Éramos tan felices…

Por Agustín García Calvo

Fragmento de su libro Avisos para el derrumbe, Editorial Lucina, 1998, páginas 61-65

agustin_garcia_calvo2 de noviembre de 1991. Queridos biznietos: a lo mejor vais a pensar vosotros, prendas de mi muerte viva, por el tono de las anteriores que os iba yo escribiendo, que es que en este mundo de donde os escribía, apestado de ideas, ajetreado en la producción de nada, en este mundo donde se cocía la ruina que entre vosotros ha estallado, nosotros, sus habitantes, teníamos que ser muy desgraciados: a lo mejor nos veíais ya crujiendo de dientes cada mañana, arrancándonos los pelos a puñados. Bueno, pues no. No quería yo que os engañarais en ese punto, y por eso me ponía a escribiros otra.

Pues no: por el contrario, vivíamos muy felices; esto es, que nunca la humanidad había sido tan feliz como en nuestro tiempo: hablaban algunos de los fines del XIX y comienzos del XX, en el pleno florecimiento de la difunta dorada burguesía; pero vamos, os aseguro que ni color: nunca tan felices como lo éramos ahora, disfrutando de una paz de casi medio siglo, sin agobios ni miserias como los de antaño, pudiendo comprar de todo lo que queríamos, ir cómodamente de viaje a cualquier punto del globo que se nos antojara, comunicar unos con otros con toda facilidad, ya individualmente por fax o por teléfono, ya simultáneamente por participación en las comunicaciones televisivas, facilitados nuestros justos anhelos de formar un hogar o de subir por el ranking de cualquier empresa, incluida la política, disponiendo de los equipos más sofisticados de sanidad y de profilaxis, libres de trabajos degradantes y penosos, dotados de ingeniosos dispositivos para llenar el tiempo libre y para hacernos cultos, si lo deseábamos…

¿Cómo no íbamos, con esas condiciones y facilidades, a ser felices? Tendríamos que haber sido de un desagradecimiento de lo más negro.

Ya entendéis vosotros, prendas, que os estaba hablando de la mayoría. Claro, de la mayoría: a ver cómo diablos se iba a medir, si no, la cantidad o densidad de la felicidad en un mundo, más que por la mayoría, por el cuánto de participación de las personas en la felicidad general, eso, en la felicidad de la mayoría. Y lo que importa es que la mayoría, tal como os lo contaba, era feliz, y más feliz que nunca.

Y cualquiera, con un poco de buena voluntad, podía participar de la felicidad de la mayoría. Yo mismo, por ejemplo, ¿qué os creéis? Pues nada: más feliz que nunca ni me detenían ya los policías por la calle ni me iban a buscar a la cama de madrugada desde hace no sé cuántos años, y era poco probable que se les ocurriera; ganaba sin trabajar un sueldo sustancioso; se me dejaba soltar por esta boca todo lo que me viniera, y publicarlo sin ambages, como lo muestra la aparición en este diario de vuestras cartas; hasta las mujeres, aunque nada más fuera por mi vejez o su indiferencia, me trataban algo más piadosamente que en otros tiempos… A ver si no iba a ser feliz; o ¿qué coños andaba yo deseando o maquinando en este mundo?

O si no, a ver: ¿es que Platón mismo no le hacía bregar a su Sócrates en el Filebo con la idea de que placer no, fuera otra cosa que la falta de males y dolores?: pues entonces, sin harpías, sin policías, sin trabajo, sin enfermedades, sin hambre, sin mordazas… ¿no va a ser eso felicidad?

Os lo pregunto a vosotros, mis siempre niños, por si acaso seguís vosotros todavía al cabo de los siglos enredados en las mismas dudas sobre el asunto.

