Por Michael Doliner
Counterpunch, 21 de diciembre de 2017
El ensayo de Simone Weil:»¿Nos dirigimos hacia una revolución proletaria?» aparece en el libro “Oppression et Liberté” [“Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la libertad social”] publicado en Francia en 1955, doce años después de la muerte de Weil. Tres años más tarde, en 1958, se publicó una traducción al inglés. Está disponible aquí. El ensayo en sí mismo fue escrito en 1933 después de que el núcleo duro de la revolución internacional se enfriase para convertirse en la URSS y Hitler lanzase el proyectil del fascismo. En este texto y en otros del libro, Weil, que casi muere de hambre al compartir el destino de los obreros franceses bajo el régimen nazi, critica a Marx y argumenta que su análisis materialista de la revolución, y su argumento de que la revolución es científicamente e históricamente inevitable, son falsos y dañinos. Sostiene que ya en 1933, una nueva evolución, la gestión de la sociedad por parte de un ejército de administradores, se habría impuesto sobre la lucha de clases.
Los gerentes administran la industria, el Estado e incluso los sindicatos. Esto era cierto en la URSS, en la Alemania de Hitler y en los Estados Unidos. La industria moderna, cuya cadena de producción había separado el trabajo intelectual del trabajo manual, como Weil dijo, ahora domina las condiciones sociales. Todo esto se ha hecho en nombre de la ciencia y con la ayuda de la ciencia. La organización social industrial redujo al artesano a una mano de obra poco cualificada, limitándose a supervisar las máquinas. En Rusia, el estado obrero soviético nunca vio la luz del día o desapareció a los pocos meses. La revolución simplemente produjo una nueva burocracia mucho mayor que la de los mismos zares. El Estado y los sindicatos, como la fábrica, estaban dirigidos por un grupo de burócratas, gente que no hacía otra cosa que organizar la actividad. Según ella, así seguirá siendo mientras exista esta estructura social: una civilización industrial sustentada en procedimientos rutinarios. La distinción entre regímenes políticos se vuelve entonces menos importante. El sistema omnipresente reduce los ricos a parásitos y los pobres a meros mecánicos.
Lo que Weil deplora en particular es la abyecta obediencia del proletariado a estos administradores. Los parásitos ricos que se ganan la vida como accionistas de las empresas industriales no trabajan en la propia empresa. Son algo inútil. Subraya que los ricos no pueden estimular un movimiento fascista, que no pueden apoyarlo u oponerse a él de manera efectiva, y que finalmente se someterán a él. Los pobres se ocupan de las máquinas y hacen lo que se les dice, e incluso colaboran en su propia muerte. Su opresión no comienza con su explotación, sino en el momento en que entran en la fábrica y aceptan sus términos. Se convierten en guardianes dóciles de las máquinas. El espectro de tales seres humanos horroriza a Weil. El comunismo, para Weil, significaba la restauración de la dignidad del trabajo que, como para el artesano, debe combinar actividades intelectuales y manuales. Los seres humanos sanos son capaces de actuar.
La misma configuración industrial se puede encontrar en todos los regímenes: un ejército de gerentes por un lado y una multitud de pasivos y desafortunados por el otro. Puesto que la diferencia entre el fascismo y el régimen comunista es que los comunistas expropian a los dueños burgueses, y el fascismo dice que no lo hace, pero lo hace, los dos regímenes se fusionan rápidamente. Porque el fascismo no suprime la propiedad, sino que la utiliza para sus propios fines. El problema no es quién posee los medios de producción, sino la forma misma de producción: es la que aplasta la mente humana.
Weil reprocha a Marx sus afirmaciones utópicas y su teoría de la inevitabilidad científica y la necesidad histórica de la revolución. Según Weil, la «revolución» ni siquiera es una idea clara. Los que se unen a la lucha revolucionaria a menudo tienen esperanzas contradictorias. En un fragmento del mismo libro,»Un examen crítico de las ideas de la revolución y el progreso«, escribe Weil:
«Sólo una palabra mágica hoy parece capaz de compensar todos los sufrimientos, resolver todas las ansiedades, vengar el pasado, curar los males del presente, resumir todas las posibilidades del futuro: esta palabra es «revolución».
Weil argumenta que la revolución no puede hacer todo esto. Después de la revolución, todavía tiene que pasar su examen de matemáticas o ponerse al día con su trabajo. Si te quedas sin mantequilla, quieres adquirirla en tu tienda habitual. Ninguna revolución barrerá el denso tejido que compone la vida diaria. Sólo puede cambiar gradualmente. Lo que las revoluciones pueden hacer, argumenta Weil y estoy de acuerdo con ella, es barrer una clase que ya no juega ningún papel en la organización de la vida, es decir, una clase parasitaria, como la aristocracia francesa o los magnates de una era capitalista anterior. Serán reemplazados por gerentes. Se mantendrá la burocracia gerencial, puesto que está en el corazón de la verdadera organización social.
