum, profesora titular de la Facultad de Medios de Comunicación de la Universidad de Bournemouth, en torno a los gases lacrimógenos modernos también opera la misma neblina de ignorancia y miedo que rodea a los plaguicidas neurotóxicos. El gas lacrimógeno no es un gas en absoluto. Lacrimógeno significa que provoca la secreción de lágrimas. Los gases lacrimógenos más populares incluyen CS ((2-clorobencilideno malonitrilo), CN (chroroacetofenona) y CR (dibenzoxazepina): productos irritantes que se liberan en forma de humo, vapor o aerosoles líquidos. Otro gas lacrimógeno es el gas pimienta o OC ((oleoresina capsicum). Es una sustancia que provoca inflamación y la secreción de lágrimas.
Feigenbaim narra la historia de los gases lacrimógenos de forma inteligente y con pasión en su “Gases lacrimógenos: de los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial a las calles hoy en día”. (Verso 2017).
Según Feigenbaum, los gases lacrimógenos comenzaron su andadura bélica en agosto de 1914, cuando las tropas francesas dispararon granadas llenas de bromuro de metilbencilo a las trincheras alemanas. Su objetivo era el de acabar con el estancamiento de la guerra de trincheras. El gas lacrimógeno obligó a los soldados alemanes a salir corriendo de las trincheras protectoras, para ser ametrallados por las tropas francesas. Fue la Batalla de las Fronteras. En abril de 1915, en Ypres, los alemanes tomaron represalias con cloro gaseoso. La guerra con gases asfixiantes estaba en pleno apogeo.
Daan Boens, soldado y poeta belga, vivió la guerra en la que se usaba este gas nervioso. En 1918, publicó un poema, “Gas”, que captaba la barbarie de la guerra química. Feigenbaum cita el poema:
“El hedor es insoportable, mientras que la muerte se burla.
Las máscaras alrededor de las mejillas recortan el aspecto de los hocicos bestiales,
las máscaras con ojos salvajes, locos, absurdos,
sus cuerpos flotan a la deriva hasta que tropiezan con el acero.
Los hombres no saben nada, respiran miedo.
Sus manos aprietan las armas como un salvavidas al que agarrarse,
No ven al enemigo que, también enmascarado, se asoma;
asaltarlos escondidos en los anillos de gas.
Así que en la sucia niebla se perpetra el mayor asesinato «.
Del mismo modo que los comerciantes de plaguicidas y los grupos de presión, los defensores de los gases lacrimógenos han ocultado estos asesinatos. Ellos, de acuerdo con Feigenbaum, rechazan los efectos de estas sustancias: lagrimeo, náuseas, abortos, ardor en los ojos, ceguera y muerte. Dejan sus orígenes militares y los usos de los gases lacrimógenos en el olvido. El resultado de esta exitosa campaña es que los gases lacrimógenos no están sujetos a ninguna prohibición como agente de la guerra química. Este gas, de ser un agente directo, se ha convertido en un elemento pacificador. Y sus daños son inocentes.
Feigenbaum se lamenta de las dificultades que tuvo para seguir el rastro de las ventas y el uso de los gases lacrimógenos:
“Hay demasiados secretos y demasiadas mentiras. El comercio internacional de gases lacrimógenos está sepultado bajo una enorme burocracia, y a menudo está clasificado de modo que no se puede acceder a la información mediante una solicitud de Libertad de Información. Hay archivos que han sido quemados o triturados, eliminados, alterados o falsificados”.
Era algo de esperar de un agente de la guerra química que ahora lleva traje de civil.
Sin embargo, Feigenbaum tuvo éxito en su tarea. Su libro es una historia lúcida que pone a prueba los gases lacrimógenos. Muestra a los especuladores, a los científicos, a los comerciantes de productos militares, a los traficantes de armas, a los proveedores de la policía y a los editores, los cuales tratan de poner un rostro humano a un arma tan peligrosa.
Los pesticidas neurotóxicos están conectados con los gases lacrimógenos por su neurotoxicidad. También son productos procedentes de la guerra química. Matan por presentar toxicidad nerviosa y asfixia. Deben ser prohibidos.
Como señala Feigenbaum, los gases lacrimógenos hacen algo más que matar. Están diseñados para “atormentar a las personas, destrozar el ánimo y provocar daños físicos y psicológicos”.
El libro de Feigenbaum es un libro oportuno, bien escrito y de cierta relevancia.
Evaggelos Vallianatos trabajó en Capitol Hill durante dos años y en la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos, durante 25 años. Es autor de cientos de artículos y de 6 libros, incluido “Poison Spring”, junto a McKay Jenkins.
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