La no neutralidad de la tecnología. Una ontología socio-histórica para el fenómeno técnico

Por Adrián Almazán Gómez, noviembre de 2020

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1. Introducción
Casi todos los problemas de actualidad hoy están relacionados, de un modo u otro, con algún  avance tecnológico. La extensión de la informatización y su impacto en el tejido social y económico, la guerra contemporánea y sus ansias por garantizar el acceso a los recursos de los que  se alimenta nuestro modo de vida tecnológicamente asistido, el cambio climático y sus soluciones high tech como la geoingenería, la «necesaria» transición energética y el modo en que sirve de coartada a movimientos de acumulación y especulación como la movilidad eléctrica y las energías renovables de alta tecnología, la biotecnología y sus vástagos: transgénicos, biología sintética, reproducción artificial del ser humano, etc.

Si embargo, pese a la centralidad social de estas transformaciones tecnológicas, la reflexión en
torno a las mismas sigue siendo insuficiente. Cada fenómeno se estudia de manera parcelaria, se
ocultan sus reversos tenebrosos y, más importante aún, se oscurece el vínculo que une dominación
capitalista, crecimiento económico, destrucción ecológica y desarrollo tecnológico.

Clarificar el papel y la relevancia de la tecnología en un mundo que atraviesa una crisis
multidimensional (ecológica, económica, de cuidados, climática, política, axiológica, etc.) requiere
un pensamiento que dialogue tanto con la totalidad del conjunto de instrumentos y metabolismos 1
de nuestras sociedades, como con la totalidad que esas mismas sociedades forman. Y para ello, lo
más urgente es abandonar el paradigma de la neutralidad de la técnica, fuente de los límites en
nuestra reflexión sobre las tecnologías.

Si seguimos a Langon Winner2, éste consta de dos dimensiones. La primera, la reducción de
los objetos técnicos a puras herramientas. Pensemos en el famoso ejemplo del cuchillo. El cuchillo
puede utilizarse bien o mal. Puede servir para cortar verduras o para asesinar a alguien. Es, según
los defensores de la neutralidad, axiológicamente neutro. La dimensión moral y políticamente
relevante del mismo es la de su uso.Y, por tanto, el actor clave en su evaluación es el usuario, no el
instrumento en sí. Para estudiar el cuchillo no es necesario considerar ningún otro elemento del
mundo, lo único que importa es el cuchillo en sí mismo.

La segunda dimensión es la del mito del progreso. En el marco de la neutralidad el desarrollo
tecnológico se piensa como un fenómeno automático frente al que no tenemos capacidad de control.
Por ello, muchas veces, cuando alguien pone en cuestión un nuevo avance tecnológico se le suele
responder: «Tú que quieres, ¿qué volvamos a las cavernas?». La respuesta es a veces incluso más
contundente: «no se puede luchar contra el progreso».

En este artículo ahondaré en las raíces históricas de este paradigma. Además, presentaré una
alternativa, un paradigma de la no neutralidad de la técnica (de la que la tecnología es, como se
verá, un caso particular). Dicho paradigma tiene la pretensión de ofrecer un marco de análisis para
los fenómenos tecnológicos que permita comprender la excepcionalidad del mundo actual y luchar
por superarlo en clave emancipatoria. Para ello deberá estudiar el fenómeno técnico en su
generalidad, pero incorporando una perspectiva social e histórica. Es decir, el paradigma de la no
neutralidad de la técnica será una ontología de la técnica como fenómeno socio-histórico.

2. Técnica y tecnología. El paradigma de la neutralidad de la técnica
Técnica

Un discurso que pretendiera criticar la técnica per se, o denunciarla como una suerte de pecado
original de la hominización, correría un serio riesgo de hacer el ridículo3. La creación de técnicas es
un atributo consustancial al animal humano, entre otros4.Al igual que el lenguaje, la habilidad para
crear objetos acoplados a prácticas instrumentales o materiales5 es innata y caracteriza a todas las
sociedades humanas conocidas.

Y ese acoplamiento con prácticas instrumentales o materiales es crucial, porque evita que
incurramos en uno de los errores de la neutralidad: tratar de pensar los objetos en sí mismos,
aislados de todo lo demás. Antropológos (Mauss o Leroi-Gourhan) y filósofos (Simondon o
Castoriadis) señalaron, de maneras diferentes y en marcos diversos que un objeto técnico no es nada
si se lo aísla de su conjunto técnico, esas prácticas instrumentales o materiales de las que antes
hablábamos. Por ejemplo, de poco servirá un arco si no «sabemos» cómo hacerlo funcionar (¿arco o
lira?, podríamos preguntarnos, recordando el famoso fragmento de Heráclito), si no conocemos su
gesto correspondiente. Pero saber cómo construirlo y usarlo tampoco agota nuestra comprensión de
lo que ese arco es. Si no indagamos en el grado de reconocimiento social de la caza, en el
simbolismo que quizá asocia arco con virilidad, o incluso en su papel ceremonial en ritos de paso a
la edad adulta, seguiremos sin saber casi nada de lo que realmente es.

Esta necesidad de ampliar el conjunto técnico más allá de los usuarios humanos y sus prácticas
instrumentales o materiales se hace todavía más evidente en el caso de objetos técnicos cuya
dimensión simbólica es quizá mucho más importante que la puramente instrumental. Pensemos, por
ejemplo, en los instrumentos musicales (la lira en vez del arco) o en los cuadros y esculturas. ¿Qué
es más relevante en esos casos, el luthier/pintor/escultor y sus prácticas materiales o la dimensión
simbólica asociada a los propios objetos o, en el caso de los instrumentos musicales, a su uso?

