No confiar en nadie: modernización, paranoia y cultura de las conspiraciones (II)

Por Stef Aupers, de la Universidad Erasmus, Holanda, 12 de junio de 2012

Revista Europea de Comunicación

Resumen

Las más populares teorías de las conspiraciones, como las de JFK, los ataques del 11 de septiembre, la muerte de la princesa Diana o la vacunación contra la gripe porcina, se presentan generalmente en las Ciencias Sociales como algo patológico e irracional, y esencialmente antimoderno. En este ensayo se presenta en cambio la cultura de las conspiraciones como una manifestación radical y generalizada de desconfianza, que está inmersa en la lógica cultural de la Modernidad y, en última instancia, producida por los procesos de modernización, y en particular sobre las dudas en torno a la validez de las afirmaciones sobre el conocimiento científico, la inseguridad ontológica de ciertos sistemas sociales como el Estado, las multinacionales y los medios de comunicación, y una implacable “voluntad de creer” en un mundo desencantado, algo ya reconocido por Adorno, Durkheim, Marx y Weber, todo lo cual ha propiciado un giro hacia la cultura de la conspiración en Occidente.

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Parte I

¿Qué es la verdad? Inseguridad epistemológica y cultura conspirativa

En los siglos XIX y XX, la mayoría de los fundadores de las Ciencias Sociales predijeron un futuro en el que la autoridad de la Religión quedaría debilitada por la Ciencia y el monopolio de la verdad. Augusto Comte, convirtiéndose en pionero, imaginó una sociedad donde la Ciencia habría descubierto las leyes universales de la naturaleza y de la sociedad y, como tal, proporcionaría estabilidad social y existencial. Hoy en día, tales perspectivas nos parecen ingenuas: las verdades religiosas tradicionales han perdido credibilidad en la mayor parte de Europa (por ejemplo, Bruce, 2002; Wilson, 1976), pero esto no ha venido acompañado de una mayor confianza en la Ciencia, el método científico y las verdades de los expertos científicos. Más bien al contrario, paradójicamente esto puede deberse al hecho de que la Ciencia tiene dos caras, ya que “depende no sólo de la acumulación inductiva de pruebas sino también del principio metodológico de la duda” (Giddens, 1992: 21). El escepticismo radical sobre la epistemología, las bases metodológicas y las reglas metodológicas, ha sido siempre una parte intrínseca del método científico desde el siglo XVI y ha buscado su legitimación desde entonces. Así apareció la “agenda oculta de la modernidad” (Toulmin, 1992 [1990]). Sobre todo a través de la Filosofía del conocimiento de Kant, Nietzsche y otros, el escepticismo encontró su expresión en el posmodernismo, hace un siglo. Los posmodernistas profetizaron el fin de los “grandes discursos” de la Ciencia (Lyotard, 1984 [1979]) y su ambición de ser un “espejo” de la naturaleza (Rorty, 1980), ya que las afirmaciones sobre la verdad eran construcciones sociales que en última instancia respondían a intereses ideológicos, de los conflictos y el poder (Bauman, 1987; Foucault, 1970 [1966]). Por lo tanto, el conocimiento científico ya no se consideraba superior a otras formas de conocimiento y fue deconstruido como un discurso entre otros muchos, como “un juego del lenguaje” o “vocabulario”, incluso una hiperrealidad autorreferencial, sin relación con la auténtica realidad (Baudrillard, 2000 [1981]).

Esta desligitimación radical del conocimiento científico no sólo se ha introducido en las torres de marfil del mundo académico, a través de la Filosofía de la Ciencia, la representación constructivista del conocimiento y la teoría posmoderna, ha penetrado cada vez más en la vida cotidiana (por ejemplo, Giddens, 1992: 21; Van Zoonen, en este número). Estudios empíricos demuestran que existe un creciente escepticismo entre los ciudadanos occidentales frente a los nuevos conocimientos y las soluciones (técnicas) que se proponen. Ronald Inglehart, por ejemplo, concluye que “hay una confianza cada vez menor en la Ciencia y la Tecnología para resolver los problemas de la humanidad… una idea que se ha extendido en las sociedades más avanzadas desde el punto de vista económico y tecnológico” (1997: 79). Esto era diferente hace medio siglo. Un ejemplo destacado de la confianza en los científicos por aquella época es el famoso experimento de Milgram (1963). Bajo la guía de expertos científicos unas personas daban descargas eléctricas a otras personas (ficticias). Y sin embargo, había esperanza. Una variación en el experimento mostró que las personas recuperaban su autonomía moral y la conciencia crítica una vez que se simuló un conflicto entre dos científicos. En la mayoría de los casos, los sujetos se negaron a dar las descargas eléctricas.

