NO COMETER GENOCIDIO

Por Chris Hedges, 18 de agosto de 2024

chrishedges.substack.com

Sólo hay una forma de poner fin al genocidio que se está produciendo en Gaza. No es mediante negociaciones bilaterales. Israel ha demostrado ampliamente, incluso con el asesinato del principal negociador de Hamás, Ismail Haniyeh, que no tiene ningún interés en un alto el fuego permanente. La única manera de detener el genocidio israelí de los palestinos es que Estados Unidos ponga fin a todos los envíos de armas a Israel. Y la única manera de que esto ocurra es que un número suficiente de estadounidenses dejen claro que no tienen intención de apoyar a ninguna candidatura presidencial ni a ningún partido político que alimente este genocidio.
Los argumentos contra un boicot a los dos partidos gobernantes son conocidos: asegurará la elección de Donald Trump. Kamala Harris ha mostrado retóricamente más compasión que Joe Biden. No somos suficientes para tener un impacto. Podemos trabajar dentro del Partido Demócrata. El lobby israelí, especialmente el Comité Americano-Israelí de Asuntos Públicos (AIPAC), que posee a la mayoría de los miembros del Congreso, es demasiado poderoso. Las negociaciones acabarán consiguiendo el cese de la matanza.
En resumen, nos sentimos impotentes y debemos renunciar a nuestra iniciativa para sostener un proyecto de matanza masiva. Debemos aceptar como gobierno normal el envío de cientos de millones de dólares en ayuda militar a un Estado de apartheid, el uso del veto en el Consejo de Seguridad de la ONU para proteger a Israel y la obstrucción activa de los esfuerzos internacionales para poner fin a los asesinatos en masa. No tenemos elección.
El genocidio, crimen reconocido internacionalmente, no es una cuestión política. No puede equipararse a los acuerdos comerciales, los proyectos de ley de infraestructuras, las escuelas concertadas o la inmigración. Es una cuestión moral. Se trata de la erradicación de un pueblo. Cualquier rendición ante el genocidio nos condena como nación y como especie. Sumerge a la sociedad global un paso más cerca de la barbarie. Eviscera el Estado de Derecho y se burla de todos los valores fundamentales que pretendemos honrar. Está en una categoría aparte. Y no combatir el genocidio con todas las fibras de nuestro ser es ser cómplice de lo que Hannah Arendt define como «mal radical», el mal en el que los seres humanos, como seres humanos, se vuelven superfluos.
La plétora de estudios sobre el Holocausto debería haber dejado clara esta cuestión. Pero los estudios sobre el Holocausto fueron secuestrados por los sionistas. Insisten en que el Holocausto es único, que de alguna manera está apartado de la naturaleza humana y de la historia de la humanidad. Los judíos son deificados como víctimas eternas del antisemitismo. Los nazis están dotados de un tipo especial de inhumanidad. Israel, como concluye el Museo Conmemorativo del Holocausto de Washington, es la solución. El Holocausto fue uno de los varios genocidios llevados a cabo en los siglos XIX y XX. Pero se ignora el contexto histórico y con él nuestra comprensión de la dinámica del exterminio masivo.
La lección fundamental del Holocausto, que escritores como Primo Levi subrayan, es que todos podemos convertirnos en verdugos voluntarios. Hace falta muy poco. Todos podemos convertirnos en cómplices del mal, aunque sólo sea a través de la indiferencia y la apatía.
«Los monstruos existen», escribe Levi, que sobrevivió a Auschwitz, »pero son demasiado pocos para ser verdaderamente peligrosos. Más peligrosos son los hombres comunes, los funcionarios dispuestos a creer y a actuar sin hacerse preguntas.»

