Antonio Estevan Estevan –
Este artículo apareció publicado en el número 18-19 de la revista Archipiélago, invierno 1994, cuya carpeta temática se titulaba: «Trenes, tranvías, bicicletas. Volver a andar», y en el libro «Contra el automóvil – Sobre la libertad de circular», Editorial Virus, 1996, ISBN 84-8845520-8. Se apoya en determinadas ideas contenidas en el informe «Hacia la reconversión ecológica del transporte en España», redactado por Antonio Estevan Estevan y Alfonso Sanz Alduán, y publicado como Documento de Trabajo del Centro de Investigaciones por la Paz, en Madrid, en junio de 1994.
A lo largo de los últimos veinte años se ha ido imponiendo la evidencia de que el transporte constituye el verdadero «núcleo duro» de la crisis ecológica. El sector del transporte es el principal responsable del efecto invernadero, de los más graves problemas de contaminación atmosférica y contaminación marina, de la urbanización de suelo, del ruido, de la degradación del paisaje rural y urbano, etc. No hay ninguna otra actividad humana cuya influencia sobre el entorno presente la combinación de gravedad y multiplicidad de afecciones que caracteriza al transporte.
En realidad, es lógico que así sea, porque el transporte es la arena en la que se dirime el enfrentamiento primigenio de la especie humana con la Naturaleza. «Dominar» la Naturaleza significa, antes que nada, poder moverse a través de ella con una libertad y una facilidad crecientes. «Civilizar» la Naturaleza significa hacerla accesible y segura para el ser humano, atravesarla y abrirla, para poder catalogar sus diversos elementos como «recursos naturales», y poder trasladarlos o manipularlos hasta convertirlos en bienes económicos, susceptibles de intercambio o acumulación.
Dos seres extraños e incompatibles: el Transporte y la Naturaleza
Un sistema sociocultural es un edificio que se construye sobre cimientos de transporte. Desde la noche de los tiempos, la acumulación o el trueque más elementales han constituido, en primer término, sendas acciones de transporte. Sólo tiene sentido acumular o trocar lo que no abunda en lo inmediato, lo que no está al alcance de cualquier mano, lo que por su propia escasez vale la pena transportar desde algún lugar. A partir de esos gestos embrionarios de socialización, cualquier estructura sociocultural de las que se suceden en la Historia ha de ser representada, primeramente, a través de un mapa político o cultural, que no es sino una delimitación territorial que indica que, dentro del recinto señalado, se manifiestan con especial intensidad ciertas relaciones de comercio, comunicación, dominio y otras formas de conexión entre los seres humanos, y entre éstos y su entorno, que descansan invariablemente sobre el transporte horizontal.
En este complejo entramado de relaciones horizontales que constituyen las culturas humanas tiene su verdadero origen el conflicto entre el Transporte y la Naturaleza: mientras la Naturaleza se organiza principalmente en estructuras verticales y próximas, la especie humana se organiza en estructuras horizontales y lejanas, que descansan sobre alguna forma de Transporte, y que muestran una tendencia al parecer irrefrenable a ampliarse a más y más distancia y a hacerse más y más intensas.
En efecto, en la Naturaleza terrestre, el desplazamiento horizontal de seres vivos o de materiales asociados a ellos es un fenómeno relativamente singular. En la tierra firme, los ciclos biológicos descansan de modo mayoritario sobre la actividad del reino vegetal, que hace circular materiales en sentido casi exclusivamente vertical: transporta nutrientes desde el suelo hasta los tejidos vegetales y los deja caer de nuevo al suelo cuando las hojas o las plantas mueren.