Los aspectos legales y filosóficos de la obediencia son de enorme importancia, pero dicen muy poco sobre cómo la mayoría de la gente se comporta en situaciones concretas. Monté un simple experimento en la Universidad de Yale para probar cuánto dolor infligiría un ciudadano corriente a otra persona simplemente porque se lo pedían para un experimento científico. La férrea autoridad se impuso a los fuertes imperativos morales de los sujetos (participantes) de lastimar a otros y, con los gritos de las víctimas sonando en los oídos de los sujetos (participantes), la autoridad subyugaba con mayor frecuencia. La extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad constituye el principal descubrimiento del estudio.

Stanley Milgram. The Perils of Obedience (Los peligros de la obediencia. 1974)

 

Esta modificación del experimento de Milgram presenta diferentes implicaciones sociológicas: la desconfianza hacia los conocimientos científicos está presente debido a las disputas entre los especialistas, la inconsistencia de sus afirmaciones y el exceso de información (por ejemplo, Beck, 1992; Giddens, 1992). Las dudas y los debates metodológicos vienen formando parte de la Ciencia desde hace varios siglos, pero los medios de comunicación han permitido que se conozcan mejor tales disputas por parte de un público más amplio y con menos formación: periódicos, revistas, la radio y la televisión ofrecen a los ciudadanos unas teorías incompatibles entre sí y unos resultados en los campos de las Ciencias Naturales, la Sociología, la Psicología, la Pedagogía, y otros, con serias discrepancias: el aceite de pescado es saludable para el corazón; el aceite de pescado causa cáncer; se debe tratar a los niños con amor y empatía; se debe educar con unas reglas y una disciplina rígidas; la violencia aumenta en los países Occidentales: la violencia está disminuyendo en la mayoría de los países Occidentales; nos dirigimos hacia un desastre ecológico; las advertencias sobre el cambio climático son exageradas; las vacunas contra la gripe son necesarias; tales vacunas son ineficaces o peligrosas. Los medios de comunicación no sólo publican tales informaciones contradictorias: se ocupan activamente de los desacuerdos y los conflictos, más que del consenso científico. Los hechos indiscutibles no tienen un factor X. Y viceversa: nada es tan proclive para el medio televisivo como que dos especialistas sobre el clima estén en completo desacuerdo, sobre el efecto invernadero y el futuro de la vida en la tierra.

Pero este menoscabo de la confianza en el conocimiento científico no agota la “voluntad de la verdad” (Foucault, 1970 [1966]) y no puede afirmarse a la ligera que se trata de un síntoma de cinismo cultural, de desilusión o falta de poder. La Ciencia establecida puede haber perdido su monopolio de la verdad, pero se ha abierto un mercado en el que muchas veces los conocimientos se etiquetan como no científicos, irracionales o peligrosos por parte de los científicos habituales, pero que sin embargo sí son considerados por los ciudadanos de la modernidad tardía. Un buen ejemplo son las medicinas complementarias y alternativas: la homeopatía, la acupuntura, el reiki, el shiatsu y otras muchos tratamientos holísticos, prácticas que han ganado legitimidad en las últimas décadas y compiten hoy en día con las técnicas típicamente basadas en una visión dualista-materialista (Campbell, 2007; Hammer, 2001).

Otro destacado ejemplo en relación con las teorías de las conspiraciones es Internet, que juega un papel importante en su difusión. Los medios de comunicación de masas y el periodismo tradicional son considerados como un “bloque de poder” que manipula (Fiske, 2006 [1998]), y al contrario, Internet es visto como más democrático, como comenta Quandt con razón en este número de la Revista Europea de Comunicación (EJC), que da un acceso directo a la información y acerca a la “verdad”. No obstante, independiente de que la cuestión de la confianza en los nuevos medios esté subvertida y haya razones para ello, los ciudadanos ven en Internet una plataforma que deconstruye activamente las versiones oficiales de la “verdad.”, consumiendo otras versiones alternativas o produciendo las suyas propias en foros, sitios web y Youtube. Los teóricos de las conspiraciones son típicamente “prosumidores” [palabra que surge de la fusión de consumidor y productor] (Rintzer y Jergenson, 2010): leen, negocian y reescriben la historia, y al hacerlo producen a menudo una versión que es un remiendo de lo que “realmente” sucedió. Dean argumenta que “las teorías de la conspiración… se basan en la idea de que todo está o puede estar conectado” (2002: 97). Paradójicamente, en un clima de duda “todo es posible” y esto da un “vértigo en las interpretaciones” (Baudrillard, 2000 [1981]: 1). ¿Los Dioses son antiguos astronautas?, como imaginó Erich von Däniken; ¿Jesús tuvo un hijo con María Magdalena?, como sugiere Dan Brown en El Código da Vinci; ¿El mundo está controlado por una élite de humanoides reptilianos entre los cuales se encontrarían George W. Bush, Hillary Clinton y la reina Isabel II?, como sugiere el teórico de las conspiraciones David Icke. Un escéptico clásico se preguntaría; ¿por qué tales proposiciones han de ser ciertas? Ahora, el clima de duda hace que la pregunta se invierta a menudo: ¿por qué no van a ser verdad?

