Un intento de explicación ateo del fenómeno religioso: La religión como categoría antropológica del ser-juntos

Louis, Colmar, 12 de septiembre de 2025

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Esta hipótesis puede parecer chocante, pero si lo religioso parece estar presente en todas las sociedades del pasado, de una forma u otra, entonces necesariamente debe ser posible asignarle una explicación «materialista» (como se decía hasta hace poco). Propongo aquí entender lo religioso no desde el punto de vista de la creencia (en una o varias divinidades), sino como un fenómeno particular de la convivencia de las sociedades humanas (me refiero al sentimiento supraindividual/supracolectivo que los seres humanos pueden experimentar durante ciertas manifestaciones colectivas de la vida en sociedad). Lo religioso debe así disociarse de las manifestaciones instituidas que se han expresado históricamente en torno a los cultos rendidos a las divinidades en el contexto de cosmogonías particulares: estas pertenecen irreversiblemente a una época pasada. Sin embargo, podría ser que al rechazar, con razón, estas divinidades, también estemos tirando al bebé con el agua sucia del baño (y espero que nadie aquí pueda dudar de mi desconfianza absoluta hacia todas las religiones históricas heredadas, del mismo modo que, evidentemente, no pretendo justificar ni legitimar ninguna nueva).

¿Qué tienen en común un encuentro deportivo, una manifestación callejera, un festival de música, un motín, una insurrección, una fiesta, una peregrinación, un baile, un concierto, una misa, una movilización bélica, etc.? En todos ellos se puede observar y constatar una especie de fusión de la individualidad de los participantes en un colectivo que los trasciende, fenómeno también característico de las construcciones religiosas. La esencia de lo religioso no reside, por tanto, en una creencia, sino en esa especie de fusión, lo que Hartmut Rosa describía como resonancia. Esta capacidad de fusión, de resonancia, de empatía colectiva, es una característica antropológica básica, identificable en todas partes y en todo momento bajo diversas formas: y es precisamente esta diversidad la que debe cuestionarse, y no las formas particulares en las que se expresa. Su mínimo común denominador es, en mi opinión, un vivir juntos como un vibrar juntos (ese vibrar juntos que también es constitutivo de todos los movimientos sociales, en particular los de gran envergadura). Me refiero, por ejemplo, a la capacidad de sentirse en sintonía con un movimiento social, como recientemente el de los chalecos amarillos.

Cuando veo a las multitudes exaltadas en un estadio o en un concierto, la dimensión religiosa de estas manifestaciones me deslumbra, sobre todo si se comparan con las transhumancias cotidianas y solitarias en los transportes o en las vías de circulación de las megalópolis.

Todas las sociedades humanas conocidas parecen tener alguna forma de religiosidad, por lo que no es posible reducirla a una simple cuestión de ideología y falsa conciencia del mundo: yo sería más bien partidario de entender el sustrato histórico de lo religioso como la capacidad de compartir la convivencia de una sociedad determinada, independientemente de cualquier referencia a una divinidad, ya que estas divinidades no son más que una traducción particular, intelectualizada y «racionalizada» de esa convivencia para una sociedad determinada. Sin embargo, no estoy de acuerdo en considerar que esta religiosidad sea, en origen y por definición, una alienación: como toda institución humana, su fase constitutiva debe considerarse históricamente desde un enfoque positivo, ya que su proceso de desarrollo acaba por revertirse, invertirse, en una dinámica negativa. (Esto no significa que tal positividad deba considerarse positiva «para ustedes», para su presente, sino que tenía tal dimensión en el momento de su surgimiento).

Lo propio de un fenómeno religioso no es la creencia, sino, por ejemplo, lo que los cristianos llaman la ecclesia, o los musulmanes la oumma. Es de esta dimensión total del ser juntos de la que la modernidad ha tratado de prescindir promulgando el reinado del individualismo (y convirtiendo la fe religiosa en una cuestión de creencia (y, por tanto, en un problema individual), y ya no en una cuestión de integración envolvente en un colectivo): a cambio, hay que considerar también que el desarrollo de este individualismo es igualmente una respuesta a un proceso de disolución de la religión instituida de entonces.

Las sociedades humanas se basan así en una dialéctica particular entre lo individual y lo colectivo, entre el ser uno mismo y el ser juntos, siendo estas dos dimensiones aporéticas, sin embargo, indisociables, ya que las instituciones religiosas históricas han tenido la vocación de gestionar esta contradicción, de ser el nexo entre estos dos niveles de la realidad social. Por eso, la cuestión denominada religiosa no puede reducirse a una cuestión de creencia, y no puede tener solución en el marco de la subjetividad individual, ni en el marco de una racionalidad objetivada: la cuestión religiosa es un problema de relación histórica colectiva y global con el mundo. Una sociedad es más que la suma de las individualidades que la componen, y esa es precisamente la razón por la que quienes juran por el individualismo niegan toda consistencia al concepto de sociedad (véase «There is no such thing as society» de Margaret Thatcher). [No existe tal cosa como la sociedad]

