Agustín García Calvo –
Archipiélago, número 18-19
Este texto apareció inicialmente en El ferrocarril II, n° 23, primavera de 1992.
Las peculiaridades ortográficas y tipográficas responden al expreso deseo del autor.
Ilusión de la separabilidad de técnica y política
Hacer como si se pudiera tratar de las cuestiones técnicas independientemente de las políticas, como si un problema, por ejemplo, de trasportes o de comunicaciones pudiera tomarse como un problema de ciencia o de ingeniería separado de la Política (que, en la forma más avanzada del Poder, es lo mismo que la Economía), de tal manera que el ingeniero a su asunto y el político o economista al suyo, eso no sólo es hacer de hecho una política, de conformidad con el Poder, que justamente, al tiempo que promueve la implicación más solidaria de la Técnica y la Ciencia con la Administración de su dominio, impone esa ilusión o creencia de la separabilidad, sino que, además y por ello precisamente, trae consigo la falsificación y el mal planteamiento del problema técnico o científico en sí mismo.
Es decir, que la pena de haberse vendido al Poder contra la gente no la pagan el científico o el ingeniero con azotes o guillotinas de la plebe sublevada, sino que la pagan en la propia deformación de sus cálculos y sus artilugios.
Ejemplo de edificios y de vías
La cosa es muy visible, por ejemplo, en la arquitectura de nuestros días: la ilusión del arquitecto de que, al trazar sus planos, está haciendo arquitectura (profesión liberal) y no política, estalla en toda su falsedad en la forma misma de los edificios, en los bloques de los habitáculos suburbanos, en las murallas de cemento a lo largo de las playas, donde ni estructura ni ubicación ni cálculo de espacios obedecen para nada a necesidades o resistencias, de terreno, de materiales o de cuerpos de inquilinos, que el ingenio tuviera que vencer, sino a las puras leyes del Capital y del Estado. Lo horrendo de los edificios no es más que un corolario, algo frívolo, pero que revela también los padres de los que han nacido.
No menos clara la cosa en la ingeniería de vías de trasporte y comunicación: se ve ahí asimismo cómo los ingenios viarios y los artefactos móviles correspondientes llevan escrita en su forma y sus condiciones técnicas la política y la economía a la que sirven.
La istitución del automóvil y el ideal democrático al que obedece
El Automóvil en primer lugar, el que ha llegado a ser visiblemente la plaga más grave y mortífera de la Humanidad Desarrollada:
cierto que sólo en estos sus días últimos ha venido a desplegar con tan tétricos reventones la evidencia de su inutilidad como medio de trasporte y, por consiguiente, del enorme daño para pueblos y ciudades que su imposición por Estado y Capital acarreaba, como son su invasión de las calles, remplazando a los ciudadanos, su propia inutilización como medio de circular por ellas debido a los atascos que ninguna medida puede corregir, el socavamiento impotente de las urbes, la sustitución de las ciudades por conglomerados informes cortados por pistas para autos, el sacrificio finisemanal y vacacional, regular y progresivo, de miles de vidas (muchas más que las de todos los terrorismos, guerritas y SIDA juntos), las reatas de camionazos por las pistas, los autobuses y camiones contribuyendo aún más impotentemente a la asfixia perpetua de las urbes, el furioso dispendio que su impotencia carga sobre los contribuyentes, con el costo millonario de la renovación continua de autopistas o de los intentos vanos de ordenación de tráfico y el de la propaganda destinada a convencer a nuevos compradores, cada vez más cara cuanto más imposible se va viendo, y una larga lista que los lectores pueden prolongar con sólo dejar que hablen sus heridas; pero ya el artefacto en sí mismo, desde que, hace cerca de un siglo, tuvo el señor Ford la idea de empezar a producir en serie los personales, llevaba escrito en su forma y en su técnica su destino. Pues todos los problemas imaginables del trasporte de viajeros y de mercancías estaban ya debidamente resueltos con el ingenio del ferrocarril, y sin más que dejar libre el fácil desenvolvimiento de las posibilidades que ofrecían el tren y la vía férrea, así para el trasporte urbano como el interurbano, de productos o de productores.
Frente a ello, ¿cuál era el motivo, cuál era la fuerza que imponía el automóvil y venía a cortar ese normal desenvolvimiento del ferrocarril, de la red de vías férreas y de trenes y tranvías?
