Marta Román Rivas
A pie, Núm. 1 – Primavera 2000
«Niños, en la calle no se juega. En la acera no se enreda». Esa es la enseñanza que se transmite a las nuevas generaciones de ciudadanos. Los peatones y sobre todo los niños que cometen imprudencias son tachados de peligrosos. Según esta versión de la seguridad vial, el comportamiento arriesgado de los pequeños es la causa de sus accidentes.
El mensaje que social e institucionalmente se está implantando considera que un individuo de treinta kilos de peso corriendo detrás de una pelota es un ser peligroso al que hay que adiestrar. En cambio, una máquina de mil kilos de acero surcando las calles a más de sesenta por hora no lo es. Quien debe tener cuidado y retirarse para no causar problemas es el menor de edad, el que todavía no tiene responsabilidad civil; por el contrario, el conductor que por su condición supera los dieciocho años, tiene todas las prerrogativas y bendiciones para campar por sus respetos en las calles de la ciudad. Cuanto más corra, mejor, más fluido será el tráfico.
Esta jerarquía de valores, esta concepción del peligro, ha desembocado en la práctica desaparición de niños «sueltos» por las calles de la ciudad. En España no hay datos al respecto pero asumiendo que este fenómeno es similar al de otros países, se habla de que en los años setenta el 90% de los niños menores de siete años iban solos al colegio y en tan sólo veinte años esta cifra ha caído al 10%. Los niños ahora son como animales peligrosos a los que hay que tener encerrados, bien en casa o bien en recintos vigilados, y cuando se les saca a pasear deben ir permanentemente controlados.
Las repercusiones que tiene el haber convertido a los niños en ciudadanos non gratos son enormes para todos los habitantes de la ciudad. Podemos empezar a evaluar las repercusiones que tiene para ellos mismos, para su salud, por la falta de ejercicio físico. Si no pueden jugar en las aceras de la ciudad, si no pueden correr libremente a diario cerca de su casa, si no les permiten cruzar la calle solos para acceder a una plaza o a un parque ¿dónde van a explayarse? ¿en un piso de setenta metros cuadrados?. Todos los problemas de obesidad infantil o de colesterol que hoy en día tanta alarma causan a los padres, son un reflejo de esta vida sedentaria y no sólo un problema de mala alimentación, como se está planteando.
Si no pueden ir solos, no pueden relacionarse autónomamente con los de su talla o con otras personas. Su desarrollo psicosocial se ve comprometido tanto como su desarrollo físico. Los adultos de ahora miran extrañados a los niños como si fueran enfermos teleadictos, pegados a las pantallas del ordenador, manipulando como obsesos las máquinas de videojuegos. Pero ¿qué espacio les hemos dejado?. Las nuevas tecnologías aparecen como máquinas salvavidas que consiguen entretener a los niños en espacios cerrados. Ellos, a través de la televisión, conquistan otros mundos y viven las aventuras que se les veda en este entorno acotado. Para los que cuidan de ellos estas máquinas permiten que sus fieras estén temporalmente sosegadas.
Cuando se les saca a la calle y entran en contacto con el espacio público, el lugar por antonomasia de relación social, perciben la jerarquía de valores imperante donde el fuerte manda sobre el débil. Perciben un espacio crispado por las prisas, cargado de ruidos, de humos. Ellos siempre bajo consignas y gritos para que no corran, para que no crucen, para que no se muevan. ¿Cómo van a aprender valores de solidaridad en un escenario de estas características?. No nos engañemos, los niños aprenden lo que ven.
No hay más que observar a las nuevas generaciones de jóvenes conductores que, en vez de haber aprendido a convivir con los coches tras años de motorización y tras tantas enseñanzas de seguridad vial, se lanzan desbocados a las calles y carreteras y hacen gala de su posición de poder apretando el acelerador. Es difícil que los nuevos individuos se incorporen y se integren como adultos en la colectividad sin problemas, después de varios años de cautividad. Jóvenes que no han podido ir conociendo paulatinamente su entorno, que no saben orientarse, que se pierden en su propia ciudad. Su irrupción en las calles como seres adultos, sin etapas intermedias de socialización, sin una vinculación e identificación con el lugar donde viven, genera problemas a toda la colectividad.
Los graves accidentes de carretera de tantos jóvenes se fraguan en esas concepciones colectivas. Ellos son víctimas de una escala de valores sociales que da preeminencia y poder a los que van sobre cuatro ruedas frente a los que caminan. Ellos sólo hacen uso y disfrutan de su nueva condición de reyes del asfalto.
La seguridad vial que actualmente se enseña no evita el encontronazo de los jóvenes con la libertad. La seguridad vial ha permitido reducir los atropellos entre los grupos de población infantil, no porque la calle sea más segura sino porque los niños han desaparecido de la escena pública y porque los adultos que les cuidan han extremado su vigilancia y control.
Por eso, otra de las repercusiones de este recorte de libertad infantil es la exigencia de tener carceleros permanentes. Los padres y sobre todo las madres -sobre quienes sigue recayendo el cuidado de los hijos- se han visto convertidos en acompañantes, vigilantes y guardianes de estos seres considerados como peligrosos. Ahora tienen que suplir con dinero, imaginación o resignación las deficiencias de esta construcción urbana. Acompañarles hasta la puerta del colegio, aguantar sus energías dentro de casa, llevarles y traerles a diversas clases extraescolares para tenerles entretenidos, vigilarles en el parque mientras juegan. Soluciones individuales para hacer frente a un grave problema colectivo. Esto no ha sido siempre así, seguro que buena parte de las personas adultas que leen este artículo asocian una calle a su infancia. Seguro que quienes diseñan y planifican esta ciudad del automóvil, conocieron palmo a palmo su itinerario al colegio, el disfrute de ese momento de libertad, de ese encuentro con lo imprevisto, con el otro, con la posibilidad de desviarse y transgredir normas, de irse convirtiendo en personas.
El hecho de que a los pequeños habitantes de la ciudad se les haya truncado esta entrada paulatina en el mundo exterior amenaza su desarrollo como ciudadanos sanos y equilibrados, sometidos como están a una condena de entre diez y doce años de cautividad por haber nacido en una ciudad «moderna».
Marta Román Rivas, geógrafa.