Un manifiesto relativamente breve sobre el concepto de revolución

Extraído del libro Fragmentos de Antropología anarquista, de David Graeber, publicado por Virus Editorial, abril de 2011, bajo una licencia Creative Commons

fragmentos_de_antropologia_anarquistaEl término «revolución» está tan degradado por su uso continuado en el lenguaje común que se emplea para prácticamente cualquier cosa. Cada semana se producen nuevas revoluciones: revoluciones financieras, cibernéticas, médicas o en Internet, cada vez que alguien inventa algún nuevo dispositivo de software.

Esta retórica es posible porque la definición tradicional de revolución siempre ha implicado un cambio en la naturaleza de un paradigma: una ruptura clara en la naturaleza de la realidad social tras la cual todo cambia y ya no sirven las viejas categorías. Es también gracias a esta definición que es posible afirmar que el mundo moderno es el resultado de dos «revoluciones»: la Revolución francesa y la Revolución industrial, a pesar de que no tienen nada en común, excepto el hecho de haber supuesto una ruptura con lo anterior. Un resultado inesperado de esto es, como señala Ellen Meskins Wood, que tengamos la costumbre de hablar sobre la «Modernidad» como si resultara de la combinación de la economía británica del laissez faire y el Gobierno republicano francés, a pesar de que jamás se dieron de forma conjunta. La Revolución industrial se produjo bajo una extraña constitución, anticuada y aún muy medieval, mientras que la Francia del XIX fue cualquier cosa menos un laissez faire.

(El atractivo que la Revolución rusa ejerció durante un tiempo en el «mundo en desarrollo» parece derivar del hecho de que es un ejemplo en que ambos tipos de revolución parecen converger: una toma del poder nacional que condujo a una rápida industrialización. Como resultado de ello, casi todos los gobiernos del siglo XX en el Sur global que querían ponerse económicamente al día respecto a los poderes industriales también debían presentarse como regímenes revolucionarios.)

Si existe un error lógico en todo esto es creer que el cambio social e incluso el tecnológico funcionan del mismo modo que lo que Thomas Kuhn denominó «la estructura de las revoluciones científicas». Kuhn se refiere a acontecimientos como el cambio del universo newtoniano al einsteiniano: de repente hay un avance muy importante tras el cual el universo es diferente.

Aplicado a algo que no sean las revoluciones científicas, implica que en realidad el mundo siempre ha sido equivalente a nuestro conocimiento del mismo, y en el momento en que modificamos los principios sobre los que se basa nuestro conocimiento, la realidad también cambia. Los psicólogos del desarrollo afirman que es supuestamente en nuestra más tierna infancia cuando superamos ese tipo de error intelectual básico, aunque al parecer esto solo le ocurre a muy poca gente.

De hecho, el mundo no tiene por qué ajustarse a nuestras expectativas, y en la medida en que la «realidad» se refiera a algo, se referirá justamente a aquello que jamás podrán abarcar nuestras construcciones imaginarias. Las totalidades, en particular, son siempre criaturas de la imaginación. Las naciones, las sociedades, las ideologías, los sistemas cerrados… nada de ello existe realmente. La realidad es muchísimo más compleja, incluso cuando la fe en su existencia es una fuerza social innegable. No es extraño que el hábito de definir el mundo, o la sociedad, como un sistema totalizador (en el que cada elemento es significativo únicamente en relación con los demás) tienda a conducir casi de forma inevitable a considerar las revoluciones rupturas catastróficas. Porque, después de todo, ¿cómo podría un sistema completamente nuevo reemplazar a un sistema totalizador sino por medio de un cataclismo? La historia humana se convierte así en una serie de revoluciones: la revolución neolítica, la revolución industrial, la revolución de la información, etc., y el sueño político acaba tomando el control sobre el proceso hasta el punto de que podemos causar una ruptura de esta naturaleza, un avance momentáneo que no se producirá por sí solo sino como resultado de una voluntad colectiva. «La revolución», para ser más exactos.

Por lo tanto, no es sorprendente que, cuando los pensadores radicales sintieron que tenían que abandonar su sueño, su primera reacción fuera redoblar sus esfuerzos por identificar las revoluciones en curso, hasta el punto de que, según Paul Virilio, la ruptura es nuestro estado permanente; o que para alguien como Jean Baudrillard, ahora cada par de años el mundo cambie por completo, es decir, cada vez que se le ocurre una nueva idea.

Este no es un llamamiento a un rechazo rotundo de semejantes totalidades imaginarias —aun asumiendo que esto fuese posible, que probablemente no lo es—, ya que quizá sean una herramienta necesaria del pensamiento humano. Es un llamamiento a tener siempre muy presente justo eso: que se trata de herramientas del pensamiento. Por ejemplo, resulta muy bueno poder preguntar «tras la revolución, ¿cómo organizaremos el transporte de masa?», «¿quién financiará la investigación científica?» o, incluso, «tras la revolución, ¿creéis que todavía existirán las revistas de moda?». El concepto es un instrumento mental útil, aunque reconozcamos que, en realidad, a no ser que queramos masacrar a miles de personas (e incluso de ser así), la revolución jamás será una ruptura tan clara como podría hacerlo creer esa sola palabra.

Entonces, ¿en qué consistirá? Ya he hecho algunas sugerencias. Una revolución a escala mundial llevará mucho tiempo, pero podemos estar de acuerdo en que ya está empezando a ocurrir. La forma más sencilla de cambiar nuestra perspectiva es dejando de pensar en la revolución como si de una cosa se tratara —«la» revolución, la gran ruptura radical— y empezar a preguntarnos: «¿qué es una acción revolucionaria?». Podemos proponer que una acción revolucionaria es cualquier acción colectiva que rechace, y por tanto confronte, cualquier forma de poder o dominación y al hacerlo reconstituya las relaciones sociales bajo esa nueva perspectiva, incluso dentro de la colectividad.

El objetivo de una acción revolucionaria no tiene por qué ser necesariamente derrocar gobiernos. Por ejemplo, los intentos de crear comunidades autónomas frente al poder (empleando la definición de Castoriadis: aquellas que se constituyen a sí mismas, crean sus propias normas o principios de acción colectivamente y los reexaminan continuamente) serían por definición actos revolucionarios. Y la historia nos demuestra que la acumulación continua de actos de esta naturaleza puede cambiar (casi) todo.

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