Texto extraído del libro de Iván Illich “La convivencialidad”
Ocotepec, 1978.
1. La medicina
A semejanza de lo que hizo la Reforma al arrancar el monopolio de la escritura a los clérigos, podemos nosotros arrancar el enfermo a los médicos. No es necesario ser muy sabio para aplicar los descubrimientos fundamentales de la medicina moderna, reconocer y atender la mayoría de los males curables, para aliviar el sufrimiento del otro y acompañarle cuando se aproxima la muerte. Nos es difícil creerlo, porque, complicado a sabiendas, el ritual médico nos encubre la simplicidad de los actos. Conozco una niña norteamericana de diecisiete años que fue procesada por haber atendido la sífilis primaria de 130 camaradas de escuela. Un detalle de orden técnico, señalado por un experto, le valió el indulto: los resultados obtenidos fueron, estadísticamente, mejores que los del Servicio de Salud.
Seis semanas después del tratamiento ella logró exámenes de control satisfactorios de todos sus pacientes, sin excepción. Se trata de saber si el progreso debe significar independencia progresiva o progresiva dependencia.
La posibilidad de confiar la atención médica a no especializados va en contra de nuestra concepción del mayor bienestar, debido a la organización establecida por la medicina. Concebida como una empresa industrial, está en manos de productores (médicos, hospitales, laboratorios, farmacéuticos) que estimulan la difusión de procedimientos avanzados, costosos y complicados, reduciendo así al enfermo y a sus cercanos al estatus de clientes dóciles. Organizada como sistema de distribución social de beneficencia, la medicina incita a la población a luchar por unos siempre crecientes cuidados dispensados por profesionales en materia de higiene, de anestesia o de asistencia a los moribundos. Antaño el deseo de justicia distributiva se basaba en la confianza en la autonomía. Actualmente, congelada en el monopolio de una jerarquía monolítica, la medicina protege sus fronteras impulsando la formación de una valla de para-profesionales a cuyos subtratamientos se somete al enfermo, que antes los recibía de sus allegados. Con esto la organización médica protege su monopolio ortodoxo contra la competencia desleal de toda curación obtenida por medios heterodoxos. En realidad, cualquiera puede cuidar de su prójimo y en este campo no todo es necesariamente materia de enseñanza. En una sociedad en que cualquiera podría y debería cuidar de su prójimo, simplemente unos serían más expertos que otros. En una sociedad en que se naciera y muriera en casa, o en que el lisiado y el idiota no fueran desterrados de la plaza pública, en que se supiera distinguir la vocación médica de la profesión de plomero, se encontrarían personas para ayudar a los demás a vivir, a sufrir y a morir.
La complicidad evidente entre el profesional y su cliente no basta para explicar la resistencia del público a la idea de desprofesionalizar la atención. En la raíz de la impotencia del hombre industrializado se encuentra la otra función de la medicina actual, que sirve de ritual para conjurar la muerte. El paciente se confía al médico, no sólo a causa de su padecimiento, sino por miedo a la muerte, para protegerse de ella.
La identificación de toda enfermedad con una amenaza de muerte es de origen bastante reciente. Al perder la diferenciación entre el alivio de una enfermedad curable y la preparación para aceptar un mal incurable, el médico moderno ha perdido el derecho de sus predecesores a distinguirse claramente del brujo y del charlatán; y su cliente ha perdido la capacidad de distinguir entre el alivio del sufrimiento y el recurso al conjuro. Con la celebración del ritual médico, el médico encubre la divergencia entre el hecho que profesa y la realidad que crea, entre la lucha contra el sufrimiento y la muerte por una parte, y el retardo de la muerte a costa de sufrimientos prolongados, por otra. La entereza de asistirse a sí mismo la tiene únicamente el hombre que tiene la entereza de enfrentarse a la muerte.
2. El sistema de transportes
A comienzos de la década del treinta, bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas, México fue dotado de un sistema moderno de transportes. En pocos años, las cuatro quintas partes de la población percibieron las ventajas del transporte motorizado. Las poblaciones principales fueron unidas por caminos o trochas. Camiones sólidos, sencillos y duraderos, hacían el trayecto a una velocidad inferior a treinta kilómetros por hora. Los pasajeros se apretaban en los bancos clavados al piso, mientras los equipajes y las mercancías iban atrás o sobre el techo.
