Por Antonia Majaca, octubre de 2025

En febrero de 1881, una carta de Ginebra llegó al escritorio de Marx en Londres con una pregunta urgente que había estado dividiendo al movimiento revolucionario ruso. La joven revolucionaria en el exilio Vera Zasulich preguntó al envejecido autor de El Capital: ¿Era realmente históricamente necesario que la comuna campesina de Rusia -la obshchina-fuera abolida y que el país pasara por todas las fases del desarrollo capitalista, como insistían los autoproclamados discípulos rusos de Marx? ¿O podría la comuna desarrollarse directamente hacia el socialismo sin recorrer el camino de siglos del capitalismo?[1] El momento elegido por Zasulich fue serendípico. En los años anteriores, Marx había dirigido su atención hacia las formas comunales de organización social que persistían en los márgenes del capitalismo. El barro de las comunas rurales -literal y metafórico- llegaría a atormentar los últimos años de Marx, exigiendo un compromiso con aquellos temas que su obra anterior había condenado al basurero de la historia.
Los cuadernos etnológicos y antropológicos de Marx, inéditos durante casi un siglo, revelan una búsqueda obsesiva de los sistemas de parentesco, las sociedades matrilineales y los acuerdos de propiedad colectiva que precedieron o eludieron la lógica del capital.[2] Mientras los socialistas europeos debatían la estrategia industrial, y Engels y sus camaradas esperaban el segundo volumen de El Capital, Marx se volvió hacia las aldeas agrícolas colectivas de Argelia, las comunidades aldeanas de la India y los acuerdos indígenas de toda América, rastreando alternativas realmente existentes en el mir ruso , los consejos de longhouse iroqueses, la djemaa argelina . ¿Podrían estas formas comunales contener un potencial revolucionario igual al de cualquier levantamiento obrero en Manchester o Berlín? ¿Y si Marx comprendió -con una incómoda claridad- exactamente lo que la pregunta de Zasulich le exigía afrontar? No se apresuró a dar una respuesta rápida, sino que redactó cuatro respuestas separadas, veinticinco páginas de torturado razonamiento. Cuando por fin consiguió escribir una respuesta a Zasulich, fue cautelosa, sin compromiso, drásticamente reducida a 350 palabras que ofrecían un compromiso: quizá la «necesidad» del desarrollo evolutivo capitalista sólo se aplicaba a Europa Occidental. Quizá -y aquí la vacilación era palpable- la comuna pudiera servir de hecho como «punto de apoyo para la regeneración social en Rusia».[3]
Quizás la edad avanzada, el dolor y la enfermedad crean su propia urgencia, la conciencia acuciante de que el tiempo es limitado, de que ciertas cuestiones no pueden aplazarse indefinidamente. Quizá la pregunta de Zasulich alcanzó su fuerza paralizante precisamente porque no era una pregunta sino el punto de condensación de muchas preguntas. La comuna rusa por la que preguntaba no era simplemente una forma social arcaica; era simultáneamente la cuestión agraria de la gestión comunal de la tierra, la cuestión femenina del trabajo agrícola en función del género, la cuestión colonial del desarrollo no europeo, la cuestión ecológica de las disposiciones metabólicas y la cuestión temporal de las posibilidades históricas no lineales.
Tal vez, al preguntar si la comuna podía eludir el capitalismo, Zasulich le estaba pidiendo a Marx, sin saberlo, que se enfrentara a todo el exterior constitutivo del capital -aquellas zonas de la vida y del trabajo que la economía política tuvo que excluir para establecer sus categorías y que, sin embargo, seguían siendo paradójicamente esenciales para el funcionamiento del capital. Esto podría explicar por qué Marx no podía responder simplemente sí o no.
Mientras tanto, más allá de las luchas personales de Marx, la coyuntura histórica proporcionó más presiones materiales que forzaron reconsideraciones teóricas. La Comuna de París, que Marx elogió como la forma política «por fin descubierta» para la emancipación de la clase obrera, había atraído a sus participantes entre trabajadores industriales, artesanos, mujeres, refugiados políticos y exiliados.[4] Su intensificación de la correspondencia con los revolucionarios rusos, en particular tras la emancipación de los siervos en 1861, sugiere nuevas aperturas teóricas. En ese mismo momento, las rebeliones coloniales estaban estallando en todo el mundo: el levantamiento indio había sacudido el Imperio británico, la rebelión de Morant Bay desafió el orden de las plantaciones de Jamaica y los movimientos de resistencia africanos impugnaron la expansión europea. Marx, que pasaba nueve horas diarias en la Sala de Lectura del Museo Británico, donde había periódicos de todo el mundo, casi con toda seguridad encontró cobertura de estas luchas. El Times de Londres, que dominaba la producción imperial de noticias y servía como fuente primaria que otros periódicos reimprimirían, proporcionó una amplia información -aunque completamente propagandística- sobre los asuntos coloniales.

Sin embargo, los cuadernos de Marx revelan frustrantemente poco compromiso directo con estas luchas contemporáneas como acontecimientos políticos. Lo que aparece en su lugar son las mismas sociedades filtradas a través de la lente amortiguadora de la antropología colonial. ¿Estaba Marx, en su paciente extracción de detalles de estos textos imperiales, desarrollando un método de lectura a contrapelo -buscando en ellos lo que conservaban inadvertidamente sobre las formas de vida no capitalistas?
¿Podría esta convergencia -la inesperada forma de la Comuna de París, los debates rusos, la evidencia mundial de la persistencia no capitalista y la resistencia anticolonial- haber estado empujando a Marx hacia una reconsideración fundamental de todo su proyecto? La pregunta sigue necesariamente abierta: Marx murió dos años después de la carta de Zasulich, dejando sólo fragmentos esparcidos por cuadernos inéditos: atisbos tentadores de percepciones que nunca desarrollaría plenamente. Trabajando a partir de estos fragmentos y de la reveladora correspondencia de Zasulich, propongo tres intervenciones teóricas interconectadas hacia una epistemología materialista histórica feminista decolonial, una que vaya más allá de los debates contemporáneos sobre la ruptura metabólica al basarse precisamente en aquellos lugares y temas a los que Marx se dirigió al final.
En primer lugar, sostengo que la división del trabajo en función del género constituye la ur-separación, la escisión originaria que proporcionó la plantilla del capitalismo para tratar el trabajo regenerativo como un don gratuito de la naturaleza [N. del T: La ur-separación se puede entender como la escisión original que marca la distinción entre diferentes tipos de trabajo, especialmente entre el trabajo regenerativo (asociado tradicionalmente con las mujeres) y el trabajo productivo (asociado con los hombres)]. La devaluación sistemática del trabajo reproductivo y metabólico de las mujeres estableció la infraestructura conceptual y material a través de la cual el capitalismo organizaría posteriormente todas las relaciones metabólicas, aplicando la misma lógica extractiva a los suelos, los bosques, los ríos y las colonias. Las relaciones de género no median simplemente nuestro intercambio con la naturaleza; constituyen la infraestructura concreta a través de la cual operan todas las relaciones metabólicas bajo el capitalismo. Esta priorización del género no disminuye la violencia del cercamiento o la brutalidad de la categorización racial; más bien, explica su lógica operativa.
