Por Alenka Zupancič, 9 de julio de 2025

En 2006-7, una exposición llamada «Paranoia» se exhibió en el Museo Freud de Londres. Uno de sus objetivos era reflejar (sobre todo a través de obras de arte) «el sentimiento colectivo de consternación por la estupidez, los prejuicios y la superstición engendrados por la “guerra contra el terror” en un mundo posterior al 11-S» [1]. Algunos de los mecanismos clave de la paranoia que el texto que acompaña a la exposición pone de manifiesto, basándose en varias citas de Freud, son la proyección, la ausencia de una comprobación de la realidad, que la verdad no nos controle, la búsqueda de chivos expiatorios y la inclinación a la agresión.
Por el énfasis inicial en el «mundo posterior al 11-S», también está claro que la «paranoia» se entendía aquí en su amplio significado y contexto social, y no sólo como una categoría clínica. Éste es también el enfoque que adoptaré en este artículo. Si observamos el mundo aproximadamente dos décadas después de que tuviera lugar la exposición, sin duda podemos detectar algunas similitudes tanto en la comprensión política como en la popular de lo que está ocurriendo. En ambos casos, existe el sentimiento de que algo ha terminado para siempre, o de que el mundo nunca volverá a ser el mismo. El mundo tal y como lo conocíamos está experimentando cambios dramáticos. Nuestro entorno natural y social está experimentando transformaciones drásticas y se están produciendo profundos cambios tectónicos mientras hablamos. Estos cambios se manifiestan sobre todo a través de una serie de crisis que nos golpean una tras otra, induciendo un aumento de la precariedad y la incertidumbre: las crisis económicas, la crisis de los Covid, la guerra de Ucrania, la crisis de Oriente Próximo (¡vaya eufemismo!), la crisis inducida por Trump (que pretende un nuevo orden tanto nacional como mundial), y muchas más. En otro nivel, está también la crisis climática, acompañada de fenómenos meteorológicos extremos cada vez más frecuentes en distintas partes del mundo.
Varios rasgos que emergen en este contexto contemporáneo de crisis también guardan similitudes con la época en la que Freud teorizó sobre los aspectos sociales de la paranoia, a saber, el periodo entre las dos guerras mundiales, que condujo o coincidió con el auge del fascismo. Hoy en día, el fascismo parece estar resurgiendo en una nueva forma, una que no es simplemente idéntica a sus encarnaciones anteriores, sino que exige una mayor reflexión y análisis.
En este artículo, me gustaría aportar una pequeña contribución a este análisis examinando las nuevas formas de poder emergentes, el ascenso de nuevos líderes autoritarios y su relación con la gente (en particular con sus partidarios) desde la perspectiva de una forma singular de paranoia que parece formar parte de esta nueva configuración del «fin de los tiempos».
Antes de seguir adelante, es necesaria la siguiente observación: los comentarios que siguen no deben verse como una alternativa al análisis socioeconómico o geopolítico, ni como un intento de sugerir que una cartografía psicológica de nuestros predicamentos sociales es superior a otros enfoques. Lo que sí creo, sin embargo, es que un análisis de este tipo puede ayudarnos a comprender ciertos mecanismos que desempeñan un papel clave en la orquestación de los antagonismos sociales, que son en gran medida independientes de la psicología individual. Dado que gran parte de este análisis se centrará en el ejemplo de Donald Trump y su actual administración, también es importante subrayar que no lo percibo a él ni a su personalidad como la raíz del problema. Tuvieron que ocurrir muchas cosas para que alguien como él ganara la presidencia, y por segunda vez. De ningún modo debemos convertirnos en víctimas de una fantasía trumpiana al revés, cultivada por muchos demócratas, y creer simplemente que si Trump fuera destituido, «América volvería a ser grande». Sin embargo, su particular persona fue capaz de dar forma concreta a antagonismos preexistentes y dirigirlos en una dirección determinada. Aunque el problema sea «sistémico», su aparición concreta siempre está determinada por alguna contingencia.
¿Qué nos ha pasado «en realidad»?