Lo que hay que tener claro es que se trata de dos dimensiones, dos momentos complementarios: lo colectivo supraindividual (el de un estadio de fútbol en ebullición o el de un momento insurreccional, pero no el de la multitud solitaria de un vagón de metro) no puede vivirse de forma continua («las 24 horas del día», como dicen los gestores del tiempo vacío), sino que es una construcción intencionada o accidental que se distingue de la banalidad vivida del día a día. Este colectivo supraindividual también debe distinguirse del sentimiento de pertenencia a un colectivo que no trasciende la existencia individual (reconocimiento de una especie de comunidad abstracta de destino, por ejemplo, entre los habitantes de una ciudad, o con un colectivo impersonal de trabajo, diferente, por tanto, de una asamblea de lucha y de huelga que también puede surgir sobre estas bases). Este colectivo supraindividual solo puede tener una existencia intermitente, y eso es lo que no comprenden los fundamentalistas político-religiosos e identitarios que, al constatar y lamentar su inexistencia, reclaman un restablecimiento permanente de orden mágico. Para «formar sociedad», no basta con compartir valores comunes, en el sentido de marcar varias casillas iguales en una hoja de cálculo digital: es precisamente esta visión racionalizada de los vínculos sociales la que hoy en día está en quiebra y la que permite el florecimiento de las malas hierbas fundamentalistas. Una comunidad de lucha social no puede ser el resultado de una simple aglomeración de personas que comparten una constatación, sino que también requiere una conjunción orquestal de «vibraciones» compartidas… Si bien el hecho de compartir racionalmente una constatación de la situación existente es indispensable para desencadenar una lucha, es evidente que no es en absoluto suficiente, sino que además es necesario que las voluntades individuales se trasciendan en una voluntad colectiva, lo que es muy diferente de una suma, de una aglomeración estadística y numérica de insatisfacciones y revueltas.

La modernidad se construyó sobre el desarrollo del individualismo occidental (como respuesta a los cismas del cristianismo, es decir, a la crisis de la ecclesia, la comunidad cristiana supraindividual). Este individualismo idealizado por la sociedad liberal clásica entró en una crisis radical a finales del siglo XIX y principios del XX, lo que provocó un giro autoritario que negaba el individualismo anterior y que se desarrolló en el fenómeno único que abarca las dos guerras mundiales, cuya distinción impide comprender su coherencia global y marca el colapso de las lógicas imperiales y coloniales. Este último colapso abrió la secuencia de Estados-nación idealmente autosuficientes bajo la égida de la utopía de la ONU, utopía que también se derrumbó en las últimas décadas del siglo XX, al haber intentado construir un compromiso original entre los intereses públicos bajo la égida de un Estado protector en el sentido asegurador y el individualismo consumista. Esta fase ha llegado a su fin, ya que el proceso de dilución del Estado asegurador bajo los golpes de la globalización ha allanado el camino al libertarismo y su lógica fundamentalmente asocial, poniendo fin probablemente a lo que, contra viento y marea, y cada vez con más dificultad, había logrado estructurar el hecho social durante milenios bajo la forma canónica del Estado.

El Estado moderno se desarrolló logrando distanciarse de la religión, que sin embargo era consustancial a él desde sus orígenes, posicionándose finalmente como árbitro en la guerra religiosa entre cristianos. Esta dinámica concluirá, de forma totalmente lógica (en retrospectiva), con el colapso de las monarquías, que históricamente solo obtenían su legitimidad de su función de intercesoras de lo divino y garantes de la estabilidad del mundo profano: el concepto de Estado laico es una contradicción en términos (salvo que se conciba la laicidad como una variante de las antiguas concepciones religiosas del mundo, lo que sin duda merece una reflexión). Por otra parte, la laicidad en su versión francesa es una excepción mundial, ya que la casi totalidad de los Estados se sitúan de una u otra manera bajo un patrocinio divino, lo que no debería sorprender, ya que los Estados son históricamente estructuras de mediación entre el mundo profano y el mundo sagrado. En cualquier caso, nos encontramos al final de un proceso: dado que el hecho religioso, tal y como se ha instituido históricamente, se ha derrumbado (el desarrollo contemporáneo de los fundamentalismos lo confirma paradójicamente), el hecho estatal sigue, aunque con cierto retraso, la misma trayectoria de desintegración (el desarrollo de los neoautoritarismos fundamentalistas contemporáneos lo confirma también paradójicamente). Cabe recordar que la casi totalidad de los Estados existentes reivindican, aunque en grados variables, un vínculo sustancial con una racionalidad divina: los Estados se inscriben históricamente en una cosmogonía religiosa, lo que el enfoque individualista permite invisibilizar: para comprender la crisis contemporánea del Estado, hay que abandonar la problemática de las relaciones individuales tal y como las definía la modernidad, ya que, de lo contrario, es imposible percibir correctamente la crisis subyacente de las relaciones colectivas, la que permite, entre otras cosas, visibilizar la crisis de los referentes religiosos, garantes en última instancia de los referentes estatales.