En segundo lugar, las investigaciones antropológicas tardías de Marx no se caracterizan por un retroceso de la teoría revolucionaria, sino que demuestran una concretización de lo que el joven Marx ya había vislumbrado: que el Gattungswesen (ser-especie)[5] nunca fue un universal abstracto, sino que siempre se constituyó a través de la praxis social y metabólica. El primer Marx entendía el ser humano como definido por el trabajo corporal y terrenal más que por la contemplación metafísica. Nuestro ser-especie emerge de modos de producción concretos, de relaciones sociales concretas, de formas de propiedad concretas. Lo que revelan los cuadernos etnológicos es cómo este ser humano antropológicamente no universal -un concepto que propongo aquí- toma forma a través de prácticas metabólicas de reproducción socioecológica históricamente específicas y basadas en el género, anticipando lo que Sylvia Wynter teorizaría más tarde como «el ser humano como praxis».[6]
En tercer lugar, estas notas tardías apuntan hacia un sujeto revolucionario que Marx no vivió para teorizar plenamente: aquellos cuyas prácticas históricas específicas de reproducción socioecológica desafiaron las separaciones del capital. Las notas antropológicas de Marx no romantizan las comunas campesinas ni las sociedades indígenas; documentó las jerarquías internas, las estructuras patriarcales y los fracasos ecológicos junto a las prácticas colectivas. Lo que hace que estos cuadernos sean relevantes hoy en día, quizá más allá de las propias preocupaciones de Marx en aquel momento, son las formas organizativas particulares que mantenían diferentes acuerdos metabólicos a través de la comunalidad: Las comunas rusas con un uso rotativo de la tierra, los consejos iroqueses en los que las decisiones sobre la producción se determinaban colectivamente, las aldeas argelinas que gestionaban los sistemas hídricos a través de asambleas djemaa. No se trataba de sujetos intrínsecamente revolucionarios, sino más bien de lugares en los que persistían prácticas alternativas de comunización, prácticas que incluían defensas reaccionarias de la tradición tan a menudo como experimentaciones radicales. Su potencial revolucionario no residía en las identidades esenciales o en la proximidad metabólica, sino en las formas concretas en que estos acuerdos demostraban que la organización de la naturaleza por parte del capitalismo no era inevitable. Esto incluye no sólo a quienes se dedican directamente a la producción de subsistencia, sino a todos los que participan en la reproducción de la vida social a través de diversos medios de subsistencia, prácticas de comunalidad y formas de convivencia. La cuestión no es quién está más cerca de los auténticos procesos metabólicos, sino qué prácticas, en su especificidad histórica, abren posibilidades para organizar las relaciones socioecológicas más allá de las violentas abstracciones del capital.
Entender la resistencia metabólica como una práctica ya existente -ni pasado desvanecido ni futuro aplazado- exige una teoría del metabolismo propiamente política. Yo llamo a esto «epistemología del barro»: una praxis humana antropológicamente no universal que emerge allí donde los procesos sociales y ecológicos se interpenetran sin síntesis. Es la producción de conocimiento a través de la práctica concreta de trabajar con materiales en transición -ni sólidos ni líquidos, ni naturaleza ni cultura- donde la especificidad de la relación entre comunidades particulares y ecologías particulares genera formas de ser humano que no pueden universalizarse. Esta praxis persiste en las zonas donde las separaciones categóricas del capitalismo requieren una violencia constante para mantenerse, precisamente porque el conocimiento que emerge de estas prácticas materiales demuestra que siguen siendo posibles otros modos de organizar la reproducción socioecológica. La epistemología del barro es, por tanto, tanto un método como una política: una forma de pensar desde las condiciones materiales específicas en las que las diferentes praxis humanas rechazan la abstracción en Hombre o Naturaleza. El barro ha encarnado históricamente lo que más temían los imaginarios fascistas y coloniales: las fronteras disueltas, la filtración horizontal que amenaza el poder vertical, la licuefacción del yo autónomo en materia indeterminada. La epistemología del barro reconoce que el propio conocimiento emerge intersticialmente, ocupando huecos entre las cosas. En nuestro momento actual de colapso metabólico planetario, las contradicciones que vislumbró Marx han derivado en cascada hacia el colapso climático, la extinción masiva y el trastorno biogeoquímico. La muddificación planetaria en curso -el permafrost fundiéndose en ciénagas, las costas disolviéndose, el suelo anteriormente estable dando paso al flujo, los mares crecientes invadiendo el interior, los monzones creando nuevas llanuras aluviales- nos devuelve precisamente a aquellas condiciones materiales que dieron forma al giro teórico tardío de Marx. Lo que Marx vislumbró pero no pudo completar se ha vuelto urgente: la transformación revolucionaria surgirá no del suelo sólido sino del trabajo paciente con sustratos inestables.