Circunstancias económicas nefastas, guerras, incertidumbre e inestabilidad social y otras formas de crisis: efectivamente, podemos observar que éstas son precisamente las condiciones en las que prospera la paranoia social. Pero, ¿es esto suficiente para proponer una relación causal directa entre ambas, y explicar así el aumento de las formas sociales de paranoia señalando las dificultades, las crisis reales, las amenazas y los traumas a los que están expuestas muchas personas? Creo que sería un grave error. Aunque las condiciones reales y empíricas de penuria e inseguridad desempeñan sin duda un papel importante, la causalidad es más compleja. Esto ya resulta evidente si consideramos el hecho de que no existe una correlación directa entre el grado de penuria real que uno experimenta y la tendencia, por ejemplo, a creer en teorías conspirativas, una de las formas sociales predominantes que adopta la paranoia contemporánea. Los más ardientes defensores de las teorías de la conspiración rara vez son los más desposeídos.
El elemento clave de la causalidad tiene lugar en el nivel en el que se enmarca narrativamente la penuria o la crisis empíricas. Con esto no me refiero simplemente a las explicaciones (y eventuales chivos expiatorios) que se ofrecen para aclarar por qué estamos donde estamos: eso ya es secundario. Lo que está en juego es algo más fundamental (aunque constituya un cortocircuito entre lo más íntimo o particular y lo social): a saber, la caracterización de «dónde estamos» (es decir, qué nos ha pasado o nos está pasando exactamente), más que por qué hemos llegado hasta ahí (lo cual, de nuevo, pertenece a otro nivel que sin duda también existe).
En otras palabras, lo que está en juego es una interpretación narrativa del daño -del estatus de nuestras «heridas»- que abre entonces todo un nuevo campo de juego o “plataforma” en la que nuestro daño existe socialmente (aunque no lo experimentemos directamente), en relación con los demás, como fuerza tanto de unión como de división, y como base para posibles «explicaciones» y recetas para la recuperación.
Si observamos cómo están siendo enmarcados por la derecha populista -más prominentemente en EE.UU.- los problemas actuales que afectan a un número creciente de personas en Occidente, ¿qué vemos? Que están siendo enmarcados a través del tropo y la retórica general de la «castración». Quizá una palabra más adecuada sería «emasculación», ya que ésta se expresa sobre todo en términos de una pérdida inmediata, casi física, de poder, potencia, vitalidad y disfrute. Por ejemplo, podemos detectar esto en la forma en que la extrema derecha se ha apropiado de la noción de «libertad de expresión», no como un derecho civil para proteger las voces críticas, sino simplemente como un derecho a disfrutar: en este discurso, la «pérdida de la libertad de expresión» se refiere a la incapacidad de insultar a los demás libremente y de decir lo que a uno le apetezca. Las exigencias de un lenguaje educado y considerado, así como las prohibiciones relativas a los símbolos y la retórica asociados al nazismo y al fascismo, se presentan cada vez más como impedimentos a la libertad entendida como libertad de disfrute y, en este sentido, como «castradoras». Otro rasgo de este peculiar encuadre de los males sociales como «castración» es la invocación de la humillación y el temor a ser humillado: «Todo el mundo se ríe de nosotros», «Nadie nos toma en serio», etc.
Este encuadre narrativo particular, sin embargo, no es simplemente un encuadre posible entre otros, sino uno singular. Podríamos describirlo como un encuadre de la «crisis» que tiene un poder peculiar para bloquear la posibilidad de abordar la crisis a nivel simbólico. En el contexto de la clínica lacaniana, la paranoia se entiende como una estructura erigida en torno a una inaccesibilidad (o exclusión) de algún significante clave. Sin embargo, si hablamos de la paranoia como fenómeno social y político, es importante tener en cuenta que, por lo general, no estamos tratando con una situación en la que, debido a algunas circunstancias contingentes pero objetivas, un significante clave cae fuera de nuestro alcance y da lugar a una estructura paranoica. Más bien estamos tratando con una inaccesibilidad del significante que se está produciendo a nivel social -y produciendo de forma bastante intencionada- aunque quienes la producen no comprendan del todo los mecanismos que la sustentan. Pero saben cómo aplicarlos, y lo saben porque la estructura de la paranoia no les es ajena.