Lo anterior nos invita a ampliar el conjunto técnico de un determinado objeto para hacer que
incluya la totalidad de la sociedad en la que es creado (o al menos una parte importante de la
misma), en especial sus dimensiones imaginarias e institucionales. Es decir, la naturaleza más
esencial del objeto técnico, el corazón de su descripción ontológica, sería su naturaleza socio-
histórica. Hay que entender el objeto técnico como un fragmento de materia donde se anudan
gestos, deseos, valoraciones e imaginarios de una determinada sociedad. Las técnicas son, por tanto,
creaciones sociales radicales6 ya que en ellas se expresan diferentes maneras de aprehender el
mundo y de situarse en él.

Es más, el vínculo que existe entre sociedad, individuo y objeto técnico es multidireccional. La
totalidad social crea al individuo social, que a su vez crea el objeto técnico. Pero ese individuo, al
integrarse en el conjunto técnico necesario para el funcionamiento del objeto, es a su vez moldeado
por éste. Al crear una técnica, se crea también a sí mismo, moldea lo que en ese lugar y en ese
momento será considerado una necesidad social7. El cazador crea el arco al construirlo. Pero el arco
crea igual, o más, al cazador al moldear su forma de caminar, su forma de mirar, su cuerpo, su
visión del mundo, el modo en que es socialmente percibido, su rol social, su forma de vestir y
alimentarse, y un largo etcétera.

Por supuesto, no debemos incurrir en la tentación de un determinismo que hiciera de todo
portador de arcos un tipo determinado de ser humano. La construcción de tipos sociales es un
proceso social complejo en el que participan multitud de factores. Pero, indudablemente, uno de
ellos es la técnica. De igual modo, la integración de un objeto en un determinado mundo social no
impide que sea culturalmente trasvasable: existe una dimensión racional y racionalizable en toda
técnica que permite una potencial universalización de la misma8.

Eso, sin embargo, no impedirá que cada técnica arrastre consigo gran parte de su conjunto
técnico: prácticas, requisitos materiales, infraestructuras, etc. Conjunto que, al integrarse en una
totalidad social distinta, podrá resignificarse y adquirir valoraciones y papeles sociales diferentes.
Pero que también modificará cualitativamente la sociedad que lo hospeda. A eso se refería Neil
Postman9 cuando afirmaba que el cambio técnico no era aditivo, sino ecológico. La adición de una
técnica, por ejemplo la imprenta en la Europa de 1500, no tenía como resultado la misma Europa
más la nueva técnica, sino una Europa completamente distinta.

Tecnología

Partiendo de la definición general de técnica presentada, es posible describir la tecnología como la
forma concreta que ha tomado la técnica en las sociedades modernas capitalistas. Uno de los
requisitos de una ontología que interprete la técnica como fenómeno socio-histórico es la
comprensión de la totalidad social donde se inserta. Evidentemente, tratar de ofrecer una
descripción completa de la evolución de las sociedades modernas capitalistas es imposible. Sin
embargo, para estudiar la creación de la tecnología quizá baste con centrarse en dos fenómenos.

En lo imaginario, la aparición de una obsesión mecánica y la solidificación del paradigma de la
neutralidad y, en particular, del mito del progreso. Un mito que, como se verá después, ampararía la
tecnolatría y el prometeísmo que han caracterizado hasta el día de hoy a nuestras sociedades. En lo
material, la creación de una tecnociencia que comenzó a transformar los metabolismos sociales y a
conformar una sociedad industrial que, desde finales del siglo XVIII y sobre todo en el siglo XIX,
mutaría en termoindustrial. Ambos procesos se encuentran, por supuesto, entrelazados. Son, de
hecho, condición de posibilidad circular el uno del otro. Es decir, deben entenderse como distintas
caras de una transformación social general que se sustenta en dinámicas de retroalimentación entre
cambios materiales e imaginarios. Las nuevas invenciones cambiaron la manera en la que la
sociedad pensaba en el mundo y en sí misma. Pero, a su vez, esos nuevos imaginarios sirvieron de
acicates para transformaciones materiales hasta entonces inconcebibles.

En Europa, en torno al siglo XVI, la imagen de la naturaleza, del ser humano y de la relación
entre ambos se transformó radicalmente. En dicho cambio fue determinante la irrupción de nuevas
prácticas extractivistas asociadas al capitalismo naciente como la minería. Para el paradigma
organicista hasta entonces dominante la Tierra era una madre generosa y dadivosa. Este punto de
vista imponía un límite ético a prácticas como la minería10, que se entendía como el equivalente a
hurgar en las entrañas de un cuerpo, en este caso el de la propia madre.

Para su despegue definitivo el capitalismo necesitaba dinamitar cualquier límite. Por ello
autores como Agricola, a fin de legitimar una extensión de la minería ya en curso, tacharon a la
Tierra de madrastra. ¿Acaso una madre amante escondería en sus profundidades metales
beneficiosos para el florecer de sus hijos? La minería sería nada más que el punto de partida de una
transformación metabólica total que, por primera vez en la historia humana, rompería la
dependencia exclusiva de la agricultura y de energías realmente renovables como el viento o el
agua. El papel central de los minerales, y pronto del carbón, consumaría el «choix de feu» del que

habló Gras11 . Una elección que con el tiempo se ampliaría y reforzaría al convertirse los
combustibles fósiles en la espina dorsal del capitalismo industrial12 .

El impacto imaginario de estas primeras transformaciones metabólicas asociadas a la minería
se amplificó gracias a trabajos como el de Bacon o Descartes. Para éstos la Tierra dejó
definitivamente de ser una madre, egoísta o dadivosa, para convertirse en un otro extenso y sin vida.
El modelo que se eligió para describir a ese nuevo mundo inerte, que llegaba a incluir hasta los
animales no humanos o el cuerpo de los humanos, fue el de la naciente rama de la mecánica. La
pretensión era poder encontrar un marco explicativo universales a partir de conceptos como inercia,
masa o fuerza. De seguir a Hobbes en su Leviatán, hasta la sociedad podía entenderse como un
enorme mecanismo integrado por individuos/pieza.