—————–
En los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, el joven Marx articuló una idea fundamental: los seres humanos existimos a través del constante intercambio material con la naturaleza, que constituye nuestro cuerpo extendido.[7] Este temprano reconocimiento de la interdependencia metabólica experimentaría un desarrollo teórico durante las décadas siguientes. Para cuando estaba componiendo los Grundrisse (1857-58), Marx había replanteado la cuestión: lo que requería explicación no era la unidad de la humanidad con la naturaleza, sino el proceso histórico de separación de «las condiciones naturales, inorgánicas de su Stoffwechsel [metabolismo]».[8] Este cambio analítico -de asumir la unidad a interrogar la separación- preparó el terreno para su crítica madura en El capital (1867), donde escribió que «todo progreso en la agricultura capitalista es un progreso en el arte, no sólo de robar al trabajador, sino de robar el suelo».[9] Esta atención al nexo hombre-naturaleza adquirió precisión científica gracias a su compromiso con la química agrícola, en particular con la obra de Justus von Liebig La química ecológica en su aplicación a la agricultura y la fisiología (1840) y con la obra de Carl Fraas El clima y el mundo vegetal a lo largo del tiempo (1847), entre otras. Aunque este marco científico tenía sus limitaciones -varias ideas de Liebig fueron refutadas posteriormente, incluso por el propio Liebig a medida que avanzaba la química-, proporcionó a Marx conceptos clave. La ley del mínimo de Liebig -que el crecimiento de las plantas está limitado por el nutriente esencial más escaso y no por la cantidad total de recursos- ofreció a Marx una base material para comprender las contradicciones metabólicas del capitalismo. El sistema alimentario industrial, demostró Liebig, funcionaba como un «sistema de robo»(Raubbau): los nutrientes extraídos de los suelos rurales se transportaban a las ciudades como mercancías agrícolas pero nunca volvían para reponer la tierra, sino que se acumulaban como residuos urbanos y contaminación.[10] Esta transferencia unidireccional creó una grieta cada vez mayor en el ciclo de intercambio material entre la sociedad humana y los sistemas naturales. El análisis histórico de Fraas profundizó la comprensión de Marx al mostrar las dimensiones temporales de esta perturbación, documentando cómo las civilizaciones antiguas, desde Mesopotamia hasta Grecia, habían desencadenado la desertificación y el cambio climático mediante la deforestación y el cultivo intensivo. En sus cartas a Engels (marzo de 1868), Marx dijo que el trabajo de Fraas demostraba que «el cultivo -cuando procede en crecimiento natural y no se controla conscientemente- … deja desiertos tras de sí».[11]

Estas dimensiones ecológicas de la obra de Marx adquirieron nueva prominencia gracias a la reconstrucción sistemática del concepto de «ruptura metabólica» realizada por John Bellamy Foster en 1999, que situó a la ecología en un lugar central y no periférico del materialismo histórico.[12] Foster argumentó que Marx desarrolló una teoría sistemática: el capitalismo no se limita a explotar la naturaleza, sino que trastorna fundamentalmente los procesos cíclicos a través de los cuales se reproducen los sistemas sociales y ecológicos. El marco de la grieta metabólica se ha ampliado desde entonces mucho más allá del análisis original para iluminar la alteración de los sistemas ecológicos planetarios por parte del capitalismo. Su adopción en las humanidades medioambientales revela el hambre de marcos que puedan articular las contradicciones ecológicas del capitalismo. El Antropoceno y la grieta metabólica ofrecen visiones políticas contrapuestas: mientras que la hipótesis del Antropoceno legitima las soluciones tecno-gerenciales, el marco de la grieta metabólica hace hincapié de forma coherente en el capitalismo como motor de la crisis ecológica, documentando el extractivismo colonial, la explotación centro-periferia y las injusticias medioambientales basadas en las clases.
La tensión, sin embargo, reside en otra parte: aunque la teoría de la grieta metabólica documenta meticulosamente la explotación humana diferenciada -esclavizados africanos, pueblos colonizados, campesinos, trabajadores-, tiende a postular un metabolismo universal que el capitalismo trastorna. Esto plantea una cuestión crucial: ¿Qué significa reconocer las distinciones históricas en la explotación y mantener al mismo tiempo el concepto de una relación metabólica singular entre la humanidad y la naturaleza? Aunque la ruptura metabólica identifica correctamente al capitalismo como el agente del trastorno ecológico en lugar de un Anthropos abstracto, sigue postulando «lo humano» como una categoría coherente que se ha separado de la «naturaleza». Esto supone un sujeto humano universal que una vez existió en una relación metabólica adecuada con la naturaleza y que ahora debe reparar esa brecha. Pero, ¿qué humano? ¿El metabolismo de quién?
El problema no es simplemente que el capitalismo interrumpiera «el» metabolismo humano-naturaleza; es que el capitalismo creó la ficción misma de un Humano universal mediante violentos procesos de diferenciación. Como demuestra Wynter, la sobrerrepresentación del hombre europeo como lo humano en sí mismo exigió la producción de no-del-todo-humanos y no-humanos cuyas diferentes prácticas metabólicas podían designarse como primitivas, atrasadas o naturales. La grieta metabólica no se produjo en una humanidad universal preexistente; más bien, la producción de «lo Humano» y «la Naturaleza» como categorías separadas fue en sí misma la grieta. La epistemología del barro surge de reconocer que nunca hubo un metabolismo que se desgarrara, nunca hubo un Humano que se alienara de la Naturaleza. Sólo existen diferentes prácticas históricamente constituidas de creación del mundo, algunas de las cuales -las designadas como propiamente Humanas- requirieron la separación violenta y la dominación tanto de la naturaleza como de aquellos humanos considerados demasiado cercanos a ella.
La perspectiva de la «ecología mundial» de Jason W. Moore amplía y critica de forma importante la teoría de la grieta metabólica al argumentar que el capitalismo no actúa sobre la naturaleza sino que se desarrolla a través de ella-como «una forma de organizar la naturaleza».[13] Moore cuestiona lo que denomina «aritmética verde» (sociedad más naturaleza igual a crisis), sosteniendo que incluso la teoría de la fisura metabólica sigue atrapada en un binario cartesiano que trata la naturaleza y la sociedad como entidades ontológicamente separadas que posteriormente interactúan.[14]
El concepto de «valor metabólico» de Ariel Salleh es un desarrollo posterior que introduce una dimensión feminista en este debate. A través de su seminal Ecofeminismo como política (publicado por primera vez en 1997, revisado en 2017) y su artículo de 2010 «De la ruptura metabólica al “valor metabólico”», Salleh identificó una tercera forma de valor que opera al margen de las categorías marxistas tradicionales.[15] A diferencia del valor de uso y del valor de cambio -ambas medidas económicas-, el valor metabólico capta el trabajo regenerativo que sostiene la vida y que, sin embargo, permanece invisible en la contabilidad económica convencional. Esta innovación teórica reconoce cómo el trabajo reproductivo de las mujeres, las prácticas agrarias indígenas y la agricultura de subsistencia crean valor no a través de la producción de mercancías, sino mediante el mantenimiento de los procesos cíclicos que mantienen en funcionamiento tanto a la sociedad como a la naturaleza. Dejando de lado la cuestión de si el trabajo de cuidados produce nuevo valor o simplemente mantiene lo que ya existe, Salleh propone que el trabajo de subsistencia y el trabajo de cuidados operan según lógicas totalmente diferentes porque funcionan a través de economías de dones y relaciones recíprocas en lugar de mediante el intercambio de mercado.