Estamos pues ante un movimiento interpretativo que bloquea, en algún punto crucial, el registro simbólico: el encuadre de una crisis en términos que evocan la «castración» contribuye en gran medida a expulsar su significante, haciéndolo inaccesible. La narrativa de la «castración» no sólo induce miedo o ansiedad de castración, sino que también consigue prohibir el propio significante que podría ayudar a la gente a procesar esta ansiedad dentro del registro simbólico, es decir, ayudarles a transponerla del registro de la impotencia (física) al de la imposibilidad (simbólica) o «castración simbólica». La castración sólo sigue siendo operativa en la resistencia de lo imaginario y lo real. Si se sigue diciendo a la gente que está siendo «castrada», es obvio que esto no les da mucha fuerza. El mensaje, más bien, es: usted está (convertido en) impotente, y yo -el líder populista- soy el único en quien puede confiar para que le devuelva finalmente algo de poder. En otras palabras, no se trata simplemente de inducir miedo, ansiedad e inseguridad en la gente, sino también -y sobre todo- de cortar estas experiencias del registro simbólico, presentándolas como lo real que, al menos por el momento, hace que la gente se enfade, se indigne y al mismo tiempo se sienta impotente.
El grito de guerra es, pues: nos están castrando y no podemos permitirlo; ¡yo, su líder, no lo permitiré! Como se ha sugerido, esto es particularmente evidente en EE.UU. y en la retórica cotidiana de su política. Se acusa a todo el mundo de «robar» a Estados Unidos, de “estafarlo”, de «aprovecharse de él»; se dice que el país está invadido por «violadores y criminales»; los LGBTQ «vienen a por nuestros hijos» y quieren «castrarlos químicamente». Las personas que critican a Trump son etiquetadas como víctimas del TDS, «Síndrome de Derangamiento de Trump» (que supuestamente hace que la gente pierda la racionalidad cuando se trata de Trump), que es una de las formas en que los presupuestos paranoicos de la extrema derecha se proyectan sobre la oposición [2]. Y como TDS es también el acrónimo de «Síndrome de Deficiencia de Testosterona», esta denominación cumple una doble función: acusar al otro bando de paranoia y sugerir simultáneamente su «emasculación».
La economía, la frontera, la política exterior y los asuntos internos: todos ellos se sexualizan en gran medida en esta visión del mundo, y esta sexualización gira principalmente en torno a la cruda oposición Poderoso/Débil, invocando y basándose en fantasías de «castración».
Es importante subrayar que no intento ofrecer una lectura psicoanalítica más profunda de esta retórica señalando algún temor o amenaza subyacente de castración. Al contrario, la retórica es bastante explícita: los propios nuevos líderes autoritarios son los que gritan «¡castración!» y utilizan este tropo o «amenaza» para movilizar a la gente. En todo caso, actúan como psicólogos aficionados que pulsan los botones adecuados en la población. Que ellos mismos puedan ser sensibles a algunos de estos botones cambia poco en cuanto a su uso instrumental.
La castración como enfermedad contagiosa
Hay otro rasgo peculiar en funcionamiento en esta «amenaza de castración» instrumentalizada: la amenaza inmediata no se presenta como procedente de algún otro gran Poder competidor, sino de aquellos que ya son vistos como “castrados” y «débiles». Es cierto que también existe la sugerencia de algún otro poder-agencia -como un «Estado profundo» o «Bruselas»- orquestando esta castración entre bastidores. Pero lo importante es que el arma de esta otra agencia no es el poder o la violencia, sino la propagación de la debilidad.
Ser débil («castrado») se considera contagioso; corrompe inmediatamente la naturaleza de los fuertes y poderosos. Por eso, por ejemplo, una simple mención en las escuelas y jardines de infancia de la existencia de personas homosexuales y trans se considera capaz de corromper inmediatamente la naturaleza eterna e innata de los niños, convirtiéndolos a todos en personas homosexuales o trans, es decir, en «personas emasculadas». Del mismo modo, los inmigrantes son perseguidos precisamente cuando ya son más vulnerables, debido a su precaria condición, y no simplemente como representantes de alguna otra potencia alternativa. Sin duda -y de forma similar a la referencia al «Estado profundo»- también existe la idea o la fantasía de una potencia alternativa que amenaza con debilitarnos y «sustituirnos». Pero, de nuevo, la mayoría de las luchas y batallas inmediatas se libran contra los débiles, más que contra los fuertes.