Pero el programa de Bacon no se detenía en lo epistemológico. Su manera de entender el
mundo, que el proceso de institucionalización y solidificación de la ciencia moderna a través de las
nuevas sociedades e institutos como la Royal Society materializaría, tendría un impacto profundo en
las prioridades y objetivos de las sociedades occidentales a partir del siglo XVII. Al ser la
naturaleza una extensión inerte, se convertía en susceptible al conocimiento y al control. Un
conocimiento/control que tenía el potencial de proveer a los humanos de todas las riquezas
necesarias para la consecución de una vida plena, abundante y feliz13.

La idea era sencilla. La nueva época celebraba un feliz matrimonio entre ciencia y técnica. La
ciencia pura aumentaba el conocimiento del mundo. A partir de dicho conocimiento se podían
desarrollar aplicaciones: las técnicas. La ciencia, por tanto, era capaz de generar un desarrollo
técnico sistemático y constante, maximizando de ese modo sus aplicaciones a cada vez más ámbitos
de la vida.A su vez, la técnica aplicada a la investigación hacía posible conocer cada vez más cosas
en mayor profundidad. El desarrollo científico se acoplaba al desarrollo técnico, que pasaba así a
ser su condición de posibilidad. El vástago del matrimonio bien avenido no era otro que el aumento
del bienestar social y la riqueza.

Esta manera de entender la técnica como un instrumento, como una aplicación de la ciencia
que permite controlar la naturaleza, es la que obliga a abandonar el genérico técnica para pasar a
hablar de un fenómeno históricamente novedoso: la tecnología. Una tecnología que es una forma de
tecnociencia, en la que técnica y ciencia se unen con el fin de crear un entramado institucional cuyo
objetivo primordial es sistematizar y potenciar el proceso de invención. Una creación social que,
aunque hunde sus raíces en el Renacimiento, tomará un impulso definitivo en el siglo XVII y dará
sus mejores frutos en los siglos XIX y XX.

El paradigma de la neutralidad de la técnica

El feliz matrimonio de técnica y ciencia, si embargo, ocultaba un oscuro secreto en la intimidad de
su alcoba: la formación de un paradigma de la neutralidad de la técnica. Los discursos de la época
comenzaron a presentar la tecnología como un puro instrumento al servicio de la generación de
bienestar social. Y, aunque esta concepción estrechamente instrumental de las técnicas se remonta al
menos hasta la era clásica14 , es en esta época cuando se solidifica y se integra en un renovado
paradigma de la neutralidad de la tecnología.

Pero el componente fundamental de esa neutralidad bastarda del matrimonio técnica/ciencia
fue el mito del progreso.Aunque las raíces de la noción de progreso son profundas15 , es en el siglo
XVII cuando adquiere toda su fuerza. Es en ese momento cuando el programa de Bacon, encarnado
en la nueva tecnología, se encuentra con un concepto de salvación secularizado que pone el paraíso
en manos de los seres humanos y sus obras materiales concretas16 . Ese encuentro, en un contexto de
éxitos continuados de las nuevas ciencias mecánicas y de desarrollos tecnológicos incesantes, hizo
de las tecnologías no sólo medios neutros del bienestar, sino vehículos de una trayectoria de mejora
imparable. Si hasta entonces un humanismo como el de Montaigne había teorizado un progreso
moral de la humanidad a través de la educación, el espíritu crítico y la democracia, a partir de este
momento tal progreso moral y social comenzó a reducirse cada vez más a progreso científico y
tecnológico.

Este paradigma de la neutralidad, por un lado, conllevó el nacimiento de lo que Mumford17
denominó credo mecánico o religión industrial. El desarrollo tecnológico se convirtió en una
prioridad social, en el indicador de la felicidad y el bienestar, prácticamente en el objetivo último de
la vida humana. Un credo que, inevitablemente, divinizó a una tecnología que sustituyó a Dios en
su papel de salvador. Sería el nacimiento de una tecnolatría que generalizaría la creencia de que es
posible encontrar solución a todo problema humano a través de la tecnología.

Esta tecnolatría vendría además acompañada de un profundo prometeísmo18 . La embriaguez
provocada por un progreso fruto de máquinas construidas y controladas por su ingenio llevó a las
sociedades a cuestionar todo límite, incluso el de la muerte. El ser humano comenzó a pensar en sí
mismo como demiurgo de una vida, la del mundo industrial, que prometía superar todos los castigos
impuestos a Adán y Eva: la maldición del trabajo (gracias a la abundancia industrial), el dolor y el
sufrimiento (que serían abolidos por la ciencia médica) y la política (que se delegaría en un Estado-
máquina que haría de la vida en común algo accesorio).

No es casual, por tanto, que las implicaciones sociales, políticas e imaginarias de la tecnología
hayan sido imposibles de comprender en el marco de este paradigma de la neutralidad. La noción de
progreso, y su descripción puramente instrumental de la tecnología, convierte el desarrollo
tecnológico en un proceso necesario. Esconde su naturaleza socio-histórica, encubre las elecciones
que lo han guiado y, sobre todo, opaca los intereses que más se han beneficiado del rumbo técnico
que nuestras sociedades tomaron hace ya casi cinco siglos.

Al fin y al cabo, la tecnología desde su mismo nacimiento fue y es dependiente tanto del poder
político como del económico. Los primeros príncipes y mercaderes que financian las
investigaciones de la filosofía natural comprenden pronto que mapas, astrolabios o brújulas son
instrumentos privilegiados para aumentar su poder y sus ganancias19 . El Estado moderno, y su
financiación sistemática del desarrollo tecnocientífico (el antecesor de nuestro I+D+i), va más allá y
comprende que las tecnologías, sobre todo las militares, son indispensables para mantener su poder.
Una vez que el desarrollo armentístico adquiere vuelo en diferentes Estados occidentales, todos
ellos pasan a vivir en una permanente «Guerra Fría». En cualquier momento los conocimientos y
tecnologías del enemigo puedan superar los propios y, por tanto, concederles ventaja en caso de
conflicto.

