Por Andre Vltchek, 5 de abril de 2017
¡Qué deprimente se ha convertido la vida en casi todas las ciudades occidentales! Algo feo y triste.
No es que no haya riqueza, que la tienen. Sin embargo, las cosas se están deteriorando: las infraestructuras se desmoronan, aumentan las desigualdades sociales, incluso la miseria, que se puede encontrar en cada esquina. Aunque si la comparamos con la de otras partes del mundo, la riqueza de las ciudades occidentales resulta chocante, casi grotesca.
Pero tal afluencia de mercancías no supone felicidad u optimismo. Pase un día entero paseando por Londres o París, y preste atención a las gentes. Verá que muchas veces reaccionan con un comportamiento agresivo, con frustración, con miradas desesperadas y abatidas, con una tristeza que les abruma.
En todas las grandes ciudades del Imperio lo que falta es vida. La euforia, la calidez, la poesía y el amor andan sumamente escasos.
Por dondequiera que usted vaya, encontrará edificios monumentales, boutiques que rebosan de elegantes mercancías; por la noche, las luces brillan. Sin embargo, las caras de las gentes son grises. Incluso en las parejas, o en los grupos, las personas parecen atomizadas, como las esculturas de Giacometti.
Hable con la gente, y lo más probable es que vea confusión, depresiones e incertidumbres. Lo de refinados se convierte a veces en una falsa cortesía urbana, una especie de finos vendajes que tratan de ocultar las ansiedades y la soledad insoportable de estas almas humanas extraviadas.
La falta de un propósito se entrelaza con la pasividad. En Occidente, cada vez es más difícil encontrar a alguien que esté realmente comprometido, sea políticamente, intelectualmente o emocionalmente. Los sentimientos elevados ya no tienen cabida. Hombres y mujeres los rechazan. Los grandes gestos se miran con desprecio, o incluso son ridiculizados. Los sueños se hacen minúsculos, tímidos y se esconden, a veces muy ocultos. Incluso los sueños son vistos como irracionales y algo anticuado.
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Para alguien que viene de lejos es un mundo triste, antinatural, brutalmente cercenado, y en gran medida, miserable.
Millones de hombres y mujeres, bien educados, “no saben qué hacer con sus vidas”. Así que se dedican a realizar cursos, regresan a la escuela para llenar su vacío, y así descubrir lo que quieren hacer con sus vidas. Se trata de egoísmo, ya que no parece haber mayores aspiraciones. La mayoría de los esfuerzos comienzas y terminan en el mismo individuo.
Nadie se sacrifica por los demás, por la sociedad, por la humanidad, por una causa o incluso por los otros. De hecho, el concepto de los otros parece estar desapareciendo. Las relaciones son cada vez más distantes, con cada persona buscando su espacio, exigiendo su independencia. No hay dos mitades, sino individuos, coexistiendo en una relativa proximidad, pero ajenos a los demás.
En las ciudades occidentales, el egocentrismo, incluso la obsesión por las necesidades personales de cada uno llega a unos extremos surrealistas.
Desde el punto de vista psicológico, sólo puede describirse como un mundo patológico e insano.
Rodeados de una falsa realidad, muchos individuos sanos se sienten como enfermos mentales. Entonces se embarcan en la búsqueda de una ayuda profesional para volver a estar del lado de los normales, completamente sometidos. En la mayoría de los casos, en vez de rebelarse, en lugar de emprender una guerra contra el estado de las cosas, estos individuos que todavía son en cierta medida diferentes, se asuntan al sentirse en minoría y renuncian voluntariamente y se identifican como “anormales”.
Los breves momentos de libertad que experimentan aquellos que todavía son capaces de tener alguna chispa de imaginación, de soñar con un mundo muy distinto, se evaporan rápidamente, todo se pierde en un instante, de manera irreversible. Parece algo salido de una película de terror, aunque no sea tal. Es la triste realidad de la vida en Occidente.
No he podido estar más de unos pocos días en este ambiente. Como mucho puedo estar un par de semanas en Londres o París, pero sólo como una “medida de emergencia”, incapaz de escribir, de crear y sentirse uno pleno para hacer algo. No puede imaginarme que alguien se enamore de lugares como estos. No me puedo imaginar escribiendo un ensayo revolucionario en un lugar así. No me puedo imaginar riendo, en voz alta, feliz y libremente.