Este predominio de los transportes verticales en la vida terrestre no es nada casual. Como es sabido, de la gran cantidad de energía solar que llega a la Tierra, las plantas logran fijar tan sólo una pequeña parte en forma de biomasa vegetal, mediante reacciones que se efectúan a la temperatura ambiente, y por tanto con rendimientos limitados, casi críticos. La forma más eficiente de acopiar los materiales necesarios para producir biomasa (agua, minerales) es la de bombearlos por capilaridad desde el suelo hasta las partes aéreas de las plantas, donde se produce la fotosíntesis, o bien captarlos directamente desde el aire, como ocurre con el carbono. El ascenso por capilaridad no requiere aportación de energía por parte de la planta; sólo produce un casi imperceptible enfriamiento de la savia, que pronto es equilibrado por el calor ambiental. De este modo, toda la energía solar captada por las plantas puede ser aplicada a alimentar las reacciones fotosintéticas. Las plantas son, en su inmensa mayoría, laboratorios fijos que producen biomasa optimizando hasta el límite sus disponibilidades inmediatas de materiales y energía.
Para poder utilizar la energía tan arduamente almacenada por las plantas, los animales que se alimentan de ellas han de transformarla en un proceso que de nuevo se desarrolla con rendimientos relativamente bajos. Una buena parte de la limitada energía así obtenida la consumen en la producción de trabajo muscular, esto es, del movimiento que les permite ir alcanzando sus alimentos, así como para asegurar otras funciones vitales, de modo que sólo una fracción muy pequeña queda disponible para su acumulación en forma de biomasa animal.
Esto explica la enorme diferencia de biomasa existente – en la tierra firme – en el reino animal y en el reino vegetal: los seres vivos que se desplazan en sentido horizontal – los animales – representan una fracción casi irrelevante de la biomasa terrestre (menos de una diezmilésima parte), y economizan de modo bastante estricto su gasto energético en trabajo muscular, evitando en general los movimientos inútiles o gratuitos. La Naturaleza viviente terrestre está, en esencia, fija. Está constituida por innumerables unidades elementales fijas – las plantas -, organizadas entre sí de modo que dejan un espacio biológico pequeño – en términos relativos – para la vida en su seno de seres dotados de capacidad de movimiento.
A lo largo del tiempo, la especie humana ha ido ocupando ese limitado espacio biológico, primero expulsando del mismo a otros animales y luego ensanchándolo a costa de alterar la propia estructura de los ecosistemas naturales. Pese a ello, las culturas tradicionales, y en particular las que han evolucionado ligadas a sus propias bases de sustentación ecológica y confinadas en ellas, han venido recurriendo al movimiento sólo en la medida imprescindible para satisfacer sus necesidades, utilizándolo en términos en general prudentes, y ateniéndose de algún modo a las reglas naturales de la economía del movimiento. Sin embargo, en relación con el movimiento, como en tantos otros aspectos, las modernas sociedades industriales se han organizado completamente de espaldas a los principios básicos de la Naturaleza. En lugar de aplicarse a perfeccionar los intercambios, las relaciones y los ciclos productivos cercanos, reduciendo al mínimo indispensable los movimientos de materiales a grandes distancias, los sistemas económicos y las formas de vida dominantes en los países desarrollados se apoyan crecientemente en la realización de intercambios y desplazamientos horizontales de grandes masas de personas y mercancías a grandes distancias, para satisfacer cualquier necesidad o deseo, por nimio o irrelevante que sea.
Pero dado que los ecosistemas naturales terrestres han ido autoorganizándose mayoritariamente sobre la base de los ciclos verticales y cercanos descritos más arriba, están muy mal adaptados para soportar intensos movimientos horizontales en su seno. Las estructuras primordiales de los ecosistemas naturales (suelo superficial, comunidades vegetales, interconexiones ecológicas, etc.) presentan una gran fragilidad frente a los desplazamientos horizontales masivos que genera un sistema de transportes masivo de carácter industrial, como el que se ha venido construyendo a lo largo de los dos últimos siglos en las sociedades sometidas al desarrollo. En consecuencia, el transporte tiene que «abrirse paso» a través de unos ecosistemas naturales terrestres que no están «diseñados» para soportarlo, y en su avance va fraccionando y empobreciendo estos ecosistemas, y sustituyendo porciones crecientes de los mismos por espacios inertes, definitivamente perdidos para la Naturaleza y la vida.
