De la manía a la depresión: Guerra a gran escala en Ucrania

Por Yuliia Leites, 11 de agosto de 2025

e-flux.com

Este artículo forma parte de una serie de e-flux Notes llamada Clínica contemporánea,, en la que se pide a psicoanalistas de todo el mundo que comenten los tipos de síntomas y retos terapéuticos que se presentan en sus consultas.

¿Cuáles son las patologías de la clínica actual? ¿Cómo se entrelazan éstas con la política, la economía y la cultura? ¿Y cómo está reaccionando el psicoanálisis ante las nuevas circunstancias?

Terapeuta: Sí, sí… pero aun así, de alguna manera su marido acabó luchando en Azovsteel junto a su hijo.

Paciente: Oh, no. De verdad, no vaya por ahí. Quizá quería demostrarnos algo a mí y a Dmytro, parecer guay o algo así, pero vamos, no es nada. Y a fin de cuentas, no consiguió salvar a nuestro hijo.

La conversación anterior tuvo lugar en junio de 2023 durante un programa de rehabilitación asistido con psicodélicos para soldados ucranianos y sus familias en Europa. Por entonces, yo ya estaba en formación analítica y trabajaba como psicoterapeuta de orientación psicoanalítica.

Nacida en Kiev, pasé la mayor parte de mi vida adulta en el extranjero -Estocolmo, Hong Kong, Moscú. Trabajé con instituciones culturales, comisariando proyectos sobre estilos de vida populares y futuros imaginados. Durante años creí y practiqué la previsión de tendencias y la estrategia. Poco a poco, me di cuenta de que analizaba el mundo para evitar analizarme a mí misma.

Comencé una formación formal en psicoterapia psicoanalítica en 2020. Se abrió un mundo más lento y tranquilo, donde el duelo, la ambigüedad y la vida interior por fin tenían sentido. Llegué justo a tiempo. A mitad de mi formación, comenzó la invasión a gran escala de Ucrania.

Como a menudo en mi vida, empecé con esperanza. Lo mismo les ocurrió a muchos ucranianos. En los primeros días de la invasión a gran escala, había claridad colectiva: la energía de los hombres y mujeres voluntarios, y yo aceptando nuevos clientes, principalmente soldados y sus familiares.

Pero intervino el tiempo. Lentamente, para muchos de nosotros -amigos, pacientes, yo misma- algo cambió. Lo que parecía una larga y victoriosa carga empezó a asentarse en algo más pesado. De la inhalación vigorosa a la exhalación aleccionadora, de la manía a la depresión.

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Petro, un médico de combate, decidió acudir a terapia tras resultar gravemente herido. Durante mis seis meses de trabajo con él, se recuperó y fue asignado a un puesto tranquilo cerca de la frontera occidental de Ucrania. Pero él lo odiaba. Sentía que se estaba perdiendo la verdadera lucha. «Estoy protegiendo a Ucrania de Moldavia», bromeaba amargamente. Quería volver al este, al frente, a la acción. Éste era el motivo de cada sesión.

Una vez me dijo que había enviado una carta ofreciéndose voluntario para un batallón. Eso me destrozó. Le dije algo así como: «Vale, si quieres dejarte caer, déjate caer» -como cuando te tiras por una rampa con el monopatín, cosa que él hacía antes de la guerra. Fue un descuido. Semanas después, fue aceptado en una conocida brigada de asalto en el frente. Él estaba orgulloso y yo aterrorizada. Más tarde supe que ya se había presentado voluntario mucho antes de nuestra sesión. Y todavía me pregunto si mis palabras le empujaron.

En el último mensaje que recibí de él, el 14 de febrero de 2024, decía que echaba de menos la terapia. Estaba luchando las 24 horas del día. Diez días después, en el aniversario de la invasión a gran escala, vi un artículo en Instagram en el que decía que le habían matado.

Todo esto sucedía paralelamente a mi consulta civil. Algunos clientes habían sobornado para salir de Ucrania. Otros se quedaron, apoyando al ejército o simplemente intentando seguir adelante mientras el cielo se caía. Al soportar una depresión implacable y el colapso del orden simbólico, votaron con sus cuerpos, parafraseando a Judith Butler.

Psicoanálisis contra heroísmo: la tensión a la que vuelvo una y otra vez. El marco analítico no glorifica el sacrificio. No prospera con el coraje o la conquista. Espera, escucha, llora. Pero cuando el mundo que le rodea le exige que actúe (lo que se exige con más frecuencia a los menos privilegiados) -que actúe como un héroe, un guerrero, incluso que se cure rápidamente- el contenedor se resquebraja. La manía se filtra. El heroísmo se vuelve compulsivo.

