Jean Vioulac: La lógica totalitaria

Ensayo sobre la crisis de Occidente

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Un libro magistral que pretende mostrar la unidad (en el sentido hegeliano) de la modernidad hasta la época contemporánea. Aunque la crisis de la modernidad está bien y muy inteligentemente descrita, el libro termina desgraciadamente con la observación pesimista de Günther Anders de los años sesenta: la constatación que tenemos que superar no es la del fin de la historia, sino la de la contradicción radical entre el mundo instituido tal como se presenta, se piensa y se proyecta, incluso técnica e industrialmente, y la imposibilidad vivida de reconocerse en tal aproximación al mundo y a su realidad concreta. Este libro intenta mostrar que la dinámica del mundo contemporáneo refuerza su unidad mediante el despliegue histórico de una «lógica totalitaria», mientras que mi propio enfoque pretende, por el contrario, poner de relieve su fragmentación. Aunque este texto no sitúe claramente la contradicción revolucionaria actualizada a principios del siglo XXI (también es cierto que este problema no es evidente para nadie…), este libro sigue siendo de una gran y notable densidad intelectual, aunque en mi opinión confunda totalidad con universalidad.

En mi opinión, nuestro mundo no está en crisis porque sea víctima de una lógica de globalización que ha logrado imponerse, contra viento y marea y contra todos, sino más bien porque este proyecto de globalización, que efectivamente se está aplicando, no funciona -si el criterio de pertinencia es el refuerzo de la estabilidad social y societal. La limitación de este libro, por tanto, es que pretende demostrar que la coherencia de este mundo se está reforzando, cuando lo que debería pretender es demostrar que, por el contrario, la coherencia que se pretende y se busca se está haciendo imposible. En definitiva, este libro se detiene en el momento del gran punto de inflexión que nos obliga a cambiar radicalmente de perspectiva…

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A continuación, el resumen del libro del propio Vioulac, además de una entrevista.

Revista iphilo [fuente: https://iphilo.fr/2013/09/21/logique-totalitaire-et-crise-de-loccident/ 21/09/2013]

El filósofo Jean Vioulac nos ofrece una presentación de su último libro, La lógica totalitaria, Ensayo sobre la crisis de Occidente (PUF, «Épiméthée», 2013).

Vivimos en una época de crisis: crisis económica, crisis medioambiental, crisis política, crisis religiosa, crisis artística, crisis educativa, crisis familiar… incluso se ha vuelto difícil identificar un ámbito que no esté en crisis. Pero la filosofía no puede contentarse con describir estas crisis sucesivamente, sino que debe intentar captar su unidad, y entonces pensar esta crisis como una época. Y en efecto, una crisis es fundamentalmente un fenómeno temporal: el término procede del vocabulario médico y designa el final del periodo de incubación de una enfermedad, es decir, la fase que es a la vez la más peligrosa de la enfermedad y la más significativa en la medida en que revela un proceso que hasta entonces había permanecido oculto bajo el disfraz falsamente tranquilizador de la salud. Pensar nuestra época como una crisis significa situarla dentro de una historia a largo plazo y preguntarse qué revela esta crisis sobre nuestra historia.

El rasgo más llamativo de nuestra época es la globalización, la reunión de todos los pueblos y regiones del mundo en un único espacio común.

La integración de múltiples fenómenos específicos en un único entorno universal define filosóficamente el concepto de totalidad, y en este sentido la globalización debe redefinirse como totalización. Somos contemporáneos del advenimiento de una totalidad planetaria dentro de la cual todo es ahora interdependiente, y es sobre esta totalidad sobre la que debemos reflexionar.

Esta totalidad impone a todos los pueblos del planeta la misma concepción del mundo (ciencia), el mismo principio político (democracia), la misma organización económica (capitalismo) y los mismos medios de acción y de producción (tecnología). Sin embargo, estas cuatro categorías fundamentales de la totalización contemporánea son de origen específicamente occidental, y su dominación es el resultado de la occidentalización de todos los pueblos del mundo. La génesis de la totalización contemporánea hay que buscarla, pues, en la historia de Occidente.

Hegel es el filósofo que descubrió la lógica inmanente a la historia occidental, y la entendió precisamente como la lógica de la totalización a través de la integración de todo aquello dentro del concepto. Para él, la historia termina en la «totalidad autónoma» del Estado, gobernado por el terror y la guerra. Esta figura del Estado corresponde al concepto clásico de totalitarismo, que es importante estudiar. Pero lo que muestra el nazismo, caracterizado por la desintegración del aparato estatal y la ausencia de todo órgano central de gobierno, es que el totalitarismo no es necesariamente estatal, ni siquiera político: se trata de identificar un proceso inmanente de totalización, del que los regímenes totalitarios sólo fueron fenómenos derivados.