Pero estos efectos locales o territoriales del transporte distan mucho de ser los únicos que soporta la Naturaleza como consecuencia de esta actividad. La generalización del transporte motorizado exige la utilización de enormes cantidades de materiales y energía, cuya extracción, transformación y consumo produce grandes masas de residuos sólidos, líquidos y gaseosos, tan extraños a la Naturaleza como lo es el propio concepto de movimiento horizontal masivo.
El ecosistema global, que está capacitado para absorber y reciclar cantidades moderadas de estos residuos, ve pronto desbordada su capacidad de autoregulación cuando el transporte – como otras muchas actividades humanas – introduce en su seno cantidades masivas de residuos en pequeños lapsos de tiempo. Así, por ejemplo, la emisión masiva de CO2 y de diversos gases contaminantes alteran la composición de la atmósfera, la dispersión de petróleo en los mares modifica los ciclos biológicos marinos, y millones de toneladas de residuos sólidos procedentes de los vehículos desechados se acumulan en los vertederos o se difunden por el territorio, envenenándolo y degradándolo. De este modo, el ecosistema global se va deteriorando en muy diversos aspectos, en un proceso exponencial que parece evolucionar lentamente al principio, pero que a partir de un determinado umbral se acerca rápidamente a situaciones de ruptura.
La Naturaleza frente a la carga del transporte
De esta contradicción esencial entre el transporte y la Naturaleza surge el concepto de «capacidad de carga» de los ecosistemas naturales en relación con el transporte, que es el verdadero punto de partida de la visión del transporte desde una perspectiva ecológica. Si el transporte masivo es en sí mismo un elemento extraño al ecosistema natural, la «capacidad de carga», o cantidad total de transporte que éste podrá asimilar sin superar un cierto umbral de deterioro, estará forzosamente limitada.
Por consiguiente, en términos abstractos y genéricos, el crecimiento ilimitado del transporte no es compatible con el equilibrio ecológico. La introducción de tecnología y el perfeccionamiento de la organización del transporte podrán elevar, hasta cierto punto, la capacidad de carga de transporte de un determinado ecosistema (o del ecosistema global), para un nivel de deterioro que se designe socialmente como «aceptable». Pero las mejoras tecnológicas y organizativas están afectadas por la ley de los rendimientos decrecientes, como lo está cualquier otro fenómeno físico, desde el incremento de la velocidad relativista en el reino de lo muy grande hasta la ampliación del conocimiento o certidumbre cuántica en el reino de lo muy pequeño. En el límite de toda perfección imaginable para un sistema de transporte, siempre permanecerá la masa objeto del transporte desplazándose a una cierta velocidad, y los ecosistemas naturales seguirán sin ser transparentes frente a ese desplazamiento material en su seno.
Sin embargo, la incompatibilidad esencial entre el transporte y el equilibrio ecológico no termina en esta visión «estática» de la capacidad de carga. Al introducir el concepto de velocidad, esta incompatibilidad se acentúa, porque el deterioro de los ecosistemas naturales aumenta con la velocidad a la que se efectúan los desplazamientos a través de los mismos. En efecto, las leyes de la Naturaleza establecen que, a igualdad de las demás condiciones físicas quie caracterizan a un determinado fenómeno de movimiento, la energía requerida para desplazar un móvil crece necesariamente con la velocidad. El incremento de la velocidad del transporte sólo puede lograrse con mayores consumos de energía, y también de los diversos materiales utilizados en la construcción de vehículos o infraestructuras, y de los residuos generados a lo largo de todo el proceso. El desarrollo tecnológico puede ir perfeccionando el marco físico en el que se produce el transporte (disminución del rozamiento, optimización de los vehículos o contenedores, mejoras en la eficiencia de las transformaciones energéticas, etc.), pero dentro de cada marco físico-tecnológico, el incremento de velocidad seguirá requiriendo mayores consumos de energía y materiales. Y, por supuesto, a lo largo del tiempo las mejoras tecnológicas asociadas al incremento de velocidad seguirán ofreciendo sólo rendimientos decrecientes en relación con estos consumos.