Me diréis acaso, meneando las cabecitas, más desengañados que los prójimos presentes, que es que no hay nadie que sepa quedarse viviendo sólo de la falta: una falta de males, una mera negación de las miserias y las cadenas, sí, parece que es algo demasiado puro y claro para que podamos de veras disfrutar de ello; enseguida se nos aparece como un vacío, y vienen enseguida los males verdaderos, los del futuro (la cura metusque de Lucrecio, el miedo de perderlo, la preocupación por si seguirá mañana durmiendo a nuestro lado), a llenarnos el vacío; o sea, a llenarnos de miseria la felicidad.

Los placeres de verdad

Pero en fin, todo eso no era aún más que filosofías, y no iban a quitarme de deciros esto que quería, esto que tenía que deciros considerando la mayoría de los presentes prójimos de vuestro pasado: que éramos muy felices, como nunca.

¿Que si se nos veía en las caras? Bueno… ¿cómo es la cara de la felicidad? Por ahí se los veía pasar con los mofletes y los culitos bastante satisfechos, y se reían mucho y se gastaban bromas, y brindaban por cualquier cosa, y declaraban que se lo habían pasado o que incluso se lo estaban pasando pipa.

«¿Con qué?», me preguntáis acaso. ¿Con qué placeres? Bueno, la verdad es que me daba algo de vergüenza describiros los placeres con que la gente se lo pasaba así de bien y eran tan felices, igual los vulgares o de masas que los cultos y refinados; por diversos motivos, pero algo me daba de vergüenza; porque seguro que vosotros, mejorcitos míos, ahí penando entre los cascotes del derrumbe y maldiciendo de nosotros, habéis descubierto algo más de verdad lo que son placeres.

¿Porque éstos de que acá disfrutábamos eran más bien un sustituto, Ersatz, gato por liebre, como venían ya desde decenios algunos entendidos y sensitivos denunciando? Pues sí, puede que fueran todos sustituto de otra cosa, tampones de colores con que llenar el hueco, lo que queráis; pero, chiquitos lindos, ¿cómo eran, cómo son los otros, de los que éstos eran sustitutos, cómo eran los placeres verdaderos? Si uno no sabe más que los que tiene delante de las narices.. No, no, eso no es verdad, eso no quería escribíroslo: uno, sobre todo, no sabía tampoco lo que tenía delante de las narices.

Ya, ya veo que me estáis haciendo que confiese.

Bueno, pues sí: esta felicidad era un poco la felicidad del idiota, qué se le va a hacer: quien algo quiere, algo le cuesta. Y volvían con este motivo a plantearse los dilemas del Filebo. Y la verdad es que hasta la gente corriente la sospechaba de vez en cuando, y hasta se dejaba decirlo por la calle: que esta felicidad que a la mayoría se nos vendía era un higo para papanatas y una peliculita para embobar a los contribuyentes en tanto y no que venía la muerte a hacerles la liquidación definitiva, y que, la verdad, para disfrutar de estas cosas (por ejemplo, el supermercado, la televisión, o la compra del automóvil nuevo o de la entrada para la murga del estadio) hacía falta ser verdaderamente idiota.

Pero bueno, y ¿qué? Haría falta, pero el caso es que se disfrutaba de ello, ¿no?

Cierto que, sin embargo, se guía entre nosotros pudiéndose repetir de nuevo el experimento de otras veces: si pudieran, por una operación del estilo de quitarte el lóbulo frontal, dejarte sin inteligencia ninguna y capaz de disfrutar a tope y sin resquemores de todas esas cosas que te ofrece el mundo, ¿qué?: ¿te hacías la operación o no?; y, por más que os maraville, aun en medio de la cuchipanda quirúrgica de que gozábamos también, una mayoría mayor que la mayoría seguía respondiendo «No»; o sea que, además de ser uno idiota, hacía falta no darse cuenta de que lo era. A tal punto parecía seguir latiendo por lo bajo algo que se estimaba más que la felicidad.

