Por Kathleen Hale y Mae Ryan, 11 de julio de 2016
Muchas cosas le producen un profundo malestar a Susie: los productos perfumados, los pesticidas, los plásticos, las telas sintéticas, la contaminación, la radiación electromagnética, y una larga lista que continúa. En el mundo civilizado, los humos que se desprenden de los tubos de escape de los coches le ponen enferma; los perfumes, convulsiones.
Así que se marchó a vivir a Snowflake, Arizona.
“Al salir del coche pude comprobar que ya no necesitaba mi botella de oxígeno”, dijo, mientras pude ver por el espejo retrovisor cómo sonreía. “Ya pude caminar”.
Son alrededor de 20 viviendas las que allí ahora. Del mismo modo que Susie, la mayoría de los residentes de Snowflake tienen lo que ellos llaman “una enfermedad ambiental”, de controvertido diagnóstico que atribuye los síntomas a la contaminación.
Mis rodillas entrechocaban mientras nos desviábamos por otro camino de tierra. Mae, documentalista de The Guardian, estaba ocupada en fotografiar aquellos parajes desde el asiento delantero. Íbamos a pasar cuatro días para descubrir por qué decenas de personas han optado por vivir aquí, y Susie había accedido a darnos albergue sólo si la opinión del psiquiatra no era contraria para no empeorar su situación.
“Aquí es complicado”, dijo señalando la vivienda de un vecino. El cartel de fuera decía: “NO SIN INVITACIÓN”.
Mis ojos se movían entre las cercas de alambre para el ganado y los juniperus secos; montañas blancas nadaban en la distancia. Nos detuvimos, y Susie le indicó a Mae que abriese una puerta decorada con los oropeles de la Navidad.
Ya a mediados del siglo XIX había personas que sentían malestar de las comodidades de la vida moderna. En 1869, el Dr. George Beard publicó varios documentos en los que culpaba a la civilización moderna y los nuevos motores a vapor de dolencias tales como “somnolencia, irritación cerebral, presión y pesadez en la cabeza”.
Según él, hay otros síntomas de sensibilidad química, entre los que estarían “miedo a vivir en sociedad, miedo a estar solo, miedo a la contaminación… miedo a los miedos… miedo a todo”.
Esta enfermedad se llama neurastenia. Susie sería “sensible a todo el mundo”.
Susie nos había advertido que Deb, una especie de compañera de piso que vive al lado, es extremadamente sensible a los olores. Con el fin de protegerla, habíamos acordado varias cosas: no tendríamos coche de alquiler ni permaneceríamos en un motel, porque son lugares donde se utilizan productos químicos para la limpieza. Llevaríamos ropa de Susie y dormiríamos en la casa de Susie. Ella también nos hizo prometer que no nos habríamos hecho la permanente antes de venir, lo cual me hizo pensar que llevaba mucho tiempo viviendo en el desierto.
Durante semanas, Mae y yo no nos maquillamos, ni nos dimos lociones, ni perfumes, ni productos para el cabello, ni usamos detergentes perfumados, ni suavizantes… Utilizamos jabón y champú sin perfumar, desodorantes naturales, que según la descripción del envase era una simple roca cogida del suelo y metida en una caja.
A pesar de todos nuestros esfuerzos, la sensible nariz de Deb captó nuestros olores corporales. Apestábamos como un retrete o una tienda de Body Works inundada con vodka, o según sus propias palabras, “perfumes florales con disolventes químicos. A eso huelen ustedes”.
Llegar a Snowflake no es algo fácil. Me levanté al amanecer, vomité en el pequeño avión para seis pasajeros, y caminé una milla por una carretera muy transitada hasta un pueblo llamado Showlow (pronúnciese Yolo, a 160 millas de Phoenix), hasta al coche donde me estaba esperando Susie.
“Haremos todo lo posible por limpiaros. Tenemos mucha agua oxigenada”, nos prometió Susie.
Decidimos que la mejor manera de pasar directamente del coche a la ducha para desprendernos de todos los productos químicos que pudiéramos llevar impregnados era hacerlo completamente desnudas. Así que nos quitamos la topa y caminamos poco dignamente por el camino de grava.