Históricamente hablando, el Estado no es una administración revestida de oropeles ideológicos y religiosos para asegurar su control sobre la sociedad (eso es lo que pretende el utilitarismo economista de la modernidad): es una construcción cosmogónica que se ha apoyado en una administración para garantizar la cohesión de un mundo doblemente divino y profano. Un Estado reducido a una mera administración no puede, de hecho, funcionar, al igual que una religión monoteísta independiente de un poder estatal, lo que muestra claramente el carácter neorreaccionario de las lógicas fundamentalistas que operan hoy en día, que buscan actuar simultáneamente en ambos frentes, a través de una doble mitificación del hecho estatal y del hecho religioso, contra el hecho social, contra el colapso del hecho societario.

Así pues, consideraría que no es tanto el individualismo lo que ha destruido el hecho social, sino la dislocación del hecho social heredado en el desarrollo de la modernidad lo que produce el individualismo y el callejón sin salida individualista. Sin embargo, es cierto que este lo refuerza a su vez. Pero por mucho que el mundo instituido niegue esta dimensión supracolectiva, reduciéndola a una mera emoción individual, esta siempre busca expresarse y hace temblar regularmente al mundo de los poderes establecidos.

En mi opinión, en la base del hecho social se encuentra esta capacidad antropológica de entrar en resonancia simultáneamente con nuestros semejantes y con un mundo histórico, y la singularidad individual de cada uno no puede ser más que un momento, compartido de forma racional, subjetiva, emocional, sensible y contradictoria. Lo que fundamenta las sociedades humanas es, pues, su capacidad para instituir modalidades de reproducción ritual de esta dimensión de resonancia supracolectiva, ya sea a través de juegos, fiestas, conmemoraciones, manifestaciones, misas, procesiones, incluso carnavales, revoluciones, etc. Cabe preguntarse en qué medida estas reproducciones rituales permiten canalizar las emergencias más espontáneas. En cualquier caso, el mundo instituido nunca puede canalizar por completo el hecho social, y esta capacidad se reduce necesariamente con el tiempo, como bajo el efecto de una entropía institucional, proceso que abre lógicamente el abanico de posibilidades de expresión de esta dimensión supracolectiva que es la base de la convivencia: es aquí donde las protestas individuales contra lo social dado deben transformarse imperativamente en resonancia colectiva, pasar a la etapa de lo supracolectivo, que de hecho no tiene nada que ver con un censo estadístico (se puede hacer una analogía con el canto coral: para que funcione, no basta con que cada uno conozca su partitura, sino que además se necesita una «vibración» común). Al menos, así parecía ser hasta ahora.

Es importante destacar que esta dimensión supracolectiva no es una especie de «identidad» cultural, natural y atemporal («nacional», dirían algunos para intentar grabar en piedra la negación de la volatilidad de la historia humana), sino que es, por supuesto, una construcción histórica que no puede sino ser sensible a los trastornos espaciales y temporales concretamente vividos que generan las sociedades históricas.

El concepto de crisis remite a una crisis de la racionalidad heredada y, simultáneamente, a una contradicción entre la racionalidad heredada y la subjetividad que se le asocia históricamente: lo que está en conflicto es la articulación de esta racionalidad heredada con el mundo efectivamente producido por ella, un mundo desarrollado en nombre de esta racionalidad, articulación que se vuelve problemática, al tiempo que se percibe sobre todo de forma subjetiva, ya que un conflicto de racionalidad no puede, por definición, tener una solución racional inmediata (de lo contrario, no habría crisis, sino, como mucho, un conflicto de intereses).

Considerar que la conflictividad social podría reducirse en última instancia a conflictos de intereses, y en particular de intereses materializables y materializados, es considerar que la racionalidad funcional del mundo ya nos viene dada y que esta se desvía de su validación universal en nombre de intereses particulares: por el contrario, hay que considerar que estos intereses particulares solo han podido desarrollarse en el contexto, ciertamente conflictivo, de una racionalidad histórica global, y que es esta racionalidad histórica global la que falla (y no principalmente sus aplicaciones particulares).

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Lo religioso es lo que une a los seres humanos (¿a los vivos?), como subrayan sus raíces etimológicas religare… Por lo tanto, hay que disociar lo religioso y lo divino, ya que lo que une a los seres humanos sigue siendo, en el fondo, un misterio, un misterio que, sin embargo, no obliga en modo alguno a pasar por lo divino: este misterio es solo la contrapartida de que las relaciones interhumanas nunca podrán definirse de forma exhaustiva. Las jerarquías divinas son el espejo ideal de las jerarquías terrenales: sin las primeras, es imposible justificar las segundas, y me sentiría tentado a considerar que fue la invención de las primeras lo que permitió el surgimiento de las segundas, y no al revés (como sugiere el enfoque utilitarista, que no es más que una justificación post-festum). Lamentablemente, existe un universalismo de la religiosidad divina, omnipresente en el planeta, más allá de la diversidad de las estructuras jerárquicas de las sociedades humanas: el error sería, por supuesto, concluir de esta omnipresencia que es insuperable. Las teorías sociales del contrato que fundamentan la modernidad han sido un intento de racionalizar y objetivar esta función de conexión original entre los seres humanos, que había llevado a la invención de las funciones religiosas para dar cuenta de ella.