Mientras trabajo brevemente en Londres, París o Nueva York, la frialdad, la falta de propósito y la falta de pasión y de todas las emociones humanas básicas, me producen un efecto devastador, de modo que llevan al traste mi creatividad y me ahogo en dilemas existenciales, patéticos e inútiles.
Después de una semana, me siento influenciado por este terrible ambiente, estoy empezando a pensar demasiado en mí mismo, escuchando sólo mis sentimientos, en vez de considerar los sentimientos de los demás. Mi deberes hacia los demás empiezo a descuidarlos. Dejo a un lado todo lo que considero esencial. Mi lado revolucionado se agota y se vuelve romo. Mi optimismo desparece. Mi determinación de luchar por un mundo mejor se debilita.
Así que sé que ha llegado la hora de correr, de huir, ¡rápido, muy rápido! Es hora de salir de este pantano emocional, de cerrar la puerta de este burdel intelectual y escapar de esta aterradora vida carente de sentido, de vidas heridas, perdidas.
No puedo luchar por esas personas desde dentro, sólo desde fuera. Nuestra forma de pensar y de sentir no coincide. Cuando les muestro “mi universo” sólo encuentro prejuicios: no ven ni escuchan, se aferran a la doctrina en la que fueron educados durante años, décadas.
Para mí no hay muchas cosas significativas que pueda hacer en las ciudades occidentales. Venga periódicamente a firmar uno o dos contratos de libros, a presentar alguno de mis documentales o a hablar brevemente en alguna Universidad, pero no voy mucho más allá. En Occidente, es difícil encontrar una resistencia, la mayoría de ellas no son internacionalistas, sino por el contrario, egoístas, orientadas hacia sí mismos. Casi no hay valor, ni habilidad para amar, ni pasión, ni rebelión. En un examen más detallado, no hay vida, ninguna vida como solíamos considerarla antes, y como se entiende en otras partes del mundo.
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Gobierna el nihilismo. ¿Es un estado mental esta enfermedad colectiva, algo a lo que nos ha sometido a propósito el Régimen? No lo sé. Todavía no puedo responder a esta pregunta, pero resulta importante hacerse esa pregunta y tratar de responderla.
Sólo sé que sea lo que sea es algo de suma eficacia, negativamente eficaz, pero eficaz al fin y al cabo.
Carl Gustav Jung, un reconocido psicólogo y psiquiatra suizo, diagnóstico la cultura occidental como patológica, después de la Segunda Guerra Mundial, Pero en lugar de intentar comprender esta situación que la coloca en el abismo, en vez de intentar mejorar, la cultura occidental por el contrario se adentra más en el abismo y se extiende, colonizando otras partes del mundo, contaminando peligrosamente sociedades y naciones más sanas.
Hay que detenerla. Lo digo porque amo la vida, la que hay fuera del reino de Occidente. Estoy obsesionado con esto. Así que trato de vivir al máximo, con deleite, disfrutando de cada momento.
Conozco el mundo, desde el Cono Sur de Sudamérica, hasta Oceanía, Oriente Medio, hasta los rincones más desamparado de África y Asia. Es un mundo verdaderamente imponente, lleno de belleza, de diversidad y de esperanza.
Cuanto más veo y más conozco, más me doy cuenta de que no podemos vivir sin luchar, sin una buena lucha, sin grandes pasiones y sin amor, sin propósitos. Es decir, básicamente todo aquello que Occidente ha reducido a la nada, convirtiéndolo en irrelevante, obsoleto y esclerotizado.
Todo mi ser se revela contra el terrible nihilismo y el oscuro pesimismo que está inyectado en toda la cultura occidental. Soy alérgico a ello. Me niego a aceptarlo. Me niego a sucumbir.
Veo gente, buena gente, personas con talento, personas maravillosas, que se contaminan, con sus vidas arruinadas. Las veo abandonando las batallas, abandonando sus amores, las veo eligiendo el egoísmo y defendiendo su espacio y sus sentimientos personales por encima de los afectos y el desapego, optando por una vía sin sentido por encima de las batallas épicas de la humanidad y por un mundo mejor.
