Testimonio de Zohra M. que eligió el tratamiento metabólico de su cáncer de mama, esboza su compromiso con la vida, y responde ante las reacciones y burlas de los que la rodean, enfrentándose a diversas presiones.
Publicado el 10 de diciembre de 2015
“Hay situaciones en la vida en que la verdad y la sencillez forman una buena pareja”.
–— Jean de la Bruyère/ Caracteres
“Si tu destino es curarte, encontrarás al médico en tu camino”. Esto es lo que dice un viejo proverbio en el dialecto tunecino del árabe, un hermoso lenguaje muy poético y rico en proverbios. Mis lenguas maternas son el francés y el árabe. Pero no siendo supersticiosa, y no formando parte del séquito de enfermos, nunca pensé que este proverbio me fuera a concernir.
Y sin embargo… después de los acontecimiento que he vivido, me ha venido a demostrar que estaba equivocada.
A principios de julio de 2015 empecé a repasar todo lo que tenía que hacer durante mi corto período de vacaciones. Formando parte de varias juntas examinadoras y teniendo que volver al trabajo una semana antes que mis compañeros, me di cuenta de que no tenía tiempo suficiente para hacer todo lo que corría por mi cabeza. Ustedes se darán cuenta que la palabra vacaciones tiene un significado muy diferente para mí. Siempre he odiado el mantenerme ociosa. Y gracias a la insistencia de mis hijos a veces he accedido a viajar a otro lugar, pero nunca para descansar… es decir, cualquier excusa era buena para mí para mantener mi cerebro y mi cuerpo activos.
Hacía calor, me duchaba repetidas veces y me palpaba los senos con regularidad. Noté una masa de forma difusa, muy distinta del contorno de una pelota, en el medio de mi pecho izquierdo. La última mamografía que me hice fue en 2013, donde aparecía una antigua calcificación, “debido a un absceso producido tras el parto”, según dijo el radiólogo.
Los abscesos me habían hecho sufrir mucho, cuando todavía amamantaba a mis bebés. Pero eso fue hace mucho… ¡el último tiene 27 años!
Después de haber arreglado el apartamento, pensar en la comida, practicar deporte y preparar mis clases, llamé a la consulta de mi médico. Estaba de vacaciones. Coincidencia o casualidad, ese mismo día me encontré en el buzón una cita para realizarme la mamografía de costumbre.
Preferí cambiar de radiólogo y me fui a otro centro radiológico. Recuerdo la cara del radiólogo cuando me realizaba la ecografía de control. “Su cara significa que tengo cáncer”, le dije. Ella me miró aliviada por haber tomado la iniciativa del diagnóstico en lugar de tener que haberlo hecho ella.
Como se mantenía en silencio, añadí: “Por favor, no se ande por las ramas, ya le dije que palpé una forma extraña ¿Se trata de cáncer?”.
Quería evitar el uso de la palabra cáncer. Entonces rompió su silencio: “Hay que realizar una biopsia. Nosotros estamos hasta el día 14 de agosto, y mi colega no regresa de vacaciones hasta el 21, ¿no le importa esperar unos días? Los ganglios linfáticos están afectados y veo un segundo tumor debajo del pezón”. Su mirada expresaba una gran preocupación, sin duda justificada, que yo no podía compartir.
No sabría hasta más tarde que mi actitud no sólo intrigó, sino que también desestabilizó al personal médico.
Yo también me sorprendí de mi actitud, con mi rostro impasible ante un punto de inflexión en mi vida. Aunque siempre he sentido una gran ansiedad ante la enfermedad de mis familiares y amigos… hasta el punto de sufrir efectos psicosomáticos para los que no hay tratamiento.
Pero ante el diagnóstico de cáncer en mi misma no me he sentido aterrorizada. Es como si mi subconsciente no lo aceptase y estableciese una distancia con la enfermedad. Una manera de protegerme.
Una distancia de protección que me hace mantener una cierta lucidez, una forma de enfrentarme al cáncer y el tratamiento que quería seguir.
El día posterior a la biopsia tenía el pecho lleno de moratones y el tumor había crecido, y si bien hasta ahora había sido indoloro, ahora se había vuelto duro y muy doloroso.
