Dieu et l’État (Dios y el Estado) fue escrito entre febrero y marzo de 1871 y publicado en 1882 en una traducción francesa de Élisée Reclus, con una introducción de Carlo Cafiero. El título original de Bakunin era Sofismas históricos de la Escuela doctrinaria de los comunistas alemanes.
La ciencia como abstracción
La idea general es siempre una abstracción, y por tanto, en cierto modo, una negación de la vida real. He señalado esta propiedad del pensamiento humano, y por consiguiente también de la ciencia, de no poder captar y nombrar en los hechos reales más que su sentido general, sus relaciones generales, sus leyes generales; en una palabra, lo permanente, en sus continuas transformaciones, pero nunca su lado material, individual, y por así decirlo palpitante de realidad y de vida, pero por ello mismo fugaz y huidizo. La ciencia comprende el pensamiento de la realidad, no la realidad misma, el pensamiento de la vida, no la vida. Este es su límite, el único verdaderamente infranqueable para ella, porque se funda en la naturaleza misma del pensamiento humano, que es el único órgano de la ciencia.
Esta naturaleza es la base de los derechos incuestionables y de la gran misión de la ciencia, pero también de su impotencia vital e incluso de su mala acción, cada vez que, a través de sus representantes oficiales y patentados, se arroga el derecho de gobernar la vida. La misión de la ciencia es ésta: al constatar las relaciones generales entre las cosas transitorias y las reales, al reconocer las leyes generales inherentes al desarrollo de los fenómenos, tanto en el mundo físico como en el social, establece, por así decirlo, los hitos inmutables para el avance progresivo de la humanidad, indicando a los hombres las condiciones generales cuya observación rigurosa es necesaria y cuya ignorancia u olvido serán siempre fatales. En una palabra, la ciencia es la brújula de la vida; pero no es la vida. La ciencia es inmutable, impersonal, general, abstracta, insensible, como las leyes de las que no es más que la reproducción ideal, reflejada o mental, es decir cerebral (para recordar que la ciencia misma no es más que un producto material de un órgano material de la organización material del hombre, el cerebro). La vida es fugaz y efímera, pero también palpitante de realidad e individualidad, de sensibilidad, sufrimiento, alegría, aspiraciones, necesidades y pasiones. Sólo ella crea espontáneamente las cosas y todos los seres reales. La ciencia no crea nada, sólo observa y reconoce las creaciones de la vida.
Y cada vez que los hombres de ciencia, saliendo de su mundo abstracto, se inmiscuyen en la creación viva del mundo real, todo lo que proponen o crean es pobre, ridículamente abstracto, privado de sangre y de vida, nacido muerto, como el homúnculo creado por Wagner, no el músico del futuro que es él mismo una especie de creador abstracto, sino el discípulo pedante del inmortal Doctor Fausto de Goethe. De ello se deduce que la única misión de la ciencia es iluminar la vida, no gobernarla.
Contra el gobierno de la ciencia
El gobierno de la ciencia y de los hombres de ciencia, llámense positivistas, discípulos de Auguste Comte, o incluso discípulos de la Escuela doctrinaria del comunismo alemán, sólo puede ser impotente, ridículo, inhumano, cruel, opresor, explotador y malvado. Se puede decir de los hombres de ciencia, como tales, lo que he dicho de los teólogos y metafísicos: no tienen ni sentido ni corazón para los seres vivos individuales. Ni siquiera se les puede reprochar esto, porque es la consecuencia natural de su profesión. Como hombres de ciencia, no tienen nada que hacer, sólo pueden interesarse por las generalidades y las leyes.
La ciencia, que sólo se ocupa de lo que es expresable y constante, es decir, de generalidades más o menos desarrolladas y determinadas, pierde aquí su latín y enarbola la bandera frente a la vida, que es la única que está en contacto con el lado vivo y sensible, pero inasible e indescriptible, de las cosas. Este es el verdadero y posiblemente el único límite de la ciencia, un límite verdaderamente infranqueable. Un naturalista, por ejemplo, que es en sí mismo un ser real y vivo, disecciona un conejo; este conejo es también un ser real, y fue, al menos hace unas horas, un individuo vivo. Tras diseccionarlo, el naturalista lo describe: pues bien, el conejo que surge de su descripción es un conejo en general, parecido a todos los conejos, privado de toda individualidad, y que, en consecuencia, nunca tendrá fuerza para existir, seguirá siendo eternamente un ser inerte e inanimado, ni siquiera corpóreo, sino una abstracción, la sombra fija de un ser vivo. La ciencia sólo puede ocuparse de tales sombras. La realidad viva se le escapa, y sólo puede ser captada por la vida, que, siendo ella misma fugaz y transitoria, puede captar y capta siempre todo lo que vive, es decir, todo lo que pasa o huye. El ejemplo del conejo, sacrificado a la ciencia, tiene poco efecto en nosotros, porque no solemos interesarnos mucho por la vida individual de los conejos. No ocurre lo mismo con la vida individual de los hombres, que la ciencia y los hombres de ciencia, acostumbrados a vivir entre abstracciones, es decir, sacrificando siempre realidades fugaces y vivas a sus sombras constantes, serían igualmente capaces, si se les dejara a su aire, de inmolar o al menos subordinar en beneficio de sus generalidades abstractas.