En distancias cortas, el camión no aventajaba a la gente habituada a caminar llevando pesadas cargas, pero daba a todos la posibilidad de recorrer distancias largas. El hombre ya no arrastraba su cerdo al mercado, lo llevaba consigo en el camión.
Cualquiera, en México, podía ir a cualquier punto del país en unos cuantos días.
A partir de 1945, cada año es mayor el gasto para el sistema vial. Se construyeron autopistas entre algunos centros importantes. Frágiles automóviles ruedan sobre carreteras bien asfaltadas. Los vehículos pesados van de una fábrica a la obra. Los viejos camiones para todo terreno y para todo uso han sido desplazados a las montañas. En la mayoría de los Estados, el campesino debe tomar un autobús para ir al mercado a comprar productos industrializados, pero le es imposible cargar en el vehículo a su cerdo, y se ve obligado a venderlo al comprador ambulante. Sin embargo, contribuye a financiar la construcción de carreteras que aprovechan los detentadores de diversos monopolios especializados. Está obligado a hacerlo, bajo el supuesto de que, en última instancia, también él será beneficiario del progreso.
A cambio de un trayecto ocasional sobre el asiento tapizado de un autobús con aire acondicionado, el hombre medio ha perdido mucho de la movilidad que le garantizaba el sistema antiguo, sin que por ello haya ganado en libertad. Un estudio hecho en dos de los grandes estados típicos de México —uno desértico, el otro montañoso y tropical— confirma lo que decimos. Menos del uno por ciento de la población de esos dos estados ha recorrido en 1970 más de veinte kilómetros en menos de una hora. Un sistema de bicicletas o de carretas, motorizadas quizás, hubiera representado para el 99% de la población una solución técnicamente mucho más eficaz que la tan cacareada red de carreteras. Esta clase de vehículos pueden construirse y mantenerse a costos relativamente bajos, y podrían moverse por redes viales análogas a las del Imperio Inca.
El argumento en favor de la producción masiva de automóviles y de carreteras es que ellas son condición del desarrollo, que sin ellas una región queda desconectada del mercado mundial. Queda por ver si la integración al mercado monetario, que en nuestros días es un símbolo luminoso, es realmente la meta del desarrollo.
Desde hace algunos años se empieza a admitir que los automóviles, en la forma en que se utilizan, no son eficaces. Se atribuye esta falta de eficiencia al hecho de que los vehículos se han concebido para la propiedad privada y no para el bien público. En realidad, el sistema moderno de transportes no es eficiente porque todo incremento en velocidad se asimila a un progreso en la circulación. Al igual que el imperativo de mayor bienestar a toda costa, la carreraHay autores póstumos, escritores cuyas obras sólo revelan su radical significado décadas después de haber sido publicadas. Éste es el caso de Iván Illich, pensador de extraña originalidad, polifacético e inclasificable, que apenas ahora –en medio de la catástrofe ecológica y el delirio tecnológico− alcanza su verdadero momento de legibilidad. En las páginas de Otra modernidad es posible. El pensamiento de Iván Illich el lector contemporáneo encontrará no sólo una de las críticas más potentes dirigidas contra ese conjunto de prácticas, supuestos e instituciones que llamamos «modernidad», sino algo aún más urgente: la promesa de una sociedad más habitable. por la velocidad es una forma de desorden mental. En el país capitalista el viaje largo es una cuestión de dinero. En el país socialista, es una cuestión de poder. La velocidad es un nuevo factor de estratificación social en las sociedades supereficientes.
La intoxicación por la velocidad es un buen campo para el control social de las condiciones del desarrollo. En Estados Unidos, la industria de los transportes, en todas sus formas, devora el 23% del presupuesto total de la nación, consume el 35% de la energía y, al mismo tiempo, es la fuente principal de contaminación y la razón más poderosa del endeudamiento de las familias. Esta misma industria con frecuencia consume una fracción aún mayor del presupuesto anual de las municipalidades latinoamericanas. Y lo que en las estadísticas aparece bajo la rúbrica ‘desarrollo’, es en realidad el vehículo motorizado del médico o del político. Cuesta más caro al conjunto de la población que a los egipcios la construcción de la pirámide de Keops.