Era el día anterior al del comienzo del curso escolar. Durante mucho tiempo recordaré ese 31 de agosto de 2015. Tuve que decir simultáneamente un hola y un adiós, de un lugar a otro… para correr luego al centro de radiología, donde me darían los resultados de la biopsia.
Después una espera infernal, el médico me dijo que era cáncer, pero como era agresivo y presentaba anormalidades, mejor era enviar los resultados al Centro Léon Bérard para un asesoramiento adicional.
Haber nacido bajo el signo de la rareza, hasta el punto de que mis células cancerosas eran descritas como extrañas ¡Pero también agresivas! Tenía que ser extraño, no dulce e inofensivo. Esto era demasiado…
Era el mes de agosto, así que había que esperar a que regresase la cirujana, que estaba de vacaciones, para que me diera los resultados finales.
Y así fue, la cirujana también encontró peculiaridades que nunca había visto durante su carrera. Luego me explicó que había que operar, precedida por dos o tres ciclos de quimioterapia para reducir el tumor y salvar el pecho, otra vez de nuevo quimio, terapia hormonal y terapia dirigida con Herceptin. “Un tratamiento moderno, nuevo y revolucionario”, según sus palabras.
Una señora dulce y encantadora. Yo le escuchaba y le dije en tono tranquilo y apacible que “no quería quimio, que prefería una mastectomía”. Muy sorprendida, me aconsejó reflexionar, que fuese a la consulta de un psiquiatra y que volviese posteriormente. Le expliqué en un tono tranquilo que no necesitaba tratamiento psiquiátrico, y que a diferencia de otras mujeres no me deprimiría por la falta de un seno. “¡Pero señora, no vamos a empezar haciendo una mastectomía! Es una decisión que no se puede tomar a la ligera” ¿Cómo convencerla de que quería aferrarme a a la vida antes que a mi pecho? Incluso le hablé de Angélina Joly, que se sometió a una mastectomía doble sin tener cáncer.
Hacerme Amazona no me molestaba. Mis antepasados habían ganado guerras contra los hombres después de cortarse un seno, para tirar mejor con el arco.
Mi guerra será contra esas células locas, codiciosas y devoradoras de azúcar.
Entonces, todo se aceleró.
No sabía entonces que mi actitud iba a suponer un enfrentamiento contra el personal médico.
Aparte de los ganglios afectados, la tomografía no encontró metástasis. La fecha de la operación se fijó para el día 25 de septiembre y la cirujano se comprometió a realizar la mastectomía y una disección axilar. Como ella me dijo más tarde, por el tamaño del tumor la extirpación de la mama era inevitable.
Era el momento de aprobar la asignatura más difícil: informar de todo esto a los que más queremos, mis hijos, mi madre y mi hermano. Hasta ahora, nadie se había enterado.
Un pensamiento me atormentaba día y noche, ¿cómo hacer para no ceder ante el pánico? Nos une una gran complicidad, pero ¿no era posible que todo se desmoronase por causa del cáncer? ¿O ocurriría lo contrario, que consolidaría aún más y por más tiempo?
Me vino la idea de contárselo a mi familia durante la celebración de una buena comida. Lo haría durante los postres, un trago amargo que mejor era pasarlo con pasteles.
La felicidad que simulaba, mi maquillaje y mi sonrisa les había engañado: todos pensaban que iba a anunciar que había encontrado a mi príncipe azul.
En 2012, después de la muerte de mi hermano Claude, con una trisomía, del que yo había asumido su cuidado, hasta que cerré los ojos ante su partida, y ante lo que mis hijos siempre me decían que tenía que hacer un planteamiento serio. Se imaginaban mil y una estratagemas para que fuese a uno u otro lugar y así tener la oportunidad de conocer a mi alma gemela.
No hace falta describir la consternación que sintieron ante al anuncio de la noticia.
Conocía el trauma y el daño de los tsunamis, e insistía en que teníamos que seguir viviendo, prometiéndoles que iba a hacer todo lo necesario para tratarme después de la operación.
De todos modos, preparé dos carpetas para el funeral, una para mi madre y otra para mí… un shock quirúrgico no estaba descartado. Ya conocía los pormenores de los funerales, ya que me ocupé personalmente del funeral de mi hermano. Siempre te escuchan con amabilidad. Y aunque pueda parecer sorprendente, me siento más cómoda en las oficinas de la funeraria que en la consulta del médico.
