Prólogo a “La persona y lo sagrado”
Por Isabel Escudero
Revista Archipiélago, nº43/2000
Cualquier cosa que podamos decir acerca de la obra de Simone Weil nunca podrá acercarse ni a rozar tan siquiera algo de la verdad que su voz singular acertó a formular con tanta piedad como dureza. Es más, corremos el serio peligro de atentar contra la claridad de su palabra. De desactivarla y enmarañar con literatura o con filosofía o con mística lo que de ella brotó como razonamiento desmandado, como una herida nunca cerrada, transida por una suerte de lógica de amor. Como si en ello le fuera la vida.
Bástenos, pues, estas pocas líneas, para hacer notar lo que de verdad aquí y ahora nos importa y que es, en primer lugar, defender su voz desnuda, librarla de interpretaciones, de domesticaciones de toda laña, de una integración en el corpus filosófico y menos aún en el religioso. Desde su desaparición temprana de este mundo esta operación se ha intentado repetidas veces, no tanto por sus detractores como por sus adoradores, y hasta ella misma, con su apasionada erudición, caía también con frecuencia en tributos escolásticos y rendiciones platónicas, la mayoría de las veces movidos por el agradecimiento a los pocos muertos vivos que a través de sus lecturas le habían tocado el corazón. Pero también ella misma, al punto, se desprendía de lo sabido y se alzaba solitaria entre las voces. Su palabra se nos presenta como una voz que predica en el desierto, pero no sólo en el desierto de la realidad histórica e inmediata (compromiso que nunca desatendió) sino en otro desierto más extenso, más inmenso, más seco todavía, el que llega hasta nosotros, hasta nuestra realidad de hoy, de aquí, de ahora mismo, que estamos sufriendo y que se remonta hacia atrás hasta tocar la primera desdicha del mundo.
La táctica primordial para dejarse hablar es, sin duda, el desprendimiento de sí, la renuncia a mi persona siempre sumisa y miedosa. Pero llevar hasta hacer modo de vida las palabras del Verbo, “Niégate a ti mismo”, implica dolor por la constante pérdida, ya que el alma necesita agarrarse a las cosas, la propiedad la tranquiliza. Y sin embargo ese abandono es el gozo de amor donde pérdida es ganancia: “El que quiera ganar su vida la perderá”. La permanente renuncia de Simone a todo lo que le habría procurado de comodidad su constitucional personal abarcaba todas las facetas y las removía sin contemplaciones: renuncia a su condición burguesa, a sus propios orígenes, a su brillante figura intelectual, a la confesionalidad practicante de sus propias creencias o a la de sus antepasados (ni judía ni católica), renuncia al reconfortante amparo de los sacramentos para ir más desnuda hacia el Dios escondido en la verdad de su ausencia… Porque toda verdad que estuviera enmarcada o sometida al carácter de institución o de organización jerárquica le era sospechosa. Se prendía de los misterios que no estuvieran sometidos a mandato ni comercio y sufría de privación de lo que más ansiaba sólo por defenderlo contra los negocios y temores de los hombres.
Pero no era una santa, no se le quiera achacar que fue por ganar su alma o por salvarse por lo que se dejó morir. Su amor por los desdichados, por los que no saben, era un amor físico y palpable, una donación de presencia carnal a su lado, su rezo era acción y su acción era plegaria. Su impía piedad exigía de sí misma y de los otros lo más bueno y hermoso, lo más honrado, y así su ira podía arrojar del templo a los mercaderes. Era notorio el desprecio que sentía hacia la casta intelectual, a la que denominaba traidora, su aversión por los genios protegidos por la fama, por los autores amurallados en sus libros, por los políticos y los jueces envalentonados con sus jergas. Hasta la enfermedad la llevaba su horror por la mentira en cualquiera de sus formas y hasta la muerte su sentido del deber. Si todavía se daban entonces en el estamento intelectual algunos hombres libres, de honrada acción y razón, como Camus (que tanto la estimaba) y otros que también descendieron al campo de batalla, y aun Simone Weil resplandecía entre ellos como una candelita de inteligencia y valor… imaginémosla hoy aquí sola en este páramo de idiotez creciente donde hasta los más espabilados de nuestros filosofantes no dejan de ser más que un coro de listillos agarrados a su Nombre Propio y los dictados del Régimen.