Aunque la reconceptualización de Moore disuelve útilmente la división naturaleza-sociedad, y el «valor metabólico» de Salleh revela la subvención oculta del trabajo reproductivo, ninguno de los dos presta demasiada atención a cómo el género constituye la infraestructura material a través de la cual el capitalismo organizó por primera vez las relaciones metabólicas. La ruptura que Marx diagnosticó en El Capital no fue la ruptura originaria del capitalismo, sino una ruptura derivada. Cuando Marx y Engels observaron en La ideología alemana que «la primera división del trabajo es la que existe entre el hombre y la mujer para la propagación de los hijos», vislumbraron -sin atender plenamente a ello- el principio arquitectónico de toda la infraestructura metabólica del capitalismo.[16]
La revolución industrial transformó las divisiones patriarcales del trabajo preexistentes en nuevas esferas de género -pública-privada, producción-reproducción- que diferían fundamentalmente de los acuerdos patriarcales precapitalistas. Esta transformación implicó una triple operación: tratar los procesos regenerativos como funciones biológicas y no como trabajo cualificado; extraer valor de estos procesos al tiempo que se negaba su carácter productor de valor; e invisibilizar el trabajo necesario para reproducir la vida social -lo que Maria Mies denomina «housewifization» [N. del T.: describe el proceso político a través del cual, durante los últimos 2 siglos, se confina y privatiza el trabajo doméstico dentro de la casa al mismo tiempo que es “naturalizado” como una labor desarrollada específicamente por la mujer].[17] Mientras el capitalismo se desarrollaba mediante la acumulación primitiva, la extracción colonial y el trabajo asalariado, se apoyaba en esta nueva configuración de las esferas de género para subvencionar la acumulación. La forma específica de la esfera doméstica bajo el capitalismo industrial -separada de los lugares de producción asalariada de formas desconocidas para las sociedades precapitalistas- proporcionó una plantilla para devaluar todo el trabajo regenerativo.
Como demuestra Leopoldina Fortunati, esto opera estructuralmente: «La relación hombre/mujer no es una relación entre individuos, aunque se represente como tal. Es una relación de producción entre la mujer y el capital mediada por el hombre».[18] La división del trabajo en función del género se convirtió en la premisa del punto cero de la violenta «organización de la naturaleza» del capital, por utilizar el término de Moore.

Los cuadernos etnológicos de Marx, vistos desde esta perspectiva, podrían verse como un intento de comprender cómo las disposiciones de género de las diferentes sociedades producían relaciones metabólicas fundamentalmente diferentes -y, por tanto, diferentes posibilidades de organizar el metabolismo humano-naturaleza. En su lectura de los estudios etnográficos de Morgan, Kovalevsky y Maine, Marx documentó sociedades en las que las relaciones de género estructuraban el metabolismo social. Los consejos iroqueses, en los que mujeres y hombres tomaban decisiones juntos sobre todas las cuestiones, representaban sofisticados acuerdos en los que quienes gestionaban los procesos reproductivos controlaban la gobernanza social.
En 1884, el año siguiente a la muerte de Marx, Engels publicó El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado: En relación con las investigaciones de Lewis H. Morgan, basado en la síntesis de las notas de Marx y la propia lectura de Engels de la antropología evolutiva de Morgan.[19] Sin embargo, la interpretación de Engels divergía significativamente de lo que Marx había escrito en realidad. Donde Marx veía posibilidades complejas y no lineales en estas disposiciones alternativas de género, Engels las forzaba a entrar en un marco evolutivo rígido. Trató la subordinación de la mujer como una «derrota histórica mundial» que, sin embargo, caracterizaba el «gran avance histórico» de la humanidad hacia la civilización, justificando inadvertidamente el patriarcado como una necesidad histórica.
Raya Dunayevskaya fue una de las primeras eruditas en estudiar sistemáticamente los cuadernos etnológicos de Marx, y destacó ya en la década de 1980 cómo Marx señalaba elementos en el texto de Morgan que apuntaban a la autonomía y el poder de las mujeres en las sociedades anteriores a las clases. Dunayevskaya escribe que:
Marx, al copiar citas tanto sobre las mujeres iroquesas como sobre las griegas, traza el contraste más agudo entre el poder de las mujeres iroquesas y la degradación de las mujeres griegas en la civilización; Engels, por otra parte, aunque reconoce el «poder supremo» de las mujeres iroquesas, dedica mucho más tiempo a describir la gradación del desarrollo de la familia monógama, que califica de «gran avance histórico», incluso cuando señala que éste fue también el comienzo de la esclavitud y la propiedad privada.[20]
Esto ilumina por qué la correspondencia de Marx con Zasulich contenía tal potencial catalizador. La comuna rusa, como las otras comunidades de la tierra documentadas en los cuadernos de Marx, mantenía relaciones metabólicas y de propiedad que resistían a la misma separación que su obra temprana había identificado como la característica definitoria del capitalismo -la misma dinámica que Silvia Federici examinaría más tarde en Calibán y la bruja.[21]
Curiosamente, Marx era categórico al afirmar que las comunidades indígenas norteamericanas tenían «una vitalidad incomparablemente mayor que las sociedades semíticas, griegas, romanas y , a fortiori, que las sociedades capitalistas modernas». [22] En lugar de una exotización, también se podría leer esto como indicativo de una ruptura epistemológica porque Marx reconoce que otros sistemas sociales podrían ser más generativos para la subjetivación política que los que se encuentran en las llamadas sociedades «avanzadas». La lectura de esto junto con su lucha por responder a Zasulich revela cómo lo que Marx identifica como «superior» corresponde al mantenimiento por parte de estas sociedades de relaciones metabólicas y políticas recíprocas con sus contextos ecológicos. O, para invocar a Cedric Robinson,el socialismo no tiene por qué comenzar con o depender de la existencia del capitalismo.[23]
Haciéndome eco y ampliando la lectura pionera de Dunayevskaya que reconocía cómo Marx en sus notas tardías volvía a conectar con su primer humanismo, quiero leer el giro tardío de Marx hacia la antropología no como un desvío incidental o caprichoso de su investigación histórico-materialista, sino como algo esencial para resolver las contradicciones metabólicas de la modernidad. Aunque el capitalismo es sin duda una fuerza totalizadora, para considerar las relaciones entre el ser humano y la naturaleza de una forma diferenciada y adecuada para la era del colapso climático debemos replantearnos primero la propia noción o nociones de «ser humano-naturaleza» como antropológicamente no universales.[24] La formulación de Wynter del «ser humano como praxis» proporciona el marco teórico para comprender lo que Marx estaba abordando pero no pudo articular plenamente. Para Wynter, lo humano no es algo dado biológicamente, sino una actuación continua; nos interpretamos a nosotros mismos para llegar a ser a través de «géneros» de humanidad históricamente específicos. Su crítica al «hombre» -el sujeto burgués occidental que se sobrerrepresenta a sí mismo como lo humano en cuanto tal- revela cómo el capitalismo no se limita a organizar las sociedades humanas, sino que instituye un género particular de ser humano: uno definido a través del individualismo posesivo, la temporalidad lineal y, podríamos añadir, la separación de la naturaleza. Lo que Wynter denomina el «principio sociogénico» demuestra que los humanos se autoinstituyen de forma única a través de prácticas simbólico-materiales que son simultáneamente culturales y biológicas, discursivas y metabólicas. Las comunidades que Marx estudió en sus cuadernos etnológicos eran diferentes praxis del ser humano, cada una de las cuales producía relaciones metabólicas distintas con sus contextos ecológicos. Sus divisiones del trabajo basadas en el género no sólo organizaban el trabajo de forma diferente, sino que promulgaban modos fundamentalmente distintos de existencia humana. Cuando Marx señaló la «incomparablemente mayor vitalidad» de estas comunidades, estaba reconociendo lo que Wynter teorizaría más tarde: que el género occidental del hombre, a pesar de sus pretensiones de universalidad y superioridad evolutiva, representa sólo un modo posible -y particularmente destructivo- de ser humano. Por eso, la defensa de los derechos comunales a la tierra no es sólo resistencia a la desposesión, sino el mantenimiento de praxis humanas alternativas.