La muerte nunca me asustó. La habíamos visto de cerca varias veces, y de momento había preferido posponer esa cita final. Esta vez me tocaba a mí… dejando a los que amo y que todavía me necesitan.
Y son muchos… pero esa es otra historia…
La estancia en el hospital me permitió apreciar la dedicación del personal.
Las enfermeras y auxiliares de enfermería estaban desbordados pero era muy amables, y no dejaban de decirme que les avisase con el timbre. No quería molestarlos. Me decían que me comportaba de manera diferente a otros pacientes. Mi botella de cúrcuma les llamaba la atención. Me negué a que me administrasen analgésicos y me pusieran apósitos gástricos. Llegué a ocultarlos.
Hacían incursiones constantes en mi habitación, seguidas de amonestaciones. Dejaba una buena sensación; era por mi propio bien.
Me habitación se transformó de repente en un ágora, donde se intercambiaba información y experiencias sobre medicina complementaria. No estuve aburrida en el hospital.
Después de la operación me desperté con un dolor insoportable y palpitante en el tubo del catéter, que estaba implantado bajo mi cuello. Me dijeron que era algo que no tenía importancia y que tomase analgésicos, mientras que un hematoma no dejaba de extenderse en mi pecho, el del lado opuesto al de la operación.
Insistí en que me quitasen el otro catéter que tenía en la mano derecha, que estaba muy hinchada. Me dijeron que era necesario. Las enfermeras temían represalias. “No se puede quitar, señora”. Pero no es algo lógico mantener una mano anormalmente hinchada y sufrir… es algo extraño… así que terminé diciéndolas que me lo quitaría yo misma.
Bebía y comía normalmente, aunque no probaba los alimentos azucarados que me servían.
También tuve oportunidades de reírme, a pesar del dolor.
Un interno que hacía guardia por las noches y que se había equivocado de habitación, vino a decirme que me habían cortado parte de mi nalga derecha. Enseguida me desnudé y dije a mi hija que comprobase si de verdad me habían intervenido en esa zona… Salió de la habitación confuso, disculpándose…
El día que abandoné el hospital, entre sonrisas ( ahora ya no me habla) me entregó una hoja : “Esta es su cita con el oncólogo, debe comenzar inmediatamente las sesiones de quimioterapia”.
– ¿Inmediatamente?
– Sí, eso es muy importante ¿No se da cuenta de los riesgos? Puede no tomarse los analgésicos, pero está obligada a hacer quimioterapia y otros tratamientos. De obstinarse en su actitud, puede poner en peligro su vida”.
Ya no sonreía. Era una orden tajante. Hacía su trabajo.
Inútil es decir que tal actitud me parecía sospechosa.
Sufría por todas partes. No me habían dicho que iba a tener un seroma, que requiere de ingreso hospitalario y una punción de emergencia. Hice los ejercicios indicados por los fisioterapeutas para prevenir el linfedema. ¡Sólo me faltaba tener el brazo tan grueso!
Acudí a la cita de las 6. El oncólogo, un señor muy amable, y visiblemente introvertido, no me recibió hasta las 9. Empezó a hacerme todo tipo de preguntas sobre mi estilo de vida y mis enfermedades y las de los miembros de mi familia. Luego consultó su ordenador, y garabateó en una hoja los ciclos de quimioterapia, los de radioterapia, y además la terapia hormonal. Era algo ilegible. En ningún momento me preguntó si tenía alguna pregunta que hacerle. Durante la entrevista a veces se detenía para grabar en su dictáfono o registrar notas en su equipo.
La única vez que me miró a los ojos fue para decirme que iba a perder todo el pelo ¡Buena noticia!
Una vez más, y sin ser prevenida de esta circunstancia, invadieron mi privacidad y la de mi familia. Ya lo sabían todo.
El oncólogo me pareció una persona que no tenía otras elecciones, sino que seguía el camino establecido. Tomó nota de mis preocupaciones por la cámara implantable, pero dejó bien claro que tenía que empezar la quimio esta misma semana. Me informó de los riesgos de cuestionar una orden establecida. “No dejo de recordarle que tiene que empezar la quimio esta semana”, me dijo.