Yo lo viví. Tras enterarme de la muerte de Petro, sentí que tenía que presentarme voluntaria en primera línea. Casi lo hice. Me entrevisté con una brigada de asalto y me aceptaron como terapeuta. Fue mi analista de formación quien me detuvo. Me dijo que destruiría mi candidatura a la Asociación Psicoanalítica Internacional. Quizá tenía razón. Quizá hizo lo que yo no pude hacer por mi soldado: detuvo la obsesión. Él se mantuvo.

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Unos meses más tarde, me uní a un proyecto de base de rehabilitación asistida por psicodélicos para militares y sus familias. Funcionaba enteramente a base de donativos y estaba organizado por ucranianos en el exilio decididos a ayudar a quienes lo habían arriesgado todo.

Un grupo de dos madres y tres soldados acudió a un país de la UE para someterse a un tratamiento psicodélico. Una de las madres tenía una hija que había sido liberada del cautiverio ruso en un intercambio de prisioneros. La segunda era la madre de un soldado llamado Dmytro, que murió en un ataque ruso a una prisión en la que había cautivos del asedio a la planta siderúrgica de Azovsteel en Mariupol. Por un extraño giro del destino, su marido -también soldado- sobrevivió al mismo ataque que acabó con la vida de su hijo.

Dos de los soldados se han convertido en figuras públicas, en iconos nacionales. El tercero fue un silencioso superviviente. Todos eran de clase trabajadora. Antes de la guerra eran casi invisibles. Ahora, la guerra les ha hecho visibles. Lo que también significaba estar expuestos.

La rehabilitación siguió vagamente un protocolo modificado de la Asociación Multidisciplinar de Estudios Psicodélicos: cuatro reuniones terapéuticas preparatorias, una sesión psicodélica (MDMA y psilocibina) y un trabajo de integración de seguimiento.

En la sesión, los soldados revivieron el asedio a Mariupol. Durante los primeros días de guerra, el ruido de las bombas era ensordecedor. Uno de ellos me miró y vio a un guardia de prisión ruso en lugar de a un terapeuta, alguien que le había golpeado y humillado. Tuve que soportar esta proyección y transformarla. Al final intentó abrazarme. Se abrió un espacio de confianza -frágil, pero real.

La madre de Dmytro vio a su hijo, no en la habitación, sino en el espacio psicodélico. Hablaron. Ella lloró. En las siguientes sesiones de integración dijo que se dedicaría a apoyar a otros padres en duelo. Lo impensable se había metabolizado. No era exactamente clínico ni oficial. Era una zona temporal de cuidados.

Unas semanas más tarde todos estaban de vuelta en Ucrania: las madres de vuelta con sus maridos, los soldados de vuelta a su vida civil. Sus mecanismos de defensa también regresaron. Vi dolorosamente claro que la experiencia psicodélica por sí sola no es suficiente. Lo más importante no era la sustancia. Era el recipiente: la sujeción, la atención y el tiempo.

Esto es lo que se le ha quitado a la gente de Ucrania -y de Palestina, y de tantos lugares que sufren guerras coloniales-: las condiciones psíquicas básicas necesarias para el duelo.

En su lugar, lo que se ofrece es rendimiento. La TCC y la pregabalina (Lyrica) se promueven y prescriben ampliamente: un modelo automatizado de atención terapéutica. Esto tiene sentido, ya que hay muy pocos profesionales formados y demasiado dolor. Pero significa que el duelo se convierte en otra cosa que optimizar. El trauma colectivo, en lugar de metabolizarse, se congela.

En mi opinión, y por la experiencia descrita anteriormente, los psicodélicos ayudan. Aceleran la transferencia, salvando los recursos de quienes no los tienen: la clase trabajadora, que es la que más sufre la guerra. Pero no sustituyen la necesidad de sesiones semanales a largo plazo, un privilegio que la mayoría no tiene, incluso cuando crece la necesidad de un apoyo terapéutico profundo.

La Asociación Ucraniana de Investigación Psicodélica -de la que soy un orgulloso miembro, junto con investigadores de Ucrania y colegas occidentales como Rick Doblin y David Nutt- ha emprendido un importante esfuerzo de promoción.1 El enfoque de curación comunitaria, basado en un apoyo terapéutico riguroso y una formación ampliada para los practicantes ucranianos, podría sentar las bases de una metodología híbrida, que no sólo sea eficaz sino también justa.

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Desde mediados de 2022 no he dejado de volver a una casa de las afueras de Atenas, mi refugio temporal. No se trata de una estrategia, sino de algo más cercano a una atracción psíquica. Grecia siempre ha tenido un significado para mí: el sueño de la autonomía, la tierra de los comienzos radicales, el lugar donde las ideas izquierdistas tomaron forma por primera vez en mi imaginación. En Atenas me relacioné con anarquistas, teóricos, pensadores. Veían Ucrania a través del viejo prisma: nacionalista, fascista, alineada con el imperialismo occidental. Una vez di una charla pública en Atenas sobre la realidad de la guerra en Ucrania a través de la lente de mi trabajo terapéutico y voluntario. Más tarde, los organizadores dijeron que al acto habían acudido policías infiltrados. No era sospechosa de nada; paradójicamente, los policías estaban allí para protegerme en caso de que me atacara gente que me consideraba una nazi. Pero la charla fue bien. No se lanzaron molotov.