La plantilla aquí es bastante simple, a la vez que nauseabunda: cuando alguien está abatido y vulnerable, sigue dándole patadas hasta que muera o se aleje arrastrándose. De lo contrario, esto puede afectar seriamente a su propia «virilidad». Esta es una de las razones del efecto verdaderamente nauseabundo del infame «enfrentamiento» en el Despacho Oval durante la visita de Zelensky en febrero. Algo parecido podría decirse de las infames grabaciones en vídeo de las despiadadas deportaciones de «inmigrantes ilegales», distribuidas a través de los canales oficiales. Si antes estas cosas se ocultaban a la opinión pública, ahora se exhiben y se alardea de ellas. El espectáculo de la humillación activa y la paliza a los «débiles» no sólo se ha vuelto aceptable, sino que se fomenta activamente y sirve a un propósito específico. Gran parte de la retórica de Netanyahu y de las acciones sionistas genocidas sigue la misma lógica. El plan «Riviera de Gaza» de Trump descansa sobre una base similar: Gaza está en ruinas, la devastación es completa y el pueblo palestino ya está derrotado, así que más vale que lo reconozcan y se arrastren fuera de nuestra vista.
Por otro lado, los líderes autoritarios se sienten bien en compañía de otros, es decir, en compañía de otros «hombres poderosos». Hay algo en esta lógica que sugiere que el poder es tan contagioso como la debilidad: se te pega. Si está en compañía de los poderosos, el poder se le contagia. Si está en compañía de los débiles, es la debilidad («emasculación») la que se le contagia. Esta actitud coincide estrechamente con la famosa afirmación de Elon Musk sobre que la empatía es «la debilidad fundamental de la civilización occidental».
Sin embargo, hay que subrayar que el aspecto verdaderamente perjudicial de esta postura no es simplemente la alianza de los «poderosos» contra los “débiles”, sino que esta retórica y esta imaginería del poder ofuscan una realidad muy diferente: este «poder» es fundamentalmente un poder paranoico, un poder de paranoia.
Ya fue Freud quien señaló que el miedo a ser contaminado por los débiles (o «castrado por contaminación») -es decir, la idea de que la castración es contagiosa, algo que se puede «contagiar»- es un rasgo clave de la paranoia [3]. Y es fácil ver por qué: se debe a la ausencia del corte significante que separa lo simbólico de lo real. Sin su significante, la castración ya no es la base de la diferenciación simbólica y del poder simbólico, sino que funciona más bien como un virus. (En algunas partes de la sociedad, incluso parece como si la negación del virus Covid y su poder regresara aquí de forma desplazada, como un devastador «virus de la castración»).
Sin embargo, la cuestión no es que estos líderes muestren ellos mismos claros signos de paranoia y, por lo tanto, sean en realidad «débiles» y estén asustados, que no sean realmente tan poderosos y seguros de sí mismos como pretenden ser, como si tal exposición pudiera hacerles perder de algún modo su dañino poder. Porque no es así, y podemos observarlo prácticamente a diario. No se «desinflarán» si exponemos que «de hecho» son débiles, porque esta debilidad paranoica específica es precisamente lo que les llevó al poder en las condiciones actuales y lo que les mantiene en él. Dicho de otro modo: no se desinflarán si los desenmascaramos, porque su poder no es un poder simbólico, al menos no principalmente. Lo que no quiere decir que sea inofensivo o incapaz de hacernos daño, sino todo lo contrario.
Es un poder que solo existe como fuerza material real acumulada: poder militar o policial, presión directa y, por supuesto, riqueza (hablamos de algunas de las personas más ricas del mundo). La otra cara de esto es la suposición paranoica —correcta— de que la mayoría de la gente no los respeta de verdad, o no lo suficiente. De nuevo, el infame enfrentamiento entre Trump y Zelenski en el Despacho Oval es un claro ejemplo de ello («¡Estás siendo irrespetuoso!»). El viejo dicho de que el respeto no se puede comprar ni forzar es cierto, pero en el caso del poder paranoico, esta verdad solo conduce a mayores despliegues de fuerza, en busca del punto de quiebre del otro.