Este proceso es el que Tocqueville vio en la masificación de las sociedades democráticas: la democracia es de hecho una realidad social y no política, definida por el advenimiento de un poder de masa en el seno del cual los hombres individuales no son más que especímenes estándar de esta masa. El poder total de la masa es el fundamento del totalitarismo. Sin embargo, Tocqueville no supo explicar este proceso, que finalmente basó en la providencia divina; no obstante, reveló su vínculo con la revolución industrial.

Pero fue Marx quien pensó hasta el final este proceso de totalización inmanente al campo de las prácticas. Si las sociedades humanas dejan atrás la inmovilidad y la dispersión que caracterizaban las épocas artesanales, es porque se reúnen en masas movilizables por un sistema económico que, en el dinero, tiene el medio universal de determinar y estimular a los individuos particulares. La originalidad de este sistema económico es que somete todo al dinero, no sólo las mercancías, sino el trabajo mismo, a través del trabajo asalariado: a través del trabajo asalariado, las sociedades humanas están a la vez sometidas al dinero y reducidas a una cantidad de trabajo disponible, es decir, a una masa. Pero si el dinero, a través del trabajo asalariado, moviliza todas las energías y consume toda la potencia, lo hace con un único fin: producirse a sí mismo. Y éste es, de hecho, el esquema básico del funcionamiento económico en el régimen capitalista: una cantidad de dinero (capital, en el sentido habitual del término) compra fuerza de trabajo, que pone en acción sólo para producirse a sí misma, y así incrementarse (obtener un beneficio). El capital es precisamente dinero en la medida en que se produce a sí mismo, y el capitalismo se define por esta automatización del proceso de producción, que ahora funciona en y para sí mismo, buscando únicamente su propio crecimiento, sin que los hombres tengan ningún poder sobre él, incluso cuando resulta devastador para el medio ambiente. Está claro que el capitalismo es una crisis, y que la superación de la crisis está inextricablemente ligada a la superación del capitalismo.

Pero si el capitalismo se define por este proceso de autonomización del dispositivo de autoproducción de dinero -que se ha hecho evidente para todos en la automatización cibernética de las finanzas-, entonces la cuestión de la tecnología es aún más fundamental que la del capitalismo: Decir que la totalidad planetaria actual se ha convertido en un sistema autónomo y automático que sólo funciona pensando en sí mismo es reconocer que se trata de una gigantesca máquina de la que los seres humanos no son más que engranajes, cuando no granos de arena que hay que eliminar. Así es como Günther Anders entendió la era de la tecnología: a través de su minuciosa descripción del consumismo y la televisión, puso de relieve la existencia de un «totalitarismo tecnocrático», que podemos temer insuperable.

Pero entonces se hace posible circunscribir la crisis. Nuestra época es la del advenimiento de una totalidad sobrehumana -a pesar de haber sido producida por los seres humanos en el curso de su historia- que ahora se ha vuelto autónoma, que funciona sólo automáticamente y con vistas a sí misma, y que para hacerlo instrumentaliza a los seres humanos y los subyuga: todos los procesos de devastación, desmantelamiento, atomización y destrucción que vemos hoy pueden concebirse, por tanto, como los efectos más inmediatos de este proceso de totalización.

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Revista Liberté n°203 [fuente: https://www.erudit.org/fr/revues/liberte/2014-n303-liberte01285/71384ac ] Martin, É. (2014). El totalitarismo sin Estado: entrevista a Jean Vioulac. Liberté, (303), 11-17

Entrevista a Jean Vioulac: El totalitarismo sin Estado (primavera de 2014)

Entrevista realizada por Eric Martin

Usted dice que el capitalismo se ha vuelto «totalitario». Para algunos, esto sería pecar de pesimismo y catastrofismo. ¿Cómo se justifica el uso de un término tan fuerte para describir lo que le está sucediendo a Occidente y al mundo?