La misma inquietud, sobre todo a partir de la Revolución Industrial del siglo XVIII, invade a
los mercaderes tornados empresarios. La suya es una guerra diferente. Se libra en el mercado y sus

armas son los nuevos ingenios mecánicos que aumentan su productividad, sus beneficios y, sobre
todo, su capacidad para subordinar a sus propios intereses20 al proletariado.

A partir del siglo XVIII el paradigma de la neutralidad se convertiría, con muy pocas
excepciones21, en hegemónico entre clases cultivadas no conservadoras. Ello contribuyó a difundir
el triunfalismo tecnológico que atravesó el siglo XIX y a convertir la tecnología en el impensado
por excelencia. Una falta de reflexión que, sin duda, lastró muchas teorizaciones que abrazaron
relatos progresistas que, acríticamente, otorgaban a la tecnología una centralidad excesiva.

Pensemos en, por ejemplo, en el determinismo tecnológico de autores como Auguste Comte o
de gran parte del socialismo marxista. Todos ellos defendieron que el desarrollo tecnológico per se
era capaz de moldear el conjunto de la vida social. El paradigma de la neutralidad también moldeó
la idea, todavía hoy razón común, de que la historia de lo humano es la de un progreso constante de
nuestro utillaje tecnológico y de nuestro control sobre la naturaleza. ¿Dónde quedan pues las
discontinuidades técnicas, los hundimientos y florecimientos de diferentes sociedades a lo largo de
la historia? Hasta la propia noción de lo humano quedaba lastrada por la tecnología en propuestas
como la del Homo faber, con la que Bergson reducía al ser humano a un mero constructor de
herramientas. Un prejuicio también muy presente en gran parte de la historia de la paleontología y
que, como nos recordaba Mumford22, implicaba una ceguera total ante la centralidad de lo
simbólico y del lenguaje en el proceso de hominización y en las diferentes sociedades históricas.

Pero quizá la herencia más nociva de la hegemonía de la neutralidad de la técnica ha sido el
modo en que ha presentado la aparición y posterior extensión a todo el mundo del capitalismo
industrial como algo inevitable. Una forma de esconder bajo el velo de la necesidad histórica la
destrucción física y simbólica de las sociedades campesinas e indígenas y, por tanto, de sus técnicas,
modos de vida e imaginarios. Desde el paradigma de la neutralidad el metabolismo industrial es
incuestionable, como lo es todo destino.Y ello pese a ser insostenible, basarse en la depredación de
recursos escasos, poner en entredicho la viabilidad y estabilidad del conjunto de vida de nuestro
planeta Gaia23 o destruir acervos técnicos y metabolismos creados durante miles de años y
adaptados a diferentes territorios24.

3. Un paradigma de la no neutralidad de la tecnología para la sociedad industrial capitalista
El fin del progreso

La hegemonía incuestionada de la neutralidad llegaría a su fin con la Primera Guerra Mundial. Si
hasta entonces el progreso parecía un proceso intelectual, histórica, económica y políticamente
imparable, el barro y la sangre de las trincheras lo puso en entredicho. De hecho, la década de 1930
vivió una auténtica «crisis del progreso» cuando a la guerra se le sumó la Gran Depresión y el
ascenso de los fascismos. Una crisis que hacía inevitable poner en cuestión la indefectible identidad
entre progreso tecnológico y progreso moral y social25 . ¿Cómo compatibilizar el dogma de que todo
progreso técnico implicaba un progreso moral con la imagen de millones de muertos en la trinchera,
de cuerpos agarrotados por el efecto de los gases letales, de obreros agazapados en fábricas y
condenados a repetir un único gesto repetitivo de por vida, con las condiciones de miseria de las
nuevas barriadas obreras?

Muchos autores del periodo de entreguerras se dieron cuenta de que tratar de entender la
sociedad capitalista industrial como una suerte de suma de cuchillos neutrales era un sinsentido. Y
lo era porque el tipo de transformación que el desarrollo de la industria había generado en las
sociedades occidentales, y pronto en todo el mundo, no se podía reducir a una simple acumulación
de medios susceptibles de un uso “libre”. Castoriadis lo sintetizaba diciendo que aunque el acero
sirva para fabricar arados o cañones, ese uso libre no es extensible al total de máquinas y técnicas
de una época26.

La acumulación cuantitativa de máquinas a lo largo de casi cuatro siglos generó una
transformación cualitativa de la sociedad que se hizo aún más evidente al desarrollarse la energía
nuclear, dispararse la carrera tecnológica de la Guerra Fría o desplegarse la sociedad de consumo.
Iluminar la naturaleza de dicha transformación y sus implicaciones no pasaba, extendiendo el
ejemplo de Castoriadis, por conocer a fondo todas las técnicas de fusión del acero. Tampoco por
estudiar de manera exhaustiva las máquinas que se podían construir usando el acero como materia
prima. El nuevo objeto de estudio tenía que ser la totalidad social. Por un lado, la totalidad del
entramado técnico. Pero no sólo, esa totalidad se tenía que conectar con la totalidad formada por la
propia sociedad capitalista industrial, con sus inercias, sus imaginarios, sus instituciones, etc.
Conclusión que no compartieron los que Mitcham denomina filósofos de la tecnología
ingenieriles27 . En trabajos como los de Kapp, Engelmeir o Simondon se intenta dotar a la
neutralidad de una nueva vida desligándola de las versiones más ingenuas del progresismo y, en el
caso del último y de la línea de investigación a la que ha dado lugar28, de la noción instrumental más
ingenua.

