un documental de Agnès Varda
Para el espectador la calle es la continuidad del espectáculo cinematográfico que ha visto, del que no es consciente en toda su dimensión. Con esa cualidad que tenemos de absorber lo desmedido e inusual de nuestro entorno, incorporamos ciertos códigos de observación que el cine y el audiovisual en general nos van proponiendo como “ligeras insinuaciones”.
Pero la realidad es más diversa de lo que conocemos o podemos interpretar de ella. Suelen “escapársenos” muchas aristas que resultan “invisibles” a nuestro examen. Transitamos por una autopista que está poblada de atascos en pausas cortas o invitaciones para visitarla hasta el otro extremo. Esta no es una afirmación teológica, entronca –en todo caso- con una perspectiva antropológica de lo visual.
La aseveración “Se trata de mirar más de cerca” es la esencia audiovisual y sociológica del documental Los espigadores y la espigadora (2000), de la realizadora belga Agnès Varda, quien reside en Francia. Más que un título, es un principio ético y estético de una puesta cinematográfica de arquitectura artesanal, una actitud ante la vida, ante la realidad que nos bordea.
Esta aventura fílmica presume de un sello personal que escala en dos rondas simultáneas: la de su propia vida en estrecha relación con el tema y el tema en sí mismo. Va apelando a personajes que en su mayoría son ignorados sociales que la autora “pone” en el rango de protagonistas en esta puesta cinematográfica.
La obra despunta con una arrancada histórica en torno a la palabra espigar. Juega desde la entrevista en entonación de presente con personas-personajes que aún hoy recogen lo “desechable”. Alterna con obras de las artes plásticas en tono de pasado, despertando el ejercicio de tradición y modernidad no en el sentido artístico o histórico que suele atribuírsele. Empuña su cámara y se contornea en permanente mutación personaje-realizadora que se nos presenta como otra espigadora que apuesta por aprovechar lo aprovechable.
Pero su tesis avanza desde la apropiación de historias de esos interlocutores que participan en este relato audiovisual comedido, que la Varda nos irá desmenuzando poco a poco.
Una visita “fugaz y consensuada” a cultivos de papas en plena cosecha nos permite descubrir hechos que van más allá del simbolismo. Son historias reales y tangibles que sobrecogen al más mortal de los ciudadanos.
Una modesta cámara digital, un diálogo fluido y respetuoso, transita indagador de costumbres que fueron de antaño y hoy constituyen historia. Personajes que asisten como furtivos actores de los que espigar es una tradición pérdida, en franco contrapuenteo con los que cargan los desechos de máquinas “inteligentes y postmodernas”.
Espigar en épocas de los pintores franceses Jean Francois Mollet (1814-1875) o Jules Breton (1827-1906) era un espacio para que los pobres adquiriesen alimentos. En la contemporaneidad constituye la repetición de esas misma posturas, de esos mismos cuadros que persisten en el tiempo.
Agnès Varda recorre el mapa de personas que asumen este rol. Va combinando una trama conversacional con encuadres que buscan el protagonismo de estos reubicados del gran juego del consumo. Establece una visión en la que anónimas historias traspolan en historias de anónimos. Encara en primer plano los argumentos de cada uno de los que entrevista, en una figuración que va más allá de espigar.
Personajes que van desde ex conductores de camiones “bautizados” como toxicómanos que “construyen sus vidas” sustentadas por los desechos de lo que otros dejan “a buen recaudo”. Otros con proyectos de vida aplazados que asumen la “profesión” de espigar a la espera de una opción mejor.
Su cámara le sigue el rastro al más universal de los tubérculos y a los personajes que le rodean en una indagadora visión desde la industria. Desmenuza con actitud periodística los destinos de una cosecha, clasificadas en aptas para el mercado y aptas para el desecho.
Catalogan porque están comprendidas entre el tamaño tal y el más cual. Este insólito descubrimiento me transporta a un efecto de alucinación. Esta burda realidad implica que contorneados alimentos que no tengan el “noventa-sesenta-noventa” van a parar a su origen, convertidos en destino. Esta norma me recuerda -de algún modo- las modelos de pasarela a la hora de seleccionar a los candidatos o candidatas de este arte-comercio-élite.
Sin embargo la mirada incisiva de esta pieza fílmica no se regodea con el tema. Para el análisis de esta afirmación pongo dos historias que enriquecen y diversifican enfoques sociológicos que contribuyen a la meditación para el que se aventure a ver esta excelente puesta de cine documental.