En efecto, la tesis parece paradójica, ya que en el siglo XX el concepto de totalitarismo se desarrolló como antítesis del liberalismo, para defender las sociedades de mercado frente al Leviatán del Estado. Pero mi objetivo es precisamente liberar el concepto de totalitarismo de su uso ideológico para elaborarlo filosóficamente y disociar así la cuestión del totalitarismo de la del Estado. Por tanto, me parece difícil prescindir de cualquier concepto de totalitarismo para pensar nuestra situación actual. El fenómeno más característico de nuestro tiempo es lo que llamamos «globalización», un proceso a largo plazo que integra a todas las personas, a todos los pueblos y a todos los territorios en un único espacio-tiempo. La integración de la multiplicidad y las particularidades en un único ámbito y por un único principio es precisamente lo que define el concepto de totalidad. Todos vivimos en la misma totalidad planetaria, y tenemos que hablar de «totalización» para definir este proceso. Históricamente, el capitalismo está en el origen de este proceso, y la totalidad contemporánea es el mercado global. El mercado es totalizador, y más o menos todo el mundo está de acuerdo en ello, incluido un teórico neoliberal como Friedrich Hayek, que veía en el mercado global un «cosmos» que sustituía a la antigua naturaleza.

Esto plantea dos cuestiones. Por un lado, está la cuestión del poder, ya que sólo podemos hablar de totalitarismo si existe un poder efectivamente vinculante que lleve a cabo la totalización. Por otro lado, está la cuestión de la libertad, ya que el concepto de totalitarismo implica la sumisión de todos los individuos a un poder total. El neoliberalismo rechaza este concepto porque afirma que el mercado es la interacción armoniosa y pacífica de las libertades. Pero en realidad, si las acciones individuales son armoniosas, es en primer lugar porque cada individuo se redefine como calculador de sus propios intereses, y en segundo lugar porque el interés de cada individuo se asigna estrictamente a la persecución de un valor abstracto, el dinero.

Cada persona sólo persigue sus propios intereses, y se cree libre cuando no hay obstáculos en su camino, pero no se da cuenta de que sus propios intereses están determinados, preformateados y condicionados por el mercado. Además, cuando los teóricos del mercado hablan con Adam Smith de la «mano invisible», están presuponiendo que existe una manipulación de los individuos, tanto más peligrosa cuanto que es invisible. Si las acciones individuales no divergen, es porque todas convergen hacia el fetiche del dinero, que se impone como un vórtice que hace girar el universo a su alrededor. Cuando el dinero ocupa tal estatus, cuando ejerce esta función de atractor universal, cuando es capaz de reducirlo todo a una cantidad de valor universal y abstracto, entonces es el Capital. El Capital es el principio rector que rige todas las acciones individuales.

Pero el fundamento mismo del capitalismo es el trabajo asalariado, mediante el cual el Capital reduce la propia fuerza de trabajo a una cantidad de valor y, por tanto, la subyuga. Por la misma razón, el Capital masifica la fuerza de trabajo y se convierte en el único que hace uso de ella; de este modo conquista el poder absoluto. Por lo tanto, es extremadamente ingenuo creer, como afirman a diario los dueños del mercado mundial, que cuanto menos Estado hay, más libertad existe, como si el Estado fuera el único poder de coacción. El poder del mercado es infinitamente superior, sólo tiende siempre a aumentar su poder, y la fuerza motriz del Capital es una ciega e incondicional voluntad de poder.

El Capital es hoy el poder que domina el mundo, que atomiza las sociedades humanas, que desterritorializa a todos los pueblos, un poder frente al cual los propios Estados ya no tienen ningún margen de maniobra. El advenimiento del mercado mundial no es otra cosa que la sumisión de todos los hombres, de todos los pueblos y de toda la naturaleza al Capital y al reino del valor. Entonces, sí, hay que decir que el capitalismo es un totalitarismo, e incluso que es el fundamento, la condición de posibilidad de los totalitarismos políticos del siglo XX, porque estos regímenes no eran más que expresiones burdas y caricaturescas del principio constitutivo de la modernidad occidental, a saber, la masificación de la humanidad mediante su sometimiento al poder total de la abstracción.

El neoliberalismo es así culpable de haber alienado y esclavizado el concepto mismo de libertad, al promover en su nombre una doctrina de sumisión voluntaria. Hayek, el incansable apóstol del evangelio del mercado universal, dice defender la libertad, y sin embargo aboga explícita y constantemente por la «sumisión al poder impersonal del mercado», y su doctrina no es en última instancia otra cosa que una pedagogía de la sumisión voluntaria. Por lo tanto, no debemos dejarnos engañar por la oposición puramente ideológica entre neoliberalismo y totalitarismo, y es aún más importante destacar el proyecto totalitario de la gubernamentalidad neoliberal, que desplegará la lógica del valor en todos los aspectos de la vida.