En suma, la capacidad de carga de transporte de cualquier ecosistema, para un nivel máximo de deterioro dado, presenta límites absolutos, los cuales se estrechan al aumentar la velocidad del transporte. Si se aumenta indefinidamente la carga de transporte, o la velocidad media del mismo, o ambas, a través de un determinado ecosistema, éste registrará un deterioro indefinidamente creciente. Las mejoras tecnológicas y organizativas sólo lograrán, a lo sumo, frenar o moderar este proceso, pero no detenerlo, ni mucho menos invertirlo.
Ésta es, en síntesis, la visión del problema del transporte que es propia del llamado «ecologismo profundo», que contempla el mantenimiento del equilibrio ecológico como un valor primordial en sí mismo, además de colocarlo en primer término entre los intereses humanos en el largo y muy largo plazo. Aunque la utilización de esta forma de razonamiento puede parecer – y probablemente lo es – escasamente operativa para enfrentarse a la gestión de los problemas inmediatos del transporte, ciertamente aporta un marco general de notable utilidad para la comprensión global del conflicto ambiental del transporte. En primer lugar, porque ofrece bases sólidas para cuestionar la visión convencional del transporte como un bien económico cuya producción es deseable incrementar indefinidamente, esto es, como una expresión más de la riqueza y el bienestar social.
En segundo lugar, porque explica muy razonablemente el proceso histórico global que han registrado las relaciones entre el transporte y el medio ambiente desde el inicio de la revolución industrial. El deterioro ambiental debido al transporte no ha dejado de crecer desde entonces, y ni el desarrollo tecnológico ni la invención de nuevos modos de transporte han logrado frenar este proceso de deterioro, sino en todo caso acentuarlo, al posibilitar el aumento continuo de la carga de transporte y de la velocidad. Las últimas décadas del presente siglo, en las que se ha ido extendiendo la conciencia ambiental y se han multiplicado las capacidades tecnológicas, son precisamente las que han registrado un mayor deterioro ambiental debido al transporte.
Y por último, porque, en su aplicación a entornos territoriales restringidos, explica la aparición de situaciones locales de manifiesta ruptura del equilibrio ambiental debidas en buena medida al transporte. En las páginas anteriores se ha centrado la atención en las limitaciones de capacidad de carga de transporte de los ecosistemas naturales y del ecosistema global, en los que este fenómeno se manifiesta con gran claridad y fuerza ilustrativa. Pero el proceso se reproduce de modo conceptualmente idéntico, aunque a menor escala territorial, en los ecosistemas urbanos o en los ecosistemas regionales caracterizados por una densa ocupación humana.
El eterno debate de la movilidad y la accesibilidad
El punto de partida para el avance hacia una «sociedad ecológica» en el campo del transporte es la clarificación del significado de los conceptos de «movilidad» y «accesibilidad», como objetivos genéricos de la actividad del transporte. Desde hace mucho tiempo, la confusión que reina en torno a estos conceptos viene pesando como una losa sobre las posibilidades de adaptación de las actividades de transporte a su propio entorno ecológico.
En la terminología del transporte, la «movilidad» es un parámetro o variable cuantitativa que mide simplemente la cantidad de desplazamientos que las personas o las mercancías efectúan en un determinado sistema o ámbito socioeconómico. Se puede expresar en términos individuales (por ejemplo, el número medio de viajes o de kilómetros recorridos por persona), o en términos agregados (por ejemplo, el total de kilómetros recorridos por los habitantes de un país).
La «accesibilidad», por el contrario, es una noción o variable cualitativa que indica la facilidad con que los miembros de una comunidad pueden salvar la distancia que les separa de los lugares en que pueden hallar los medios de satisfacer sus necesidades o deseos.
Existen dos formas contrapuestas de perseguir la mejora de la accesibilidad. La primera identifica accesibilidad con facilidad de desplazamiento: un lugar es tanto más «accesible» cuanto más eficiente sea el sistema de transporte que permite desplazarse hasta el mismo. Este enfoque, que es el propio de la visión convencional del transporte, conduce a reforzar continuamente las infraestructuras, los vehículos y el conjunto del sistema de transportes, lo cual facilita el incremento de la movilidad motorizada y, por tanto, de la producción de transporte.