Mladen Dolar formula de forma concisa las reflexiones de Hannah Arendt sobre la autoridad: la autoridad simbólica funciona esencialmente como una amenaza aplazada, una fuerza o violencia suspendida. Funciona como «autoridad» sólo mientras no necesite desplegar directamente la fuerza. En el momento en que lo hace, «la autoridad pierde su autoridad» [4]. En relación con la autoridad, el autoritarismo parte del extremo opuesto: comienza como una autoridad ya perdida (suele empezar con la fuerza y la realización de amenazas) e intenta abrirse camino de vuelta hasta el punto imposible de la coincidencia de la autoridad simbólica con la real. En el autoritarismo, la autoridad está sobre-realizada; el autoritarismo es todo «realización» («Hacemos cosas, y de forma eficaz, no sólo hablamos de ellas»), pero al mismo tiempo esta “realización” intenta desesperadamente alcanzar un punto de eficacia simbólica (es decir, la «eficacia del habla» en sí misma), que le resulta inaccesible. Esta inaccesibilidad es la fuerza motriz de la «realización excedente» y de la «eficacia».
La avalancha de «órdenes ejecutivas» a la que asistimos estos días no es simplemente una estrategia para abrumar a la oposición; es también una necesidad que impulsa este particular orden autoritario, que opera mediante una peculiar combinación de paranoia y perversión [5].
¿O deberíamos decir que, en la posición de poder simbólico, la paranoia se convierte en una forma de perversión? La retórica de Netanyahu sobre las «amenazas existenciales» que requieren bombardeos «preventivos» y asesinatos masivos de civiles es otra sombría expresión de esta retorcida lógica de la paranoia que se vuelve perversa. O, en la versión alemana doblemente retorcida de la misma: Merz afirmando que Israel está haciendo el «trabajo sucio por todos nosotros».
Cuanto más apasionadamente intenta este tipo de autoritarismo alcanzar el punto de pura autoridad simbólica, más violento se vuelve, más fuerza bruta despliega. Desde su perspectiva, no es el significante el que forja la realidad, sino que se aplica la fuerza a la realidad para que (finalmente) produzca y escupa su significante. Y este es el punto en el que se vuelve perverso: la idea paranoica de que los significantes se esconden en lo real se encuentra aquí con la lógica perversa de obligar a la realidad a producir ella misma lo que le falta.
Cuando la mujer tiene que existir
Esto es importante si queremos entender la peculiar combinación, en estos órdenes autoritarios, de «naturalismo» (biologismo, ingeniería genética) y «simbolismo». La actual obsesión de la administración Trump con el «sexo biológico» -que también acompaña el ascenso de la extrema derecha en muchos otros países- tiene todo que ver con esto, y muy poco, o nada, que ver con un debate serio sobre el sexo y el género. Tampoco es de extrañar que la atención se centre (de nuevo, como tantas veces a lo largo de la historia) en las mujeres.
Definir lo que es una «mujer» se convirtió así -de forma cómica o siniestra- en una prioridad estatal número uno. Una de las primeras órdenes ejecutivas firmadas por el presidente Trump tras su toma de posesión (en medio de grandes crisis mundiales y problemas sociales internos) se titulaba «Defender a las mujeres del extremismo de la ideología de género y restaurar la verdad biológica en el gobierno federal.»
La forma en que persigue este objetivo queda bien ilustrada en uno de los artículos de la orden: «(b) “Mujeres” o “mujer” y “niñas” o “niña” significarán hembras humanas adultas y juveniles, respectivamente».
Es difícil no ver en esta definición de pirueta la imposibilidad que Lacan señaló en su famoso dictum: «La Mujer no existe». Y es un hecho que el imperativo de hacerla existir en un nivel significante siempre ha desempeñado un papel en la represión más brutal de la mujer. Históricamente se ha reprimido a las mujeres no borrando su identidad simbólica, sino asignándoles una: diciéndoles lo que son y lo que eso significa.