Mientras que gran parte del análisis ecológico socialista parte de categorías aparentemente neutras de «humanidad» y «naturaleza» como datos transhistóricos,[25] las notas tardías de Marx sugieren que diversas comunidades de todo el mundo, a pesar de sus cosmologías y disposiciones socioculturales heterogéneas, ya participaban en la misma lucha revolucionaria contra la embestida de la grieta metabólica de la totalización del capitalismo. Además, lo que sigue ausente de la mayoría de los estudios sobre la grieta metabólica es el reconocimiento de que los estudios etnológicos de Marx coincidieron con una lucha real: las comunidades que estudió a partir del trabajo de los antropólogos estaban librando simultáneamente una guerra planetaria por las relaciones metabólicas.
Mientras Marx estaba sentado en el Museo Británico leyendo Ancient Society de Morgan , tomando notas sobre las formas comunales indígenas, la democracia iroquesa y la tenencia comunal de la tierra, el ejército estadounidense llevaba a cabo sus últimas campañas contra la resistencia apache. La banda de Gerónimo -defendiendo los acuerdos metabólicos que Marx estaba estudiando- se enzarzó en una guerra de guerrillas contra la expansión territorial del capitalismo industrial. En 1880, mientras Marx copiaba pasajes sobre la autoridad política de las mujeres indígenas, el gobierno canadiense aplastaba la Rebelión del Noroeste, destruyendo las prácticas comunales métis sobre la tierra. Ese mismo año, las fuerzas británicas intensificaron las guerras fronterizas contra los aborígenes australianos que defendían los territorios songline. Las incursiones malón de los mapuches (1870-80), el levantamiento mahdista en Sudán (1881-99), la actual resistencia maorí en Nueva Zelanda… eran guerras por la soberanía metabólica: el derecho de las comunidades a mantener sus propios ciclos de reproducción socioecológica frente a la extracción lineal del capital.
De hecho, quizá lo que Marx llamó la «actualidad de los pueblos indígenas» no fue un descubrimiento tardío de formas sociales alternativas, sino un encuentro con luchas activas contemporáneas en una guerra planetaria por las relaciones metabólicas: una insurgencia que continúa hoy en día en cada bloqueo de oleoductos, red de ahorro de semillas, ocupación de tierras y defensa de las tierras comunales y ancestrales. Si Marx hubiera vivido para desarrollar plenamente las implicaciones teóricas de sus Cuadernos etnológicos y conectarlas con la resistencia mundial concurrente a los acaparamientos de tierras capitalistas coloniales al enfrentarse a la carta enviada por la joven revolucionaria desde la fangosa periferia del capital, el sujeto revolucionario del marxismo podría haberse reconceptualizado radicalmente.
Pero Marx murió dejando estas implicaciones sin realizar. Durante más de un siglo, el marxismo se desarrolló en gran medida sin este encuentro con sus propios límites, hasta que la escala planetaria de la crisis metabólica hizo que tales encuentros fueran inevitables. Sin embargo, no basta con añadir «naturaleza» al materialismo histórico. En su lugar, la crisis de nuestro tiempo exige que aprendamos a ser interrumpidos por fuerzas que superan el marco dialéctico. La epistemología del barro intenta pensar desde esta interrupción -desde los lugares en los que la razón dialéctica encuentra su límite en la alteridad irreductible de los procesos metabólicos. Esto significa que una epistemología materialista histórica feminista decolonial debe practicar lo que Gayatri Spivak llama «pensamiento planetario».[26] Lo planetario difiere fundamentalmente de la lógica homogeneizadora de la globalización. Mientras que el globo es una cuadrícula del espacio impuesta por los humanos que permite la circulación del capital y la gobernanza, el planeta es una alteridad anterior, una «especie de alteridad» que precede y excede los sistemas humanos de significado. Sin embargo, esta alteridad anterior debe distinguirse del aplanamiento ontológico realizado por el nuevo materialismo y la ontología orientada al objeto, que en su fetichización de la agencia distribuida reproducen la propia negación del capital de su violencia constitutiva. El pensamiento planetario exige aceptar que los humanos, en todas sus posiciones diferenciadas, no son los agentes primarios de la existencia planetaria, sino sujetos planetarios que habitan un mundo en el que los procesos geológicos, atmosféricos y biológicos operan según temporalidades y lógicas irreductibles a la dialéctica humana. De este modo, el pensamiento planetario mantiene la asimetría de las fuerzas planetarias sin borrar la violencia particular de la subsunción capitalista. Significa reconocer, sin mistificación, que los procesos metabólicos -desde los microbiomas del suelo hasta las corrientes oceánicas, desde la sucesión forestal hasta los ciclos del nitrógeno- no son simplemente el trasfondo «natural» de la historia humana, sino agentes activos que dan forma a las posibilidades sociales. Prácticas indígenas específicas -como las relaciones de los potawatomi con los ríos o las de las comunidades andinas con las montañas- demuestran epistemologías que reconocen la conciencia humana y la posibilidad política como constituidas a través de las relaciones con las fuerzas planetarias. Los procesos sociales y planetarios se interpenetran sin síntesis.
Esta interpenetración sin síntesis es lo que capta la epistemología del barro. Piense en lo que es realmente el barro: tierra y agua mezcladas, pero no disueltas la una en la otra. Aún se puede sentir la arenilla de las partículas individuales aunque estén suspendidas en el agua. Así es como debemos entender lo metabólico. Cuando la erosión del suelo sigue a la deforestación para plantaciones, los procesos geológicos y la explotación económica se entrelazan pero siguen siendo irreductibles entre sí. Cuando el cambio climático desplaza a las comunidades, las fuerzas geológicas y la historia colonial se mezclan pero siguen siendo distintas. El barro mantiene las cosas mezcladas pero no disueltas. La violencia específica del colonialismo y el capitalismo no desaparece cuando pensamos en las fuerzas planetarias; permanece suspendida en la mezcla, como la arenilla que aún se puede sentir. No podemos extraer la opresión humana de los procesos ecológicos, pero tampoco podemos dejar que se disuelva en un vago discurso sobre la «naturaleza» o la «materia vibrante». Esto es lo que distingue a la epistemología del barro tanto de la resolución dialéctica como del aplanamiento ontológico: comprender el cambio climático requiere mantener unidos el tiempo tectónico y el tiempo colonial, los ciclos del carbono y el capitalismo, sin pretender que sean lo mismo o que podamos separarlos completamente. Sin embargo, no basta con saber cómo se interpenetran estas fuerzas; necesitamos prácticas que puedan navegar por este terreno fangoso sin buscar una falsa claridad o pureza.