“Puede tomar su primera ducha”, me dijo Mae, envuelta en una toalla, y a la que había conocido unas pocas horas antes.
El baño de Susie, del mismo modo que el resto de la casa, no tiene conexión a Internet, y fue empapelada con papel de aluminio de alta resistencia, Reynolds Wrap. Por encima de la taza del baño hay una pequeña ventana que está sellada, dando hacia el desierto. Me lavé con una pastilla de jabón de aceite de oliva y aspiré el olor metálico del agua dura. Era lo único que podía oler.
Alguien me llamó. Mae me preguntó de mala gana si yo llevaba ropa interior. “Estamos jugando a disfrazarnos”, gritó Susie desde la otra habitación.
Enseguida me di cuenta de lo que quería decirme Mae, que si llevaba la ropa interior de Susie. Dudé un momento, considerando las alternativas de no llevar ropa interior en un entorno arenoso.
“Oiga Kathleen, ¿y usted?”, gritó Susie
“Llevaré ropa interior”, le contesté.
Un poco más tarde nos reunimos en la cocina. Deb es también sensible a los cereales, a los alimentos transgénicos, a los conservantes, a los saborizantes artificiales y todos los colorantes, así que comió sopa de repollo para cenar.
Después, Mae y yo nos metimos detrás de un espacio separado por cortinas para ver cómo nos las apañábamos para dormir: dos catres metálicos, uno de ellos roto, y ninguna manta (porque las mantas son absorbentes y de acuerdo con la lógica de aquí, todavía se desprendían por los poros gases de productos químicos peligrosos). Durante la noche en el desierto hace mucho frío, y la casa de Susie no dispone de calefacción. Quería ignorarlo, pero lamenté mi reciente decisión de abandonar los sedantes.
Le pregunté si podíamos poner algo de relleno para cubrir los muelles del catre. Susie salió fuera, gritando por encima del hombro: “Para su información, las ratas de por aquí son agresivas”. Regresó con las alfombras del baño, apelmazadas por la suciedad.
“¡Más cómodo!”, dijo ella apagando las luces.
Esa noche, Mae y yo, que no nos conocíamos el día anterior, tuvimos que ir una en busca de la otra para tener algo de calor. Me recordé a mí misma que todo el malestar que sentíamos no era nada en comparación con los sufrimientos que Susie y Deb padecieron en el mundo civilizado.
Susie creció en el boscoso norte de California, y pasó la mayor parte de la década de 1970 en el entorno de la Bahía, haciendo diferentes trabajos y viajando con su novio. Mucho gente empezó a sentir una rara enfermedad que nadie parecía entender. Susie sufrió problemas respiratorios, gastrointestinales y neurológicos. Todavía se siente herida en sus sentimientos cuando recuerda que los médicos le dijeron que podía ser ansiedad.
Mientras que la epidemia de SIDA se inició durante este período de crisis, los síntomas de Susie siguieron empeorando, intensificándose cada vez que olía los humos o pasaba cerca de una línea de alta tensión. Incapaz de llevar una vida normal, por medio de un juego de ensayo y error empezó a identificar aquellas cosas que le provocaban los peores síntomas. Dormía en el porche de la casa de sus padres, en el suelo del baño, porque eran los únicos lugares en los que podía respirar. Su madre recogía agua de lluvia para que la bebiera.
Llegó a utilizar una silla de ruedas, y más tarde regresó a San Francisco para obtener una licenciatura sobre política de la discapacidad. Publicó El Reactor, un folleto en defensa de las enfermedades ambientales, que circuló entre las personas hipersensibles de todo el país. Un lector de El Reactor le dijo a Susie que el lugar donde vivía tenía el aire “lo suficientemente limpio para que pudiera trasladarse allí”, y en 1994 Susie se marchó a Snowflake, donde había una pequeña comunidad (sólo un puñado de personas en aquel momento) y de inmediato se recuperó. Al cabo de un año, su padre y sus vecinos pudieron reunir los suficientes recursos para construir su casa, un lugar un poco más seguro.