El sexo «femenino» y el «masculino» no están sometidos a la cultura y al significado(s) cultural(es) de su sexo de la misma manera; no hay simetría aquí. Cuando se trata de «hombres», la significación cultural dada de la masculinidad colorea su ser de tal o cual manera; mientras que cuando se trata de mujeres, crea su ser: la significación (cultural) es su ser, inmediatamente. Desde la perspectiva lacaniana podríamos decir, pues, que «mujer» es construcción cultural en un sentido mucho más fuerte, ontológico, del término. La especificación y determinación de lo que significa ser mujer ocupa el lugar del significante inexistente, y se espera que cumpla el papel de este último: el contenido o significación tiene que funcionar él mismo como significante (de lo femenino), y es precisamente en este punto donde se está generando la peor violencia.
También podemos ver en la orden ejecutiva cómo y por qué vigilar a los «trans» y vigilar a las «mujeres» forman parte esencialmente de la misma agenda. «Trans» funciona como el objeto excedente en el que la falta de un significante para el «otro sexo» aparece como algo positivo, algo visible y externo. La idea subyacente es que si se elimina este objeto excedente, las mujeres volverán a estar «completas»: funcionarán como la contraparte significante adecuada de los hombres, y esta complementariedad restaurada resolverá la (no)relación tanto sexual como social.
En otras palabras, los «verdaderos hombres» trumpianos no temen a la mujer como posible contraparte significante de su propia virilidad; temen a la mujer como el otro sexo con el que comparten el mismo significante -a pesar de sus diferentes sexualidades. Éste es el punto lacaniano: la diferencia sexual funciona a través de una «mismidad» irreductible -los sexos comparten la misma falta, representada por el «significante fálico». Lo que estos «hombres reales» rechazan es precisamente este significante fálico -phallos como significante-porque ya presupone la «castración». Su apego obsesivo a cualquier cosa fálica o con forma fálica es un correlato directo de ello. Sólo les funciona si están llenos de ello, o si ello está lleno de ellos.
Paranoia, perversión y amor
¿La confianza en sí mismo del «hombre de verdad» no sugiere lo contrario de la paranoia? No, pero sí sugiere su fusión con la perversión, como se ha sugerido anteriormente. La extraña combinación de creerse «intocable» sin dejar de ser «paranoico» es la forma misma de esta fusión. Los «hombres de verdad» como Trump son «los más poderosos», «los más grandes», pero sigue faltando la dimensión simbólica de este poder. El anverso de esta ausencia es una necesidad compulsiva de llenar la falta de poder simbólico con lo real, con el despliegue de poder «real». La seguridad megalómana en sí mismo va de la mano de una obsesión por eliminar todo rastro que pueda rebatir este poder, desafiarlo o someterlo a crítica. Lo que solíamos llamar «pensamiento crítico» está siendo golpeado por un tsunami de este lado anverso de la megalomanía segura de sí misma, que es la incapacidad paranoica de percibir los argumentos críticos como otra cosa que no sean amenazas directas y físicas a la propia integridad. La «libertad de expresión» como libertad para disfrutar acaba siendo un triunfo de la censura y la persecución, y la lucha contra la «cultura de la cancelación» es una forma por excelencia de la «cultura de la cancelación».
Así que sí, estos «hombres de verdad» siguen siendo «paranoicos», pero no son menos peligrosos por ello. De hecho, esto los hace aún más dañinos. Por eso, cuando la burla -señalar su «verdadera debilidad»- se convierte en nuestra única respuesta, la broma es para nosotros. Sobre todo porque, cuando se combina con el poder estatal, esta dinámica se vuelve verdaderamente explosiva.
Esta «realización» del poder simbólico -el intento de llenar el poder simbólico de fuerza empírica- también se hace eco de la propuesta de Jacques-Alain Miller de que, en la paranoia, el goce se localiza en el Otro mismo (es decir, en el marco simbólico, que normalmente está desprovisto de goce). Se trata de localizar al otro en el Otro, o incluso de sustituir al Otro por el otro [6]. Y esto, una vez más, subraya la proximidad quizás inesperada entre autoritarismo y paranoia.