Miseria y desgracia

Pero, en fin, lo que yo quería era presentaros hoy el cuadro de nuestra felicidad con sus trazos precisos y sus colores. Para lo cual, había que reconocer que, si bien lo propio de la mayoría era ser tan felices como os lo cuento, había también (sin duda os habrá llegado noticia de ello) una cierta cuantía de miseria y de desgracia alrededor y por en medio de la mayoría, hasta el punto de que algún malintencionado podría decir que la mayoría sólo podían ser felices gracias al contraste con la miseria y la desgracia que tenían alrededor y por el medio:

Las epidemias de hambre, los horrores de guerra y pestes por los países de las márgenes del mundo propiamente dicho, esos cuadros que la TV les metía por los ojos hora tras hora a su clientes, sin duda para que, por el contraste, se sintieran más felices todavía; y luego, las hordas piojosas de los que escapaban de esas márgenes del mundo para venir a disfrutar (¿no eran también humanos?) de la felicidad de la mayoría; y luego, las bandas de descontentos metiendo acá y allá bombitas, a fin de procurarles ocupación y elocuencia a los ejecutivos del terror establecido; y luego, las bandas de los drogadictos (algo hay que ser), empeñados en pincharse un poco de éxtasis entre los cubos de la basura, y las de los contradrogadictos (algo hay que ser), echándose a la calle con las banderas de la moral y de la higiene; y luego, estos pacientes míos, que ahora mismo subían reventando ascensores, a ver si los recibía y les echaba un poco de salivita sobre las llagas; en fin, la tira, ¿para qué voy a contaros?;

y todavía tendría que irme, hoy Día de los Difuntos, a los cementerios superpoblados, y añadir aún «Y los muertos». A ver cuándo iba a llegarles a los muertos su revolución, a ver cuándo iban ellos a disfrutar de esta felicidad y alcanzar el alto nivel de muerte que les correspondía…

Ya, ya me temo, ante ese rosario de miserias y penas que,os contaba, santitos de mi descendencia, de qué manera estaréis queriendo entender la cosa: que era que la mala conciencia de tanta desgracia alrededor y en medio no nos dejaba a la mayoría decente disfrutar de nuestra felicidad.

Bueno, pues no: ¿váis a ser todavía vosotros así de subjetivos, como dicen los filosofantes? Pues no: no era cuestión de nuestra conciencia (que para eso siempre hay curas), sino la cosa, la cosa misma.

Por, si acaso ahí, en medio del derrumbe, sigue esa confusión reinando, os lo repito: es que la moneda del rico tiene en sí misma la roña de los miserables; es que el precio del bollo, marcado en el bollo mismo, le cambia el gusto al bollo; es que la justicia de razón está en la forma y masa de la cosa; y así, la miseria del Tercer Mundo y la pus de los drogotas no hacía falta que la TV nos la enseñara: estaba aquí, en el Mundo Primero y en la loción solar de nuestras señoras: estaban en un cierto gustillo insípido y cadavérico que tenían los productos del supermercado, que tenía la felicidad de la mayoría.

¿Entenderéis vosotros esto, prendas, mejor que lo entendían mis contemporáneos?

Todo venía de aquello que el otro día os explicaba: de habernos hecho laborar sobre el divorcio de público y privado.

La verdad es que no hay felicidad de uno. El sujeto, como dicen los filosofantes, de la felicidad, o de la revolución, como se decía antaño, o de la vida, en fin, no es uno.

No, no es uno: porque, para que uno sea uno, tienen que estar los otros; y así…

¡Qué?: ¿os entristece esto, viditas mías?.¿Queríais vosotros todavía ser cada uno de vosotros también felices?

Pero, hombre, si de todos modos, ¿no sabéis que «la vida ya está perdida»? Pues ¿entonces?

Bueno, pues eso: sea como sea, que no os armarais líos, eso es lo que quería: que supierais que aquí éramos felices, muy felices, como nunca.

Que os toque a vosotros algo diferente. Y para ello, por si de algo sirve, ahí van, desde vuestro pasado, mil cariños y besos, y salud.