Por James Petras, 8 de febrero de 2011
Para entender la política de la Administración de Obama hacia Egipto, la dictadura de Mubarak y el levantamiento popular, es preciso situarlo en su contexto histórico. La cuestión esencial es que Washington, después de llevar varias décadas profundamente arraigado en las estructuras estatales de las dictaduras árabes, desde Túnez a Marruecos, Egipto, Yemen, Líbano, Arabia Saudí y la Autoridad Palestina, está tratando de reorientar sus políticas para incorporar a políticos liberales a las elecciones en las configuraciones de poder existentes.
Aunque la mayoría de los comentaristas y periodistas derramen toneladas de tinta sobre el “dilema” del poder de Estados Unidos, la novedad de los acontecimientos de Egipto y las declaraciones políticas de Washington en el día a día, lo cierto es que hay amplios precedentes históricos que nos pueden ayudar a entender la estrategia de las políticas de Obama.
Antecedentes históricos
La política exterior de los Estados Unidos tiene una larga trayectoria para instalarse, financiar, armar y respaldar los regímenes dictatoriales que apoyan su política imperial e intereses, siempre que éstas puedan mantener el control sobre su pueblo.
Los presidentes anteriores, tanto republicanos como demócratas, han trabajado estrechamente durante más de 30 años con la dictadura de Trujillo en la República Dominicana; instalando el régimen autocrático de Diem en el panorama pre-revolucionario de Vietnam en la década de 1950; colaboró con dos generaciones de la familia Somoza, un régimen de terror en Nicaragua; financiando y promoviendo el golpe de Estado militar en Cuba en 1952, en Brasil en 1964, en Chile en 1973 y en Argentina en 1976, y los posteriores regímenes represivos. Cuando levantamientos populares los desafiaron, Estados Unidos respaldó a las dictaduras, de modo que si las revoluciones políticas y sociales tenían alguna probabilidad de tener éxito, Washington respondía de tres maneras distintas: criticando públicamente las violaciones de los Derechos Humanos y la promoción de reformas democráticas; un apoyo por detrás al régimen anterior; en tercer lugar, la búsqueda de una alternativa a la elite gobernante que la sustituyese pero preservando el aparato del Estado, el sistema económico y que siguiese apoyando los intereses estratégicos imperiales de Estados Unidos.
Para Estados Unidos no hay relaciones estratégicas, sólo permanentes intereses imperiales, preservando la estructura estatal del país cliente. Las dictaduras asumen que sus relaciones con Washington son estratégicas, de ahí la sorpresa y consternación cuando son sacrificadas en aras de salvar el aparato del Estado. Ante el temor a una revolución, Washington ha tenido como clientes a reacios déspotas, dispuestos a seguir adelante, siendo finalmente asesinados (Trujillo y Diem). A algunos les proporciona refugio en el extranjero (Somoza, Batista), otros son presionados para que compartan el poder (Pinochet) o designados profesores visitantes en Harvard, Georgetown, o alguna otra “prestigiosa” publicación académica.
Los cálculos de Washington para reorganizar el régimen se basan en la capacidad del dictador para enfrentarse a la rebelión, de su fuerza y la lealtad de las fuerzas armadas y de la disponibilidad de un sustituto adecuado. Se corre el riesgo de que pase demasiado tiempo, que el dictador permanezca en su puesto y el levantamiento se radicalice, con el peligro de que el cambio subsiguiente barra tanto al régimen como a su aparato estatal, convirtiendo una revuelta política en una revolución social. Sólo se produjo un error de cálculo en 1959, en el período previo de la revolución cubana, cuando se apoyó a Bautista, pero no fueron capaces de presentar una alternativa favorable a los intereses de Estados Unidos vinculada al viejo aparato estatal. En error de cálculo similar aconteció en Nicaragua, cuando el presidente Carter al mismo tiempo que criticaba a Somoza, dejaron las acciones quedaron en suspenso, actuando de forma pasiva cuando el régimen fue derrocado y las fuerzas revolucionarias vencieron al ejército de Estados Unidos y los militares israelíes entrenados, la policía secreta y el aparato de inteligencia, nacionalizando propiedades y desarrollando una política exterior independiente.
Washington tomó una mayor iniciativa en América Latina en la década de 1980. Negoció transiciones electorales, sustituyendo a los dictadores por políticos neoliberales, que se comprometieron a preservar el aparato estatal existente, a defender a los grupos privilegiados tanto extranjeros como nacionales, y los intereses de la política internacional de Estados Unidos.
Las lecciones del pasado y las políticas actuales
Obama ha mostrado reticencias en derrocar a Mubarak por varias razones, incluso cuando el movimiento popular crece en número y se profundiza un sentimiento anti-Washington. La Casa Blanca tiene muchos clientes en todo el mundo, entre ellos Honduras, México, Indonesia, Jordania y Argelia, que creen tener una relación estratégica con Washington, perdiendo la confianza en su futuro si Mubarak fuese derrocado.
En segundo lugar, las principales organizaciones de los Estados Unidos que tienen mayor influencia a favor de Israel ( AIPAC, los Presidentes de las Principales Organizaciones Judías Estadounidenses) y su ejército de escribas, han movilizado a los líderes del Congreso para presionar a la Casa Blanca para que siga apostando por Mubarak, ya que Israel es el principal beneficiario de un dictador que está en las gargantas de los egipcios ( y palestinos) y a los pies del Estado judío.
