Europa o la impostura

Por Giorgio Agamben, 20 de mayo de 2024

quodlibet.it

Es probable que muy pocos de los que van a votar en las elecciones europeas se hayan cuestionado el significado político de su acto. Puesto que están llamados a elegir un «parlamento europeo» indefinido, pueden creer más o menos de buena fe que están haciendo algo que corresponde a la elección de los parlamentos de los países de los que son ciudadanos. Conviene aclarar desde ahora que no es así en absoluto. Cuando hablamos hoy de Europa, lo más importante que se ha eliminado es, ante todo, la realidad política y jurídica de la propia Unión Europea. Que se trata de una verdadera represión se desprende del hecho de que se evite a toda costa una verdad tan embarazosa como evidente. Me refiero al hecho de que, desde el punto de vista del Derecho constitucional, Europa no existe: lo que llamamos «Unión Europea» es técnicamente un pacto entre Estados, que sólo afecta al Derecho internacional. El Tratado de Maastricht, que entró en vigor en 1993 y dio a la Unión Europea su forma actual, es la sanción definitiva de la identidad europea como mero acuerdo intergubernamental entre Estados. Conscientes de que hablar de democracia con respecto a Europa carecía por tanto de sentido, los responsables de la UE intentaron suplir este déficit democrático elaborando el proyecto de la llamada Constitución Europea.

Significativamente, el texto que lleva este nombre, redactado por comisiones de burócratas sin base popular y aprobado por una conferencia intergubernamental en 2004, fue rotundamente rechazado cuando se sometió a votación popular, como en Francia y los Países Bajos en 2005. Ante el fracaso de la aprobación popular, que anuló de hecho la autodenominada Constitución, el proyecto fue tácitamente -y quizás habría que decir vergonzosamente- abandonado y sustituido por un nuevo tratado internacional, el llamado Tratado de Lisboa de 2007. Huelga decir que, desde un punto de vista jurídico, este documento no es una constitución, sino una vez más un acuerdo entre gobiernos, cuya única sustancia se refiere al derecho internacional y que, por tanto, se cuidaron de no someter a la aprobación popular. Por tanto, no es de extrañar que el llamado Parlamento Europeo que se va a elegir no sea, en verdad, un parlamento, porque carece de poder para proponer leyes, que está enteramente en manos de la Comisión Europea.

Algunos años antes, la cuestión de una constitución europea había suscitado, por otra parte, un debate entre un jurista alemán cuya competencia nadie podía poner en duda, Dieter Grimm, y Jürgen Habermas, que, como la mayoría de los que se llaman filósofos, carecía por completo de cultura jurídica. Frente a Habermas, que pensaba que en última instancia se podría cimentar una constitución en la opinión pública, Dieter Grimm tenía muy buena puntería al argumentar la impracticabilidad de una constitución por la sencilla razón de que no existía un pueblo europeo y, por tanto, algo parecido a un poder constituyente carecía de todo fundamento posible. Si bien es cierto que el poder constituido presupone un poder constituyente, la idea de un poder constituyente europeo es la gran ausente en el discurso sobre Europa.

Desde el punto de vista de su pretendida constitución, la Unión Europea carece por tanto de legitimidad. Es entonces perfectamente comprensible que una entidad política sin constitución legítima no pueda expresar una política propia. La única apariencia de unidad se consigue cuando Europa actúa como vasallo de Estados Unidos, participando en guerras que en modo alguno corresponden a intereses comunes y menos aún a la voluntad de los pueblos. La Unión Europea actúa hoy como una sucursal de la OTAN (que es a su vez un acuerdo militar entre Estados).

Por eso, haciéndose eco no demasiado irónicamente de la fórmula que Marx utilizó para el comunismo, se podría decir que la idea de un poder constituyente europeo es el espectro que planea hoy sobre Europa y que nadie se atreve a evocar. Sin embargo, sólo ese poder constituyente podría devolver la legitimidad y la realidad a las instituciones europeas, que -si impostor es, según los diccionarios, «el que obliga a los demás a creer cosas que no son ciertas y a obrar de acuerdo con esa credulidad»- no son hoy más que una impostura.

Otra idea de Europa sólo será posible cuando hayamos limpiado el campo de esta impostura. Para decirlo sin pretensiones ni reservas: si realmente queremos pensar en una Europa política, lo primero que tenemos que hacer es quitarnos de en medio a la Unión Europea, o al menos estar preparados para el momento en que, como ahora parece inminente, se derrumbe.

Giorgio Agamben. Filósofo. Ha escrito obras que van de la estética a la filosofía política, de la lingüística a la historia de los conceptos, proponiendo interpretaciones originales de categorías como forma de vida, homo sacer, estado de excepción y biopolítica.

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