Bajo el aullido del hambre

Por Alaa Alqaisi, 30 de julio de 2025

e-flux.com

Mucho antes de que el hambre se apodere del cuerpo, afloja el andamiaje del lenguaje, borrando la claridad, desmantelando el ritmo y dejando tras de sí los frágiles escombros del pensamiento. Lo que comienza como un párrafo coherente pronto se disuelve en fragmentos, hasta que todo lo que queda es el temblor involuntario de una mente demasiado hambrienta para mantener el sentido. Y así, antes de que mi lenguaje me abandone por completo, escribo esto, no tanto para que me entiendan como para seguir siendo visible, para dejar atrás la forma del pensamiento antes de que se deslice en el silencio.

Intento perderme en el trabajo, olvidar, aunque sea momentáneamente, este dolor que se enrosca en torno a nuestra pequeña ciudad asediada. No es simplemente el dolor del espíritu o de la pena, aunque hay mucho de ambos; es un hambre física, implacable, que roe desde dentro, elevándose con un aullido bajo y constante que reverbera por todo el cuerpo como un segundo latido. Se aferra a mis costillas como una maldición susurrada demasiadas veces para ser deshecha. No importa cómo intente distraerme -volviendo a doblar la misma camisa, traduciendo una frase conocida, echando sal al agua hirviendo como si eso fuera a cambiarlo-, el hambre resurge con silenciosa autoridad, como el humo que se filtra por grietas invisibles en el suelo. Las letras de mi pantalla se desdibujan. Las palabras que antes manejaba con soltura ahora se me escapan, se escurren fuera de mi alcance como si ellas también intentaran escapar de este lugar. Me levanto para rezar, pero en cuanto me pongo en pie me invade un mareo agudo y repentino que me rodea la garganta. Me tiemblan las piernas y me pregunto si no me habré vuelto demasiado débil para presentarme ante Dios.

El hambre desarrolla su propio lenguaje, silencioso y corrosivo. No llega con dramatismo ni ruido, sino que se filtra en el cuerpo y la mente hasta que ambos se ablandan, se doblan, se desgastan. Se deposita como el polvo: en los pensamientos, en los recuerdos, en la frágil cáscara de la piel. George Orwell, cuyas palabras parecían pertenecer a otro tiempo y lugar, habla ahora directamente al vértigo interior detrás de mis ojos: «El hambre lo reduce a uno a una condición totalmente sin espinas, sin cerebro… como si uno se hubiera convertido en una medusa». Esa metáfora, antes grotesca y abstracta, se siente ahora precisa. Esto es en lo que me he convertido: sin estructura, a la deriva, incapaz de anclar el pensamiento a la intención. Alcanzo una idea y veo que se disuelve antes de que pueda asirla, dejando tras de sí sólo una pálida impresión de lo que una vez vivió con claridad.

Hay momentos en los que Gaza parece menos una ciudad y más el residuo de una pesadilla que perteneció a otra persona, a algún espectador lejano que la soñó y luego se olvidó de despertar. No se siente como parte del mundo, no de la forma en que las ciudades están conectadas a los ríos o a las naciones o al tiempo. Por el contrario, parece como si hubiéramos sido cosidos a un guion paralelo, un mito representado sin cesar en beneficio de quienes lo observan sin consecuencias. Pero, a diferencia de los mitos, éste no tiene recorrido moral ni catarsis. No hay final del horror, no hay fundido a negro. Los niños siguen envejeciendo sin llegar a crecer. Los ancianos hablan del pan como otros hablan de los amantes perdidos. Y en algún lugar, siempre, hay un público que se pregunta cómo acaba esta historia. Pero para los que la vivimos, no hay final, sólo el lento alejamiento de la posibilidad con cada día de silencio.