Hoy se tiende a reformatear a los seres humanos para adaptarlos cada vez más a la evolución del capitalismo, para hacerlos cada vez más eficientes, rentables y productivos, para convertirlos en los consumidores que requiere el mercado, tanto mediante la penetración del poder empresarial en todas las esferas de la vida social -incluidos los sistemas educativos- como mediante la propaganda de masas auténticamente totalitaria de la publicidad. Semejante proyecto no tiene nada que envidiar a los planes demenciales de producción de un «hombre nuevo» por parte de los totalitarismos políticos del siglo XX, y es probablemente aún más peligroso en la medida en que sigue siendo invisible, insidioso y aceptado como algo natural por todas las pseudoélites de las castas gubernamentales.

¿Qué relación podemos establecer entre esta transformación y el desarrollo de la «Razón»?

Mi objetivo es situar el capitalismo en el contexto de la crisis de la racionalidad occidental. El punto de partida, pues, es la crisis, pero cualquier consideración de la crisis requiere que la veamos como el final de un periodo de incubación, como el momento paroxístico de un proceso a largo plazo que completa y revela a la vez. Por lo tanto, no es posible concebir la crisis de manera puramente sistémica, en términos de la eficacia con la que funciona una estructura; hay que concebirla históricamente, es decir, dentro de la historia en la que revela la esencia hasta entonces oculta. Así pues, sólo una filosofía de la historia es capaz de pensar la crisis, y la gran obra maestra de Husserl, La crisis de las ciencias europeas, proporciona el marco conceptual necesario. Pero para Husserl, es la razón como tal la que está hoy en crisis, con el advenimiento de una ciencia enteramente técnica y mecanizada, donde las ideas abstractas se deducen automáticamente unas de otras de manera puramente formal, sin basarse ya en los sujetos humanos y sus intuiciones sensibles, donde el concepto se desarrolla por sí mismo, prescindiendo de la subjetividad viva. El progreso de la ciencia se vuelve así contra los sujetos concretos, obligándoles a vivir en un mundo puramente geométrico, abstracto y, en última instancia, carente de sentido, un mundo inhumano e inhabitable. La crisis contemporánea revela así que la historia de Occidente no es otra cosa que el destino de una racionalidad puramente abstracta y objetiva que sólo se desarrolla olvidando, negando y reprimiendo sus orígenes en la subjetividad viva y en la vida comunitaria.

Pero es precisamente el poder de esta racionalidad puramente objetiva y abstracta el que no se manifiesta únicamente en el ámbito de las cuestiones teóricas, y la crisis de la humanidad europea no se limita a los filósofos y científicos -y si así fuera, no sería muy grave-. Si queremos comprender la crisis en su totalidad, debemos entender cómo una «crisis de la ciencia europea», que parece afectar sólo a una minoría de investigadores, puede realmente devastar el mundo y amenazar a la humanidad. Se trata de una cuestión filosóficamente crucial, la de la relación entre el concepto y la realidad, entre el ser y la razón y, en última instancia, el problema de la verdad como tal. Los filósofos rara vez están de acuerdo entre sí, pero todos han coincidido en que la verdad se define así, por la concordancia o conformidad del concepto con la realidad. La cuestión era entonces cómo garantizar esta correlación entre dos elementos tan disímiles. Por un lado, el concepto, etéreo, universal y abstracto; por otro, la realidad, áspera, particular y concreta.

Sin embargo, hay un pensador crucial en la historia de la metafísica que dio una respuesta genuinamente revolucionaria a esta cuestión: Hegel, que comprendió que el vínculo entre lo uno y lo otro requería la mediación del trabajo. El trabajo es lo que hace realidad el concepto, lo que transforma la idea en cosa. Hegel replantea así la verdad de un modo nuevo: ya no como adecuación del concepto y la realidad, sino como realización del concepto, lo que significa que el concepto no tiene que ser misteriosamente adecuado a un dado heterogéneo, sino que produce su propio contenido y así se realiza a sí mismo. Esto explica la automatización y mecanización de las secuencias deductivas que Husserl critica: si el concepto se desarrolla por sí mismo, es porque se subordina al trabajo. La cuestión del trabajo es central; no es un ámbito accesorio e incidental, reservado a sociólogos y economistas; al contrario, es el punto nodal donde se juega la relación entre realidad y concepto, entre razón y realidad.

