Del hablar insurrecto y la rebelión de las lenguas

Por Agustín García Calvo

Zamora 1978

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En cuestiones de lenguaje no voy a hacer aquí más que salir al paso de dos o tres errores de los que me parecen más divulgados. El primero se refiere a la relación del lenguaje con eso a lo que se llama Cultura: veo una tendencia a incluir de alguna manera la lengua como una parte del aparato cultural; es por tanto preciso insistir en que la relación no puede entenderse así.

La Cultura (en el sentido más amplio que incluiría cosas como las modas del vestido y hasta la agricultura) es algo, por decirlo primero cuantitativamente y con algo de metáfora, enormemente más superficial que la lengua; esta superficialidad implica que los hechos culturales son hasta cierto punto asequibles a la conciencia y a la voluntad de los pueblos y a sus dirigentes. Se puede, por disposiciones de lo alto o por renovación de convenio, alterar el estilo de las instituciones culturales, suprimirlas, sustituirlas, pero la lengua es, en lo esencial, inasequible a la conciencia y voluntad de sus usuarios. Ninguna disposición de arriba, ningún esfuerzo individual o colectivo, ninguna revolución puede hacer prácticamente nada en punto a cambiar el aparato gramatical de una lengua. Sólo las áreas más superficiales del lenguaje y especialmente la más superficial, la del vocabulario, puede padecer una cierta fuerza por obra del ingenio de un poeta, de la pedantería de un dictado académico o de la imposición de un Gobierno o de una Empresa comercial.

Hay otros modos de insistir en la diferencia de la situación de lengua y Cultura, por ejemplo, bien vemos hoy día que una Cultura prácticamente la misma, la que se llama occidental, puede imponerse y extenderse por una multitud de países sin que ello comprometa para nada la estructura de cada lengua diferente, salvo en cuanto a la participación en un cierto vocabulario y especialmente en una trama de nombres propios que son cosas que apenas atañen a la entraña del aparato de la lengua. Ésta no es ni siquiera objeto de consciencia por parte de los hablantes (está sumida en una zona que podemos llamar subconsciencia técnica) y por tanto no se presta a las manipulaciones ni a los actos de importación que a cada paso sufren las instituciones culturales.

Podrá objetarse a esto que hemos sido testigos de cómo una cierta voluntad colectiva y hasta políticamente organizada ha sido capaz de, por ejemplo, extender el latín por el Imperio o, en nuestros días, convertir en lengua hablada nacional una lengua escrita o muerta, el hebreo, o volver a imponer en áreas considerables de la población una lengua en vías de desaparición, el vasco.

Esto toca a otro de los puntos o errores de que quería hablar, a saber: que esa lengua recluida en la subconsciencia, inasequible a la voluntad, de la que hablaba, se refiere propiamente a las lenguas «naturales», es decir, no escritas y máximamente alejadas de una organización estatal. De las lenguas puede bien decirse que son del pueblo o de la gente, que es una manera de decir que no son de nadie y, consecuentemente, no aparecen nunca ni unificadas —sino mudando según se pasa de uno a otro valle—, ni limitadas a un territorio de fronteras definidas.

Pero luego están las lenguas oficiales, cuyo ejemplo más perfecto son las lenguas de los Estados nacionales; éstas, fundadas siempre sobre una lengua escrita (lo cual implica ya consciente de sí misma), pueden llegar hasta cierto punto a manipularse por obra de dirigentes académicos u organizaciones políticas y, por lo tanto, a unificarse en territorios más o menos vastos y de fronteras definidas, a fijarse, es decir, pretenderse eternas y de hecho retardar su evolución y, sobre todo y para ello, a imponerse desde arriba sobre la gente, ya convertida en Población, por medio de la Escuela, de la Academia y de una Cultura literaria establecida como clásica o modelo de lenguaje. Así que si antes las lenguas no eran de nadie, en cambio, estas lenguas oficiales, pueden con justicia decirse que pertenecen a la Institución Política, al Estado del que ellas vienen a ser el principal fundamento de unidad y permanencia; y es a este propósito revelador ver cómo la empresa de fundación de nuevos Estados no puede por menos de reproducir los procedimientos de los más viejos en cuanto a convertir una maraña de lenguas populares y mudables en una Lengua oficial única para todo el territorio, fija y sujeta a un modelo escolar y literario y sometida a los actos voluntarios, morales y políticos como siendo ya no ía lengua que se habla, sino la que se debe hablar. Ya sé que todo esto requeriría más explicaciones, pero no hay sitio hoy para tanto y voy a terminar más bien refiriéndome a otro punto que me parece también un punto de confusión frecuente, que es que hasta aquí he venido hablando de lengua y de las lenguas sin distinguir, como ya desde Saussure está mandado, entre el sistema o aparato de la lengua y el acto de producción en el discurso o la conversación de cada instante; hay que hacer notar ahora que no sólo hay una diferencia entre lo uno y lo otro (la diferencia entre lo estático y lo temporal), sino que puede hablarse de una contradicción entre ambas cosas.

De un lado, por ejemplo, el sistema de la lengua, lo depositado en la subconsciencia de los hablantes, es la instancia fundamental para el establecimiento y consolidación de los conceptos, de las ideas recibidas, de las ideas fijas, pero del otro, la práctica del lenguaje, aunque muchas veces se presente como destinada a confirmar ese establecimiento —cuando se habla para demostrar la razón de ser de una idea previa o cuando se habla para llegar a una conclusión—, sin embargo nos encontramos cada día con que esa producción lingüística de la conversación o del discurso también está haciendo la obra contraria de poner en tela de juicio, volver menos preciso y más dudoso, lo que antes parecía claro y fijo y así, hablando, muchas veces se desmoronan las ideas.

De aquí se desprende —si queréis— una cierta advertencia táctica que es que generalmente los militantes (al igual en esto que los hombres de Empresa y de Estado) se muestran angustiados por la separación entre la teoría (meras palabras que dicen ellos) y aquello a lo que llaman hasta praxis los teóricos de la praxis y, en consecuencia, exigen y se exigen que si se habla sea para llegar a conclusiones determinadas que, a su vez, se conviertan en acción. Pero si este proceso es bueno para las Empresas y las Estados no puede ser bueno para los que están en contra. A ellos desearía recordarles que las conclusiones, los conceptos, las ideas fijas son la muerte de la acción de las palabras, y que las palabras cuando se están produciendo temporalmente son también acción.

Puede que sea muy desconsolador no poder estar cierto de antemano de cuál es el destino al que esa práctica lingüística vaya a conducir, pero esa incertidumbre es probablemente aquella a la que están condenados los rebeldes, las gentes que no son nadie, y al mismo tiempo es la fuente de alguna confianza en que lo que produzca la acción de la lengua y las demás acciones no sea lo que ya estaba escrito.

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