Tailandia, por ejemplo, es célebre en la historia por su sistema de canales, los klongs. Estos canales cubrían con su red todo el país. Garantizaban la circulación de los hombres, del arroz y de los impuestos. Ciertos poblados quedaban aislados durante la temporada seca, pero el ritmo estacional de la vida hacía de este aislamiento periódico ocasión para la meditación y las celebraciones. Un pueblo que se concede largas vacaciones y las llena de actividades, ciertamente no es un pueblo pobre.
Durante los últimos cinco años, los canales más importantes han sido rellenados y transformados en carreteras. A los conductores de autobús se les paga por kilómetro, y los vehículos aún son poco numerosos. Asimismo, en un corto plazo, los tailandeses probablemente batirán los récords mundiales de velocidad en autobús. Pero habrán de pagar cara la destrucción de las milenarias vías acuáticas. Los economistas dicen que el autobús y los automóviles inyectan dinero a la economía. Esto es cierto, ¿pero a qué precio? ¿Cuántas familias van a perder su ancestral embarcación y, con ella, la libertad? Jamás los automovilistas hubieran podido competir con ellas si el Banco Mundial no les hubiera pagado las carreteras y si el gobierno tailandés no hubiera promulgado nuevas leyes que autorizaran la profanación de los canales.
3. La industria de la construcción
El Derecho y las Finanzas están detrás de la industria de la construcción, dándole poder para sustraer al hombre la facultad de construir su propia casa. Últimamente, en más de un país de América Latina se han lanzado programas destinados a dar a cada trabajador ‘un alojamiento decente’. Al principio se establecieron nuevas normas para la construcción de unidades habitacionales. Éstas estaban destinadas a proteger al adquisidor de los abusos de la industria de la construcción. Pero, paradójicamente, estas mismas normas han privado a un número mayor de gente de la posibilidad tradicional de construirse su casa.
Este nuevo código habitacional dicta condiciones mínimas que un trabajador, al construirse su casa en el tiempo libre, no puede satisfacer. Aún más, el solo alquiler de una vivienda cualquiera construida industrialmente sobrepasa el ingreso del ochenta por ciento de la población. Este ‘alojamiento decente’, como se dice, no puede ser ocupado más que por gente acomodada o por aquellos a quienes la ley concede una subvención para vivienda.
Los alojamientos que no satisfacen las normas industriales se declaran peligrosos e insalubres. Se rehúsa ayuda pública a la aplastante mayoría de la población que no tiene medios para comprar una casa, pero que bien podría construirla. Los fondos públicos destinados al mejoramiento de las condiciones habitacionales en las barriadas pobres se destinan a la construcción de poblaciones nuevas cercanas a las capitales provinciales y regionales, en donde podrán vivir los funcionarios, los obreros sindicados y los que tienen conexiones. Toda esa gente es empleada del sector moderno de la economía, tiene trabajo. Se les puede clasificar entre los que hablan de su trabajo en sustantivo. Los que no trabajan o que trabajan de cuando en cuando, y los que apenas alcanzan el nivel de subsistencia, utilizan la forma verbal cuando, por casualidad, les es posible trabajar.
Sólo las personas que tienen trabajo reciben subvenciones para construir su casa; además, todos los servicios públicos están organizados para hacerles la vida grata. En las grandes ciudades de América Latina, el diez por ciento de la población consume alrededor del cincuenta por ciento del agua potable. La mayoría de esas ciudades están en los altiplanos, donde el agua es muy escasa. El código de urbanismo impone normas mucho más bajas que las de los países ricos, pero, al prescribir cómo se deben construir las casas, crea un ambiente de escasez de alojamientos.
La pretensión de una sociedad de ofrecer cada vez mejores viviendas sufre de la misma aberración que la de los médicos al pretender cada vez mayor bienestar, o la de los ingenieros al producir cada vez más velocidad. En lo abstracto se fijan fines imposibles de alcanzar, y en seguida se sustituyen los medios por los fines.
Lo que ha sucedido en toda la América Latina en los años sesenta, incluyendo a Cuba, también ha sucedido en Massachusetts. En 1945, la tercera parte de las familias habitaba una casa que era enteramente obra de sus ocupantes, o había sido construida según sus planos y bajo su dirección. En 1970, la proporción de esas casas no representaba más que el once por ciento del total. Entretanto, el alojamiento se había convertido en el problema número uno. Aunque gracias a las nuevas herramientas y a los materiales disponibles, construir una casa se ha hecho más fácil en la actualidad, son las instituciones sociales —reglamentos, sindicatos, cláusulas hipotecarias— las que se oponen a ello.