Vidas arruinadas una por una, y así millones, a cada momento, cada día. Vidas que pudieron estar llenas de belleza y alegría, de amor, la vida como una aventura, creatividad y singularidad, con un sentido y un propósito, pero que se reducen a la vacuidad, a la nada, en un instante, todo falto de sentido. Las personas que viven estas vidas realizan tareas y trabajos por pura inercia, sin cuestionar los patrones de comportamiento ordenados por el Régimen, obedeciendo las innumerables leyes y normas absurdas.
Ya no pueden caminar con sus propios pies, se han vuelto sumisos, se acabó todo para ellos.
La lucha para las gentes de Occidente ha desaparecido. Son gentes obedientes, sumisas al Imperio destructivo y moralmente difuntas. Han perdido la capacidad de pensar por sí mismas. Han perdido el coraje de sentir.
Como resultado, debido a que Occidente tiene una enorme influencia en el resto del mundo, toda la humanidad está en grave peligro, perdiendo su naturaleza.
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En tal sociedad, una persona que desborde pasión, una persona comprometida y fiel a su causa no es considerada en serio. En una sociedad como ésta, sólo el nihilismo y el cinismo son aceptados y respetados.
En tal sociedad, una revolución o una rebelión difícilmente podría ir mucho más allá de una riña en el sofá del salón de estar.
Una persona que todavía es capaz de amar en un ambiente tan estreñido y tortuoso emocionalmente, es visto como un bufón, incluso como un elemento sospechoso y siniestro. Es bastante común que sean ridiculizados y rechazados.
Las masas obedientes y cobardes odian a los que son diferentes. Desconfían de las personas que se ponen de pie y todavía son capaces de pelear, personas que saben perfectamente cuáles son sus objetivos, las que hacen y no solamente hablan, las que dedican toda su vida, sin la más mínima vacilación, a una persona amada o una causa por la que merece la pena luchar.
Tales gentes aterrorizan e irritan a las muchedumbres amansadas y sumisas de las ciudades occidentales. Como castigo, son marginados, socialmente exiliados y demonizados. Algunos son atacados, incluso desintegrados.
El resultado: no hay cultura, en ninguna parte de la Tierra, tan banal y tan obediente como la que reina en Occidente. Nada significativo está sucediendo últimamente en Europa y Norteamérica, ya que prácticamente no hay otras formas de pensar y otras percepciones heterodoxas.
Los diálogos y los debates fluyen a través de canales amaestrados y bien regulados, y no hace falta decir que fluctúan sólo de manera marginal a través de las frecuencias ya constituidas.
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¿Que hay al otro lado de las barricadas?
No quiero glorificar a nuestros países y movimientos revolucionarios.
Ni siquiera quiero decir que somos justamente lo opuesto de toda esta pesadilla que ha instalado en Occidente. No lo somos, y estamos lejos de ser perfectos.
Pero estamos vivos. Estamos de pie, tratando de avanzar en este maravilloso proyecto que es la humanidad, tratando de salvar la tierra del imperialismo occidental, de su melancolía nihilista, de su absoluto desastre ambiental.
Estamos viendo las formas de avanzar. No hemos rechazado ni el socialismo ni el comunismo, y estamos estudiando las formas moderadas y controladas de Capitalismo. Se discuten las ventajas e inconvenientes de la denominada economía mixta.
Luchamos, pero debido a que actuamos sin la brutalidad de Occidente, sin ser tan ortodoxos y dogmáticos, a menudo perdemos, como perdimos recientemente (aunque esperamos que sólo temporalmente) en Brasil y Argentina. También ganamos, una y otra vez. Cuando este artículo esté ya impreso, estaremos celebrando las victorias de Ecuador y El Salvador.
A diferencia de Occidente, en lugares como China, Rusia y América Latina, nuestros debates sobre el futuro político y económico están llenos de viveza, a veces incluso tormentosos. Nuestro arte está comprometido, ayudando a buscar los mejores conceptos humanistas. Nuestros pensadores están alerta, compasivos e innovadores, nuestras canciones y poemas están llenos de fuego y pasión, rebosantes de amor y anhelos.
Nuestros países no roban, no deponen gobiernos al otro lado del mundo, y no emprenden invasiones militares. Lo que tenemos es nuestro, lo que hemos creado, producido y sembrado con nuestras propias manos. No siempre es lo suficiente, pero estamos orgullosos de ello, porque nadie ha muerto por ello y nadie ha sido esclavizado.