Pero basta de rodeos. Al grano. Hemos seleccionado el texto de Simone Weil, La persona y lo sagrado, que viene a continuación, porque en él quedan planteadas con precisión, y bien prematuramente, algunas de las cuestiones que atañen directamente a términos tan prestigiosos hoy día como Persona, Derecho, Justicia, Democracia, etc. Que ella acertara a denunciar sus trampas ya a principios de los años 40, cuando muchos de estos conceptos aún eran incipientes y por lo tanto todavía esperanzadores y perfectibles, nos pareció un caso insólito de claridad y una advertencia profética que se ha visto desgraciadamente confirmada en la experiencia política personal y social de las tecnodemocracias desarrolladas. Aún no es tarde para aprender algo de la puntal actualidad de estas palabras. Oigámoslas.
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La persona y lo sagrado (fragmento)
Colectividad-Persona-Impersonal- Derecho-Justicia
de Simone Weil
[…]
La ciencia, el arte, la literatura, la filosofía, que tan solo son formas de realización de la persona, constituyen un dominio en el que se llevan a cabo logros espectaculares, gloriosos, que hacen vivir algunos nombres durante miles de años. Pero por encima de ese dominio, separado de él como por un abismo, existe otro en el que están situadas las cosas de primer orden. Esas son esencialmente anónimas.
“No sólo la colectividad
es ajena a lo sagrado
sino que desorienta proporcionando
una falsa imitación de ello”
Es puro azar que el nombre de los que allí han penetrado se conserve o se haya perdido; incluso cuando se ha conservado, han entrado en el anonimato. Su persona ha desaparecido.
La verdad y la belleza habitan ese dominio de las cosas impersonales y anónimas. Es él el que es sagrado. El otro no lo es, o si lo es, es solo como podría serlo una mancha de color que, en un cuadro, representara una hostia.
Lo que es sagrado en la ciencia es la verdad. Lo que es sagrado en el arte es la belleza. La verdad y la belleza son impersonales. Todo esto es demasiado evidente.
Si un niño hace una suma, y si se equivoca, el error lleva la marca de su persona. Si procede de manera perfectamente correcta está ausente de toda la operación.
La perfección es impersonal. La persona en nosotros es la parte del error y del pecado en nosotros. Todo el esfuerzo de los místicos se ha dirigido siempre a obtener que deje de existir en su alma alguna parte que diga “yo”.
Pero la parte del alma que dice “nosotros” es aún más peligrosa.
El tránsito a lo impersonal sólo se opera mediante una atención de una cualidad rara y que solo es posible en la soledad. No solo la soledad de hecho, sin la soledad moral. No se lleva a cabo jamás en quien se piensa a sí mismo como miembro de una colectividad, como parte de un “nosotros”.
“El hombre precisa
un silencio
cálido, y se le da
un tumulto glacial”
Los hombres en colectividad no tienen acceso a lo impersonal, ni siquiera en sus formas inferiores. Un grupo de seres humanos ni siquiera puede hacer una suma. Una suma se opera en un espíritu que olvida momentáneamente que existe algún otro espíritu.
Lo personal se opone a lo impersonal, pero existe un tránsito de lo uno a lo otro. No hay tránsito de lo colectivo a lo impersonal. Es preciso que primero se disuelva una colectividad en personas separadas para que la entrada a lo impersonal sea posible.
Solamente en este sentido la persona participa algo más de lo sagrado que la colectividad.
No solo la colectividad es ajena a lo sagrado, sino que desorienta proporcionando una falsa imitación.
El error que atribuye a una colectividad un carácter sagrado es idolatría; en cualquier tiempo, en cualquier país, es el crimen más extendido. Aquel a cuyos ojos tan solo cuenta la realización de la persona ha perdido completamente el sentido mismo de lo sagrado. Es difícil saber cuál de los dos errores es el peor. A menudo se combinan en el mismo espíritu en dosis diversas. Peor el segundo error tiene bastante menos energía y duración que el primero.
Desde un punto de vista espiritual, la lucha entre la Alemania de 1940 y la Francia de 1940 era principalmente una lucha no entre la barbarie y la civilización, no entre el mal y el bien, sino entre el primer y segundo error. La victoria del primero no sorprende; el primero es en sí mismo más fuerte.