Irónicamente, todos estos intentos de captar la verdad mediante innumerables teorías de la conspiración lo único que hacen es crear una inseguridad epistemológica, que ha aumentado, en primer lugar, la cultura de las conspiraciones.

La aparición de versiones contradictorias que compiten entre sí y que se superponen (en parte) y que aspiran a dar a conocer la verdad, aumenta las dificultades de los ciudadanos para distinguir un hecho de la ficción, las evidencias reales de los falsos testimonios, de modo que descubrir la verdad debajo de tan cúmulo de interpretaciones y el laberinto babilónico que se forma, es casi imposible. La inseguridad epistemológica en la sociedad contemporánea es a la vez la causa y la consecuencia de la proliferación de la cultura de la conspiración.

¿Qué es real? Inseguridad ontológica y cultura conspirativa

The Matrix está en todas partes, está alrededor de nosotros, incluso en esta sala. Puedes verla al mirar por la ventana o en el televisor. Puedes verla cuando vas al trabajo, o vas a la Iglesia o pagas los impuestos. Es el mundo, que ha sido extirpado ante tus ojos para que no conozcas la verdad…

¿Cuál es la verdad?

Que eres un esclavo.

(The Matrix, dirigida por Wachowski y Wachowski, 1999).

Nada es lo que parece” es una expresión muy común en la cultura de las conspiraciones. La realidad es siempre una realidad organizada que oculta la verdad, y aquellos agentes que de facto controlan nuestras vidas no los reconocemos como tales. En la película The Matrix, un hacker llamado Neo descubre que la realidad tal y como la experimentamos es una ilusión, literalmente una realidad virtual implantada en nuestros cerebros por unos perversos e inteligentes ordenadores. Habiendo conocido esta terrible verdad, Neo se propone liberar a la humanidad de estado de alienación virtual.

Este ejemplo sugiere que la inseguridad ontológica está en el centro de la cultura de las conspiraciones. Presenta la tecnología digital, pero también podría ser una historia paranoica sobre el Estado, las multinacionales, la burocracia y los medios de comunicación que ponen en escena una falsa realidad.

La tradición, argumenta Anthony Giddens, proporcionaba un sentido estable de la realidad, ya que “el mundo es como es porque es como debe ser” (1992: 48). En la sociedad moderna, esta seguridad ontológica está amenazada por el surgimiento y la proliferación de sistemas sociales racionalizados. Karl Marx (1998 [1932]) ya señaló que el capitalismo moderno había alienado a los trabajadores de los productos, del proceso productivo y sus compañeros de trabajo. Emile Durkheim (2002 [1897]), a su vez, lamentó el aumento de los estados-nación, que minaban las cohesión social y provocaban sentimientos de anomia. Max Weber (1996 [1930]), que desarrolló una perspectiva amplia, histórica y sociológica: la erosión de la tradición y el aumento del dominio institucional desde el siglo XVI, argumentaba que se trataba de “un pacto fáustico”. Quizás sea la forma más eficaz de Gobierno de la historia, pero desde un punto de vista humanista, la proliferación de la burocracia, la Ciencia, las Economía y la Tecnología, se vuelve irracional. Una vez que se institucionalizan, Weber señala que estos subsistemas obedecen a sus propias leyes racionales y tienen su propia dinámica interna. Debido a esto, los individuos de las sociedades modernas experimentan estos sistemas como unas fuerzas externas autónomas sobre las cuales no tienen ninguna influencia. Básicamente, esta automatización de los sistemas sociales racionalizados es la razón por la que Weber escribió que la sociedad Occidental es una alienante “caja cerrada” (1996 [1930]). Karl Mannheim va más lejos y compara las ansiedades de la humanidad con la de las personas de la era premoderna:

Así como la naturaleza era ininteligible para el hombre primitivo, y que sus más profundos sentimientos de ansiedad surgieron de la inconmensurabilidad de las fuerzas de la naturaleza, así el hombre industrializado tampoco abarca las fuerzas que actúan en el sistema social en el que vive… Se han convertido en una fuente generalizada de temores” (Mannheim, 1946 [1935]: 59).

Las teorías de las conspiraciones son respuestas culturales a estos desarrollos: son estrategias para racionalizar la ansiedad mediante narraciones que tratan de explicar aparentemente lo que parece inexplicable.

Las teorías de las conspiraciones son respuestas culturales

a estos desarrollos: son estrategias para racionalizar

la ansiedad mediante narraciones que tratan de explicar

aparentemente lo que parece inexplicable.