El trabajo de Robin Wall Kimmerer sobre las economías del regalo proporciona el puente epistemológico entre el pensamiento planetario y la praxis revolucionaria. En Braiding Sweetgrass, demuestra cómo el concepto potawatomi de la cosecha honrosa -tomar sólo lo que se da, utilizar todo lo que se toma, ser agradecido, devolver a la tierra, minimizar el daño, no llevarse nunca lo primero ni lo último- constituye tanto una práctica ecológica como una epistemología revolucionaria.[27] El don, como explica Kimmerer, crea relación en lugar de alienación. Cuando corre la savia del arce, se entiende como un regalo del árbol que requiere cuidados recíprocos (poda, protección, ceremonia). Esta lógica del regalo opera precisamente en las zonas de indeterminación del barro: los regalos fluyen allí donde los límites son permeables, donde la distinción entre el que da y el que recibe se disuelve en ciclos continuos de reciprocidad. De forma crucial, Kimmerer muestra cómo esto no es metafórico sino material; las redes micorrícicas operan literalmente en economías de regalo, con hongos que intercambian minerales por carbohidratos en relaciones que no pueden reducirse al intercambio de mercado. La «red de madera» de la comunicación forestal y el intercambio de nutrientes demuestra que la propia naturaleza funciona mediante principios comunistas: de cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad.
Sin embargo, reconocer adecuadamente estas epistemologías metabólicas alternativas parece seguir siendo un reto, incluso para el marxismo ecológico. Kohei Saito, por ejemplo, sostiene que al sintetizar el compromiso de Marx con la economía política, la ecología y las sociedades precapitalistas, «surge una nueva y sorprendente posibilidad de interpretar la carta de Marx a Zasulich: Marx se convirtió en última instancia en un comunista del decrecimiento».[28] Sin duda, esta lectura del viaje intelectual de Marx más allá del productivismo y el eurocentrismo caracteriza un avance teórico significativo, uno que desafía las narrativas ortodoxas de inevitabilidad histórica y abre espacio para vías de desarrollo alternativas. Pero, trágicamente, la epistemología política sigue siendo la misma: tratar el conocimiento de lo que yo llamo «el oikos de la tierra» como suplementario en lugar de transformador.[29] Incluso cuando Saito articula la conciencia ecológica emergente de Marx, persiste una normalización del género, de lo humano y de la supuesta capacidad de subjetivación política. Lo que se necesita no es sólo un marxismo que «incluya» las perspectivas únicas de las mujeres, o la actualidad de los pueblos indígenas, sino algo que surja de un compromiso más profundo con los modos de conocer y los modos de praxis humana situada e histórica que pueden dar forma fundamentalmente a una epistemología política que ofrezca un atisbo de esperanza. ¿Y si los Cuadernos etnológicos señalan no sólo una «grieta epistémica», sino una reorientación hacia un sujeto político conceptualizado de forma diferente, capaz de enfrentarse a la violencia del Antropoceno capitalista?

El peligro reside en cómo teorizamos este tema sin reproducir las propias categorías naturalizadas que despliega el capitalismo, una trampa que atrapó incluso a quienes pretendían valorizar el trabajo metabólico de las mujeres. Cuando las ecofeministas de la década de 1970 proclamaron la conexión especial de las mujeres con la naturaleza a través de sus ciclos corporales y sus funciones de crianza, reforzaron inadvertidamente la lógica patriarcal que pretendían desafiar. Como advirtió Donna Haraway, celebrar la «cercanía a la naturaleza» de las mujeres supone aceptar los términos de un juego amañado. El capitalismo no descubrió una similitud preexistente entre las mujeres y la naturaleza; creó activamente esta similitud sometiendo a ambas a la misma lógica extractiva. Por tanto, la tarea no consiste en rescatar a las mujeres de la naturaleza ni a la naturaleza de la feminización, sino en abolir la distinción jerárquica que convierte a ambas en mero fondo metabólico oculto. Cuando invoco el trabajo de las mujeres en los arrozales o en los huertos, señalo cómo el capitalismo patriarcal asigna ciertas labores metabólicas a las mujeres, y luego naturaliza esta asignación como destino biológico, no hacia ninguna conexión femenina innata con la tierra.
Este antiesencialismo explica por qué el barro, y no la tierra, sirve aquí como metáfora guía: la inestabilidad definitoria del barro rechaza las categorías fijas que exige el esencialismo. De hecho, si el suelo proporcionó antaño el terreno estable tanto para el cultivo como para la producción de conocimiento, nuestro momento contemporáneo requiere pensar con y a través del barro, ese estado liminal entre lo sólido y lo líquido que caracteriza tanto nuestra condición planetaria como la necesaria flexibilidad del pensamiento revolucionario.
Por tanto, la lucha no consiste en reparar la grieta metabólica, sino en mantener las zonas de viscosidad en las que tales divisiones no pueden solidificarse, zonas que los movimientos campesinos conocen íntimamente. El «feminismo campesino popular» de La Vía Campesina surge precisamente de ese terreno fangoso.[30] El conocimiento de cuándo inundar, cuándo drenar y cómo leer los sutiles cambios en la consistencia del suelo sólo existe en la relación entre comunidades específicas y ecologías específicas. El conocimiento del barro viaja a través de redes que confunden los regímenes de propiedad.
Esta resistencia metabólica contemporánea recuerda lo que Wynter identifica como la dicotomía parcela-plantación que estructuró la resistencia colonial. Mientras que las personas africanas esclavizadas se veían obligadas a entrar en la lógica de mercado totalizadora de la plantación, creaban simultáneamente lo que Wynter denomina una «estructura económica dual» a través de sus parcelas de provisión: pequeños huertos que funcionaban según relaciones metabólicas totalmente diferentes. «Para los campesinos africanos trasplantados a la parcela», observa Wynter, «la tierra seguía siendo la Tierra» en lugar de la mercancía, manteniendo «la estructura de valores que habían creado las sociedades tradicionales de África».[31] Estas parcelas se convirtieron, según su análisis, en «el foco de resistencia al sistema de mercado y a los valores de mercado», lugares en los que el valor de uso persistía frente a las pretensiones totalizadoras del valor de cambio. El sistema de parcelas no era meramente económico, sino epistemológico; mantenía lo que Wynter denomina «la cultura popular como resistencia cultural de guerrilla al sistema de plantaciones».