El capitalismo industrial. Una mirada «no neutral»

Una de las novedades cruciales de la sociedad industrial capitalista es que, por primera vez, ha
construido una totalidad social con capacidad de incluir la totalidad del planeta. Aunque las
aspiraciones imperiales son antiguas, lo cierto es que los Estados del pasado siempre habían
encontrado límites claros a su capacidad de control e influencia. Estos límites eran, por un lado,
políticos e institucionales, ya que en muchos casos su poder únicamente les permitía decidir sobre la
vida y la muerte y, en el mejor de los casos, cobrar impuestos que hicieran funcionar sus ejércitos de

conquista. Pero también se topaban con límites materiales. A lo largo de milenios, bajo yugos y
banderas diferentes, los modos de vida y los metabolismos sociales apenas cambiaron. La vida de
campesinos e indígenas siguió guiándose por los ritmos de las estaciones, por los calendarios
agrarios y por sus propias instituciones políticas y legales29 . Éstas, cuando entraban en el ámbito de
influencia de algún imperio, se veían obligadas a rendir vasallaje pero, en lo básico, conservaban su
autonomía.

La unión de capitalismo y Estado lo cambiaría todo. Por primera vez en la historia el objetivo
no era simplemente imponer la autoridad, sino moldear las formas de vivir. Por un lado, en la
dimensión de lo que Foucault denominó biopoder30: moldear los ethos en ámbitos como la
sexualidad, la educación, el lenguaje, etc. Pero, al menos igual de relevante y muy a menudo
olvidado, en las necesidades y los modos de satisfacerlas.

Para comprender las transformaciones en esta dimensión es imprescindible entender que no es
posible separar la dominación del capitalismo y el Estado del nacimiento y extensión del
industrialismo. La historia del capitalismo es la de una expropiación progresiva a individuos y
sociedades de la capacidad y de los medios para satisfacer de manera autónoma sus necesidades.
Por un lado el Estado, especialmente a partir de la construcción de los Estados de bienestar y su
absorción y monetarización de dimensiones de la vida como el cuidado o la justicia. Y, por otro, el
mercado y su necesidad de crecimiento y valorización incesante. En palabras de Harvey31, su
dinámica de acumulación por desposesión.

Con el nacimiento del metabolismo industrial, estos procesos de desposesión adquirían una
escala y un ritmo sin precedentes. La industria supone una transformación crucial porque permite
que la aspiración a la totalidad del capitalismo quedara fijada en un conjunto de tecnologías y en su
correlato, las necesidades e imaginarios de la sociedades humanas. En los casos de la técnica y la
tecnología pre-industrial, el actor determinante de todos los conjuntos técnicos, en el sentido que
antes se definió, es el ser humano, ya sea individualmente o en pequeños grupos. El objeto técnico
es, hasta cierto punto, herramienta. No es de extrañar que la idea de la técnica como puro
instrumento, crucial para la neutralidad, haya podido nacer en estas sociedades. Incluso, aunque con
matices, tiene algo de razonable que dicha idea no se viera transformada por las primeras máquinas-
herramienta hijas del proceso tecnológico Aunque en los conjuntos técnicos de un arco, o de un
torno-fresador, haya que incluir la totalidad de los imaginarios de una determinada sociedad, es
innegable que su capacidad de imponer transformaciones en el todo social es restringida. Los
procesos que la sociedad percibe como vitales son la producción del artesano o el uso del resto. El
papel de la técnica en la reproducción de la sociedad se percibe como accesorio, a excepción de la
agricultura, cuya centralidad metabólica le concede también un mayor peso imaginario.

Sin embargo, la industrialización y la aparición de las primeras fábricas y talleres supondría
un cambio radical. El trabajo del artesano, hasta entonces portador de herramientas y centro del
proceso tecnológico, vendrá a ser sustituido por la acción especializada de diferentes máquinas. La
ciencia diseccionará los gestos humanos y los fijará, de manera estandarizada, en distintas
máquinas. No es casual que en esa época, y con buen criterio, la máquina sea sobre todo percibida
como un enemigo que viene a sustituir al ser humano y se extienda una oposición a la misma por la
fuerza32 . Una percepción que será oscurecida por el triunfo del imaginario de la neutralidad fruto de
la vulgarización de los autores progresistas de la época, desde los liberales a los socialistas. En ese
proceso Marx33, pese a que en sus reflexiones de madurez abandonara el progresismo más

ingenuo34, jugaría un papel crucial. A través del marxismo la neutralidad de la técnica pasó de ser la
ideología de parte de las clases cultivadas, y en concreto de la mayoría de las élites políticas y
económicas, para convertirse en razón común del grueso de la población.

Esta transformación hace que el papel anteriormente jugado por el ser humano en los conjuntos
técnicos pase a un conjunto de máquinas conectadas entre sí35. Una transformación que pone en
marcha un proceso de interconexión, de pseudo-organicidad, de cada vez más máquinas y conjuntos
de máquinas que tendrá consecuencias profundas. Por ejemplo, hace que el criterio básico para el
avance tecnológico sea cada vez más la coherencia y compatibilidad con las tecnologías ya
existentes, antes que su deseabilidad o peligrosidad. Ese proceso es el que teorizaba Jacques Ellul
con la fórmula de Sistema Técnico36. La tecnología es no neutral porque nos impone por la fuerza
una determinada estructura, unas exigencias concretas, ciertas configuraciones de prácticas y
valores37. Imposición que llevará pareja también la de un un determinado tipo de ser humano y de
sociedad.