Esto también tiene importantes consecuencias para la relación entre esos líderes y sus seguidores, a saber, la combinación aparentemente extraña de dos rasgos que a menudo definen a estos seguidores. Por un lado, cultivan una desconfianza total en toda autoridad pública, instituciones y ciencia. Por otro lado, depositan una confianza ciega en el líder, incluso cuando sus afirmaciones son obviamente contradictorias o demostrablemente falsas: sencillamente, no puede hacer nada malo. ¿Cómo se conjugan estas dos cosas: la desconfianza absoluta, a menudo «paranoica», y la confianza incondicional?
En su texto Psicología de los grupos y análisis del yo (1921), Freud llama a esta confianza ciega «amor», lo que de hecho se acerca más a la realidad que llamarla simplemente «confianza ciega» [7]. Porque en un punto crucial, esta confianza no es realmente ciega; ve algo: a saber, el goce. El amor se sitúa aquí en contraste con la confianza como algo basado en el respeto. En pocas palabras, el respeto presupone una distancia que hay que mantener, una distancia que elimina las cuestiones inmediatas del disfrute y el deseo de la relación con el Otro. El «amor», en cambio, implica una relación íntima y privilegiada con el Otro, que incluye el deseo y el goce. Sin embargo, Lacan parece unir las dos cosas cuando, de forma bastante sorprendente, sitúa la cuestión del conocimiento en el corazón del amor: «Celui à qui je suppose le savoir, je l’aime». («Aquél a quien supongo el saber, lo amo») [8]. El amor nunca es simplemente inmediato; implica una presuposición de saber por parte del Otro.
Esto podría ayudarnos a distinguir entre dos tipos de amor. Uno se funda en el deseo -es decir, en la falta en el Otro- y, en consecuencia, en la interrogación sobre el enigma del Otro: «¿Qué quiere el Otro?» y «¿Qué soy yo para el Otro?». El amor es una respuesta a esta interrogación, una respuesta en la que el sujeto responde a la carencia en el Otro con su propia carencia: dando al Otro lo que uno no tiene. En el amor, llenamos la carencia implícita en el deseo del Otro con nuestra propia carencia o deseo, más que con cualquier contenido positivo. Más precisamente -y para reiterar el punto de Lacan- es la presuposición del conocimiento lo que constituye la forma positiva y concreta que adopta el «dar mi falta al Otro». Esta presuposición no se basa, por supuesto, en ninguna prueba empírica del saber del Otro, sino que depende del lugar que el Otro ocupa en relación conmigo y con los demás.
Pero éste no es el único tipo de amor, y no es al que se refiere Freud en su ensayo sobre la psicología de masas, donde también lo llama «hipnótico». Estoy tentado de llamar «perversa» a esta otra forma de amor, porque se basa en un tipo perverso de seducción. El Otro seduce o fascina aquí al sujeto no a través del deseo o la carencia, sino a través de la plenitud. No se produce ningún intercambio (como el intercambio de mi carencia por la carencia en el Otro) y, en este sentido, el vínculo así creado es realmente hipnótico: sigue siendo externo y unilateral. Lo que distingue esta relación del respeto clásico por la autoridad social es que este último se basa en que la autoridad se vacía de goce, mientras que el primero opera en nombre del goce. Ésta es también la razón por la que la autoridad perversa -a diferencia de la autoridad clásica- no es vulnerable a la exposición del disfrute. Al contrario, dicha exposición no hace sino reforzarla.
La presuposición del conocimiento no es aquí una muestra vacía de confianza. El amor por el líder comienza con alguna -posiblemente perdida- experiencia de disfrute que él evoca o suscita en nosotros, que luego se asocia con el conocimiento: el conocimiento sobre el disfrute. Tomando de nuevo a Trump como ejemplo: la presuposición del conocimiento en su caso no es sobre perspicacia política o sabiduría en el gobierno. Es simplemente esto: es rico, sabe cómo enriquecerse, y «rico» evoca aquí el disfrute. Sabe cómo disfrutar y puede ocuparse de nuestro disfrute. Al mismo tiempo, la exposición del disfrute («puedo hacer y decir lo que quiera») funciona como fuente de fascinación -fascinación en sentido estricto, cuando uno es incapaz de apartar la mirada, atraído y repelido a la vez. El disfrute es el señuelo.