La fuerza del Automóvil Personal (pues el desarrollo de los camiones, camionazos, autobuses, y autocares no era más que una consecuencia del error que con el auto personal se nos imponía) consistía en que incorporaba en su estructura misma el ideal democrático, esto es, el tipo de engaño necesario para la forma de dominio más perfecta: no podía ser que fuera el tren por su camino fijo (en una red cada vez más rica y diversificada, de modo que pudiera llegar prácticamente a cualquier sitio y con una frecuencia de paso todo lo densa que hiciera falta) y que las gentes se montaran en él según les conviniera y aprovechando, como se aprovecha un caudal de agua, sus rutas y sus horarios, sino que hacía falta que, por el contrario, cada uno fuera, por su medio propio, adonde quisiera ir y a la hora que quisiera, puesto que se partía del dogma de que cada uno sabía adónde quería ir y a qué hora.
El resultado (ya lo ven) es el que hoy, en su pleno desarrollo, el ideal democrático nos presenta: que todos van más o menos al mismo sitio y a la misma hora, pero cada uno por su cuenta.
Error de la independencia de medios y fines y progreso del error
El medio lleva en sí sus fines, y la falacia fundamental está en creer y hacer creer que un instrumento puede servir dócilmente para lo que quieran sus usuarios y que sólo es bueno o malo según lo bueno o malo que sea el fin a que uno lo dedica.
Esto ha sido así y ese error ha reinado probablemente desde siempre, desde el comienzo mismo de la Historia; pero con el avance de la Historia y con, últimamente, el progreso del Progreso, parece que se hubiera venido haciendo cada vez más evidente: cada vez los medios del Progreso Progresado más cargados de su destino en su forma misma, con diferencia todavía sobre los del Progreso de los abuelos o de los burgueses; y cada vez más insigne la idiotez de pretender que, por ejemplo, las ametralladoras o los chips informáticos o la televisión o el automóvil puedan servir para el bien o para el mal (incluso para la opresión o para la revolución contra ella), según el fin para el que el individuo o los grupos de individuos los empleen.
Que no sirven, ni auto, ni informática, ni televisión, ni ametralladoras, más que para lo que sirven de hecho, actualmente, sin esperar a ningún futuro que los redima, es la sospecha que cada vez florece más espesa en los corazones de la gente (corazones que son razón); pero es el progreso mismo del error y de la mentira del Poder lo que a la gente nos ha permitido sentirlo ya con tan hiriente claridad.
Ispiración de abajo / Imposición de arriba
La diferencia, que, por gradual que parezca, es esencial, entre los instrumentos que pueden servir dócilmente para las necesidades o deseos de la gente (deseos de abajo, necesidades «naturales», prehistóricas) y los istrumentos que le imponen a la gente el destino que traen en sí mismos, es una diferencia que depende de ésta otra: que el istrumento se haya inventado por ispiración venida de abajo, es decir, del barro y de la arena, de ríos y de montañas, de la masa rebelde, de la sed y el hambre, en fin, de demandas previas y dificultades que vencer para cumplirlas, o que no haya habido tal ispiración de abajo para su fabricación, sino que ésta haya venido por imitación en astracto de los inventos útiles, que implica la imitación de los deseos y necesidades previas, de modo que el istrumento necesite para su imposición la fabricación simultánea de los deseos o necesidades que lo justifiquen.
Es, dicho algo groseramente, la diferencia entre hacer un relleno para llenar un hueco y hacer un hueco para meter un relleno en él. Y es lo que distingue la operación del ingenio de la aplicación de la idea.
Y aunque sea usando un corto tramo de Historia, nos es dado percibir esa diferencia en lo que distingue las vías y máquinas del Progreso burgués de las del Progreso Progresado de la demotecnocracia. El cual se llama Progreso Progresado porque sus artilugios, en vez de estar promovidos por demanda previa, se elucubran por mera deducción a partir de los del Progreso (p. ej. «si 100, ¿por qué no 500?», «si Tierra, ¿por qué no Universo?», «si oído, ¿por qué no ojo?», «si hombres, ¿por qué no mujeres?», y así) y necesitan la creación de una demanda que los venda.
Invento del ferrocarril / Retroceso a la calzada
Así, el ferrocarril era un invento verdadero, no ya en cuanto que estuviera precedido y reclamado por el desarrollo de las postas y las líneas de diligencias y carretas, sino en cuanto que su estructura misma era una novedad y un hallazgo del ingenio: el lecho de balasto, sobre el cual las traviesas, sobre las cuales los raíles, una vía prácticamente indestructible por tiempo ni ajetreos, con apenas los cuidados elementales de unos pocos vigilantes, era algo verdaderamente nuevo, algo que no se les había ocurrido a los romanos; y que, encima de superar en eficacia y solidez a sus calzadas, se trazaba por fuera de los caminos de viandantes, sin apenas molestia de campesinos ni ciudadanos.
Contrapóngase la carretera alquitranada y la autopista, que, por más refitolerías que le cuenten, no es otra cosa que un retroceso a la calzada, con todos sus inconvenientes renovados y encima más deleznable que la de los romanos y condenada a rehacerse cada dos por tres, machacada por autos y camionazos.