Menos plácido fue un acto organizado por el partido político griego MeRA25 al que asistí dos días después. Yanis Varoufakis, fundador del partido, expresó su deseo de que la guerra durara lo suficiente para que las fuerzas fascistas de Rusia y Ucrania, según él, se mataran entre sí. Cuando mi marido y yo cuestionamos su postura, nos llamó públicamente fascistas.2 Fue violento y absurdo. Pero aclaró que no existe un espacio neutral.

Aunque muchos en la izquierda griega tienen opiniones prorrusas, tuve la suerte de entablar amistad con Ioanna, Eirini, Siyavash y Yavor. Yavor, un erudito búlgaro, me influyó profundamente al introducirme en las obras del filósofo y psicoanalista Cornelius Castoriadis. Su pensamiento me ayudó a empezar a ver Ucrania como un espacio de resistencia potencial. Como Estado moldeado por el autoritarismo soviético y, más tarde, por el capitalismo oligárquico posterior a 1991, Ucrania se convirtió en un lugar en el que ninguno de los dos sistemas -ni el socialista ni el neoliberal- dejaba espacio para la vida psíquica de su pueblo. A pesar de estas condiciones, los ucranianos siguen encontrando fuerza los unos en los otros y se organizan horizontalmente. Sin embargo, la dependencia de narrativas digeribles complica la realidad. Aquí es donde empecé a entender la «heteronomía» tal y como Castoriadis utilizaba el término: no como una teoría abstracta, sino como una condición vivida. Describe una sociedad que no puede imaginarse a sí misma porque toda imagen que tiene de sí misma le ha sido otorgada desde arriba.

Hace poco participé en una formación de grupo para terapeutas que trabajan con soldados en Ucrania. Lo impartía una de las principales instituciones psicoanalíticas británicas. Un colega ucraniano describió un caso que resultaba casi insoportable de escuchar: una historia de abuso infantil, esclavitud sexual, trauma, disociación, victimización profunda. El formador, un conocido analista inglés, escuchó. Luego dijo que el caso le recordaba a la propia Ucrania, un país víctima que parece encontrar placer en su victimismo.

Hablaba en inglés. El grupo, mayoritariamente ucraniano, no hablaba inglés. Así que tuvimos un traductor que sabiamente suavizó la frase. Lo dijo suavemente, por cariño a los terapeutas ucranianos de las ciudades del frente oriental que participaban en la formación. Los estaba protegiendo.

Pero yo había oído el original. Contuve la respiración un momento. Y luego simplemente dije: «Estoy totalmente en desacuerdo». Eso fue todo. No podía decir más. No quería montar una escena, pero tampoco podía callarme. En ese momento me di cuenta: el imperio habla en voz baja, en generalizaciones, en metanarrativas. Incluso cuando ofrece voluntariamente su tiempo, conserva el derecho a interpretarnos. De decirnos que estamos perdiendo. De decirnos que debemos hacer las paces con la derrota.

Ser analista en el exilio griego, por así decirlo, me ayudó a mantener una distancia sobria con lo incontenible, lo que simultáneamente me permitió retenerlo. Puestas de sol rosadas en el Egeo junto a pesadillas de fosas comunes; olas junto a sirenas; momentos de risas suaves con Zoom con mis clientes que acuden a las sesiones directamente desde las trincheras, seguidos de un derrumbe repentino en su trauma.

Tanto en su brutalidad como en su gracia, éste es un «lugar incómodo», en palabras de Jonathan Littel. No es sólo una geografía sino una condición psíquica, donde aprendemos a estar presentes en temporalidades superpuestas. Es un lugar entre la manía y la depresión. Cuando me encuentro en este lugar, vuelvo a una pregunta que me obsesiona, la pregunta planteada por Gayatri Spivak: «¿Puede hablar el subalterno?». Quiero ir más lejos y preguntar: «¿Puede el subalterno llorar?». Con ella respondo: «Sólo si primero se les escucha. Sólo si alguien está dispuesto a quedarse en ese lugar incómodo y escuchar».

Editado por Nikita Rasskazov.

Yuliia Leites es una psicoterapeuta psicoanalítica de Kyiv, Ucrania, y candidata a la Asociación Psicoanalítica Internacional a través del Grupo de Estudio Ucraniano. Su práctica se sitúa en los puntos de fractura de la guerra y la agitación social: con civiles, soldados y personas queer. Como miembro de la Asociación Ucraniana de Investigación Psicodélica, aporta el pensamiento psicoanalítico a la terapia asistida por psicodélicos, un método radical para una época radical.

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