Como resultado de todo esto, el régimen de Obama se ha movido con lentitud, con el miedo y la presión creciente del movimiento popular. Se busca una fórmula política alternativa que elimine a Mubarak, pero que mantenga y fortalezca el poder político del aparato estatal, incorporando alternativas electorales de personal civil como medio de lograr una desmovilización y evitar la radicalización del amplio movimiento popular.
El principal obstáculo para derrocar a Mubarak es que un importante sector del aparato del Estado, especialmente los 32500 miembros de las Fuerzas Centrales de Seguridad y los 60.000 de la Guardia Nacional, se encuentran bajo el mandato directo del Ministerio del Interior y de Mubarak. En segundo lugar, los generales del Ejército ( de 468.500 miembros) han estado reforzando a Mubarak durante 30 años y se han enriquecido con el control de las empresas en una amplia gama de campos. No se admiten civiles en una “coalición” que ponga en entredicho los privilegios económicos y el poder para establecer los parámetros políticos de cualquier sistema electoral. El comandante supremo de las Fuerzas Armadas de Egipto es un cliente desde hace ya mucho de Estados Unidos y un colaborador de Israel.
Obama está decididamente a favor de colaborar y garantizar la existencia de estos cuerpos coercitivos. Pero también tiene que convencer a Mubarak de que debe ser sustituido y permita un nuevo régimen que desactive el movimiento de masas, que cada vez se opone con mayor fuerza a la hegemonía de Estados Unidos y a la sumisión a Israel. Obama hará todo lo necesario para mantener la cohesión del estado y evitar divisiones que puedan conducir a un movimiento de masas, una alianza militar que pudiera convertir la revuelta en una revolución.
Washington ha mantenido conversaciones con los sectores más conservadores y clericales del movimiento anti-Mubarak. Al principio trató de convencer de que había que negociar con Mubarak, pero era una posición sin salida, ya que fue rechazada por todos los sectores de la oposición, tanto de un lado como de otro. A continuación, Obama trató de vender la falsa promesa de que Mubarak no participaría en las elecciones que se celebrarían nueves meses más tarde.
El movimiento popular y sus líderes también rechazaron esta propuesta. Así que Obama sacó la retórica de “cambios inmediatos”, pero sin ninguna medida que lo respaldase. Para convencer a Obama de que la base de su poder continúa, Mubarak envió a su policía secreta, un enorme número de matones, para apoderarse violentamente de las calles donde se producían las manifestaciones. Una prueba de fuerza: el Ejército se mantenía al tanto; con la sombra de una guerra civil, de consecuencias imprevisibles. Washington y la UE presionaron al régimen de Mabarak para que diese marcha atrás, de momento. Pero la imagen de un militar que estaba a favor de la Democracia se vio empañada, cuando se produjeron homicidios y muchos heridos, que se cuentan por miles.
A medida que la presión del movimiento popular se intensifica, Obama está presionado por el lobby pro-israelí y el séquito del Congreso por una parte, y por otra por sus asesores que le aconsejan seguir las prácticas del pasado y avanzar de forma decidida a sacrificar al régimen para preservar el Estado, mientras que la opción liberal en las elecciones todavía está en la mesa.
Pero Obama duda y con sumo cuidado se mueve hacia los lados y hacia atrás, creyendo que su retórica grandilocuente puede ser un sustituto de la acción… con la esperanza de que antes o después el levantamiento acabe en un Mubarakismo sin Mubarak, un régimen capaz de desmovilizar a los movimientos populares y dispuestos a promover elecciones que den lugar a políticos que sigan la línea general de su predecesor.
Sin embargo, hay muchas incertidumbres en una reorganización política: una ciudadanía democrática, el 83% de los cuales se muestran desfavorables a Washington, que poseen la experiencia de la lucha y la libertad para exigir un reajuste en la política, sobre todo para dejar de ser un policía que mantenga el bloqueo israelí a Gaza y deje de prestar apoyo como un títere de los Estados Unidos en África del Norte, en Líbano, Yemen, Jordania y Arabia Saudí. En segundo lugar, las elecciones abrirán un debate para que haya un mayor gasto social, se expropien los setenta mil millones de dólares del clan Mubarak y de los capitalistas que saquean la economía. La gente exige una reasignación del gasto público, empleado en el aparato coercitivo frente a un débil tejido productivo, que genere empleo. Una apertura política limitada puede conducir a una segunda vuelta, en la que los conflictos sociales y políticos dividan las fuerzas anti-Mubarak, un conflicto entre los defensores de la Democracia social y los partidarios de la elite neo-liberal. La lucha contra la dictadura está sólo en su primera fase y va a suponer una lucha prolongada hasta la emancipación definitiva, no sólo en Egipto, sino en todo el mundo árabe. El pronóstico depende del grado de independencia de los líderes y las organizaciones que el movimiento logre crear.
James Petras, ex profesor de Sociología de la Universidad de Binghamton, Nueva York, lleva 50 años en el asunto de la lucha de clases; es asesor de los Campesinos sin Tierra y sin trabajo en Brasil y Argentina, y coautor de Globalización desenmascarada (Zed Books), siendo su libro más reciente Sionismo, Militarismo y la Decadencia del Poder estadounidense (Clarity Press, 2008). Se le puede escribir a la siguiente dirección: jpetras@binghamton.edu