Marx convenció a los revolucionarios de que necesariamente llevarían el cielo a la tierra. Weil, por supuesto, no niega el fracaso total del capitalismo o su crueldad inherente. Incluso se pregunta si, dada la esperanza y la energía que la idea de revolución transmite a un proletariado miserable y desesperado, no es un «sacrilegio» revelarles la verdad. Pero tiene demasiado respeto por la dignidad humana como para creer que es mejor vivir con falsas esperanzas. Comienza su ensayo con una cita de Sófocles:
«Sólo tengo desprecio hacia el mortal que se anima con esperanzas vacías». Sófocles, Ayax 477-8
Un régimen de administradores burocráticos prepara al proletariado, y de hecho a todos, en la docilidad. Como el trabajo organizado consiste en actividades mecánicas que no requieren ni pensamiento ni habilidad, se necesita un ejército de trabajadores dóciles. Para Weil, el elemento clave de esta forma de sociedad es la separación del trabajo intelectual y manual. La ciencia se enseña como un conjunto de leyes inexorables. El trabajo es una aplicación de estas leyes. Siga las instrucciones. La economía, y en última instancia toda la vida, es una serie de etapas preestablecidas y el pensamiento, cuando existe, se utiliza para aprender la manera correcta de superarlas. Todo está organizado, incluso para cruzar la calle. Los gerentes mismos no son muy diferentes de los demás y siguen las instrucciones como todos los demás. La empresa ideal es una máquina que funciona sin problemas y cuyas piezas son fáciles de reemplazar.
Tal sociedad burocrática inevitablemente tiende hacia el capitalismo de Estado. Microsoft, Apple, Google, Facebook, Twitter, Netflix, etc. terminan sirviendo al dispositivo estatal. Las empresas capitalistas, por muy grandes que sean, no pueden resistir esta captura. Como todos los poderosos en todas partes, el estado burocrático busca preservar y expandir su poder. Significa guerra. El producto del capitalismo de Estado es la guerra y la preparación para la guerra, y eso es a lo que se dedica toda la sociedad. El planeta se está volviendo tóxico y todos estamos esperando el fin.
Estar sujeto a actividades repetitivas y sin sentido produce aburrimiento, y el aburrimiento sustituye el cinismo del capitalismo por la pasividad. La gente trata de compensar el trabajo insignificante que se ven obligados a hacer a través del entretenimiento. Viven para las vacaciones y el placer. Sólo una especie de muerte emocional les permite resistir el aburrimiento. La gente se evade en sus sueños y explora lo prohibido para sentirse libre. La ironía lo recubre todo como el pegamento. Despreciamos el pensamiento. ¿Es posible entonces una revolución? Y si lo fuera, ¿qué pasaría? Ninguna revolución cambiará las relaciones sociales reales. Si matas a tu jefe, tendrás otro.
Esta terrible docilidad produce una población capaz de presenciar su propia destrucción sin conmoverse. Weil se sorprende de que Stalin haya podido convencer a antiguos mimebros del partido comunista («apparatchiks») para que colaboraran en su propia ejecución. La amenaza de la guerra, la inmanencia del cambio climático, el entierro del planeta bajo la basura, la sexta gran extinción, todo esto provoca a lo sumo un encogimiento de hombros. Los adictos al periodismo hablan de Trump, anhelan a Obama y discuten si Trump es peor que Bush. Los climatólogos siguen dando conferencias y lamentan la ausencia de cualquier acción significativa. Trump se está acercando al Armagedón* y la gente está pensando en el almuerzo. Todo el mundo se pregunta quién va a hacer algo. La población ha perdido la capacidad de actuar. Mientras tanto, el fin de la raza humana se acerca a medida que también lo hace el fuego alimentado por el viento de Santa Ana**.
Michael Doliner
Michael Doliner estudió con Hannah Arendt en la Universidad de Chicago y ha enseñado en la Universidad de Valpaíso y en el Ithaca College.
Notas:
* La guerra final entre el bien y el mal en el fin del mundo según la Biblia.
** Los bomberos continúan luchando este lunes contra las llamas cerca de Santa Bárbara, California, donde el tercer incendio más devastador en el estado llegó a la pequeña ciudad de Montecito, a 80 kilómetros de Los Ángeles, hogar de muchos multimillonarios. El fuego llamado «Tomás», que ha estado ardiendo durante las últimas dos semanas, movilizó a 8.500 bomberos y 34 helicópteros, pero los vientos y la falta de humedad siguen avivando los incendios».
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