La primera – de la que anticipé algunos apuntes-: un camionero que ha perdido el empleo y por circunstancias de su vida deriva en toxicómano, en consumidor habitual de bebidas alcohólicas. Un hombre que “ha perdido” una esposa e hijos, viviendo en condiciones de precariedad e incertidumbre laboral. Sin embargo nos invita a participar desde su propio testimonio y cotidiana andadura, en relación con los desechos que asume -desde su propia realidad- en un posicionamiento crítico sobre el tema del consumo.
Su tránsito por los contenedores es aprovechado por la realizadora que interactúa en esta experiencia. Se alimenta de productos que aún están en perfecto estado y pasan a engrosar las filas de los depósitos de basura, de “contenedores tardíos”. En esta primera historia, cabe inevitablemente una posición ética y humanista de la autora de la que no se desmarca. El ángulo con que participa la cámara, el seguimiento cómplice de este personaje, ejemplifica su trazado moral ante esta singular y multiplicada realidad.
Un segundo personaje se dibuja en otro estatus social. Su profesión: chef de un restaurante que aprovecha lo que la tierra le da. Un espigador de frutas y legumbres con una postura en la que “todo es aprovechable”. De este otro personaje me llama la atención su sentido práctico y realista de aprovechar lo que otros dejan. La lente de la cámara particulariza en un “icono de novela literaria”. Esta actitud está justificada desde el propio testimonio de este actor-personaje que recibió las esencias culturales de espigar.
Esta comparación es importante para entender la postura de la realizadora. No sólo critica o cuestiona la perspectiva consumista de la sociedad contemporánea. Con este discurso paralelo nos abre otro canal de actitudes con historias que son hechos.
En este primer bloque del filme, otros personajes que podríamos adjetivar como “secundarios” afloran en testimonios y escenifican su papel, legitimando la diversidad de matices que este asunto tiene.
Personas que recogen papas para comer, para la venta a restaurantes a falta de otro empleo, o niños que asumen “el encuentro” desde el rol del juego. O el testimonio de personas que la recogida de producto la incorporan no sólo como una necesidad de alimento y empleo. También pretexto de convivencia, de tradición para el diálogo y el encuentro.
Una particular secuencia constituye símbolo de la obra. Por azar una carga de este preciado alimento es dejada a pocos metros de donde estaba la realizadora. Peculiares alimentos de la naturaleza en forma de corazón o de “exageradas proporciones”, son tomados por la cámara y en esa secuencia pasa de ser realizadora para asumir el rol de espigadora. La alucinación de las formas atrapa a la Varda, quien desde la intimidad de su casa nos vuelve a mostrar las proporciones de estos tubérculos.
Presenciamos un juego de humor, una mirada oblicua por los “caprichos de la naturaleza”, por la singularidad de los desechos, que lo serán en la medida que estos pensamientos persistan.
Con esta secuencia cabe hacerse un par de preguntas: ¿Por qué una papa en forma de corazón no está apta para el mercado? ¿Qué sentido tiene que alimentos por ser de tal o más cual medida no son aptas para el consumo? Dejo esa reflexión a los espectadores, en cualquier caso tengo la certeza de que las conclusiones que podríamos sacar escapan de toda racionalidad o sentido común.
Su documental no se detiene en estos primeros argumentos, recorre otras ciudades de Francia en busca de otras realidades que enriquezcan sus indagaciones apuntando hacia otros horizontes sociales en las que espigar constituye una adjetivación real.
Viticultores, recogedores de hortalizas y verduras aportan nuevos reafirmaciones que nos permiten tener una visión más completa del tema. El espectro va desde los que defienden su derecho a recoger lo que otros dejan en el olvido, pasando por los que niegan la idea de permitir espigar en sus campo porque les afecta su economía y su patrimonio, a pesar de que quedan ancladas como agujas trasnochadas en silente desintegración orgánica.
Su retorno por estos viajes de carreteras, nos desvela nuevas claves de la realizadora. Grietas de paredes ausentes de pintura, goteras pronosticadas para el tiritar en la soledad de su ausencia, detalles de su casa que se desvisten ante nosotros con la simpleza de sus manos avejentadas y sus “disimuladas canas” con las que se recrea para todos. La realizadora hace planos detalles de estos injertos de su intimidad elevándola a la categoría de obra de arte con la que se siente acompañada.
Un nuevo recorrido por lo insospechados vericuetos de lo inservible que pernoctan en la intemperie urbana ocupan a la Varda. Dos artistas peculiares, uno que recoge objetos para convertirlos en ideas, en mensajes vestidos de arte. El segundo, un albañil, -artista por vocación- quien empotra objetos en la fachada de su casa con énfasis en muñecas que le dan vida y sentido a las composiciones que esconden su intimidad resguardada.