La razón por la que la crisis de la racionalidad occidental no es puramente teórica es que tiene que ver con el trabajo. No basta, pues, con poner de relieve la crisis de las ciencias; hay que poner de relieve también una crisis del trabajo. Y este gran tratado de ontología fenomenológica sobre la crisis del trabajo europeo es, por supuesto, El Capital. Marx observó que con la revolución industrial y la generalización del trabajo asalariado, el estatuto del trabajo en la producción se había invertido. Ya no es el sujeto y el dueño del proceso, como lo era en la economía artesanal; sólo interviene como mediador, sólo está ahí como medio para la realización de una abstracción que va más allá, Es decir, la abstracción del elemento teórico que ayuda a producir (es decir, los prototipos producidos por los ingenieros en los departamentos de investigación y desarrollo, que tienen el estatuto de «paradigma» que Platón atribuía a la idea), pero sobre todo la abstracción de la cantidad de valor que tiene la función de aumentar.

La estructura de la producción capitalista es, pues, la misma que describe Hegel cuando revela la condición de posibilidad de la eficacia del concepto. El trabajo es el término medio, subordinado a la autorrealización del universal abstracto. Por eso la dominación capitalista es inseparable de la crisis de la razón, como pensó Husserl: «Uy, ya te llamaré, Steve, que todavía estas tías no quieren quitarme las manos de encima». El capitalismo es la puesta en práctica metódica y sistemática de la configuración metafísica de la racionalidad, que fetichiza el concepto, postula la autonomía de una razón puramente objetiva y le subyuga totalmente la subjetividad viviente. Así pues, debemos insistir: El Capital es la lógica de la autovalorización del valor a través de la subsunción real del trabajo, es decir, la lógica especulativa de la autoefectuación de lo universal abstracto a través de la subsunción de lo particular concreto. Por eso la cuestión del capitalismo es filosóficamente esencial. El sistema de producción capitalista es la realización de la razón mistificada que define la metafísica.

¿Qué relación podemos establecer con la tecnología?

En mi opinión, ésta es a la vez la pregunta más importante y la más difícil. En primer lugar, es importante dejar claro que la técnica moderna no tiene ninguna relación con la técnica antigua, y que se ha producido una ruptura. Las técnicas antiguas eran herramientas, es decir, órganos artificiales al servicio de los trabajadores; las técnicas modernas son máquinas, es decir, dispositivos autónomos a los que los trabajadores sólo se añaden como órganos naturales. Es en esta «inversión de sujeto y objeto» donde Marx ve el peligro inherente a la era industrial, y esta inversión se produce precisamente con el automatismo, donde el proceso de producción se desarrolla desde y en sí mismo, donde se emancipa de los sujetos vivos y se autonomiza. La «autonomización», la Verselbständigung, me parece el concepto central de todo el pensamiento de Marx. Existe una estrecha relación entre la automatización, que caracteriza a la tecnología moderna, y la autovalorización, que define la lógica capitalista. Se trata de dos fenómenos de autonomización de la objetividad en relación con la subjetividad, que ya definían la ciencia analizada por Husserl. Pero el hecho es que en Marx no hay una crítica de la tecnología como tal; sólo critica su uso capitalista, postulando que este mismo dispositivo maquínico podría tener otro modo de funcionamiento, y por tanto que tecnología y capitalismo pueden disociarse.

Pero es esta hipótesis la que hoy me parece fuertemente cuestionada. En el siglo XX, la tecnología se ha vuelto totalmente autónoma, se ha conectado en red a escala mundial, se desarrolla por sí misma a una velocidad cada vez mayor, y las personas están cada vez más esclavizadas a ella, incrustadas en su maquinaria y gradualmente reformateadas por ella. Me parece que el capitalismo está totalmente inmanente en la máquina, que es en cierto modo su software, y esto es lo que tiende a demostrar el desarrollo de las transacciones de alta frecuencia en la actualidad, es decir, la informatización completa de las finanzas mundiales, donde los intercambios de valor se realizan mediante centros de servidores informáticos conectados entre sí, sin que ningún ser humano pueda intervenir en el proceso. Sobre el análisis de la tecnología en la actualidad, Günther Anders me parece más pertinente que Marx, porque demuestra que existe un «totalitarismo tecnocrático» en relación con el cual las propias luchas de clases pasan a ser secundarias, porque burgueses y proletarios están igualmente alienados por la tecnología e igualmente amenazados por ella, o en todo caso que las diferencias son infinitesimales en relación con la escala de su poder.

¿Cuál es el destino de la cultura en las transformaciones que describe?