Contrapóngase asimismo la simple maravilla del enganche, de la ristra de vagones, potente para resolver las más locas demandas de viajes o traslados de mercancías, con las siniestras reatas de camiones a lo largo de las cansadas rutas, apenas capaces de resolver, a costa de enormes costos y gasto de motores y de cientos de camioneros, vanos héroes nocturnos, lo que un tren de mercancías resolvería de un golpe y con cuatro funcionarios.
O contrapóngase las redes de tranvías, arrancadas hace unos cincuenta años, por mero decreto del Capital, en todas las urbes más necias del Mundo Desarrollado, con la inepcia y pesadez de los autobuses urbanos, traqueteantes como impotentes mastodontes entre los semáforos (cuya imbecilidad y arritmia los tranvías nos ahorraban) y los embotellamientos que ellos mismos contribuyen a perfeccionar.
O en fin, entre muchos items, compárese la libertad del ciudadano que, al pasar, se monta en su tren, que es el de todos (un tren, claro, puntual, cómodo y frecuente, como el invento permite que lo sean todos los trenes, si las interferencias estrañas no vinieran a estorbarlo), y que en él disfruta de un tramo de su vida mortal como otro cualquiera y acaso un poco más gozoso, con la condena de un conductor de un auto (y poco menos, junto con él, la de sus acompañantes), a quien, con pretesto de libertad personal, se le ha convertido en chófer y mecánico, continuamente sus cinco sentidos pendientes de señales, de cruces, de adelantamientos y de roces y de apreturas y de aparcaderos.
La imposición del automóvil, impedimento del ferrocarril
Parece, pienso, que no hace falta más volver a recordar lo que cualquiera piensa y siente, al menos por lo bajo:
que el auto es, usando el término de los progres, un atraso manifiesto;
que su imposición, lejos de responder a necesidad o conveniencia ninguna del trasporte de personas ni mercancías, se debe a motivos que vienen de otro lado, de Arriba, como decimos los de abajo; motivos que son, en primera istancia, dinerarios, la creciente necesidad del Capital de moverse para vivir, pero en última istancia, ideales: la necesidad de la mentira y de la fe para el Dominio;
que esa imposición lleva un siglo impidiendo el desenvolvimiento de las posibilidades que el invento de la vía férrea y del tren lleva en sí en germen: multiplicación de líneas, rentables y no rentables, generalización de la doble vía en todas las principales, combinación con ramales para las localidades chicas y muelles de descarga de fábrica y comercio, electrificación y empleo de otras energías no gasolinarias, resolución de cualesquiera problemas de tráfico urbano con redes de tranvías y, donde fuera preciso, ferrocarriles metropolitanos…
Consecuente perversión del ferrocarril: Renfe y AVE
Al revés, la imposición de los medios de trasporte más inútiles a lo que lleva es a la perversión de los útiles y potentes.
Es todo eso de que entre nosotros la empresa Renfe, encargada especial de Capital y Estado para la traición al ferrocarril, nos ofrece bien triste y complejo ejemplo:
cierre de líneas y suspensión de trenes (compensada, por cierto, con la introducción de nuevas líneas de autobuses para llenar la falta así creada, algunos incluso con el nombre mismo de la Renfe impreso sobre la chapa) bajo pretesto de rentabilidad, al estilo de la Empresa como Dios manda;
lo cual lleva a centrar el gasto y las atenciones en las grandes líneas, esto es, las que unan, a través de desiertos, conglomerados urbanos, y, lo más, en el servicio de los suburbios de dichos conglomerados, ratificando, con lo uno y con lo otro, el ideal de población, desastroso para la gente y para la vida, pero que el Estado y Capital tecnodemocrático requiere y maneja con nombre de Futuro;
pretesto de rentabilidad, por otro lado, que queda puesto en ridículo cuando el mísero ahorro de unos cientos de millones que producirían esos cierres y suspensiones, sumado con el ahorro aún más miserable que se saque del mal servicio, de los abandonos de estaciones, de los descuidos de las atenciones más elementales, en abundancia y eficacia de material y personal (compensado, eso sí, con la abundancia de administrativos y ejecutivos, destinados a cosas como replanificar horarios, tanto más frecuentemente cuanto más desastrosamente, cuyo mejor servicio al ferrocarril sería que al menos no hicieran nada, en sus oficinas y con sus ordenadores), en frecuencia y puntualidad de trenes, en comodidades de los mismos (que no consistieran, por cierto, en alquiler de espacio para pantallas de vídeos que cieguen la mirada de las ventanillas), cuando ese ahorro se compara con el despilfarro ingente, de millones de millones, que Estado y Capital dedican alegremente a una cosa como el Alta Velocidad, perfectamente inútil para la gente, y que, congruentemente, en su estructura misma demuestra no ser un tren ni un ferrocarril de veras, sino una especie de imitación de avión arrastrándose por tierra;
cuya única gracia no es la gran velocidad, que a nadie le sirve para nada (salvo a cuatro ejecutivos, previamente programados para que les haga falta) y que consiguientemente se maneja como ideal único de la Empresa y de la Humanidad (lo que importa es llegar: anúlense las horas de vida del viaje en la espera del Futuro), sino que consiste su triste gracia precisamente en los millones de millones que permite mover en vano.