Una vez más, esta actitud me parecía sospechosa. Me trataban como a una niña.
Durante mis clases dejó que los estudiantes me hagan preguntas y compruebo a menudo que los mensajes lleguen con claridad.
Hasta el momento, ningún médico ha tenido en cuenta esto. Además me han colocado la etiqueta de que soy refractaria a los tratamientos convencionales, diciéndome que todo aquello era necesario, sin más explicaciones… Me imagino que en alguna reunión discutieron mi caso.
La hora elegida para la cita con el oncólogo no fue elegida al azar, ni fue fruto de la casualidad.
Un paciente que sufre de complicaciones postoperatorias y cuya capacidad de discernimiento ha sido alterado, necesita primero de un período de descanso para recuperar sus sentidos y tomar las decisiones necesarias. Es una cuestión de salud, de vida y muerte. Que esté esperando durante tres horas al final de un pasillo en una noche oscura y frío raya en lo inhumano y un cálculo maquiavélico.
Personalmente, creo que soy feliz, y nunca abandoné la lucidez.
¿Pero qué ocurre con otros pacientes? Al leer en foros cientos de comentarios de mujeres sometidas a quimioterapia y radiación, siento que están resignadas frente a unos gurúes sádicos y sometidas a un ritual de sacrificio, de no sé qué secta.
En cuanto a mí, continué con mis investigaciones sobre tratamientos para el cáncer después de dejar el hospital. Hoy puedo sentirme orgullosa de haber realizado un extenso compendio que guardo en mi ordenador y en soporte externo.
Empecé escribiendo tres palabras en Google: cáncer quimio rechazo.
Dije a todos que mi decisión era irrevocable: nada de quimio ni de radiación. Comenzaron a inquietarse. Recibí gran cantidad de correos electrónicos y llamadas telefónicas de primos y amigos, y de médicos que me pusieron en guardia ante tal decisión. Me dijeron que iba directamente a la catástrofe. Comenzó la presión. Pero me mantuve serena.
Mi madre se convirtió en mi principal ayuda, siempre ha odiado a lo que denominaba basura, refiriéndose a los medicamentos. Me las arreglé para convencer a mi hijo y a mi hermano para que aceptasen mi decisión. Me conocen, y saben que nunca tomo una decisión a la ligera. Sólo mi hija estaba empezando a sentir pánico. Al escucharla hablar, ella sentía que las células cancerosas se extendían por todo el cuerpo.
Este cuerpo ya había empezado a sentir los beneficios de la dieta cetogénica.
Internet es una herramienta maravillosa para aquellos que quieren aprender.
Yendo de un eslabón a otro, me encontré con la Asociación Cáncer y Metabolismo. Me leí todos los artículos y envié de inmediato un correo electrónico al Presidente de la Asociación, el Sr. Brière, que me llamó al día siguiente y tuvo la amabilidad de responder a mis preguntas.
Mientras tanto, la cámara implantable continuaba pudriéndome la existencia.
La inflamación se agravó, y apenas me podía acostar sobre el lado derecho, afectándome también al brazo y a la pierna. Un nervio estaba pinzado por la cámara implantable.
¿En el hospital me dijeron que la culpa era mía por haberme negado a tomar analgésicos!
Le pedí con insistencia a la cirujana que me la quitase. Se pueden imaginar su reacción. La conversación, sin embargo, se centró en mi decisión con respecto a la quimioterapia, pero finalmente accedió. Entendió mis argumentos. Ella quería tres semanas de reflexión, que yo la reduje a tres días después de la negociación.
El 29 de octubre me vi libre de la cámara implantable que me habían puesto sin pedir mi opinión. El joven doctor que me operó fue muy amable y recuerdo que incluso se sonrió en el quirófano.
El 27 de octubre, llamé al Dr. Schwartz, pero estaba en Italia, así que me dijo que le llamase a su regreso, durante el fin de semana. Me llamó un domingo y me explicó que fuera a verle el jueves 5 de noviembre a la clínica Labrouste, en París.