Considerar que el poder secular estaría en el origen de la invención de las divinidades y las religiones es olvidar con demasiada rapidez que las sociedades preestatales son también sociedades fuertemente impregnadas de una dimensión sagrada, de una cosmogonía que no permite distinguir entre un mundo separado de los seres humanos y otro mundo separado de los espíritus: esta distinción no aparecerá hasta mucho más tarde, y será iniciada por el desarrollo de la lógica estatal, distinción que, en mi opinión, solo hoy en día llega a un punto de ruptura.

La modernidad no se basa tanto en una superación de lo religioso como en un alejamiento de lo religioso en la conciencia individual de cada uno en forma de creencia personal en la existencia de una divinidad, lo que representa un empobrecimiento drástico de lo religioso histórico como cosmogonía global basada en una visión unitaria de la existencia colectiva en un mundo heredado.

Si lo religioso representa una forma de percepción unitaria de la dimensión fundamentalmente social de la humanidad y de su integración en una cosmogonía, entonces el fracaso final, tal y como lo vemos ante nuestros ojos, de la modernidad y sus postulados individualistas, no puede sino reactivar el conjunto de formas alienadas de la religiosidad heredada, ya que el individualismo defendido por la modernidad ya no aparece como una superación de lo religioso, sino como su simple negación: el hiperindividualismo del mundo contemporáneo, como forma paroxística de la alienación moderna, se metamorfosea en otra forma paroxística de alienación religiosa, mediante la invocación y la espera de una divinidad prometeica (y su encarnación especular en líderes carismáticos): estas dos modalidades de la misma alienación son incapaces de concebir las modalidades de un ser-juntos históricamente nuevo.

El retorno de lo religioso en su forma alienada, en lugar de un desarrollo reafirmado de la antigua crítica y contestación socialista, significa, en mi opinión, que esta última ha seguido dependiendo fundamentalmente del enfoque individualista de la modernidad, insistiendo en la dimensión igualitaria de este individualismo (a diferencia de su ala liberal), mientras que la crisis afecta a la naturaleza y la calidad de este individualismo, irreductible a lo social, fundamento de la modernidad. Lo social como expresión del ser juntos, tal y como lo entiende y lo aplica la modernidad, es su punto ciego y, a menudo, no es más que un conjunto estadístico, numérico. Sin embargo, evidentemente, no estoy defendiendo aquí una visión etnológica de la sociedad, una Gemeinwesen que tendría una realidad autónoma de los individuos y a la que estos tendrían que someterse jerárquicamente, ciegamente.

De hecho, cuando la modernidad inauguró el reinado del individualismo, se puede considerar que esto solo fue posible porque la dimensión social del hecho colectivo siguió ejerciendo su influencia de forma encubierta (a través de los colectivos religiosos, campesinos, aldeanos, gremiales, etc., aunque solo fuera en forma de «reflejo» histórico heredado): solo hoy, porque todos esos antiguos colectivos han acabado siendo destruidos y desvitalizados, sin haber sido sustituidos por nuevas formas de convivencia, la ideología individualista revela abiertamente su vacuidad y su disfuncionalidad intrínseca. El individualismo como sistema solo ha podido funcionar y desarrollarse porque la dimensión colectiva del ser juntos ha quedado oculta para funcionar en segundo plano y, de hecho, cuanto más ha logrado salir a la luz la ideología individualista, más masivas se han vuelto las manifestaciones colectivas ocultas (estadios de 50 000 localidades, conciertos gigantes, manifestaciones callejeras que pueden alcanzar cientos de miles, incluso millones de personas, etc.). Estas dos dimensiones deben entenderse conjuntamente.

Probablemente, la primera necesidad humana es la de ser miembro de un colectivo, pero en el sentido muy particular de ser capaz de una especie de ósmosis con dicho colectivo: sin embargo, esta resonancia es más una promesa que un estado permanente, que sin embargo necesita ser validada y orquestada a intervalos más o menos regulares, lo que probablemente no va sin ciertas formas de ritualización (por ejemplo, misas, reuniones, manifestaciones callejeras, etc.). Por lo tanto, se puede plantear la hipótesis de que lo que fundamenta la cohesión social, o lo que La Boétie llamaba la «servidumbre voluntaria», es la creencia en la capacidad que se atribuye al orden social instituido para renovar esos momentos de fusión colectiva, quizás aún más importantes que las necesidades básicas de la supervivencia material inmediata. De ahí el éxito casi siempre indiscutible de las estrategias panem et circenses, ya que los juegos constituyen una estrategia probada para crear resonancia: pero la guerra en sí misma puede producir un mecanismo similar, garantizando también el pan de cada día (a los soldados a minima) y una forma paradójica de evasión de la banalidad cotidiana… Esto es lo que la contestación socialista (en el sentido del siglo XIX y, por supuesto, no en el sentido del siglo XXI) del orden capitalista no ha comprendido: el capitalismo no es solo una cuestión utilitarista de optimización económica, por lo que su contestación no puede ser solo una cuestión utilitarista de acceso igualitario a los recursos comunes (sin duda es un mínimo, pero en cualquier caso nunca suficiente para desencadenar una contestación radical, como no deja de demostrar la historia del capitalismo).