Mientras tanto, viendo lo que pasaba en todo el país, la vida de Deb nunca se había sentido más amenazada.
Del mismo modo que Susie, su primer pensamiento es que padecía SIDA. Tras descartar que lo fuera, ella mantuvo un absoluto escepticismo. Incluso los que creyeron que todavía se sentía enferma, la escribieron deseando que se recuperase.
Deb siempre ha sido muy fuerte. Siendo niña vivió junto al lado Michigan, navegaba en barca, hacía deporte. Después de asistir a la Universidad Tecnológica de Michigan, trabajó durante nueve años como la única Ingeniera metalúrgica en la fábrica de aviones Bendix; su especialidad era el análisis de fallos.
Cuando se quedó embarazada, Deb siguió trabajando, pero inhalaba zinc y cadmio, nadie nunca le habló de estos peligros, pero todo lo que podía oler era la loción para después del afeitado y la colonia de su compañero de trabajo. Los productos perfumados empezaron a producirla malestar y crisis. Vomitaba muy a menudo.
Después de tener a su bebé en 1992, Deb dejó el trabajo para dedicarse completamente al cuidado del niño. Vivía en una casa vieja con un horno que humeaba. Las infecciones empezaron a afectar a sus senos nasales, que luego se convirtieron en migrañas tan fuertes que parecían golpes de hacha. Su pesó descendió a 34 kilos. Los médicos la dijeron que era anoréxica.
Por último, Deb ya no pudo aguantar más. Dejó Michigan cuando su hija tenía 16 años y se convirtió en nómada, durmiendo en su camioneta, porque a diferencia del plástico o del yeso, el metal no emite vapores químicos y es más seguro.
La información transmitida de boca en boca llevó a Deb hasta Snowflake, donde llevaba a cabo tareas de ayuda a los que padecen enfermedades ambientales a cambio de comida. Un día la vio Susie que lavaba la ropa para un vecino; Deb llevaba cinco años viviendo en su camioneta y necesitaba un lugar en el que aposentarse. Las dos mujeres empezaron a vivir juntas. Deb se encarga de cocinar. Ellas no dejan de reírse y se protegen la una a la otra. Susie puso cara seria cuando se enteró de que Deb llevaba siete años sin ver a su hija.
A los 67 años de edad, Susie pudo aplicar los conocimientos que había adquirido en su licenciatura, aunque no en la forma en la que ella nunca hubiese pensado. Se convirtió en la persona que daba la bienvenida a los que llegaban a Snowflake, ejerció de terapeuta y de abogada. Se sentó con los hombres y mujeres enfermos, de una enfermedad en la que nadie cree, pero que ella sí entiende. Habló por teléfono durante la noche con personas que estaban postradas en la cama, solas, y con necesidad de compañía. Ayudó a la gente en preparar la documentación para intentar conseguir ayudas del Gobierno. Ella les dijo que la enfermedad no les mataría, pero que les haría mucho daño.
¡Todo el mundo la quería!, y saltaron lágrimas de sus ojos cuando les dijo esto.
Desde el punto de vista histórico, las razones de los colonos para establecerse en otro lugar fue la de acabar con las jerarquías allí donde fueran. Los puritanos, lo hicieron por motivos religiosos, por lo que los ritos religiosos se hicieron muy populares. 49 mineros fueron en busca de oro, y los que lo encontraron ganaron en estatus.
Pero la gente vino a Snowflake para alimentar la enfermedad, y por lo tanto, aquí, la enfermedad ejerce de moneda social. Siendo “normies”, un término despectivo que significa que la mayoría de las fragancias químicas y la electricidad todavía no le causan a uno un dolencia debilitante, no sólo Mae y yo habíamos caído en la categoría de personas que históricamente les han herido, les han abandonado y mal diagnosticado, sino que también les clasificaron como si fueran leprosos.
Desgraciadamente, estuve a punto de ponerme muy enferma.: el segundo día me desperté con dolor de cabeza, y con el pelo de Mae en la boca. El dolor de cabeza trajo consigo náuseas. Estaba empezando a sentir síntomas familiares, parecidos a la gripe, que producen un cierto atasco emocional.
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