La existencia de esa dinámica llevó a Ellul a hablar de una autonomía de la tecnología que si
no se aclara correctamente puede llegar a ser engañosa. El hecho de que la tecnología se haya
convertido en un «factor determinante»38 no debe hacernos incurrir en las peores ilusiones del mito
del progreso. El desarrollo tecnológico no es un proceso fuera de todo control humano. Lo que
sucede es que la interconexión de máquinas, y las transformaciones que genera en individuos y
sociedades, es un proceso con mucha inercia. Los cambios tecnológicos, que inicialmente son fruto
de decisiones sociales atravesadas por toda clase de intereses (políticos, económicos, imaginarios,
etc.), pueden llegar adquirir una suerte de vida propia cuando su inserción en el metabolismo, y la
forma en la que moldean las necesidades sociales, las hacen casi incuestionables.

Un buen ejemplo es el de la electricidad tal y como la estudia Hughes39. Pese a ser un invento
reciente y haber vivido un desarrollo plagado de controversias e intereses enfrentados, ¿hasta qué
punto tenemos hoy la libertad de prescindir de ella? ¿Qué hacer con centrales de producción,
cableado de distribución, instalaciones, tecnologías de base eléctrica, nuestras costumbres, etc.? Por
supuesto que sería posible vivir sin electricidad, pero la dificultad de algo así es enorme.Al fin y al
cabo, la electricidad se considera hoy una necesidad básica, lo que permite hablar de pobreza
energética y de derecho a la energía.

Esta inercia, sin embargo, no debe impedirnos liberarnos de las gafas del mito del progreso y
constatar que la trayectoria de desarrollo tecnológico de los últimos siglos es, como poco,
ambivalente. Ya en 1954 40 Ellul llamaba la atención sobre el hecho de que todo cambio tecnológico
implicaba consecuencias positivas y negativas, estas últimas en muchas ocasiones mucho mayores
que las primeras. Castoriadis41 añadía que ni siquiera esas consecuencias positivas eran unívocas, ya
que la posibilidad de un uso diferente al planeado para cada tecnología estaba siempre abierto. Los
análisis de ambos muestran que tratar de iluminar «el lado bueno» de las tecnologías despreciando
el malo y, sobre todo, seguir planteando soluciones exclusivamente tecnológicas a los problemas
creados por esas mismas tecnologías amparados en la ilusión prometeica de un control de la
naturaleza mediante la tecnología, nos condena a lo que Illich denominó retroprogreso42 .

Superado un umbral de tecnologización de un determinado ámbito, los efectos nocivos de la
tecnología en éste superan a los positivos. Algo que resulta evidente si pensamos en nuestra
dependencia de los combustibles fósiles, fuente energética de casi todas las tecnologías. En la
segunda mitad del siglo XX hemos ido viendo que el uso de los combustibles fósiles, y el tipo de
crecimiento exponencial que permite, nos ha llevado a transgredir todos y cada uno de los límites
planetarios: cambio climático, pérdida de biodiversidad, cambio de uso de suelo, acidificación de
oceános, interferencia en lo ciclos del suelo y un largo etcétera43. Sin embargo, su densidad
energética, versatildad de uso e inercia los hacen casi imposibles de abandonar. Los conjuntos
técnicos de casi todas nuestras tecnologías son dependientes de infraestructuras y máquinas que, a
su vez, son dependientes de dichos combustibles fósiles. Nuestro metabolismo constituye una
totalidad real, en la que alimentar a una persona en un lugar del mundo implica contar con energía
para cultivar su alimento en un lugar a miles de kilómetros de distancia, transportar dicho alimento,
almacenarlo, procesarlo, distribuirlo a supermercados y, una vez consumido, gestionar sus residuos.

Por eso, ni cuando el cambio climático pone en tela de juicio la posibilidad de vida humana en
la Tierra, nuestras sociedades son capaces de desanudar la densa madeja de la industria capitalista.
Yes que lo que casi nadie quiere ver es que una transformación tecnológica como la que nos podría
liberar de los combustibles fósiles tiene que ser a la vez una transformación política, social,
económica y cultural (imaginaria). Siguiendo el ejemplo de Postman, si eliminamos los
combustibles fósiles de la ecuación, lo que nos queda no es una sociedad industrial sin ellos, sino
una sociedad completamente distinta. Por eso, como veremos para terminar, es más necesario que
nunca que el paradigma de la no neutralidad de la técnica se convierta en un marco que nos permita
estudiar la tecnología como fenómeno político.

La necesidad de una transformación política de la tecnología

Si se acepta el paradigma de la no neutralidad anteriormente expuesto lo que se concluye es que es
necesario entender toda técnica, y en particular la tecnología, como una creación social radical. Y,
por tanto, como susceptible de transformación. Sin embargo, el tipo de inercia que han adquirido la
sociedades capitalistas industriales ha hecho que el cambio se transforme en algo francamente
complicado.

Quizá una de las personas que mejor comprendió la profundidad de esa dificultad fue el
filósofo alemán Günther Anders. Ya en la introducción de su obra de 1956 La obsolescencia del ser
humano44 defendía la necesidad de dejar de interpretar las tecnologías de su tiempo como medios
neutros susceptibles de un uso libre. Por un lado, por el tipo de interconexión del que antes
discutíamos, que él teorizaba como la reducción del mundo a un «macro-aparato»45 subyugado a los
imperativos de un enorme complejo de máquinas interconectadas entre sí.

Pero, sobre todo, porque nuestro mundo se había vuelto absolutamente demasiado grande.
Nuestra capacidad de creación había terminado por abrir un abismo entre nosotros y nuestras
creaciones, en palabras de Anders, un desnivel prometeico46. Los seres humanos habían quedado
obsoletos, desfasados, superados. La bomba atómica, con su capacidad virtual de arrasar toda la
vida humana en el planeta, pero también el metabolismo industrial y su expansión tentacular por
todo el planeta, hacían empequeñecer la condición humana. Para Anders, nuestra capacidad de
fabricación había superado ya entonces nuestra facultad de representación y percepción. Pero, más
aún, la desmesura de un supuesto medio como la bomba atómica –que de facto era capaz de acabar
con cualquier fin– nos hacía literalmente incapaces de la responsabilidad. Esa incapacidad hacía del

nuestro un mundo oscurecido47 , opaco para la mirada humana. Un diagnóstico que en tiempos del
Capitaloceno48 , cuando nuestros actos cotidianos suponen la muerte masiva de animales y plantas y
la puesta en riesgo de las generaciones futuras y presentes de seres humanos, no puede ser más
pertinente. ¿Cómo representarnos y percibir la cantidad de muerte que supone algo tan
aparentemente inocuo como tomar un avión? ¿Cómo hacernos, por tanto, responsables en
consecuencia?