La subordinación de la persona a la colectividad no es un escándalo; es un hecho del orden de los hechos mecánicos, como la del gramo al kilogramo sobre una balanza. La persona es de hecho mucho más sumisa con la colectividad, incluso en cuanto a lo que se llama su realización.
Por ejemplo, son precisamente los artistas y escritores que están más inclinados a mirar su arte como realización de su persona los que de hecho están más sometidos a los gustos del público. Hugo no encontraba ninguna dificultad en conciliar el culto de sí y el papel de “eco sonoro”. Ejemplos como Wilde, Gide o los surrealistas todavía son más claros. Los científicos situados en ese mismo nivel son asimismo serviles con la moda, es más poderosa sobre la ciencia que sobre la forma de los sombreros. La opinión colectiva de los especialistas es casi soberana sobre cada uno de ellos.
Siendo como es la persona, sumisa de hecho y por la naturaleza de las cosas a lo colectivo, no existe derecho natural con respecto a ella.
Se dice con razón que la antigüedad no tenía noción del respeto debido a la persona. Pensaba con demasiada claridad como para adoptar una concepción tan confusa.
El ser humano no escapa a lo colectivo más que elevándose por encima de lo personal para penetrar en lo impersonal. En ese momento hay algo en él, una parcela de su alma, sobre la que nada de lo colectivo puede ejercer su influencia. Si puede enraizarse en el bien impersonal, es decir, si puede llegar a ser capaz de extraer de ello una energía, entonces todas las veces que piense que es su obligación, podrá dirigir contra cualquier colectividad una fuerza ciertamente pequeña pero real, sin apoyarse en ninguna otra cosa.
Hay ocasiones en las que una fuerza casi infinitesimal es decisiva. Una colectividad es mucho más fuerte que un hombre solo; pero para existir, toda colectividad necesita operaciones, entre las cuales la suma es el ejemplo elemental, que solo se llevan a cabo en un espíritu en estado de soledad.
Esta necesidad hace posible una influencia de lo impersonal sobre lo colectivo, si tan solo se supiera estudiar un método para usarla.
Cada uno de los que han penetrado en el dominio de lo impersonal encuentra allí una responsabilidad respecto a todos los seres humanos. La de proteger en ellos no la persona, sino todo lo que de frágiles posibilidades de tránsito a lo impersonal encierra la persona.
Es a esos, en primer lugar, a los que debe dirigirse la llamada al respeto hacia el carácter sagrado de los seres humanos. Pues para que una llamada tal exista, es preciso que se dirija a seres susceptibles de oírla.
Resulta inútil explicarle a una colectividad que en cada una de las unidades que la componen hay algo que no debe violar. En primer lugar una colectividad no es alguien a no ser por ficción; no tiene existencia a no ser abstracta; hablarle es una operación ficticia. Y después, si fuera alguien, sería alguien que solo estaría dispuesto a respetarse a sí mismo.
Además, el peligro más grande no es la tendencia de lo colectivo a comprimir a la persona, sino la tendencia de la persona a precipitarse, a ahogarse en lo colectivo. O quizá el primer peligro no es sino el aspecto aparente y engañoso del segundo.
Si es inútil decirle a la colectividad que la persona es sagrada, igualmente es inútil decirle a la persona que ella misma es sagrada. No puede creerlo. No se siente sagrada. La causa que impide que la persona se sienta sagrada es que, efectivamente, no lo es.
Si hay seres cuya conciencia ofrece otro testimonio, a quienes su propia persona les da un cierto sentimiento de lo sagrado que creen poder, por generalización, atribuir a cualquier persona, son víctimas de una ilusión doble.
Lo que experimentan no es el sentimiento de lo sagrado auténtico sino esa falsa imitación que produce lo colectivo. Si lo experimentan en cuanto a su propia persona es porque su persona forma parte del prestigio colectivo de la consideración social en la que ella se asienta.
De esta manera, por error, creen poder generalizar. Aun cuando esta generalización errónea proceda de un movimiento generoso, no puede tener bastante virtud como para que a sus ojos la materia humana anónima cese realmente de ser materia humana anónima. Pero es difícil que tengan la ocasión de darse cuenta, pues no mantiene ningún contacto con ella.