Enfrentarse al mal -aunque no haya ninguna posibilidad de éxito- mantiene viva nuestra humanidad y dignidad. Nos permite, como escribe Vaclav Havel en «El poder de los impotentes», vivir en la verdad, una verdad que los poderosos no quieren que se diga y tratan de suprimir. Es una luz que guía a los que vienen detrás de nosotros. Dice a las víctimas que no están solas. Es «la rebelión de la humanidad contra una posición impuesta» y un «intento de recuperar el control sobre el propio sentido de la responsabilidad».
¿Qué dice de nosotros si aceptamos un mundo en el que armamos y financiamos a una nación que mata y hiere a cientos de inocentes al día?
¿Qué dice de nosotros si apoyamos una hambruna orquestada y el envenenamiento del suministro de agua donde se ha detectado el virus de la polio, lo que significa que decenas de miles enfermarán y muchos morirán?
¿Qué dice de nosotros si permitimos durante 10 meses el bombardeo de campos de refugiados, hospitales, pueblos y ciudades para acabar con las familias y obligar a los supervivientes a acampar a la intemperie o a refugiarse en rudimentarias tiendas de campaña?
¿Qué dice de nosotros cuando aceptamos el asesinato de 16.456 niños, aunque seguramente sea un recuento insuficiente?
¿Qué dice de nosotros ver cómo Israel intensifica los ataques contra instalaciones de Naciones Unidas, escuelas -incluida la escuela Al-Tabaeen de la ciudad de Gaza, donde más de 100 palestinos fueron asesinados mientras realizaban la oración del alba (Fajr )- y otros refugios de emergencia?
¿Qué dice de nosotros que permitamos que Israel utilice a los palestinos como escudos humanos obligando a civiles esposados, incluidos niños y ancianos, a entrar en túneles y edificios que pueden ser trampas explosivas antes que las tropas israelíes, a veces vestidos con uniformes militares israelíes?
¿Qué dice de nosotros que apoyemos a políticos y soldados que defienden la violación y tortura de prisioneros?
¿Son estos los tipos de aliados a los que queremos dar poder? ¿Es este el comportamiento que queremos adoptar? ¿Qué mensaje enviamos al resto del mundo?
Si no nos aferramos a los imperativos morales, estamos condenados. El mal triunfará. Significa que no hay bien ni mal. Significa que todo, incluso el asesinato en masa, es permisible. Los manifestantes en el exterior de la Convención Nacional Demócrata en el United Center de Chicago exigen el fin del genocidio y de la ayuda estadounidense a Israel, pero en el interior nos alimentan con un conformismo enfermizo. La esperanza está en las calles.
Una postura moral siempre tiene un coste. Si no tiene coste, no es moral. Es simplemente una creencia convencional.
«Pero, ¿qué hay del precio de la paz?», se pregunta en su libro “No Bars to Manhood” el sacerdote católico radical Daniel Berrigan, que fue enviado a una prisión federal por quemar actas de reclutamiento durante la guerra de Vietnam.

Pienso en los miles de personas buenas, decentes y amantes de la paz que he conocido, y me pregunto: Cuántos de ellos están tan aquejados de la enfermedad debilitante de la normalidad que, incluso cuando declaran por la paz, sus manos se extienden con un espasmo instintivo en dirección a sus comodidades, su hogar, su seguridad, sus ingresos, su futuro, sus planes -ese plan quinquenal de estudios, ese plan decenal de estatus profesional, ese plan de veinte años de crecimiento y unidad familiar, ese plan de cincuenta años de vida decente y muerte natural honorable. «Por supuesto, tengamos la paz», clamamos, “pero al mismo tiempo tengamos la normalidad, no perdamos nada, mantengamos nuestras vidas intactas, no conozcamos la cárcel ni la mala reputación ni la ruptura de los vínculos”. Y porque debemos abarcar esto y proteger aquello, y porque a toda costa -a toda costa- nuestras esperanzas deben marchar según lo previsto, y porque es inaudito que en nombre de la paz caiga una espada, desuniendo esa fina y astuta red que nuestras vidas han tejido, porque es inaudito que los hombres de bien sufran injusticias o que las familias sean cercenadas o que se pierda la buena reputación -por eso clamamos paz y clamamos paz, y no hay paz. No hay paz porque no hay pacificadores. No hay pacificadores porque hacer la paz es al menos tan costoso como hacer la guerra, al menos tan exigente, al menos tan perturbador, al menos tan susceptible de traer desgracia, prisión y muerte a su paso.

La cuestión no es si la resistencia es práctica. La cuestión es si resistir es lo correcto. Se nos ordena amar a nuestro prójimo, no a nuestra tribu. Debemos tener fe en que el bien atrae hacia sí lo bueno, aunque las pruebas empíricas a nuestro alrededor sean sombrías. El bien siempre se encarna en la acción. Hay que verlo. No importa si la sociedad en general es censuradora. Estamos llamados a desafiar -mediante actos de desobediencia civil e incumplimiento- las leyes del Estado, cuando estas leyes, como sucede a menudo, entran en conflicto con la ley moral. Debemos estar, cueste lo que cueste, con los crucificados de la tierra. Si no adoptamos esta postura, ya sea contra los abusos de la policía militarizada, la inhumanidad de nuestro vasto sistema penitenciario o el genocidio en Gaza, nos convertimos en los crucificadores.

Chris Hedges es un periodista galardonado con el Premio Pulitzer y fue corresponsal en el extranjero del New York Times durante 15 años, en los que fue jefe de la oficina de Oriente Próximo y jefe de la oficina de los Balcanes. Anteriormente trabajó en el extranjero para el Dallas Morning News, el Christian Science Monitor y NPR. Es el presentador de «The Chris Hedges Report».

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