Así que, volviendo a nuestra pregunta de cómo entender la coexistencia de una desconfianza total en todas las autoridades públicas y una confianza incondicional en el líder, tenemos que entender que esta confianza «incondicional» no es, de hecho, incondicional en absoluto. Está condicionada por el disfrute excedente, que es también nuestro disfrute, que circula en el Otro, bajo la presunción paranoica de que alguien (¡todo el mundo!) intenta robarlo. En este preciso sentido, el amor al líder no es otra cosa que la forma positiva que adopta la desconfianza en todas las demás autoridades: son un mismo mecanismo. Amar al líder es desconfiar de todo y de todos los demás.
Este, por supuesto, no es el tipo de amor que libera o da poder, «da como fuerza»; sólo nos hace «fuertes» en el interminable ejercicio de las purgas -o, como Lacan las llama en su discusión sobre la perversión y el poder, cruzadas. Añade esta profética advertencia: «Bizancio nunca resurgió de las cenizas de las cruzadas. Debemos prestar atención a esos juegos, porque pueden volver a jugarse, incluso ahora, en nombre de otras cruzadas» [9].
Ciertamente.
Este artículo se ha vuelto a publicar en Žižek Goads and Prods.
Notas
1.- Véase →.
2.- Sin embargo, esto no significa que en los últimos años, y antes de las elecciones, el enfoque exclusivo de los demócratas en Trump -a expensas de desarrollar una política social sólida- no fuera una realidad. Lamentablemente, lo fue. Y este enfoque estratégico exclusivo en Trump contribuyó significativamente a su pérdida electoral. Trump funcionó como un fetiche que permitió a los demócratas renegar de sus propias deficiencias a la hora de abordar los problemas económicos y sociales a los que se enfrentaba un número cada vez mayor de personas. Un problema similar existe en muchos otros países, donde la izquierda parece incapaz de contrarrestar el auge de movimientos populares protofascistas por otro medio que no sea instando a los votantes simplemente a votar en contra de tal o cual líder populista.
3.- En su estudio de la fobia (Sigmund Freud, Analyse der Phobie eines fünfjährigen Knaben , Studienausgabe, Band VIII: Krankengeschichten, S. Fischer Verlag, 2000, 1-122), así como de la paranoia (S. Freud, Psychoanalytische Bemerkungen über einen autobiographisch beschriebenen Fall von Paranoia (Dementia paranoides), Studienausgabe, Band VIII: Krankengeschichten, S. Fischer Verlag, 2000, 235-320).
4.- Mladen Dolar, Od kod prihaja oblast (DPU, 2021), 29. Por supuesto, esto no quiere decir que la autoridad simbólica sea simplemente no violenta, sino que ejerce un tipo diferente de violencia (violencia simbólica). Esta diferencia, sin embargo, conduce a dos lógicas muy distintas.
5.- Como sugirió Marie Bendtsen en la conferencia internacional «Reawakening Freud», celebrada en la Universidad de Copenhague los días 17 y 18 de enero de 2025.
6.- Jacques-Alain Miller, «Paranoia, relación primaria con el Otro», The Lacanian Review, nº 10 (diciembre de 2020): 81, 85.
7.- Sigmund Freud, Massenpsychologie und Ich-Analyse In: Studienausgabe, Band IX (S. Fischer Verlag, 2000), 85-86.
8.- Jacques Lacan, Le Seminaire, Livre XX: Encore (Seuli, 1976), 64.
9.- Jacques Lacan, Le Seminaire, Livre XVI: D’un Autre à l’autre (Seuli, 2006), 256.
es una filósofa y teórica social eslovena, uno de los miembros destacados de la «escuela de psicoanálisis de Liubliana». Es Consejera de Investigación en el Instituto de Filosofía, Centro de Investigación Científica de la Academia Eslovena de Ciencias, y profesora en la Escuela Europea de Posgrado de Suiza. Es autora de numerosos artículos y muchos libros, entre ellos Ética de lo real: Kant y Lacan; La sombra más corta: la filosofía del dos de Nietzsche; Por qué el psicoanálisis: Tres intervenciones; El extraño: Sobre la comedia; ¿Qué es el sexo?; y Que se pudran: El paralaje de Antígona.
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