En el hombre, la persona es algo desamparado, que tiene frío, que corre buscando refugio y calor.
Eso lo ignoran aquellos para quienes está—o espera estar—cálidamente envuelta de consideración social.
Esa es la razón de que la filosofía personalista haya nacido y se haya extendido no en medios populares sino entre los escritores que, debido a su profesión, poseen o esperan adquirir un nombre y una reputación.
Las relaciones entre la colectividad y la persona deben ser establecidas con el único objetivo de apartar lo que es susceptible de impedir el crecimiento y la germinación misteriosa de la parte impersonal del alma.
Para ello, es preciso que alrededor de cada persona haya espacio, un grado libre de disposición del tiempo, posibilidades para el tránsito hacia grados de atención cada vez más elevados, soledad, silencio. Igualmente, es preciso que esté en ambiente cálido, para que el desamparo no la constriña a ahogarse en lo colectivo.
Si tal es el bien, parece difícil ir mucho más lejos, en el sentido del mal, de lo que ya ha ido la sociedad moderna, democrática. Sobre todo, una fábrica moderna no está quizá tan lejos del límite del horror. Allí a todo ser humano se le hostiga continuamente, voluntades ajenas lo molestan, y al mismo tiempo el alma está en el frío, el desamparo y el abandono. El hombre precisa un silencio cálido, y se le da un tumulto glacial.
El trabajo físico, aun siendo un esfuerzo, no es por sí mismo una degradación. No es arte; no es ciencia; pero es algo que posee un valor absolutamente igual al del arte y la ciencia. Pues procura una posibilidad igual para acceder a una forma impersonal de la atención.
Sacarle los ojos a Watteau adolescente y obligarle a empujar una rueda de molino no habría sido un crimen más grande que poner a trabajar en cadena o pagarle a destajo a un muchachito que tuviera vocación para este tipo de trabajo. Lo único que sucede es que esta vocación, en contra de la del pintor, no es discernible.
Exactamente en la misma medida que el arte y la ciencia, aunque de manera diferente, el trabajo físico es un cierto contacto con la realidad, con la verdad, la belleza de este universo, y con la sabiduría eterna de su disposición.
Por ello envilecer el trabajo es un sacrilegio, exactamente en el sentido en que pisotear una hostia es un sacrilegio.
Si los que trabajan lo sintieran, si sintieran que, por el hecho de ser víctima, en cierto sentido también son los cómplices, su resistencia tomaría un impulso diferente del que les proporciona el pensamiento de su persona y de su derecho. No sería una reivindicación; sería un alzamiento de todo el ser por completo, feroz y desesperado, como el de una chica a quien se quisiera forzar a entrar en la prostitución; y al mismo tiempo sería un grito de esperanza surgido del fondo del corazón.
Ese sentimiento sí que habita en ellos, pero tan inarticulado que es indiscernible para ellos mismos. Los profesionales de la palabra son bastante incapaces de darle expresión.
Cuando se les habla de su propia suerte, generalmente se elige hablarles de salarios. Ellos, bajo la fatiga que los abruma y que convierte en dolor cualquier esfuerzo de atención, acogen con alivio la fácil claridad de las cifras.
De esta manera olvidan que el objeto con el que se comercia, del que se quejan que se les fuerce a venderlo a la baja, del que se les niega un precio justo, no es sino su alma.
Imaginemos que el diablo está comprando el alma de un desgraciado y que alguien, apiadándose del desgraciado, interviniera en el debate y le dijera al diablo: “Es vergonzoso que usted le ofrezca ese precio; el objeto vale por lo menos el doble”.
Esa farsa siniestra es la que ha representado el movimiento obrero, con sus sindicatos, sus partidos, sus intelectuales de izquierda.
Ese espíritu comercial ya estaba implícito en la noción de derecho que las gentes de 1789 tuvieron la imprudencia de poner en el centro de la llamada que quisieron gritar a la cara del mundo. Era, por adelantado, destruir su virtud.
[…]
Traducción del francés de Maite Larrauri
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El texto completo de La persona y lo sagrado se puede leer aquí
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