La individualidad humana, como la de las cosas más inertes, es igualmente inasible y, por así decirlo, inexistente para la ciencia. Por eso los individuos vivos deben precaverse contra ella, para no ser inmolados por ella, como el conejo, en beneficio de alguna abstracción; como deben precaverse contra la teología, la política y la jurisprudencia, todas las cuales, participando igualmente del carácter abstracto de la ciencia, tienen la fatal tendencia a sacrificar a los individuos en beneficio de la misma abstracción, llamada sólo con nombres diferentes, la primera llamándola verdad divina, la segunda bien público y la tercera justicia.
La diferencia entre ciencia y vida
La ciencia puede aplicarse a la vida, pero nunca encarnarse en ella. Porque la vida es la acción inmediata y viva, el movimiento espontáneo y fatal de las individualidades vivas. La ciencia no es más que una abstracción, siempre incompleta e imperfecta, de este movimiento. Si se impusiera sobre él como una doctrina absoluta, como una autoridad gubernamental, lo empobrecería, lo distorsionaría y lo paralizaría. La ciencia no puede surgir de abstracciones; ése es su reino. Pero las abstracciones, y sus representantes inmediatos, cualquiera que sea su naturaleza – sacerdotes, políticos, juristas, economistas y científicos – deben dejar de gobernar a las masas populares. Todo el progreso del futuro reside en esto. Es la vida y el movimiento de la vida, la acción individual y social de los hombres devuelta a su completa libertad. Es la extinción absoluta del principio mismo de autoridad. ¿Y cómo se logrará esto? Por la propaganda más popular de la ciencia libre. De este modo, la masa social ya no tendrá fuera de sí una supuesta verdad absoluta que la dirija y la gobierne, representada por individuos muy interesados en mantenerla exclusivamente en sus manos, porque les da poder, y con el poder la riqueza, el poder de vivir del trabajo de la masa popular. Pero esta masa tendrá dentro de sí una verdad, siempre relativa, pero real, una luz interior que iluminará sus movimientos espontáneos y hará inútil toda autoridad y dirección externas.
Por supuesto, los científicos no son exclusivamente hombres de ciencia; son también, más o menos, hombres de vida. Sin embargo, no debemos depositar demasiada fe en ellos, y aunque podemos estar bastante seguros de que ningún científico se atreverá hoy a tratar a un hombre como trata a un conejo, siempre existe el temor de que el cuerpo de científicos, si se le deja a su aire, someta a hombres reales y vivos a experimentos científicos que bien podrían ser menos crueles, pero que no serían menos desastrosos para sus víctimas humanas. Si los científicos no pueden llevar a cabo experimentos en los cuerpos de los hombres individuales, no pedirán nada mejor que llevarlos a cabo en el cuerpo social, y esto es lo que hay que impedir absolutamente.
En su organización actual, monopolizando la ciencia y permaneciendo como tales al margen de la vida social, los científicos forman una casta aparte muy parecida a la casta de los sacerdotes. La abstracción científica es su Dios, las individualidades vivas y reales son sus víctimas, y ellos son sus sacrificadores patentados.
Ciencia y arte
La ciencia no puede salir de la esfera de las abstracciones. En este sentido, es infinitamente inferior al arte, que tampoco tiene más que tipos generales y situaciones generales que tratar, pero que, por un artificio propio, sabe encarnarlos en formas que, aunque no vivan en el sentido de la vida real, provocan sin embargo en nuestra imaginación el sentimiento o el recuerdo de esta vida; Individualiza, por así decirlo, los tipos y situaciones que concibe, y, a través de estas individualidades sin carne ni hueso, y, como tales, permanentes o inmortales, que tiene el poder de crear, nos recuerda las individualidades vivas y reales que aparecen y desaparecen ante nuestros ojos. El arte es, pues, en cierto modo, el retorno de la abstracción a la vida. La ciencia, por el contrario, es la inmolación perpetua de la vida fugaz, transitoria pero real, en el altar de las abstracciones eternas.