Nuestro corazón es más puro, no absolutamente puro, pero más puro que el corazón de Occidente. No abandonamos a los que amamos, aunque tropiecen y no puedan caminar más. Nuestras mujeres no abandonan a sus hombres, especialmente a los que se encuentran luchando por un mundo mejor. Nuestros hombres no abandonan a sus mujeres, aunque estén sometidos a un profundo dolor y desesperación. Sabemos a quiénes y qué amamos, y sabemos a quiénes y qué odiamos: en esto rara vez nos confundimos.
Somos mucho más simples que los que viven en Occidente. Pero también, más profundos. Respetamos el trabajo duro, especialmente el trabajo que ayuda a mejorar las vidas de millones de personas, no sólo nuestras propias vidas o las vidas de nuestros familiares.
Tratamos de cumplir nuestras promesas. No siempre conseguimos mantenerlas, ya que sólo somos humanos, pero lo tratamos, y la mayoría de las veces lo conseguimos.
Las cosas no siempre son como queremos que sean, pero otras veces sí. Y cuando “las cosas son así”, eso significa que por lo menos hay alguna esperanza y optimismo, y a menudo una gran alegría.
El optimismo es esencial para obtener cualquier progreso. Ninguna revolución podría triunfar sin un gran entusiasmo, como ningún amor tampoco lo podría hacer. Ninguna revolución, ni ningún amor, pueden construirse desde la tristeza y el derrotismo.
Incluso en medio de las cenizas, a las que el Imperialismo ha reducido nuestro mundo, un verdadero revolucionario y un verdadero poeta siempre puede encontrar una esperanza. No será fácil, nada fácil, pero no imposible. Nada está perdido en esta vida mientras nuestro corazón lata.
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El estado en que se encuentra actualmente nuestro mundo es terrible. Es algo que sentimos como que nos movemos en una dirección equivocada, un falso giro, y que todo finalmente se derrumbará, irreversiblemente. Es muy fácil mandar todo a hacer puñetas y tumbarse en el sofá cómodamente: “no hay nada que se pueda hacer”, y después decir que vivimos una vida sin sentido.
El nihilismo occidental ha causado estragos: se ha aposentado en millones de seres pensantes, abocados al derrotismo. Se ha extendido el pesimismo y la tristeza, y es creencia general que nada se podrá mejorar. La gente se niega a aceptar etiquetas, rechazando las ideologías progresistas, con una desconfianza patológica en cualquier poder. “Todos los políticos son iguales” , lo que se traduce claramente en: “Todos sabemos que nuestros gobernantes occidentales son unos malhechores, pero no esperen nada tampoco de otros rincones del mundo; todos son iguales”; “Occidente ha saqueado y asesinado a cientos de millones de personas, pero no esperen que los asiáticos lo hagan mejor, los latinoamericanos o los africanos”.
Este negativismo irracional y cínico ya ha sometido a prácticamente todos los países occidentales, y ha sido exportado con éxito a las colonias, incluso a lugares como Afganistán, donde la gente ha estado sufriendo los crímenes cometidos por Occidente.
Su objetivo es evidente: evitar que la gente actúe y convencerlos de que toda rebelión es inútil. Tales actitudes están asfixiando toda esperanza.
Mientras tanto aumentan los daños colaterales. La metástasis de pasividad y el cáncer del nihilismo que están siendo difundidos por Occidente ya está atacando incluso la capacidad humana de amar, de comprometerse con una persona o una causa, y de cumplir con sus promesas y obligaciones.
En Occidente y sus colonias, el coraje ha perdido su brillo. El Imperio ha logrado perturbar la escala de valores humanos, firmemente establecidos en todos los continentes y en todas las culturas, durante siglos y milenios. De repente, la sumisión y la obediencia se ha puesto de moda.
Si tal tendencia no se invierte pronto, la gente acabará viviendo como ratones: asustada, neurótica, nada fiable, deprimida, pasiva, incapaz de identificar la grandeza y poco dispuesta a unirse a los que siguen tirando de nuestro mundo y la humanidad hacia delante.
Millones de vidas se desperdiciarán. Millones de vidas ya están desperdiciando.