La segunda identifica accesibilidad, ante todo, con proximidad: una necesidad o deseo son tanto más accesibles – en el plano espacial o geográfico -, cuanto menor y más autónomo pueda ser el desplazamiento que hay que realizar para satisfacerlos. En este enfoque, que es el que corresponde a la visión ecológica del transporte, la movilidad y la consecuente «producción» de transporte dejan de ser valores positivos en sí mismos, para pasar a ser contemplados como tributos que la Naturaleza y la propia sociedad deben afrontar para satisfacer las necesidades y los deseos de las personas.
Contra el vicio del transporte, la virtud de la cercanía
De modo natural, esta argumentación conduce a situar la «creación de proximidad o cercanía» como objetivo central de toda política de transportes de orientación ecológica, que persigue la reducción de la movilidad motorizada y, por tanto, de la carga de transporte sobre el medio ambiente, manteniendo o mejorando al mismo tiempo la accesibilidad.
El concepto de «creación de proximidad» va mucho más allá de las implicaciones obvias del término sobre la localización de las diversas actividades humanas sobre el territorio. Es un concepto también, y sobre todo, aplicable a la organización de la producción y el consumo, a las formas de satisfacer mil y una necesidades y anhelos individuales y, en general, a la organización socioeconómica global. Una sociedad y una economía ecológicas son aquellas que emulan los principios de la Naturaleza y se adaptan a ellos, en lugar de violentarlos. Por consiguiente, valoran especialmente lo cercano, utilizan cuidadosamente todo aquello que está disponible en su entorno inmediato, y reservan los desplazamientos lejanos de personas y mercancías para resolver necesidades y deseos relevantes que no pueden ser satisfechos mediante la utilización de recursos próximos. Cualquier contribución en estas direcciones constituye una efectiva «creación de proximidad».
La creación de proximidad en todos los planos personales, sociales y económicos es la única estrategia de fondo capaz de instaurar un proceso de aproximación continua hacia la plena compatibilización ecológica del transporte. La creación de proximidad no es simplemente un nuevo conjunto de técnicas de planificación territorial, por más que estas técnicas sean ciertamente necesarias y urgente su desarrollo y aplicación. Es, sobre todo, una concepción global de la organización de las relaciones humanas, y también un criterio rector de la conducta individual, aplicable a todos los ámbitos de la existencia. La creación de proximidad presenta, obviamente, importantes implicaciones económicas. Exige avanzar hacia sistemas económicos autocentrados, bien adaptados a sus condicionantes ecológicos, especializados en la satisfacción eficiente de necesidades a partir de los recursos locales, refinados en la obtención y en el buen aprovechamiento de los bienes más masivos o más dependientes del transporte: agua, energía, alimentos, materiales de construcción… Exige también otras formas de utilizar los objetos y de establecer las preferencias entre ellos, valorando y agotando su durabilidad, apreciando la cercanía del origen de las cosas, y su grado de vinculación a la propia cultura. Presenta también importantes implicaciones sociales. Revaloriza los comportamientos y las redes de apoyo mutuo y de solidaridad inmediata. Facilita el intercambio directo de bienes y servicios y la resolución de múltiples necesidades en el seno de los diversos círculos a los que se extienden las relaciones personales. Conlleva la aceptación de múltiples responsabilidades sociales y ambientales compartidas en el plano local. Cuestiona la validez y aun la viabilidad a largo plazo de las grandes estructuras sociales centralizadas verticalmente y desarticuladas en el plano horizontal, en sus diversas expresiones territoriales (metrópolis), productivas (grandes corporaciones) o burocráticas.