Me hija estaba convencida, al igual que otros muchos, que había perdido el juicio y que mi final estaba cerca, y habían concertado una cita con un oncólogo en el hospital Léon Bérard. Coincidencias del calendario, las dos citas coincidieron el mismo día.
Ella anuló la suya. De ninguna manera me iban a dejar ir a París sola. Aparte de las cicatrices, el seroma había estallado. Cojeaba de nuevo.
Estamos en París el 5 de noviembre para la cita con el Dr. Schwartz.
La clínica cuenta con entradas por dos calles diferentes. El encargado de la recepción nos aconsejó que utilizáramos la puerta que está a la derecha. En el momento en el que estábamos buscando esa puerta, nos dimos cara a cara con el Dr. Schwartz. Aproveché la oportunidad para decir en voz bien alta para que mi hija lo oyese: “Si tu destino es curarte, encontrarás al médico en tu camino”. El doctor se interpuso en nuestro camino.
¿Qué decir del Dr. Schwartz? No exagero de ninguna forma si digo que no hay términos en el diccionario para calificarlo. ¡Y no es que no lo intente! Además de su humanismo, amabilidad, su mente aguda, simplemente añado que fuimos muy afortunados al cruzarnos un día con él, y más aún los que ponen la vida en sus manos.
Me dijo que tomara tres cápsulas: una de sodio R-lipoato, ácido hidroxicítrico y metformina. También me aconsejó que siguiera la terapia hormonal indicada por mi cirujano.
El 7 de noviembre empecé el tratamiento, no como lo indica el Dr. Schwartz, sino en dosis homeopáticas. No estoy acostumbrada a tomar cápsulas. Aumenté la dosis en las siguientes semanas, sin efectos secundarios.
Una semana más tarde, sólo después de haber tomado sodio-R-lipoato, mi seroma había desaparecido casi por completo, ya no cojeaba, movía el brazo izquierdo sin impedimentos ¡La fisioterapeuta no se lo podía creer!
El 14 de noviembre introduje el ácido hidroxicítrico (Garcinia), reanudé mi actividad física (3 horas diarias), footing y danza oriental. Naturalmente, yo fui la primera sorprendida por el repentino cambio, en un tiempo récord.
El 16 de noviembre, mi cirujana, que llevaba un control de las cicatrices, se sorprendió gratamente al poder mover el brazo que estaba completamente inmovilizado en mi última visita. Y si bien me había aconsejado que esperase dos años para el implante mamario, no veía mal que se hiciese en diciembre. Le dije que era gracias al ajo y la cúrcuma. Me recomendó iniciar la radioterapia lo antes posible. Ella había elegido a una persona que, según sus palabras, me convencería.
El 19 de noviembre me encontré con el terapeuta para la sesiones de radiación. Era hermoso como un dios y dotado de una gran inteligencia. Le dije toda la verdad sobre mi tratamiento y le hablé del Dr. Schwartz. Había recibido una carta en la que le hablaban de mi actitud contraria al tratamiento convencional, así que ni siquiera trató de convencerme. ¡Más bien, lo contrario!
Y nos despedimos cono si nos conociéramos desde hace siglos.
Siempre he preferido el diálogo a la confrontación.
El 23 de noviembre empiezo con la metformina, 500 mg al día, para pasar el 30 de noviembre a 1 gramo.
Gozo de una calidad de vida nunca igualada, que me ha permitido recuperar mi ritmo diario y no me siento estresada ni cansada.
El 7 de diciembre empecé la terapia hormonal. Hacía tres semanas que miraba la caja sin poder abrirla. Demasiados efectos secundarios de acuerdo con los registros médicos y pacientes que la han probado. Esta vez, tengo que admitir que necesité ayuda para dar el paso. Le llamé, me escuchó como es su costumbre, siempre disponible y atento. “Hay que hacerlo”, me dijo.
Gracias al tratamiento metabólico, simplemente me he olvidado de que mi cáncer era un tanto extraño y muy agresivo.
Gracias al Dr. Laurent Schwartz por interponerse en mi camino cuando buscaba una ayuda. Y como está permitido soñar, ¿por qué no imaginar una curación?
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Procedencia del artículo:
http://www.cancer-et-metabolisme.fr/jai-choisi-le-traitement-metabolique/
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