El capitalismo ha sido una extravagante utopía individualista, que está hundiéndose con el retorno y la reactivación, en forma contemporánea, de las peores formas de convivencia que, sin embargo, ya estaban en crisis en el pasado: las religiones teocráticas, las guerras estatales y neoestatales, los nacionalismos identitarios y étnicos, los repliegues sectarios, incluso las formas patológicas del individualismo con sus evasiones en paraísos sintéticos, todas dimensiones que la utopía capitalista tenía vocación, al parecer, de superar.

El fracaso del capitalismo no reside en la asombrosa y exponencial desigualdad de ingresos y patrimonios que genera entre los habitantes del planeta (sin duda inadmisible desde todos los puntos de vista), sino en su negación de la socialidad humana, en su destrucción efectiva de las modalidades heredadas de las condiciones mínimas del ser juntos, lo que tiene muy poco que ver con las desigualdades de acceso a los bienes (solo quiero subrayar aquí que un acceso mínimamente equitativo a las producciones del sistema capitalista solo resolvería de forma muy marginal el problema al que nos enfrentamos, aunque esta igualdad de principio sea totalmente necesaria y esencial). Sin embargo, se puede considerar que la explosión de las desigualdades es un indicador bastante preciso de la desocialización global generada por el capitalismo.

Por lo tanto, se puede considerar que el desarrollo del capitalismo, bajo la égida de las ideologías individualistas promovidas por los liberales de todas las tendencias, solo ha podido tener lugar porque la estructura colectiva de la sociedad seguía funcionando, aunque con crecientes dificultades, más o menos bien: el período que se abre hoy, y quizá este sea el secreto del libertarismo, se caracteriza por el hecho de que la totalidad de las estructuras colectivas heredadas está claramente destrozada, lo que suscita movimientos reaccionarios que invocan mágicamente las antiguas estructuras colectivas, ya desaparecidas o, en cualquier caso, muy gravemente dañadas. Lo importante aquí no es el supuesto valor intrínseco de estas antiguas estructuras, sino la pérdida irreversible de su cohesión en una relación conflictiva con el orden, o más bien el desorden, contemporáneo.

Así, el crecimiento exponencial de las desigualdades puede cuantificarse en términos de ingresos y recursos, pero también es un indicador de la fragmentación indescriptible del cuerpo social, que se reduce cada vez más a una acumulación estadística de particularidades inconmensurables entre sí y que son el pan de cada día de los Big Data: la destrucción de los referentes universales alcanza niveles paroxísticos, y las ideologías liberales sirven hoy en día para reforzar todos los bucles de retroalimentación que erigen la defensa de todos los particularismos en paradigma de la libertad. Los referentes igualitarios, sin embargo, los únicos que permiten «formar sociedad» al proporcionar puntos de comparación, son denunciados como atentados contra libertades que, sin embargo, carecen de sentido, ya que ya no son promesas de encuentro y de intercambio, encuentros e intercambios que siempre suponen referentes igualitarios que permiten construir lo común.

Si la base de lo religioso es una modalidad general de convivencia, fundada en su capacidad para organizar y expresar una fusión colectiva, se comprende fácilmente por qué el fascismo, el nazismo y el estalinismo están impregnados de una gran dimensión religiosa a través de las manifestaciones masivas gigantescas que han consolidado y acompañado su desarrollo, y sin las cuales no habrían podido existir. Por lo tanto, se puede señalar inmediatamente una diferencia importante con los fundamentalismos contemporáneos, que se caracterizan, por el contrario, por una desconfianza radical hacia las manifestaciones colectivas, de las que solo quedan versiones degradadas en forma de desfiles militares, en los que las multitudes son espectadoras y pasivas y ya no copartícipes (o contestatarias…). No se puede subestimar aquí el papel que desempeñaba la movilización masiva de los jóvenes en organizaciones ad hoc para construir estas dinámicas de fusión de la población, fenómeno hoy en día prácticamente inexistente.