La mayoría de la gente no se siente realmente en su casa, sino cuando una parte significativa del valor de ella es fruto de su propia labor. Una política convivencial se ocuparía primero de definir lo que es imposible que alguien obtenga por sí mismo, cuando se construye su casa. En consecuencia, aseguraría a cada uno el acceso a un mínimo de espacio, de agua, de elementos prefabricados de herramientas convivenciales, desde el barreno hasta el montacargas y, probablemente, también el acceso a un mínimo crédito.
Semejante inversión de la política actual daría a una sociedad posindustrial moradas modernas tan atractivas para sus miembros como lo fueron, para los antiguos mayas, las casas que aún son la regla en Yucatán.
Hoy día, la asistencia, los transportes, la vivienda, son concebidos como el resultado necesario de una acción que exige la intervención profesional.
Esta intervención se concreta por la suma de quanta sucesivas, siendo el quantum la unidad mínima de medida. Tres años de escuela tienen peores efectos que la falta de escolarización: hacen del niño que la abandona un fracasado. Lo que es válido para la escuela lo es también para la medicina, los transportes, la vivienda, la agricultura o la justicia. Los transportes motorizados no son rentables sino a partir de cierta velocidad. La acción de la justicia no es rentable más que cuando la importancia del daño sufrido justifica el costo de la acción judicial. Sembrar nuevas especies no es rentable más que cuando el granjero dispone de suficiente tierra y capital. Es fatal que los instrumentos asombrosos, concebidos para obtener fines sociales definidos en abstracto, provean productos inaccesibles, por quanta, a la mayoría de la gente. Por lo demás, esos instrumentos están integrados. Es la misma minoría la que utiliza la escuela, el avión, el teletipo y el aire acondicionado. La productividad exige recurrir a quanta ya diseñados de valores definidos por las instituciones, y una gestión productiva exige que un mismo individuo tenga a la vez acceso a todos esos lotes bien condicionados. La demanda de cada producto específico es regulada por la ley de un medio instrumentado, que concurre a mantener las circunstancias producidas por las otras profesiones. La gente que vive entre su automóvil y su apartamento en un rascacielos, debe poder terminar su existencia en el hospital. Por definición, todos esos bienes son escasos y cada vez se vuelven más escasos, a medida que las profesiones se especializan y elevan el nivel de normas que las rigen. De allí que todo nuevo quantum lanzado al mercado frustra a más gente de la que satisface.
Las estadísticas que demuestran el crecimiento del producto y el elevado consumo per cápita de quanta especializados encubren la amplitud de los costos invisibles.
La gente es mejor educada, mejor atendida, mejor transportada, mejor divertida y con frecuencia mejor alimentada, bajo la sola condición de que, por unidad de medida de eso mejor, acepte dócilmente los objetivos fijados por los expertos. La posibilidad de establecer una sociedad convivencial depende de que se reconozca el carácter destructor del imperialismo político, económico y técnico. Es más importante para una sociedad posindustrial fijar criterios para la concepción de la instrumentación —y límites a su desarrollo— que establecer objetivos de producción, como es el caso actualmente. Instituyendo el desarrollo obligatorio y sistemático de la producción, nuestra generación amenaza la supervivencia de la humanidad. Para traducir a la práctica la posibilidad teórica de un modo de vida posindustrial y convivencial, necesitamos señalar los umbrales a partir de los cuales la institución produce frustración, y los límites a partir de los cuales las herramientas ejercen un efecto destructor sobre la sociedad en su totalidad.
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Otra modernidad es posible. El pensamiento de Iván Illich
Iván Illich es uno de los pensadores contemporáneos más singulares y oportunos.
Hay autores póstumos, escritores cuyas obras sólo revelan su radical significado décadas después de haber sido publicadas. Éste es el caso de Iván Illich, pensador de extraña originalidad, polifacético e inclasificable, que apenas ahora –en medio de la catástrofe ecológica y el delirio tecnológico− alcanza su verdadero momento de legibilidad. En las páginas de Otra modernidad es posible. El pensamiento de Iván Illich el lector contemporáneo encontrará no sólo una de las críticas más potentes dirigidas contra ese conjunto de prácticas, supuestos e instituciones que llamamos «modernidad», sino algo aún más urgente: la promesa de una sociedad más habitable.
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