La resistencia metabólica que Wynter identifica en la parcela de plantación reverbera a través de los movimientos contemporáneos de resistencia metabólica, quizá en ningún lugar de forma más vívida que en Chiapas, donde durante veinte años las variedades de maíz indígena viajaron por todo el mundo, echando raíces en diferentes suelos, adaptándose a diversos grados de humedad, encontrando nuevos terrenos. Cuando estas semillas regresaron, no sólo llevaban consigo adaptaciones genéticas, sino conocimientos incorporados: cómo afecta la ceniza volcánica a la germinación, qué consistencia del barro indica una siembra óptima, cómo resolvieron las distintas comunidades los problemas de retención de agua o drenaje. Este conocimiento no puede patentarse porque sólo existe en la relación entre las semillas, el suelo y las manos que saben cuándo la tierra está lista. Cada semilla es simultáneamente un recurso genético y una biblioteca de conocimientos del barro acumulados a través de los continentes.
La revolución de Rojava demuestra cómo este barro-conocimiento puede convertirse en un programa revolucionario. Este conocimiento se mantiene a través de consejos y academias de mujeres que tratan la protección del medio ambiente y la autonomía de las mujeres como proyectos inseparables. Durante la pandemia, cuando la ANAMURI (Asociación Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas) de Chile compartió semillas con organizaciones populares urbanas para establecer huertos de emergencia en cocinas solidarias, estaban transmitiendo conocimientos metabólicos. «Ruralizar la ciudad», como lo describe Francisca Pancha Rodríguez, significaba llevar el barro a espacios que el capitalismo imaginaba como permanentemente sólidos, permanentemente cerrados. Los huertos urbanos que brotaron fueron demostraciones de que las propias relaciones de propiedad se vuelven fluidas cuando la supervivencia depende de la práctica metabólica colectiva. El suelo bajo el hormigón, una vez expuesto y regado, se convierte en barro, y con él emerge la posibilidad de diferentes relaciones sociales.
Sin duda, la ecología sin lucha de clases es jardinería. Pero el barro del huerto improvisado también puede ser el punto cero para una recuperación material de las relaciones metabólicas que el capitalismo ha encerrado, envenenado y alienado sistemáticamente del cuidado y la gobernanza colectivos. En 2002, Mariarosa Dalla Costa declaró:
Durante parte de los años 80 seguí migrando de habitación en habitación en la casa de la reproducción. Finalmente encontré la puerta que daba al jardín de flores y verduras: Me di cuenta de la importancia de la cuestión de la tierra. Esa puerta me la abrieron los nuevos actores que buscaba, los protagonistas de las rebeliones indígenas, los campesinos, los pescadores, las personas que luchan contra las presas o la deforestación, las mujeres del Sur Global (pero afortunadamente también cada vez más hombres y mujeres de los países industrializados). Todos ellos trataban la cuestión de la tierra como algo central. Todos luchaban contra su privatización y explotación, y contra la destrucción de sus poderes reproductivos.[32]
El jardín -ese espacio liminal entre el interior doméstico y el exterior público, entre el cultivo controlado y el crecimiento autónomo- se convierte en el lugar donde el trabajo reproductivo revela su verdadero alcance y significado para el metabolismo planetario. Dalla Costa se explaya:
Éstas eran las personas que buscaba. Confluyeron con mi investigación y mis sentimientos, me conmovieron y me dieron alegría porque me permitieron vislumbrar un mundo diferente, a partir de las formas en que se produce y reproduce la vida, la vida de las plantas, los animales y los seres humanos.[33]
Lo que aparece dentro de la lógica capitalista como el espacio circunscrito y devaluado del trabajo femenino -el mantenimiento de los cuerpos, el cultivo y la preparación de los alimentos, el procesamiento de los residuos para convertirlos en fertilidad- emerge en la formulación de Dalla Costa como el lugar paradigmático para comprender los procesos metabólicos planetarios, pero también como un lugar de transformación revolucionaria. Los ciclos de crecimiento, cosecha, descomposición y renovación del huerto reflejan los ciclos biogeoquímicos más amplios de los que depende toda la vida planetaria y que han sido tan violentamente aplastados por el capital. La ocupación por parte de la ZAD de los humedales destinados a un aeropuerto concreta esta resistencia.[34] Defender 1.650 hectáreas de tierra contra el «desarrollo» significaba defender el barro contra el hormigón, pero más fundamentalmente, defender las formas organizativas que la ocupación de la tierra propulsa. Los violentos intentos de desalojo nunca tratan sólo de la tierra, sino de qué relaciones metabólicas organizarán la vida social. Como aprendieron los defensores de la ZAD, los propios movimientos revolucionarios deben llegar a ser como pilas de compost, lugares en los que «todo es contaminación cruzada, nada es puro», donde los productores lácteos se sientan junto a veganos antiespecistas en asambleas, creando lo que ellos llaman una «ecología de la lucha».[35]

Juntos, el «comunismo molecular» de Federici (la creación de vínculos colectivos a través de la puesta en común directa de los medios materiales de reproducción en las escalas más íntimas de la vida cotidiana) y la política del jardín de Dalla Costa (los ciclos regenerativos mantenidos en el jardín) proporcionan técnicas prácticas y marcos epistemológicos para abordar el metabolismo planetario a través de lo que Federici llama «la producción de nosotros mismos como sujeto común». [36] Frente al tecnoevolucionismo ascendente que imagina el destino humano como la trascendencia de la tierra a la tecnosfera, debemos articular una praxis revolucionaria que permanezca obstinadamente comprometida con el barro. La epistemología del barro rechaza tanto la nostalgia ecofascista de la «sangre y el suelo» puros como las nuevas atribuciones materialistas de agencia de la propia materia. En su lugar, insiste en la historicidad de las prácticas materiales y reconoce que aquellos cuyas manos trabajan el barro ya saben lo que la teoría metabólica lucha por articular: que «humano» y «naturaleza» nunca fueron sustantivos sino verbos, que nombran momentos diferentes en procesos continuos de transformación mutua. Mientras que el capitalismo despliega tanto la solidificación como la licuefacción -fijando categorías para permitir la extracción al tiempo que disuelve los vínculos sociales que se resisten a la mercantilización-, la epistemología del barro rastrea las prácticas específicas que mantienen diferentes relaciones metabólicas a pesar de estas operaciones gemelas del capital.
Si hay un Marx «ecológico» que vislumbrar en los «cuadernos etnológicos» tardíos de Marx, es sólo mediante el reconocimiento de que la praxis humana y «lo humano como praxis», en su sentido más transformador, debe incorporar el conocimiento íntimo y encarnado de la reproducción y la regeneración. Ir más allá de la cosmología reductora del Antropoceno requiere una humildad epistémico-política, una vuelta al barro, trabajar con la tierra dañada que tenemos. Puede que sea aquí donde comience la revolución, no en el gran escenario de la historia sino en el montón de compost del jardín, donde la distinción entre muerte y renovación se disuelve en una posibilidad fértil. Mientras las infraestructuras de la acumulación colapsan bajo el peso de sus propias contradicciones metabólicas, el humilde y paciente trabajo de regeneración continúa.