El desarrollo de sistemas sociales cada vez más opacos y autónomos se ha radicalizado durante el último medio siglo. Bajo la influencia de la globalización, los sistemas sociales se han desprendido del tiempo y del espacio y cada vez se presentan como más esquivos (Giddens, 1992). Las burocracias siempre en expansión, para ofrecer un ejemplo, a veces se califican como una “racionalización enloquecida” (Melley, 2000: 49), lo que nos lleva a la pregunta: “¿quién manda realmente?” (Por ejemplo, Bauman, 1987). El funcionamiento globalizado de la economía, por dar otro ejemplo, no puede ser analizado simplemente en términos de causa y efecto, y mucho menos hacer pronósticos, ya que un acontecimiento local tiene una influencia en todo el mundo. La tecnología digital, para dar un ejemplo final, es considerada por muchos como algo “fuera de control” (Kelly, 1994), “inquietantemente viva” (Haraway, 2001 [1985]), “no transparente” y “en sentido estricto, irrepresentable” (Žižek, 2001 [1996]: 19), y a veces experimentada como una poderosa “fuerza mágica” (Aupers, 2002).

La omnipresencia de estos sistemas opacos en la vida del individuo moderno no sólo aumenta la inseguridad sobre lo que es real y lo que no lo es, sino que incluso duda sobre la autenticidad de la propia conciencia subjetiva. Los medios de comunicación juegan un papel destacado en todo esto: la televisión, el cine y la publicidad ya no se entienden en términos de representación, sino cada vez más en términos de simulación y manipulación (por ejemplo, Baudrillard, 2000 [1º981]). Sobre la “Industria de la cultura”, Horkheimer y Adorno argumentaron hace más de medio siglo que “puede hacer lo que quiera con las necesidades de los consumidores, producir, controlar, someter” (2002 [1944]: 115). Irónicamente, tales afirmaciones radicales sobre el control social, desarrolladas en el seno de las Ciencias Sociales, han sido popularizadas hoy en día por los teóricos de las conspiraciones. Melley se refiere a este introspección ontológica de la autoidentidad como “agente del pánico! (2000: 12), ya que nos enreda en preguntas tales como “¿soy yo realmente yo?, ¿o me han lavado el cerebro, adoctrinado o estoy programado por el sistema?, o incluso una desconfianza a lo percibido por los sentidos”, ya que como dice David Icke en su página web: ¿Usted cree que sus ojos ven lo que creen que están viendo? ¡Piense en ello!” (2).

Novelas cyberpunk como Neuromante de William Gibson (1984), o películas de ciencia ficción como Blade Runner (1982), Desafío total (1990), Días extraños (1995) o eXistenZ (1999), ofrecen un panorama de ansiedad similar sobre el yo y los sentidos. Como manifestaciones de la “tecnoparanoia” (Jameson, 1991), estos textos tratan de estados totalitarios que ejercen un control de la mente, implantes de chips digitales en la mente de los consumidores y “falsos recuerdos”. Otras historias que hablan sobre robots, androides y cyborgs representan la vida como un “simulacro” o “hiperrealidad” (Baudrillard, 2000 [1981]) y arguyen sobre un futuro transhumano, postbiológico o postevolutivo (por ejemplo, Dinello, 2005). En la película El show de Truman (dirigida por Peter Weir, 1999), el protagonista descubre que toda su vida, incluyendo su esposas, casa, vecinos y la zona suburbana en la que vive, forman parte de un gigantesco estudio y resulta una actuación en un popular “reality show”, y que ha sido así desde que nació. Curiosamente, la película inspiró a los psiquiatras para nombrar a un nuevo trastorno, “el complejo de Truman”, que consiste en una percepción paranoica que nos hace creer que todo lo que pensamos, vemos, oímos, sentimos y olemos está organizado por los medios de comunicación.

Las teorías sociológicas modernas han recorrido un largo camino en la representación y explicación de todos estos procesos, pero no reconocen ni predicen que los sistemas sociales estimulan la imaginación colectiva e inducen nuevas culturas emergentes. La alienación de los sistemas económicos, burocráticos y tecnológicos, que se aceleran bajo la racionalización y globalización, claramente provoca una inseguridad ontológica (Nada es lo que parece), lo que contribuye a la plausibilidad de las teorías de la conspiración, lo que sucede “realmente” tras los bastidores. Tales teorías, por tanto, operan como “mapas cognitivos” para representar sistemas que se han vuelto demasiado complejos de representar, o incluso “pensar la imposible totalidad del sistema mundial contemporáneo” (Jameson, 1991: 38). En palabras de Craig Calhoum: “La omnipresencia del “sistema” se deja sentir en nuestras vidas… Una visión paranoica del mundo en la que la comprensión sólo se logra por la creencia en una conspiración omnipresente” (1995: 112).

Parte III

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