Estas implicaciones sociales y económicas tienen evidentes traducciones políticas. Exigen profundas revisiones de las estructuras institucionales, de la distribución territorial del poder político, de los grados de autonomía y soberanía atribuibles a cada conjunto social. Invalidan buena parte, cuando no la totalidad, de las tendencias de reorganización del poder político imperantes, que sistemáticamente trasladan mayores cuotas de ese poder hacia las organizaciones y estructuras institucionales de mayor rango territorial. Desmienten la idea de la inexorabilidad de los procesos de globalización económica y política que están siendo impuestos en el ciclo histórico actual: ningún proceso insostenible a largo plazo ha sido ni puede ser inexorable en la Historia; pero la noción de «economía global» que se presenta actualmente como la próxima etapa en la evolución inexorable del capitalismo constituye un verdadero antiparadigma ecológico y es, por ello, intrínsecamente insostenible: está «creando lejanía», de modo continuo, en el ejercicio de cualquier actividad.
La omnipresencia del transporte como soporte más o menos directo de todas las relaciones humanas y el carácter prometeico de su conflicto con la Naturaleza, tienen la virtud de hacer aflorar las principales inviabilidades físicas del modo de producción y de organización social occidental. Cuando el razonamiento sobre ese conflicto es llevado hasta sus últimas consecuencias y se confrontan las necesarias conclusiones de ese discurso con las realidades observables en el ámbito del transporte, se hace patente la imposibilidad de hallar soluciones verdaderas y definitivas sin salir de las fronteras del sistema establecido.
El concepto de creación de proximidad proporciona una vía de escape segura y practicable para ese aparente dilema, y no desprovista de atractivo si es interpretada correctamente. No contiene nada de aislamiento personal o social, ni mucho menos de retroceso histórico – un concepto imposible -, ni de estancamiento, ni de declive técnico, económico o cultural. Antes al contrario, la construcción de sociedades capaces de alcanzar la plena adaptación a su propio sustrato físico y el máximo disfrute de lo cercano, de establecer nuevas formas de interconexión con lo lejano tan satisfactorias como compatibles, y de conciliar ambos logros en sistemas indefinidamente estables y en continuo perfeccionamiento material y moral, constituye un empeño mucho más arduo y que requiere mucho más esfuerzo e inteligencia humana que la lucha en la batalla de la competitividad por un puesto de honor en la economía global capitalista, para rodar con ella hacia el abismo ecológico.
En su dificultad y su necesidad radica precisamente su atractivo, pues éstos y no otros son los atributos de la utopía. Pero se trata – ¿cómo iba a ser de otra manera? – de una utopía bastante cercana, con muchos ingredientes conocidos, otros por descubrir y, por supuesto, muchos por inventar. Había muchos elementos de creación de proximidad (económica, técnica, social, cultural, política) en nuestras propias sociedades tradicionales, antes de que fueran barridos por aquella turbulenta ola del desarrollo. No pocos de entre ellos conservan toda su vigencia y aún es posible recuperarlos, restaurarlos y adaptarlos al tiempo actual con la habilidad y el sosiego que proporciona la pérdida de la inocencia, que alguna ventaja tiene que tener.
Pero son todavía muchos más los que han quedado a salvo en numerosas sociedades de esas que los expertos denominan «subdesarrolladas», porque han venido desenvolviéndose en equilibrio durante muchos siglos o hasta milenios, antes de que el desarrollo de las otras las convirtiera a ellas en «subdesarrolladas» y a todas en insostenibles. Las sociedades a las que sí se les aplicó el desarrollo van a necesitar pronto esos valiosos conocimientos de la organización de lo cercano, y otros muchos que sólo pueden pervivir en un contexto de cercanía, como la conservación de la biodiversidad.
Y probablemente muchas más formas de creación de cercanía van a tener que ser trabajosamente inventadas para dar solución a problemas y dificultades que son producto de la propia aplicación del desarrollo, y cuya solución, si existe, nadie conoce todavía. La reorganización de las economías y las sociedades desarrolladas para cortar el insostenible proceso de globalización que ellas mismas han desencadenado, y para instaurar en su lugar la creación sistemática de proximidad y cercanía, constituye un debate prácticamente por comenzar, que promete ser uno de los más vivos y complejos de los muchos que ha suscitado el ecologismo.