Del mismo modo que el Estado moderno nació de una capacidad de distanciamiento y de la necesidad de gestionar el cisma cristiano a nivel de la coherencia global de la sociedad, el desarrollo del individualismo se basa en una subjetivación de la conciencia religiosa (es decir, un distanciamiento del ser-juntos instituido), el desarrollo del referencial racionalista permite entonces construir una base interrelacional por debajo de las antiguas modalidades de la convivencia tradicional, que ha entrado en una crisis radical. La modernidad, en sus dos aspectos, global a nivel del Estado y particular a nivel individual, ha sido una forma de eludir la crisis social derivada del cisma cristiano: el racionalismo ha sido el medio para distanciarse de la grave crisis de la convivencia cristiana, rechazando en la esfera subjetiva la parte esencialmente informal de esta convivencia, disociando como nunca antes la esfera pública y la esfera privada, disociación nacida de este proceso, que rechaza lo relacional cualitativo en la esfera privada y lo funcional administrativo en la esfera pública. La solución encontrada para salir de la crisis anterior se ha convertido en el combustible de la crisis contemporánea.

Cuando se considera que la especie humana es una especie social, esto significa no solo que los seres humanos son capaces de cooperar de forma racionalmente organizada, sino también que son capaces de sentir subjetivamente un mundo común: en otras palabras, esta socialidad también se expresa de forma no verbal, aunque solo pueda comunicarse, esencialmente, siguiendo modalidades racionales, en parte específicas de cada sociedad. Decir que formamos parte de una especie social es poner de relieve la capacidad de sentir colectivamente un mundo común: en mi opinión, esta característica es la raíz de los fenómenos categorizados como religiosos a través de una institucionalización particular. Por lo tanto, se puede suponer una diferencia necesaria entre esta capacidad de sentir el mundo común y su racionalización, que coexisten dentro de ciertos límites antes de entrar en contradicción, bajo el efecto de una crisis del sentimiento sumada a una crisis de la racionalización: una crisis revolucionaria es una crisis de su necesaria actualización a través de su doble redefinición.

La gestión de las sociedades se basa necesariamente en estas dos dimensiones: la experiencia colectiva y la racionalización de lo colectivo, cuya articulación es específica en cada caso. Podría considerarse que la prevalencia de la experiencia colectiva conduce a regímenes autoritarios, mientras que la de la racionalización colectiva conduce a regímenes no autoritarios. El problema radica en que estas dos formas cardinales nunca existen en su forma pura. De hecho, la experiencia colectiva es monista en esencia y abre la puerta a lógicas de encarnación, mientras que la racionalización colectiva apela a lógicas pluralistas. Las primeras son sociedades potencialmente cerradas, las segundas, sociedades estructuralmente abiertas, salvo que existe inevitablemente una interacción dialéctica entre estos dos niveles.

La realidad histórica tiene dos caras, y por eso la organización de la sociedad también obedece a una bipolaridad: el proyecto específico de la modernidad ha sido romperla, negarla, disolverla, y hoy vivimos su fracaso.

Si el ser humano es un ser social, eso significa que el mayor riesgo al que se enfrenta es el de su exclusión del cuerpo social, que históricamente ha revestido formas diversas y múltiples: destierro, expulsión, exilio, relegación, excomunión, ostracismo, proscripción, aislamiento, encarcelamiento, internamiento, exilio, desalojo e incluso, en su forma más extrema, la muerte… Históricamente hablando, oponerse a su colectivo de referencia es socialmente muy costoso, lo que significa que la contestación del funcionamiento de un colectivo pasa por la posibilidad de un colectivo alternativo, aunque sea imaginario. En otras palabras, la contestación del orden social no puede ser fruto de una voluntad individual, contrariamente a lo que se acepta habitualmente. Por el contrario, la revuelta contra el orden social supone ser compartida, lo que, en nuestras sociedades hiperindividualizadas, compartimentadas y desocializadas, podría ser un reto. Sin embargo, no debemos pasar por alto que la rebelión contra el orden establecido, o más bien contra un orden en desinstitucionalización, contra un orden cuya coherencia institucional se transforma, nunca puede ser absoluta: existe una paradoja necesaria entre las fuerzas de la integración y las de la protesta. Sin duda, la integración y la protesta no son mutuamente excluyentes, pero dependen de un equilibrio inestable y provisional, capaz de fluctuar según las circunstancias, y cuya intensidad puede incluso ser simultáneamente fuerte y débil; una integración fuerte no equivale necesariamente a una rebelión débil, o viceversa, y es sin duda esto lo que en ocasiones permite que los movimientos sociales se propaguen como un reguero de pólvora… Solo que estos cambios no pueden ser completamente aleatorios.

Como ya he señalado, al igual que muchos otros, la estructuración de una sociedad no puede basarse permanentemente en la pura coacción vertical, en particular porque la estructuración jerárquica de dicha sociedad también obedece a una estructuración especular de un cosmos del que quiere ser parte. Por lo tanto, cuestionar radicalmente un poder supone la capacidad de cuestionar simultáneamente la estructura jerárquica de la sociedad y la estructura jerárquica del mundo en el que esta sociedad se inserta y es una expresión. Quizás sea esta característica la que permite comprender en parte el fenómeno de la servidumbre voluntaria identificado por La Boétie.