Notas:
- Vera Zasulich a Karl Marx, 16 de febrero de 1881; Karl Marx a Vera Zasulich, 8 de marzo de 1881. Publicado por primera vez en Arkhiv K. Marksa i F. Engel’sa, vol. 1 (1924) →.
- El Marx tardío y la vía rusa de Teodor Shanin (1983) y el capítulo de Raya Dunayevskaya sobre los últimos escritos de Marx (1982) llamaron más la atención sobre los cuadernos de Marx de 1879-82 sobre las sociedades no europeas. Véase Kevin B. Anderson, The Late Marx’s Revolutionary Roads: Colonialism, Gender, and Indigenous Communism (Verso, 2025).
- Marx a Zasulich, 8 de marzo de 1881.
- Véase Kristin Ross, La forma de la comuna: La transformación de la vida cotidiana (Verso, 2024).
- Karl Marx, Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, en Marx-Engels Collected Works, vol. 3 (International Publishers, 1975), 275-76.
- Sylvia Wynter, «Desestabilizar la colonialidad del ser/poder/verdad/libertad: Hacia lo humano, después del hombre, su sobrerrepresentación-Un argumento», CR: The New Centennial Review 3, no. 3 (2003). Véase también Sylvia Wynter: On Being Human as Praxis, ed. Katherine McKittrick (Duke University Press, 2015), especialmente el ensayo de Wynter «On Being Human as Praxis».
- Marx, Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, 275-76.
- Karl Marx, Grundrisse: Fundamentos de la crítica de la economía política, trans. Martin Nicolaus (Penguin, 1973), 489.
- Karl Marx, El Capital, vol. 1, trans. Ben Fowkes (Penguin, 1976), 638.
- Justus von Liebig, Cartas sobre la agricultura moderna (Walton y Maberly, 1859). Véase también su prefacio de 1862 a la séptima edición de Organic Chemistry in its Application to Agriculture and Physiology.
- Cartas de Marx a Engels sobre Carl Fraas, 25 de marzo de 1868, disponibles en Marx-Engels Collected Works, vol. 42 (International Publishers, 1987), 557.
- John Bellamy Foster, «Marx’s Theory of Metabolic Rift: Classical Foundations for Environmental Sociology», American Journal of Sociology 105, nº 2 (septiembre de 1999).
- Jason W. Moore, Capitalism in the Web of Life: Ecology and the Accumulation of Capital (Verso, 2015), 2.
- Moore, El capitalismo en la red de la vida , 35-37.
- Ariel Salleh, Ecofeminismo como política: Naturaleza, Marx y la posmodernidad (Zed Books, 2017); Salleh, «From Metabolic Rift to “Metabolic Value”: Reflections on Environmental Sociology and the Alternative Globalization Movement», Organization & Environment 23, nº 2 (2010).
- Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana , en Marx-Engels Obras Completas, vol. 5 (International Publishers, 1976), 43.
- Maria Mies, Patriarcado y acumulación a escala mundial: Las mujeres en la división internacional del trabajo (Zed Books, 1986), 74-111.
- Leopoldina Fortunati, Los arcanos de la reproducción: Trabajo doméstico, prostitución, trabajo y capital, trans. Hilary Creek (Verso, 2025), 52.
- Friedrich Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado: A la luz de las investigaciones de Lewis H. Morgan (1884; International Publishers, 1972).
- Raya Dunayevskaya, Rosa Luxemburg, Liberación de la mujer y la filosofía de la revolución de Marx (Humanities Press, 1982), 180.
- Silvia Federici, Caliban y la bruja: Las mujeres, el cuerpo y la acumulación primitiva (Autonomedia, 2004).
- Karl Marx, «Borradores de una respuesta (a Vera Zasulich)», El Marx tardío y la vía rusa: Marx y «Las periferias del capitalismo», ed. Teodor Shanin (Monthly Review, 1983), 107.
- Cedric Robinson, Una antropología del marxismo (Pluto Press, 2019).
- Wynter, «Unsettling the Coloniality of Being/Power/Truth/Freedom»; Wynter,«1492: A New World View», en Race, Discourse, and the Origin of the Americas, ed. Vera Lawrence Hyatt y Rex Netto. Vera Lawrence Hyatt y Rex Nettleford (Smithsonian Institution Press, 1995); Wynter, «On Being Human as Praxis».
- Jason W. Moore, «Naturaleza y otras palabras peligrosas: Marx, Método y el punto de vista proletario en la Red de la Vida», Antropología Dialéctica, nº 49 (2025). Véase también James O’Connor, Natural Causes: Ensayos de marxismo ecológico (Guilford Press, 1998); y Murray Bookchin, La ecología de la libertad (1982; AK Press, 2005).
- Gayatri Chakravorty Spivak, La muerte de una disciplina (Columbia University Press, 2003), 72-102.
- Robin Wall Kimmerer, Trenzar la hierba dulce: Sabiduría indígena, conocimiento científico y las enseñanzas de las plantas (Milkweed Editions, 2013).
- Kohei Saito, Marx in the Anthropocene: Towards the Idea of Degrowth Communism (Cambridge University Press, 2023), 232.
- Antonia Majaca, «El oikos de la Tierra, el nomos del agujero negro», e-flux journal, nº 143 (marzo de 2024) →.
- Como explica Francisca Pancha Rodríguez, el movimiento surgió de la resistencia al quinto centenario del «descubrimiento» de América, creando «una mayor identidad con la tierra» en la que «la tierra nos unía de nuevo». Francisca Rodríguez y Andrea P. Sosa Varrotti, «Treinta años sembrando esperanza para globalizar la lucha: Mujeres y jóvenes de la Vía Campesina en la construcción de la soberanía alimentaria: una conversación», Revista de Estudios Campesinos 50, nº 2 (2023).
- Sylvia Wynter, «Novela e historia, trama y plantación», Savacou, no. 5 (junio de 1971): 99-100.
- Mariarosa Dalla Costa, «La puerta del jardín: Feminismo y operaísmo», ponencia presentada en el seminario Operaísmo, Roma, junio de 2002 →.
- Dalla Costa, «La puerta del jardín».
- Véase Ross, La forma de la comuna.
- Isabelle Fremeaux y Jay Jordan, Somos la «naturaleza» defendiéndose a sí misma: Enredando arte, activismo y zonas autónomas (Pluto Press, 2021), 80-81.
- Silvia Federici, Reencantando el mundo: Feminismo y política de los bienes comunes (PM Press, 2019), 194.
La praxis de Antonia Majaca como teórica y comisaria interviene allí donde lo planetario y lo epistemológico convergen hacia ecologías políticas propositivas y afirmativas.
—————————