El asedio pesa mucho sobre el propio lenguaje. Incluso mis frases lo sufren. La sintaxis se doblega ante la presión de los estómagos vacíos. La gramática no puede con la desesperación. Me siento ante el teclado e intento evocar lo que antes me salía con tanta naturalidad, pero las palabras se dispersan a mitad de camino, como pájaros sobresaltados que olvidan cómo volar. No es una cuestión de olvido, sino de erosión, un desenredo constante de todo lo que creía que me pertenecía. Y, sin embargo, persisto. Hablo. Escribo. Porque el silencio sería una forma más profunda de derrota. El testimonio, aunque agrietado e incierto, es la única ofrenda que aún puedo dar. Mantenerlo encerrado sería dejar que esta hambre consumiera incluso la voz que la nombra.

Vivir ahora en Gaza requiere una coreografía de la ausencia. No caminamos, vamos a la deriva. No comemos, buscamos. No dormimos; permanecemos alerta, con los oídos atentos al sonido que nos hará salir corriendo. La supervivencia es un ritual de adaptación en un mundo que no ofrece ninguna. Y sin embargo, en medio de estas rutinas rotas, aún encuentro momentos que me recuerdan nuestra obstinada humanidad. Una mujer parte por la mitad su último trozo de pan y se lo ofrece a su vecina. Un niño dibuja flores brillantes en una pared ennegrecida por el fuego y el hollín. Una abuela recita Al-Fatiha sobre agua hirviendo, aunque sabe que no hay nada que añadirle. Estos gestos no son ilusiones. Son actos de resistencia. En un lugar donde las instituciones y los sistemas se han colapsado, es el gesto humano, libremente dado, el que preserva lo sagrado.

El hambre revela verdades que nadie busca. Despoja de toda ilusión reconfortante y muestra lo que queda cuando ya no hay nada que perder. He aprendido que la dignidad no es una posesión, sino una práctica: surge de la forma en que uno resiste, no de lo que posee.

He llegado a comprender que la memoria también es una forma de desafío. Nombrar el propio dolor, registrarlo fielmente, es negarse a borrarlo. No busco compasión. La compasión aplana. Convierte a Gaza en un objeto, un cuento con moraleja, un titular que se repite con demasiada frecuencia para provocar una respuesta. Lo que busco -en lo que insisto- es el recuerdo. No sólo del hambre, sino de las mentes que ha nublado, las manos que tiemblan ante la última taza de té, los ojos que escrutan el cielo no en busca de estrellas, sino de señales de fuego.

Aquí las metáforas se rompen. Incluso la belleza, en este lugar, llega con una herida. Pero aún así, el ciprés de nuestro callejón sigue floreciendo, desafiantemente rojo. Aún así, una niña tararea mientras salta sobre charcos de ceniza. Sigo escribiendo. Porque en algún lugar de esta devastación sobrevive el sentido. No como explicación -no hay justificación para esto-, sino como registro, como presencia, como rechazo a ser olvidado. Estuvimos aquí. Amamos, lloramos, pensamos. Construimos un lenguaje a partir de la ruina, dimos forma a historias a partir de la ceniza y nos aferramos a la memoria aunque se nos escapara de las manos como el agua.

Y cuando el mundo pase página por fin -si es que alguna vez lo hace-, que no diga que Gaza guardó silencio. Que no imagine que desaparecimos sin hablar. Hablamos con la boca llena de polvo. Cantamos, incluso con los dientes rotos. Rezamos desde rodillas fracturadas. Y aunque el mundo haya mirado hacia otro lado, recordemos esto: le pusimos nombre al hambre. La soportamos. La soportamos. Que eso permanezca.

Publicado en ArabLit.

Alaa Alqaisi es un traductor, escritor e investigador palestino de Gaza con un máster en Estudios de Traducción. Le apasionan la literatura, la lengua y el poder de la narración para tender puentes entre culturas y dar testimonio de realidades vividas. Su trabajo ha aparecido en ArabLit y en ArabLit Quarterly, The Avery Review y Adi Magazine.

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