La excepcional autora aprovecha la carretera para reforzar la temática del reciclado. En su transitar en busca de nuevos testimonios e imágenes para su obra, toma en cuadro cerrado los camiones que por montones transitan a su paso y las encierras no solo con su lente. Remarca con su mano en forma angular una suerte de mirada inquisitiva, acusatoria, sin desdoblar al fatalismo tangencial de posiciones extremas.
Otros sectores de la sociedad como recolectores y recogedores de ostras y almejas, de frutas y verduras, repiten argumentos y visiones de un mismo asunto, contribuyendo a reforzar la tesis de la obra y la postura que la realizadora defiende.
Su lente regresa al espacio urbano. Nuevos testimonios, nuevas imágenes que ratifican su alocución fílmica nos transportan a una generalizada realidad de la que estamos presentes en ausencia. Basureros en los que descubrimos, embutidos en perfecto estado, frutas aún por ser aprovechadas. Legumbres que pernoctaron poco tiempo en el mercado para darle paso a otros “productos frescos”. Son contribuciones de Los espigadores y la espigadora en franco desafío a los derroches de la llamada “civilización moderna” o ese machacado “estado de bienestar” que sabe a mentira, a falsedad inquisitiva.
En ese transitar en busca de imágenes y testimonios, un singular personaje hace detener a la espigadora Varda. Un hombre de aspecto sano con un enorme bolso a su espalda, recoge frutas y vegetales tras el cierre de un mercado popular. Un auténtico vegetariano que compartía sus “inusuales compras” para comer, con el oficio de vender revistas y periódicos para vivir. Alternando con la labor de alfabetizar -en la noche- a inmigrantes de origen africano.
Estamos ante un peculiar personaje que podemos dibujar con nuestra propia adjetivación, armarlo con docenas de metáforas e incalculables verbos desmesurados, pero la realidad nos agolpa y suele construir nuestro propio espectro de luz.
Algunos teóricos del cine documental afirman que cuando coexisten realizadores y actores sociales, donde uno de ellos representa al otro, sufre un desplazamiento. Sin embargo, la particular manera con que Agnès Varda asume este “encuentro” logra una auténtica convivencia de partes involucradas, confirmando la tesis ética de esta obra.
Este no es un documental de suculenta música, de banda sonora escrita al compás de una orquesta sinfónica de grandes proporciones. Se hace acompañar de pequeños fragmentos de obras en la que el discurso es denuncia, es llamado de atención desde la filosofía social que presume el rap.
Al ver el documental me pongo en la piel del espectador y me apresuro a conjeturar en que no tratará de fingir sobre esta puesta de cine. Seguramente le asignará un valor de realidad “de lo que ocurre delante de la cámara”. No por el hecho de que la obra está ausente de efectos manipuladores que pudieran dar lugar a un texto sensacionalista.
La sobriedad de los planos, el diálogo enriquecedor y diverso de los testimonios, junto a la conjugación del verbo de la Varda, despeja toda duda de estética manipulada. La ética con que desarrolla este particular tema se ve legítimamente representada por la retórica y la argumentación de su autora.
Este documental es una desmenuzada y metafórica mirada personal. El punto de vista, la puesta por la perspectiva, por el ángulo que se quiere presentar, contribuyen a identificarnos con los mundos ajenos que se nos presentan, pasando a la categoría de cercanos. Esta es una pieza fundacional y de vanguardia para los anaqueles de nuestra videoteca. Revisitarlo constituye una necesidad en tiempos donde nos quieren imponer la selva del consumo.
Sinopsis
Recorriendo Francia, Agnès Varda se ha encontrado con espigadores, recolectores, gente que busca entre la basura. Por necesidad, o por puro azar, estas gentes recogen los objetos desechados por otros. Su mundo es sorprendente. Y la directora, a su manera, es también una especie de espigadora que selecciona y recoge imágenes aquí y allá.
Título: Los espigadores y la espigadora
Título original: Les glaneurs et la glaneuse
Año: 2000
Duración: 82 min.
País: Francia
Directora: Agnès Varda
Guión: Agnès Varda
Música: Joanna Bruzdowicz, Isabelle Olivier, Agnès Bredel, Richard Klugman
Fotografía: Stéphane Krausz, Didier Doussin, Pascal Sautelet, Didier Rouget, Agnès Varda
Productora: Agnès Varda
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