Por Isaac Rosa
En la pista de aterrizaje no encuentra ya su avión privado para su huida. Lo que ayer era fácil, hoy no lo es tanto. Pero todavía le quedan amigos que le ayuden. O eso cree.
A esa hora, apenas desencadenado el amanecer, la M-40 ya está paralizada. Una experiencia nueva, piensa: un atasco. Sin motoristas que abran paso y guardias que corten el tráfico por delante, el coche se incorpora lentamente a la caravana. En cada frenada queda emparejado con otro vehículo a su derecha, y desde detrás del cristal tintado ve rostros como no los ha visto nunca: ajenos a su presencia, rascándose la nariz, bostezando o maquillándose, sin expectación ni admiración, ni siquiera desprecio por aquél que está a medio metro y los observa, cruza con ellos la mirada cuando se giran para mirar un coche que llama la atención por sus cristales oscurecidos y por los otros dos coches negros que lo escoltan por delante y detrás.
–Si le molesta la radio puedo quitarla– propone el conductor, sus ojos en el retrovisor. No lo dice por el volumen, bajo, sino porque en la radio han empezado a hablar de él. Tan distraído está mirando al niño que en el coche de al lado saca la lengua contra el espejo de su ventanilla, que no se ha dado cuenta de que el locutor radiofónico lo nombra. Hace un gesto con la mano al chófer, déjalo, da igual, y vuelve al exterior.
Más allá, la ciudad va saliendo de la penumbra, el cielo todavía de un azul cobalto que hacia el Este ya destiñe. Debería sentir algo, nostalgia quizás, lo que se espera de alguien que se marcha, y la mirada compasiva en el retrovisor indica que el chófer también lo cree, pero no: ésta no es su ciudad, para echarla de menos tendría que haber vivido en ella, como la viven sus vecinos, nada que ver con ir de un punto a otro en comitiva y con calles cortadas, recorrer aceras recién barridas con acompañantes lisonjeros, estrechar manos anónimas con prevención.
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