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Históricamente hablando, es un error manifiesto oponer la irracionalidad religiosa a la racionalidad objetiva: las construcciones religiosas son eminentemente racionales, solo sus premisas no lo son. Por el contrario, los debates teológicos son intentos de dar un sentido racional a las aporías que surgen de la confrontación permanente entre los mitos relacionados con el origen de la sociedad y la realidad vivida. Lo que hay que tener presente es que esta realidad vivida es siempre bicéfala: siempre hay que distinguir entre su percepción y su racionalización, y esta diferencia nunca podrá reducirse, como mucho, está condenada a transformarse en estos dos planos. Pero, sin duda hay que repetirlo, lo religioso no es más que una caricatura de la creencia en una divinidad antropomórfica o no, sino que es un sistema particular de racionalización de una realidad histórica global, una racionalización singular, siempre históricamente datada, del lugar de la humanidad en el cosmos (de una cierta humanidad en un cierto cosmos). Esto significa, por tanto, que ninguna religión puede ser criticada históricamente en función de su sola coherencia (o incoherencia) interna, como ha sido habitualmente el caso, sino solo a través de una transformación de la realidad misma que socava sus postulados: lo que explica, a su vez, que las religiones contemporáneas supervivientes busquen su supervivencia en la negación de la realidad vivida en el presente, en particular a través de lecturas literales de sus respectivos textos sagrados…

En términos más generales, cualquier sistema de representación del mundo, constituido históricamente, no caerá por el efecto de sus «contradicciones internas» únicamente, sino por la profundización del desfase entre su coherencia heredada y el mundo que habrá producido y del que se habrá vuelto incapaz de dar cuenta, y cuyo control finalmente se le escapa. Por lo tanto, considerar que la dimensión religiosa del orden social no es más que una pura alienación de la realidad, que solo sirve de pantalla para un sistema de dominación, no puede llevar muy lejos: se pierde tanto la comprensión del sistema religioso como la comprensión de la jerarquía social, ya que ambos son necesariamente interdependientes e incomprensibles el uno sin el otro fuera de su herencia histórica común.

La dimensión religiosa de las sociedades humanas parece una constante antropológica: esto no significa que las religiones particulares no sean criticables: el hecho religioso es una proyección en el tiempo del ser-juntos de las sociedades humanas, siempre en asociación con una ordenación de la vida concreta: las divinidades singulares que las sociedades humanas han inventado no son aquí más que manifestaciones históricas, efímeras y provisionales a lo largo del tiempo. Cuando se observa la explosión contemporánea de fundamentalismos de todo tipo, hay que concluir que la cuestión del lugar que ocupan las religiones en el orden histórico debe replantearse imperativamente y, en particular, separarse de la cuestión de la existencia o inexistencia de las diversas divinidades (que, hay que repetirlo, no son hoy más que quimeras).

Considerar que el ser humano es un ser social no es solo considerar que los seres humanos comparten intereses materiales comunes, que pueden o no cooperar para satisfacer esas necesidades, sino que solo existen a través del intercambio y la participación directa en una representación común y colectiva de una cosmología, que es también el marco contextual de la vida material cotidiana, un marco que no tiene nada de opcional. Lo propio de las sociedades humanas es articular, necesariamente, la gestión de la vida cotidiana en el marco de una representación común de la colectividad y su integración en un mundo histórico en perpetua redefinición y reconstrucción.

La existencia humana se debate entre dos dimensiones que no se pueden reducir la una a la otra: el ser-juntos y el ser-uno mismo, la comunidad y el individuo, la conciencia colectiva y la conciencia individual: las representaciones del mundo propias de cada sociedad tienen precisamente la vocación de gestionar provisionalmente sus aporías, representaciones llamadas a transformarse al mismo tiempo que se transforman dinámicamente las sociedades en los planos histórico y geográfico: la idea de una sociedad histórica y geográficamente cerrada se basa únicamente en una pura mitología, que desacredita radicalmente el conjunto de los fundamentalismos contemporáneos que ocupan de forma estruendosa el espacio mediático planetario.

Lo que explicaría los fundamentalismos no es una subjetividad deficiente, y desde luego tampoco una subjetividad individual, sino la inadecuación de una representación instituida del mundo a lo que este se ha convertido, que se repliega en cierto modo sobre un núcleo simbólico original ampliamente fantaseado y sobre su racionalización compartida: los fundamentalismos no pueden ser criticados como irracionales, sino volviendo su racionalidad específica en un proceso de universalización más amplio. Los marcos temporales y geográficos tal y como resultan de las dinámicas históricas están hoy en día en flagrante contradicción con el mundo instituido heredado, contradicción de la que, por ejemplo, el concepto de antropoceno da buena cuenta.

Hacer de la dimensión religiosa de la sociedad un revestimiento ideológico «externo» de la dominación equivale a hacer de la estructura de dominación un revestimiento «externo» de la coherencia social: lo que está en evidente contradicción con la realidad histórica: la superación de esta misma estructura de dominación pasa, por el contrario, por el reconocimiento, a lo largo de milenios, de su dimensión internalizada, en el contexto de una coherencia histórica a largo plazo, lo que implica poder reconsiderar la cuestión religiosa para salir del punto muerto.