El fin del imperio del automóvil y el entre tanto
Caerá al fin, ciertamente, el Imperio del Automóvil y la Pista, y ya se sienten bien los crujidos ominosos.
Caerá, sí, porque parece que, a la larga, es una y otra vez el sentido común, lo sensato y sensitivo, lo que vence en esta desventurada horda de los humanos y acaba por debelar las locuras imperiosas de los Señores.
Sí, pero entre tanto que los Ejecutivos del Capital aprovechan para moverlo vanamente en la esperanza de llegar a morirse creyendo en su Futuro, ¡la de vidas y de horas empleadas en la nada, el atraso de más de un siglo para que sigan las vías del sentido común abriéndose en este mundo!
Recordatorio político para ingenieros
En fin, quería con todo esto recordarles a los castos ingenieros que esta revista lean la diferencia entre un ingenio y un invento que resuelve verdaderas demandas previas y de abajo y los implementos desarrollados por imposición de las necesidades del Capital o Estado; y que, consecuentemente, en sus propias técnicas y formas, bien leídas, revelan la falta de ingenio ni utilidad y la negra obediencia que los mueve a su servicio.
Podrán los ingenieros mismos y los técnicos, en un golpe de honradez acaso, darnos cuenta de esa diferencia sobre otros ejemplos y con más cercano y preciso conocimiento de las formas y funciones de las vías y las máquinas correspondientes.
Pero no quería que se olvidaran de que una máquina es una istitución (política, económica), y que así, por ejemplo, no se puede parar el estudio por la mejora de la vía férrea y de los trenes de la lucha contra el automóvil y sus pistas.
Esa guerra es en verdad un caso (notable ciertamente) de la guerra del Poder contra la gente viva y de la gente contra el Poder, que es también la guerra de la razón común contra la Idea fija y dominadora.
Pero esa guerra no se da sólo en los campos a que los Medios de Formación de Masas destinan sus secciones de Política y de Economía, sino igualmente, y más a fondo, en los de sus secciones de Técnicas y de Ciencia. Es ahí donde se enfrentan, sin tregua, el criterio de utilidad para la gente y el ideal de Desarrollo, que se vende como Futuro, y que trae consigo, por ejemplo, la imposición de medios de trasporte impotentes y atrasados en vez de los útiles y potentes.
Y es la guerra también entre la eterna falacia de «Los medios, según para qué fin se usen» y el humilde reconocimiento (humilde, porque no parte de la estúpida fe de que uno sabe lo que hace) de que los fines están impresos en la forma de los medios.
Es, por tanto, una guerra dura y difícil siempre; pero no desesperada (para eso haría falta creer en el Futuro), porque cuenta con que los ideales del Poder nunca llegan de veras a cumplirse y por bajo sigue siempre latiendo la infinita resistencia de la gente a dejarse convertir del todo en Masa de Personas.
Unas pocas maldiciones
Y, sea lo que sea de esa guerra, por lo pronto, permítaseme que formule aquí unas indispensables maldiciones.
Maldición para los que sigan creyendo compatible la mejora del ferrocarril con el mercado del automóvil y la gasolina, y que vuelvan a decir aquello de «El ferrocarril y los trenes, para sus usos y en sus sitios; el auto con sus pistas, para los suyos y en los suyos.»
Maldición para los que vuelvan a creer que los medios, cualesquiera que se nos vendan, no tienen en sí grabado su destino, sino que todo depende de cómo y para qué los use uno, y que ellos usan, en efecto, el auto o la televisión para lo que ellos quieren, cada uno de ellos, y que a ellos no les manda nadie que los compren ni que, una vez comprados, los utilicen más que para sus fines y gustos personales.
Y maldiciones muy especiales para los que vuelvan a alabar el ferrocarril y el tren como bonitos y agradables y restos de un pasado romántico y encantador, que merecen que se hagan museos las viejas estaciones para recordarlo, y que (por qué no) se dedique un tanto del presupuesto a mantener unos trenecitos estéticos y culturales, para que los jóvenes y niños puedan saber de cuando en cuando lo que era viajar en tren.
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