Esta reflexión en clave antropológica de la inercia de las sociedades capitalistas industriales
nos lanza de cabeza a la eterna pregunta, ¿qué hacer entonces? Si siguiéramos el consejo de Anders,
nuestra obligación sería desarrollar «ejercicios de estiramiento moral»49 . Éstos supondrían un
aumento de nuestra imaginación moral capaz de restituirnos nuestra posición de control frente a las
creaciones tecnológicas. Sin embargo, tal y como creo haber justificado en lo anterior, la dinámica
destructiva y parcialmente autonomizada del mundo industrial no puede transformarse únicamente
mediante una autotransformación moral, ni siquiera mediante una transformación revolucionaria en
los imaginarios y las instituciones que diera lugar a sociedades más justas, democráticas y
conscientes. Es indudable que una de las dimensión fundamentales de una alternativa emancipatoria
a la situación contemporánea es una transformación de nuestros imaginarios. Una que, entre otras
muchas cosas, abandone la tecnolatría y el prometeísmo y abrace un pensamiento de los límites y de
la autocontención. Una asunción de nuestra interdependencia y nuestra ecodependencia50 que nos
permitiera alejarnos de la tecnología y acercanos de nuevo a una técnica, y a una ciencia, que no
conjugue conocimiento con dominación. Pero todo lo anterior será insuficiente si no viene
acompañado del abandono del metabolismo industrial.

Para ello es imprescindible que, tal y como hicieron luchas ecologistas como la anti-nuclear en
el pasado, nos opongamos a los desarrollos tecnológicos que atenten contra los intereses de la
mayoría en el momento en que aún no se encuentran consolidados. Cuanto antes nos opongamos a
ellos, más fácil será evitar que una determinada tecnología adquiera inercia mediante su extensión
material por el mundo y, sobre todo, su asentamiento en nuestros imaginarios y modos de vida. En
esa línea, quizá hoy una de nuestras prioridades debería ser oponernos al proceso de
informatización y digitalización del mundo51.

Pero, además, hay que plantear con toda radicalidad la necesidad de poner en tela de juicio
todas y cada una de las tecnologías actualmente existentes. Éstas tienen que convertirse en materia
de discusión social y su continuidad deber ser fruto de una decisión política consciente. Por eso es
por lo que el abandono del metabolismo industrial es imperativo. Mediante la demolición de la
monstruosidad de la industria no solo podremos reconstruir colectivamente parte de la autonomía
perdida durante siglos de capitalismo industrial –condición imprescindible de una oposición
genuina al mismo. Estaremos, además, en posición de a la vez poder comprender y
responsabilizarnos de nuestras técnicas. Unicamente desde ahí podremos construir colectivamente
técnicas conviviales52 que sean a la vez sostenibles y compatibles con un mundo democrático. Por
tanto, la lucha por la justicia y la democracia, por la autonomía, tiene que ser también la lucha por
poder transformar nuestras técnicas. Una lucha en la que, hoy más que nunca, nos va la vida.

Referencias:

1 Víctor M. Toledo, «El metabolismo social: una nueva teoría socioecológica», Relaciones. Estudios de historia y
sociedad 34, n.o 136 (noviembre de 2013): 41-71.

2 LangdonWinner, La ballena y el reactor: una búsqueda de los límites en la era de la alta tecnología, trad.
Elizabeth B. Casals (Barcelona: Gedisa Editorial, 1987), 36-38.

3 Algo que, por desgracia, les ocurre a muchos primitivistas como John Zerzan: Futuro primitivo y otros ensayos

(Valencia: Numa, 2001).
4 Joan Rendón, «El otro lado de la técnica: diferencias y similitudes entre técnica animal y técnica humana», trilogía

Ciencia Tecnología Sociedad 10 (30 de enero de 2018): 63-77, https://doi.org/10.22430/21457778.650.
5 Marcel Mauss et al., Techniques, technologie et civilisation (recueil de textes), Primera, MAUSS 8 (París: PUF,

2012), 19.
6 Cornelius Castoriadis, L’institution imaginaire de la société (Paris: Editions du Seuil, 2006).
7 Cornelius Castoriadis, Les carrefours du labyrinthe I, Les carrefours du labyrinthe, I (Paris: Editions du Seuil,

1998), 304.

8 Castoriadis, L’institution imaginaire de la société, 111.
9 Neil Postman, «FiveThings We Need to KnowAboutTechnological Change» (Conferencia, Denver (Colorado), 28

de marzo de 1998), https://web.cs.ucdavis.edu/~rogaway/classes/188/materials/postman.pdf.
10 Carolyn Merchant, The death of nature: women, ecology, and the scientific revolution (NewYork: Harper & Row,

1989), 29.

11 Alain Gras, Le choix du feu: aux origines de la crise climatique (Paris: Fayard, 2007).
12 Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes, En la espiral de la energía. Historia de la humanidad desde el

papel de la energía (pero no solo), 2 vols. (Madrid: Libros en Acción y Baladre, 2014).
13 Jacques Luzi, Au rendez-vous des mortels: le déni de la mort dans la culture moderne, de Descartes au

transhumanisme (Vaour: Éditions La Lenteur, 2019), 116.
14 La relativa ausencia de reflexión filosófica en torno a la técnica en ese periodo –ausencia que algunos autores han

relacionado con el prejuicio negativo existente hacia el trabajo manual– fue determinante para construir una noción

puramente instrumental de la técnica. La técnica, en cambio, sí estuvo mucho más presente en dicha época en el

marco de reflexiones como la literaria o la mitológica y a través de figuras como Ícaro o Prometeo.