El sentimiento es colectivo, mientras que su formulación-racionalización es individualizada, o al menos pasa por una mediación individual: toda organización social debe tener en cuenta estas dos dimensiones, lo que históricamente ha dado lugar a la dualidad intrínseca de lo social: lo religioso y lo secular, aunque su articulación varíe y se transforme dialécticamente para dar cuenta, en el mismo movimiento, de la dualidad entre el mundo humano y el mundo no humano, ya sea en el marco de las sociedades no estatales o de las sociedades estatales: debe tener necesariamente su traducción singular en las potenciales sociedades postestatales.

La universalidad es un atributo de lo religioso, mientras que la racionalidad es un atributo de lo secular: ambas dimensiones están históricamente relacionadas a través de la invención de las divinidades que ordenan una cosmología. La crisis contemporánea de la universalidad es, en primer lugar, una crisis fundamental de lo religioso y, solo de manera mediata, una crisis de lo racional, aunque dependa de ella por efecto rebote. Lo religioso se refiere a una racionalización de lo universal, de lo común, del ser juntos, mientras que lo secular se refiere a una racionalización operativa de lo cotidiano y lo individual, aunque ambos siguen interactuando sutilmente. Entonces se entiende por qué el intento histórico de la modernidad de situar la racionalidad instrumental bajo el signo de lo universal acabó convirtiéndose en un callejón sin salida, y por qué este proceso desemboca, como reacción, en el desarrollo de los fundamentalismos: en efecto, la racionalidad instrumental corta la rama universalista que originalmente le daba sentido. Ahora hay que pensar en la cuestión religiosa independientemente de su batiburrillo de dioses, diosas y otras expresiones de divinidades. La expresión anarquista «ni dios ni amo» debe considerarse ahora en plural «ni dioses ni amos», reduciendo su expresión monoteísta contemporánea a una problemática antropológica infinitamente más amplia. Sin embargo, hay que precisar que estos dioses y amos no deben ser condenados como opresores particulares, sino como expresiones individualizadas de una representación global y jerarquizada del mundo que les da sentido, sin la cual no son nada.

Abolir los poderes superpuestos de estos dioses y amos no consiste en decapitarlos, sino en deconstruir la jerarquía cosmológica que define sus respectivos lugares y funciones. Estos poderes comparten un fundamento común y sustancial que los hace inseparables. Además, pocos estados profesan abiertamente el ateísmo, y los que lo hacen o bien se han limitado a reinventar una religiosidad atea (por ejemplo, los estados estalinistas o neoestalinistas) o bien son incapaces de distanciarse de estas cuestiones (por ejemplo, en Francia).

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La revolución llevada a cabo por la modernidad se caracteriza por la disolución de la cosmología unitaria instituida: al igual que los objetos del mundo físico cobraban consistencia independientemente de las fuerzas externas que regían sus interacciones, las individualidades del mundo social cobraban consistencia, en un individualismo ontológico, independientemente de las relaciones sociales constitutivas de la sociedad. Pero además, al igual que el desarrollo de la ciencia moderna no se construye a partir de la realidad física sensible, sino a partir de su matematización previa, la ciencia de la sociedad no se construye a partir de la realidad social sensible, sino a partir de una teoría contractual previa, que plantea la separación inicial entre el ser humano y su socialización.

La autonomía, y la búsqueda desenfrenada de la autonomía, podrían ser el verdadero drama de la modernidad, porque en primera lectura son antinómicas con la dimensión interhumana del ser juntos, cuando la riqueza de la humanidad reside quizás ante todo en la interdependencia asumida, igualitaria y no jerárquica. Fundamentalmente, la lógica de la autonomía individual debe necesariamente sustituir la cooperación por artefactos técnicos o por lógicas de sometimiento que permiten prescindir de la alteridad, lo que, de hecho, equivale a convertir el hecho social y societal en una megamáquina que niega la intersubjetividad humana en beneficio exclusivo de un funcionalismo racionalizado y digitalizado.

El punto ciego de la modernidad, con el pretexto de valorar la autonomía en un enfoque individualista, es la sumisión inducida al racionalismo tecnocientífico, que hace creer que la única alternativa que reintroduce la subjetividad sería, en última instancia, una reafirmación mágica de lo religioso: pero el problema aquí no es este pseudo retorno de lo religioso, sino un autoengaño sobre el callejón sin salida del racionalismo tecnocientífico. La modernidad asimila autonomía y libertad, pero al hacerlo refuerza una definición finalmente asocial de la libertad (su famoso «lo que no perjudica a los demás…»): se trata, por el contrario, de construir una libertad de cooperación, una libertad de interrelación que, sin embargo, supone estar asociada a la igualdad, a la no sujeción, y si la libertad no puede ser individualista, pertenece necesariamente a una dimensión intrínsecamente colectiva. Quienes pretenden que la libertad es antinómica con lo colectivo, con el ser juntos, no hacen más que traicionar su concepción jerárquica, y por tanto autoritaria, del hecho social.

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