La conocida afirmación de Hegel de que el arte ha muerto, o más exactamente de que «el arte es para nosotros algo del pasado», me parece un punto de partida necesario para cualquier reflexión sobre la cultura actual. Esta tesis, desarrollada a lo largo de los años, parece haber sido desmentida por la historia del arte desde entonces, pero creo que hay que empezar por reconocer que Hegel tiene razón. En primer lugar, porque el arte de la Antigüedad no se entendía como «cultura», es decir, objetivado, planteado como un conjunto de objetos externos a los sujetos; era inmanente a las comunidades humanas, a su vida cotidiana, y les proporcionaba los símbolos y significados con los que habitaban su mundo. En segundo lugar, porque las obras nunca se reducían a una fuente de placer estético. Las obras de arte siempre fueron portadoras de un significado trascendente, de una relación con lo absoluto, y la historia del arte es así inseparable de la historia de la religión. Hoy en día, nuestra relación con las obras de arte ha cambiado por completo. Ya no se trata de contemplación, es decir, de la apertura del sujeto a la alteridad radical, a una dimensión de infinitud más allá de sí mismo, sino de consumo, es decir, en última instancia, de digestión, autosatisfacción y autocomplacencia.

Una vez más, el análisis es paradójico, porque en apariencia el arte nunca ha estado tan presente. Y de hecho lo está. Pero hay que preguntarse cómo está presente y qué significan esta presentación y esta disponibilidad. El fenómeno más importante de los dos siglos transcurridos desde Hegel es el de la museificación universal. Todas las obras de arte han sido retiradas de los lugares donde antaño tenían significado, y especialmente de los espacios consagrados, para ser expuestas en museos, y el museo se ha convertido así en la institución central que hoy media la relación con la obra. Pero no creo que haya muchas obras de arte en los museos. Básicamente, sólo hay mercancías. Visitar un museo es como pasear por los pasillos de un supermercado; en cualquier caso, acceder a la contemplación de la obra dentro del entorno museístico requiere una gran capacidad de concentración y contemplación, necesaria para abstraerse de este contexto.

De este modo, el museo es también una cámara acorazada donde se guardan obras de gran valor, pero en este sentido, el propio arte está sujeto a una evaluación universal. El museo juzga todas las obras en términos de valor y asume que todas son iguales. Obras de todos los estilos, épocas y orígenes se presentan en el mismo campo de equivalencia, despojadas de lo que les daba sentido y contenido, y reducidas a la misma función, es decir, su capacidad de servir como objetos de consumo para el disfrute estético. El proceso de museificación me parece característico de la era capitalista, porque lo que tenemos aquí es una acumulación del capital cultural de la humanidad. El fetichismo de la cultura y la mística de la obra de arte son, además, lo que sustituye a la religión para la burguesía, y los museos son templos de esta religión positivista, donde rinde culto a su propia imagen fetichizada y se ríe de verse tan bella en el espejo.

Pero el capitalismo no es sólo acumulación, es sobre todo producción, y el arte se ha convertido en parte del sistema de producción en masa, con la producción en masa de productos estandarizados por la industria del entretenimiento, que tiene el efecto de estandarizar (y espectacularizar) a quienes los consumen. El problema es que la producción en masa elimina la noción de «original» y tiende así a devaluar sus propios productos, lo que conduce a una tendencia a la baja del valor de mercado de los productos culturales.

La función del sector de producción conocido como «arte contemporáneo» es reintroducir la pieza única y el original, que puede servir entonces como reserva de valor. El arte contemporáneo produce para un mercado especulativo impulsado por la emergencia de una hiperburguesía que ya no sabe dónde invertir. En otras palabras, los propios «artistas» producen directamente para un mercado, producen valores de cambio, productos especulativos. Estos artistas son en realidad hombres de negocios, a menudo muy astutos. El hecho de que las obras de este mercado no sean más que reservas de valor es una característica habitual de las subastas, en las que se compran cuadros por cincuenta millones de dólares, sólo para guardarlos bajo llave en una caja fuerte.

El «arte contemporáneo» podría parecer demasiado grotesco para ser realmente peligroso, pero creo que tiene algunos rasgos genuinamente totalitarios, en primer lugar y sobre todo porque es el engendro de élites y vanguardias que afirman poseer la verdad (sobre el «progreso» de la historia del arte, en este caso), que se encargan de difundir entre las poblaciones despreciadas, y que rechazan de plano toda crítica mediante el mismo terrorismo ideológico. Se trata de un intento de adiestrar y normalizar la sensibilidad, ya que todo el mundo será convocado a sentir las emociones requeridas ante tal o cual prurito del «arte conceptual» so pena de ser llamado imbécil o reaccionario, y sobre todo hay una erradicación metódica del espíritu crítico en un momento en que cualquier cosa es susceptible de ser reconocida oficialmente como obra de arte.