Algunos escribimos sobre invasiones, golpes y dictaduras impuestas por el Imperio. Sin embargo, casi nada se escribe sobre este gigantesco y silencioso genocidio que está quebrando el espíritu humano y el optimismo, arrojando a naciones enteras a una oscura depresión y tristeza. Eso está ocurriendo, incluso cuando escribo estas líneas. Sucede en todas partes, en Londres, París y Nueva York, o especialmente allí.
En esos desafortunados lugares, el miedo ha arraigado. La originalidad, el coraje y la determinación se han trastocado en miedo. El amor, los grandes gestos y sueños poco ortodoxos, ahora son pánico y desconfianza.
No hay progreso, ninguna evolución es posible sin formas de pensamiento no convencionales, sin un espíritu revolucionario, sin grandes sacrificios y disciplina, sin compromiso y sin ese conjunto de emociones poderosas y audaces que es el amor.
Los demagogos y propagandistas del Imperio quieren que creamos que todo terminó: quieren que aceptemos la derrota. ¿Por qué deberíamos aceptarla? No vemos ninguna derrota en el horizonte.
Sólo hay dos realidades separadas, dos universos: el nihilismo occidental y el optimismo revolucionario.
Ya hemos hablado del nihilismo, pero ¿ no imaginamos como un sueño un mundo mejor y diferente? ¿No podemos imaginar a la gentes arremetiendo contra los lujosos palacios y la bolsa de valores? ¿No podemos oír canciones revolucionarias que salen de los altavoces?
En realidad no. Lo que viene a mi mente es algo esencialmente tranquilo, humano y cálido.
Hay un parque cerca de la antigua estación de tren en la ciudad de Granada, Nicaragua. Estuve allí hace tiempo. Varios árboles viejos dan una fantástica sombra, una sombra que acoge. En unas columnas de metal se han grabado bellos poemas, jamás escritos en este país, junto a los bancos del parque, simples pero sólidos. Me senté en uno de ellos. No lejos de mí, un par de envejecidos amantes iban de la mano, leyendo mejilla contra mejilla de un libro abierto. Estaban tan cerca que parecían formar un universo simple y totalmente autosuficiente. Sobre ellos los brillantes versos de Ernesto Cardenal, uno de mis poetas latinoamericanos favorito.
También recuerdo a dos médicos cubanos, sentados en un banco muy diferente, a miles de kilómetros de distancia, charlando y riendo junto a dos enfermeras corpulentas de buen corazón, después de realizar una compleja cirugía en Kiribati, una isla perdida en el Pacífico.
Recuerdo muchas cosas, pero no son grandes cosas, sino solamente cosas humanas. Porque eso es realmente la revolución: un par de envejecidos campesinos en un hermoso parque público, enamorados, unidos de la mano, leyendo poemas el uno al otro. O dos médicos que viajan hasta el fin del mundo sólo con la finalidad de salvar vidas, lejos de los focos y de la fama.
Y siempre recuerdo a mi querido amigo Eduardo Galeano, uno de los mayores revolucionarios de América Latina, cuando me dijo en Montevideo que sentía amor por esa maravillosa dama llamada “Realidad”.
Entonces me digo: no podemos perder. No vamos a perder. El enemigo es poderoso y hay mucha gente débil y asustadiza, pero no permitiremos que el mundo se convierta en un asilo mental. Lucharemos por cada persona afectada y se encuentra ahogada en la oscuridad.
Vamos a dar cuenta de la anormalidad y perversidad del nihilismo occidental. Lo combatiremos con nuestro entusiasmo y optimismo revolucionarios, y usaremos las mejores armas: la poesía y el amor.
Andre Vltchek es novelista, cineasta y periodista investigador. Ha cubierto varias guerras y conflictos en varios países. Su Point of No Return se ha reeditado recientemente. Oceanía es un libro sobre el Imperialismo Occidental en el Pacífico Sur. También ha escrito un polémico libro sobre la era post-Suharto y el fundamentalismo de mercado: Indonesia: The Archipelago of Fear. También ha rodado documentales sobre Ruanda y el Congo. Ha vivido varios años en América Latina y en Oceanía; Vltchek reside actualmente en Asia Oriental y en África. Puede visitar su sitio web
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