15 John B. Bury, La idea del progreso, Humanidades (Madrid:Alianza Editorial, 1971).
16 David F Noble, The religion of technology. The Divinity of Man and the Spirit of Invention (NewYork:AlfredA.

Knopf, 1997).
17 Lewis Mumford, El pentágono del poder: El mito de la máquina (dos), trad. Javier Rodríguez Hidalgo (La Rioja:

Pepitas de Calabaza Ed., 2011), 256.
18 François Flahault, El crepúsculo de Prometeo: contribución a una historia de la desmesura humana, trad. Noemí

Sobregués, 2014, http://www.digitaliapublishing.com/a/28771/.
19 Luzi, Au rendez-vous des mortels, 62.

20 David F Noble, Una visión diferente del progreso: en defensa del luddismo, trad. M. J GarcíaAntuña, Teresa
Loscertales, y Elisabeth Corredor (Barcelona:Alikornio ediciones, 2000).

21 Algunas especialmente relevantes son los creadores románticos (Blake, Lord Byron), el movimiento
transcendentalista estadounidense (Emerson, Thoreau) y los socialistas anti-progresistas como William Morris o
Gustav Landauer.

22 Lewis Mumford, El mito de la máquina. Técnica y civilización humana (Logroño: Pepitas de Calabaza, 2010).
23 Carlos de Castro Carranza, Reencontrando a Gaia. A hombros de James Lovelock y Lynn Margulis (Málaga:
Ediciones del Genal, 2019).
24 Mumford, El mito de la máquina. Técnica y civilización humana, 260-63.

25 Francisco Fernández Buey, “Sobre la crisis y los intentos de reformular el ideario comunista”, mientras tanto 3,

Barcelona 1980; “El marxismo ante la crisis de civilización”, mientras tanto 38, Barcelona 1989.
26 Cornelius Castoriadis, Domaines de l’homme, Les carrefours du labyrinthe, II (Paris: Editions du Seuil, 1999), 181.
27 Carl Mitcham, Thinking through Technology. The Path between Engineering and Philosophy, Primera (Chicago:

The University of Chicago Press, 1994).
28 Beth Preston, A philosophy of material culture: action, function, and mind, 1st ed, Routledge studies in

contemporary philosophy, v. 48 (NewYork: Routledge, 2013).

29 John Berger, Puerca tierra, trad. PilarVázquez (Barcelona:Alfaguara, 2016).
30 Michel Foucault, La voluntad de saber, trad. Ulises Guiñazú, 2. ed., corregida y revisada, Historia de la sexualidad

1 (Madrid: Siglo XXI de España, 2005).
31 David Harvey, El nuevo imperialismo (Madrid:Akal, 2007).
32 Julius Van Daal, La cólera de Ludd: la lucha de clases en Inglaterra al alba de la Revolución Industrial (Logroño:

Pepitas de Calabaza, 2015).
33 Jacques Ellul, La edad de la técnica (Barcelona: Octaedro, 2003), 61.

34 Teodor Shanin, El Marx y tardío y la via rusa: Marx y la periferia del capitalismo (Madrid: Revolución, 1990).
35 Gilbert Simondon, Du mode d’existence des objets techniques, Nouv. éd. rev. et corr, Philosophie (Paris:Aubier,

2012), 162-63.
36 Adrián Almazán Gómez, «El SistemaTécnico en la obra de Jacques Ellul», Papeles. Papeles de Relaciones

Ecosociales y Cambio Social 2016, n.o 133 (Primavera de 2016): 65-81.
37 Jacques Ellul, The Technological System, trad. Joachim Neugroschel (NewYork: Continuum, 1980), 155.
38 Ellul, 51-75.
39 Thomas Parke Hughes, Networks of Power: Electrification in Western Society, 1880 – 1930, Softshell Books ed,

Softshell Books History ofTechnology (Baltimore, Md.: John Hopkins Univ. Press, 1993).
40 Jacques Ellul, La technique ou l’enjeu du siècle, Primera, Sciences politiques (Paris: LibrairieArmand Colin,

1954), 98.
41 Castoriadis, Domaines de l’homme, 182-83.
42 Ivan Illich, La convivencialidad (Barcelona:Virus, 2012), 114-15.

43 Johan Rockström etal., «Planetary Boundaries: Exploring the Safe Operating Space for Humanity», Ecology and

Society 14, n.o 2 (18 de noviembre de 2009), https://doi.org/10.5751/ES-03180-140232.
44 GüntherAnders, La obsolescencia del hombre (Vol. I). Sobre el alma en la época de la segunda revolución

industrial. (Valencia: Pre-textos, 2011).
45 Anders, 20.
46 Anders, 31-32.

47 GüntherAnders, Nosotros, los hijos de Eichmann: Carta abierta a Klaus Eichmann (BuenosAires: Paidos, 2001),

28-29.
48 JasonW. Moore, Capitalism in the Web of Life: Ecology and theAccumulation of Capital, 1st Edition (NewYork:

Verso, 2015).
49 Anders, La obsolescencia del hombre, 261.
50 Jorge Riechmann, Ética extramuros (segunda edición revisada y ampliada de Interdependientes y ecodependientes)

(Madrid: Ediciones UAM, 2016).
51 Groupe Marcuse, La liberté dans le coma: essai sur l’identification électronique et les motifs de s’y opposer,

Segunda (Vaour: Éditions La Lenteur, 2019).
52 Illich, La convivencialidad.

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