Sin embargo, esta observación debe matizarse. Mi objetivo es exponer la lógica totalitaria de un proceso a largo plazo, pero no se trata de hacer un análisis en sí mismo totalitario, que negaría las excepciones, las marginalidades y las singularidades. El arte es emblemático a este respecto, porque en el corazón mismo del sistema de museificación y de producción de obras, voces singulares intentarán siempre subvertir este sistema, instalarse en sus intersticios, parasitarlo, o incluso hacerlo funcionar en su provecho. En el argot proletario, se dice que un trabajador «hace la peluca» cuando produce su propia obra durante su jornada laboral utilizando los materiales y las máquinas de la empresa. Hoy en día, un auténtico creador «hace la peluca», en el sentido de que instrumentaliza el aparato. Es cierto que se trata siempre de un movimiento provisional y arriesgado, como vimos con el intento de Marcel Duchamp de ridiculizar la institución museística y poner de relieve el estatus de mercancía de la obra de arte. Su gesto fue inmediatamente recuperado y ha permitido a muchos responsables del arte contemporáneo hacer carrera. Pero esas voces singulares han conseguido hacerse oír, y así es como es posible redefinir el estatuto de la obra: como el grito de vidas singulares encarnadas que dan testimonio contra el monstruoso poder impersonal de la abstracción.

La obra de Kafka sería paradigmática en este sentido.

Podemos ver lo que se puede decir en contra de Hegel, el pensador de lo absoluto, donde la obra de arte nunca hace más que hacer tangible una idea. La auténtica obra de arte actual ha cambiado necesariamente de estatus: no manifiesta una idea universal y abstracta, sino que da testimonio de una singularidad viva. El arte de la novela de Milan Kundera me parece muy importante a este respecto, precisamente porque aborda la modernidad europea desde el punto de vista de Husserl, es decir, como el advenimiento de una razón impersonal triunfante, pero enseguida subraya que la modernidad europea es también el advenimiento de la novela, es decir, el testimonio de la singularidad de la vida. Kundera está de acuerdo con Husserl en que nuestra época es la del sometimiento del mundo de la vida a la ciencia matematizada, pero añade que también es la época de la novela, es decir, una expresión del mundo de la vida; la modernidad europea comenzó ciertamente con Galileo y Descartes, pero igualmente con Rabelais y Cervantes.

Así pues, el estatuto del arte ha dado un vuelco. Por un lado, se ha convertido en la materia prima de un sector particular del sistema de producción capitalista y, por otro, ha renacido en sus márgenes y a pesar de sí mismo, como las flores que crecen en las grietas del hormigón. Hay que reconocer, pues, que la obra de arte hoy se ha convertido en algo muy sencillo y muy frágil, como las novelas de Philippe Djian, los dibujos de Hergé, las canciones de Bob Dylan, que, a diferencia de cualquier cosificación museística, acompañan la vida de quienes las aman y les permiten habitar lo mejor que pueden este mundo devastado. No se trata de arte residual, sino quizá de una indicación de que lo esencial se encuentra precisamente en esa sencillez y fragilidad.

En su libro, Marx no aparece como un individualista, sino como un pensador de la comunidad (Gemeinwesen) que necesitamos reapropiarnos. ¿Puede hablarnos un poco de esta lectura de Marx que desgraciadamente no está muy extendida?

Marx no es más individualista que materialista: Marx es comunista. Y aunque se reivindicó comunista, fue un crítico incansable del comunismo utópico y, en el Manifiesto, rechazó todas las formas conocidas de comunismo. Se negó a verlo como un «ideal» y dejó claro que el comunismo nunca podría consistir en un programa de gobierno. Conviene repetir que Marx es un filósofo, y un filósofo difícil. Su concepto de comunismo no puede reducirse en modo alguno a ninguna posición ideológica, ni a eslóganes fáciles que no son más que una negativa a pensar.