Ciencia e individualidad
La ciencia es tan incapaz de captar la individualidad de un ser humano como la de un conejo. En otras palabras, es tan indiferente a una como a la otra. No es que ignore el principio de individualidad. Lo entiende perfectamente como principio, pero no como hecho. Sabe muy bien que todas las especies animales, incluida la especie humana, no tienen existencia real sino en un número indefinido de individuos que nacen y mueren, dando paso a nuevos individuos igualmente pasajeros. Sabe que a medida que ascendemos de la especie animal a las especies superiores, el principio de individualidad se hace más determinado, y los individuos aparecen más completos y más libres. Finalmente, sabe que el hombre, el último y más perfecto animal de esta tierra, presenta la individualidad más completa y la más digna de consideración, por su capacidad de concebir y concretar, de personificar por decirlo así en sí mismo, y en su existencia tanto social como privada, la ley universal. Sabe, cuando no está viciado por un doctrinarismo teológico o metafísico, político o jurídico, o incluso por un orgullo estrechamente científico, y cuando no es sordo a los instintos y a las aspiraciones espontáneas de la vida, sabe, y ésta es su última palabra, que el respeto al hombre es la ley suprema de la humanidad y que el gran objetivo, el verdadero objetivo de la historia, el único legítimo, es la humanización y la emancipación, la libertad real, la prosperidad real, la felicidad de cada individuo real que vive en sociedad. Porque, en definitiva, a menos que volvamos a caer en la ficción liberticida del bien público representado por el Estado, ficción siempre fundada en el sacrificio sistemático de las masas populares, debemos reconocer que la libertad y la prosperidad colectivas sólo son reales cuando representan la suma de las libertades y prosperidades individuales.
La impersonalidad y la generalidad de la ciencia
La ciencia sabe todo esto, pero no puede ir más allá. Puesto que la abstracción es su propia naturaleza, puede concebir el principio de la individualidad real y viva, pero no puede tener nada que ver con los individuos reales y vivos. Se ocupa de los individuos en general, pero no de Pedro y Santiago, ni de este o aquel otro individuo, que no existen, que no pueden existir para ella. Sus individuos siguen siendo meras abstracciones.
Y, sin embargo, no son estas individualidades abstractas, son los individuos reales, vivos, transitorios, los que hacen la historia. Las abstracciones no tienen piernas para andar; sólo caminan cuando las llevan personas vivas. La ciencia no tiene corazón para esos seres reales, hechos no sólo de ideas, sino de carne y hueso. En el mejor de los casos, los considera carne que hay que desarrollar intelectual y socialmente. ¿Qué tienen que ver las condiciones particulares y el destino fortuito de Pedro y Santiago? Se pondría en ridículo, abdicaría y se anularía a sí misma, si quisiera tratarlos como algo más que un ejemplo fortuito en apoyo de sus teorías eternas. Y sería ridículo reprochárselo, porque ésa no es su misión. No puede captar lo concreto; sólo puede moverse en abstracciones. Su misión consiste en ocuparse de la situación y de las condiciones generales de existencia y desarrollo, ya sea de la especie humana en general, ya de una raza, pueblo, clase o categoría de individuos en particular, de las causas generales de su prosperidad o decadencia y de los medios generales para hacerlos progresar en todos los sentidos. Siempre que cumpla esta tarea amplia y racionalmente, habrá cumplido todos sus deberes, y sería verdaderamente ridículo e injusto pedirle más.
Pero también sería ridículo y desastroso confiarle una misión que es incapaz de cumplir. Puesto que su propia naturaleza la obliga a ignorar la existencia y el destino de Pedro y Santiago, ni a ella ni a nadie en su nombre se le debería permitir jamás gobernar a Pedro y Santiago. Porque ella sería muy capaz de tratarlos del mismo modo que trata a los conejos. O, mejor dicho, seguiría ignorándolos; pero sus representantes patentes, que no son en absoluto abstractos sino, por el contrario, muy vivos, con intereses muy reales, cediendo a la influencia perniciosa que el privilegio ejerce inevitablemente sobre los hombres, acabarán por desollarlos en nombre de la ciencia, del mismo modo que los sacerdotes, los políticos de todos los colores y los abogados los han desollado hasta ahora, en nombre de Dios, del Estado y del derecho legal.