Para Marx, el comunismo se refiere a la posición filosófica fundamental que consiste en considerar la comunidad como el fundamento de todo su análisis y el nivel primordial al que se refieren todos los demás. Por tanto, el comunismo en Marx debe abordarse del mismo modo que el idealismo, el racionalismo, el materialismo o el subjetivismo en filosofía. Marx piensa el mundo como un filósofo, intenta exponer su principio ontológico primordial, pero este principio ya no es la idea, ni la razón, ni la materia, ni el sujeto, sino la comunidad. Y no la idea de comunidad, sino una comunidad real, formada por hombres y mujeres de carne y hueso, en un momento dado de una historia determinada, que trabajan juntos para vivir juntos y que, al hacerlo, despliegan todas las relaciones e interacciones que pueden existir cuando hombres y mujeres están juntos.

Como señalas, Marx no habla de Gemeinschaft, la palabra alemana más común para «comunidad», sino de Gemeinwesen, que literalmente significa das gemeine Wesen, «la esencia común», «el ser común». Si la pregunta fundamental de la filosofía desde los griegos ha sido: «¿Qué es el ser?», Marx responde: «El ser es comunidad». La comunidad es la esencia de la que todo lo demás es un fenómeno. Y así es como conduce todos sus análisis, preguntándose siempre cuál es la relación intersubjetiva, es decir, el modo de ser de la comunidad, que se manifiesta en tal o cual fenómeno.

No puede haber malentendido más radical que hacer de Marx un individualista, posición diametralmente opuesta al comunismo.

El principio mismo de su análisis de la economía consiste en rechazar lo que él llama las » robinsonadas «, es decir, la doctrina del » estado de naturaleza «, que pretende deducir la organización económica y política de la vida de un solo hombre, perdido en la naturaleza. Marx no tiene ningún problema en mostrar que tal hombre, que sería lo que es en sí mismo y por sí mismo, es la quimera ideológica que reclaman las teorías del mercado, es decir, la imagen mistificadora del self-made man, el que supuestamente «se ha hecho a sí mismo», y por tanto «no debe nada a nadie». Reconocer la primacía de la comunidad significa decir, por el contrario, que todo el mundo debe todo a todo el mundo, y absolutamente todo. Sin embargo, esto no significa negar al sujeto individual, fundirlo en una masa anónima, y la interpretación individualista de Marx se basa en su defensa del sujeto vivo contra todos los poderes anonimizadores de una maquinaria que amenaza con aplastarlo.

Este es un tema crucial para Marx. Es un pensador de la singularidad del sujeto, amenazado por la estandarización y la masificación del sistema de producción capitalista, y define la libertad en términos de «autoexpresión» o «autoactivación» de cada individuo. Pero al tiempo que define al hombre por su «yo», su ipseidad, y reconoce el peligro de que esta ipseidad sea aplastada por su integración en la maquinaria, se niega a convertirlo en una partícula elemental, en un núcleo atómico indestructible, en una mónada «sin puerta ni ventana», y reconoce en cambio que el hombre no tiene nada que no le haya sido dado. Hablar de comunidad es pensar a los seres humanos como singulares, pero reconocer que sólo son unos a través de otros, unos con otros, unos para otros e incluso a veces unos contra otros, y que así se tejen unos a partir de otros.

La cuestión de la reapropiación, tal como la planteas, sólo se plantea en un contexto muy específico, que es el del sistema de producción capitalista. En la vida comunitaria, la esencia común es inmanente a la comunidad, y cada sujeto recibe inmediatamente de ella su sustancia y su vida, y se mueve en ella. Pero el trabajo humano es una actividad de objetivación, por la que el hombre objetiva su esencia, es decir, la saca de sí mismo para hacerla existir como objeto. La historia humana es el lento proceso de objetivación de esta esencia, al principio inmanente a las comunidades, esencia que de este modo se hace trascendente y existe en la exterioridad.

El momento capitalista llega al final de esta historia: cuando la humanidad ha realizado y objetivado todo lo que es, y por tanto se ha realizado a sí misma en su totalidad, pero cuando su propia esencia existe ahora como una realidad separada, que amenaza con hacerse autónoma y aplastarla. El capitalismo surge cuando la objetividad universal y abstracta se convierte en el único sujeto del proceso de producción, y cuando los hombres particulares y concretos no son más que siervos y esclavos de su funcionamiento automático. La revolución, tal como Marx la concibe, es el acontecimiento por el que la humanidad se reapropia de su esencia objetivada en El Capital, y pone así de nuevo en pie la relación entre sujeto y objeto. Como esperanza liberadora, el comunismo designa así la comunidad de sujetos que han recuperado la universalidad de su esencia, hasta ahora dispersa en sus objetos.

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