La rebelión contra el gobierno de la ciencia
Así pues, lo que predico es, en cierta medida, la rebelión de la vida contra la ciencia, o más bien contra el gobierno de la ciencia. No para destruir la ciencia, ¡Dios nos libre! Eso sería un crimen de lesa humanidad-, sino para volver a ponerla en su sitio, para que nunca más pueda abandonarlo. Hasta ahora, toda la historia de la humanidad ha sido una inmolación perpetua y sangrienta de millones de pobres seres humanos en honor de alguna abstracción despiadada: dioses, patria, poder del Estado, honor nacional, derechos históricos, derechos legales, libertad política, bien público. Esta ha sido hasta ahora la tendencia natural, espontánea y fatal de las sociedades humanas. No hay nada que podamos hacer al respecto; tenemos que aceptarla, en lo que se refiere al pasado, del mismo modo que aceptamos todas las fatalidades naturales. Debemos creer que ésta era la única manera posible de educar a la especie humana. Porque no nos equivoquemos: aunque demos la mayor parte del mérito a los artificios maquiavélicos de las clases dirigentes, debemos reconocer que ninguna minoría habría sido lo bastante poderosa para imponer todos esos horribles sacrificios a las masas humanas si no hubiera existido en las masas mismas un movimiento vertiginoso y espontáneo, que las impulsaba constantemente a sacrificarse a una de esas abstracciones devoradoras que, como los vampiros de la historia, siempre se han alimentado de sangre humana.
Es comprensible que teólogos, políticos y juristas lo encuentren hermoso. Como sacerdotes de esas abstracciones, viven del sacrificio continuo de las masas populares. Que la metafísica también dé su consentimiento tampoco debe sorprendernos.
Su única misión es legitimar y racionalizar en la medida de lo posible lo que es inicuo y absurdo. Pero debemos constatar y deplorar el hecho de que la propia ciencia positiva ha mostrado hasta ahora las mismas tendencias. Sólo ha podido hacerlo por dos razones: primero, porque, constituida fuera de la vida popular, está representada por un cuerpo privilegiado; segundo, porque hasta ahora se ha postulado como la meta absoluta y final de todo desarrollo humano; mientras que mediante una crítica juiciosa, de la que es capaz y que finalmente se verá obligada a ejercer contra sí misma, debería haberse dado cuenta de que ella misma no es más que un medio necesario para la consecución de un objetivo mucho más elevado, el de la humanización completa de la situación real de todos los individuos reales que nacen, viven y mueren sobre la tierra.
Una vez más, la única misión de la ciencia es iluminar el camino. Pero sólo la vida, liberada de toda traba gubernamental y doctrinaria y devuelta a la plenitud de su acción espontánea, puede crear.
¿Cómo resolver esta antinomia?
Por una parte, la ciencia es indispensable para la organización racional de la sociedad; por otra, incapaz de interesarse por lo real y lo vivo, no debe inmiscuirse en la organización real o práctica de la sociedad. Esta contradicción sólo puede resolverse de una manera: mediante la liquidación de la ciencia como ser moral existente fuera de la vida social, y representada como tal por un cuerpo de científicos patentes; mediante su difusión entre las masas. La ciencia, llamada en lo sucesivo a representar la conciencia colectiva de la sociedad, debe convertirse realmente en propiedad de todos. Así, sin perder nada de su carácter universal, al que nunca podrá renunciar so pena de dejar de ser ciencia, y sin dejar de ocuparse exclusivamente de las causas generales, de las condiciones generales y de las relaciones generales de los individuos y de las cosas, se fundirá de hecho con la vida inmediata y real de todos los individuos humanos. Será un movimiento semejante al que llevó a los protestantes a decir, al comienzo de la Reforma religiosa, que ya no había necesidad de sacerdotes, puesto que cada hombre se convertiría en adelante en su propio sacerdote, cada hombre, gracias a la intervención invisible y única de Nuestro Señor Jesucristo, habiendo conseguido finalmente tragarse a su buen Dios. Pero no se trata de Nuestro Señor Jesucristo, ni del buen Dios, ni de la libertad política, ni del derecho jurídico, cosas todas teológica o metafísicamente reveladas, y todas igualmente indigestas, como sabemos. El mundo de las abstracciones científicas no es revelado; es inherente al mundo real, del que no es más que la expresión y la representación general o abstracta. Mientras forme una región aparte, representada especialmente por el cuerpo de los científicos, este mundo ideal amenaza con ocupar el lugar del buen Dios en relación con el mundo real, reservando a sus representantes patentes el oficio de sacerdotes. Por eso debemos disolver la organización social separada de la ciencia mediante la educación general, igual para todos, para que las masas, dejando de ser rebaños conducidos y esquilados por pastores privilegiados, puedan tomar en sus manos su destino histórico.
Mijaíl Aleksándrovich Bakunin (1814-1876)
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