La construcción del orden genético: breve historia crítica (I)

Por Daniel Papillon

network23.org

[Papillon D 2020, “The construction of the genetic order: A short critical history”, Organisms: Journal of Biological Sciences, vol. 4, no. 2, pp. 69-97. DOI: 10.13133/2532-5876/17021]

Resumen

La genética, como todas las actividades humanas, es una práctica asentada. Dada su enorme influencia cultural y epistemológica, puede sorprender la corta edad de la disciplina: no tiene ni 150 años. La creación de la ciencia de la transmisión y producción de rasgos en los organismos respondió a las necesidades epistemológicas de la biología del siglo XIX, así como a la evolución política y social: la transmisión de los caracteres y sus variaciones a lo largo de las generaciones necesitaba una nueva teoría, había que explicar el desarrollo embriológico de los organismos, el malestar y las desastrosas condiciones de vida provocadas por el capitalismo industrial y el proyecto colonial en Occidente exigían una reacción de las élites. La trayectoria de la genética es la de una coproducción permanente entre las diferentes ontologías y prácticas en las que se sitúa. Como ciencia, obtiene su legitimidad de las historias que cuenta (sobre el mundo o sobre sí misma), de los intereses a los que sirve y de las relaciones de poder existentes de las que forma parte. Teniendo en cuenta estos antecedentes, el presente trabajo trata de arrojar algo de luz sobre varios aspectos de la historia de la genética que pueden ayudar a clarificar su papel y su impacto en nuestras sociedades. El conjunto de transformaciones ontológicas y materiales que sustenta se denomina Orden Genético, y se explora particularmente en el contexto de la irremediable asociación pasada y presente de la genética con la eugenesia, la construcción de nociones clave como la heredabilidad y la dicotomía naturaleza/crianza, la enorme influencia de la cibernética sobre la biología y la genética después de la segunda guerra mundial y la alianza entre biotecnologías, genética y neoliberalismo en años más recientes. Una noción central que deambula a lo largo de este texto es la del control sobre los cuerpos y la vida en general. Así lo ilustra la reciente explosión de la industria de la predicción genómica y su impacto en las subjetividades contemporáneas. Al fin y al cabo, el Orden Genético ofrece un mundo de estadísticas, algoritmos, predestinación, gestión de riesgos y control, haciéndose eco de la influencia hegemónica del proyecto cibernético neoliberal en el que todo lo que vive debe ser diseñado, modelado, supervisado, predecible y transparente.

———-

Introducción

«Somos dolorosamente conscientes de que la ciencia genética ha desempeñado, durante más de un siglo, un papel central en la producción de la ideología que sustenta el racismo sistémico. […] Entendemos que no podemos simplemente renegar de esta historia, porque muchos de los conceptos y enfoques fundamentales de nuestro campo se establecieron con el propósito de avanzar en la eugenesia, bajo el supuesto de amplias diferencias raciales dentro de una jerarquía social.» Departamento de Genética Humana, Universidad de Chicago, Declaración sobre violencia policial, racismo y genética (2020)

Pocas ciencias modernas han tenido tanto impacto en nuestras ontologías (las formas en que definimos de qué está hecho el mundo) y en la materialidad de nuestras vidas (por ejemplo, los alimentos que producimos y comemos, cómo nos curamos, nuestras relaciones entre nosotros y con otros organismos, cómo nos concebimos como humanos) como la genética.

La trayectoria de la ciencia de la transmisión (herencia) y producción (desarrollo) de rasgos en los organismos es de coproducción permanente entre estas ontologías, estas prácticas y la propia ciencia. Los nuevos imaginarios y las nuevas ciencias, vistos aquí como contexto y contenido, no vienen generalmente uno después del otro, sino que se cocrean mutuamente, como nos recuerda Latour (Latour 1993). Nacida -junto al proyecto eugenésico- durante la revolución industrial y el proyecto colonial en Occidente a finales del siglo XIX, madurada a lo largo de la primera mitad del siglo XX (a través de la primera guerra mundial, la explosión de la agroindustria, el auge del fascismo en Europa, los horrores de la segunda guerra mundial…) y apoderándose literalmente de toda la biología en la segunda mitad del siglo XX (a través de la biología molecular, la ingeniería genética y la influencia de la cibernética), la genética ha llegado a un punto en el que sus carencias originales se están volviendo en su contra. Pichot es uno de los historiadores de la ciencia que ha mostrado con mayor claridad el fracaso epistemológico de la genética a la hora de ayudarnos a interpretar y comprender de forma coherente los fenómenos de la vida:

«La teoría es que la herencia es la transmisión de una sustancia ordenada (ADN) que controla la organización de un organismo. Pero a medida que se acumulaban los resultados experimentales, el orden de esta sustancia se hacía cada vez más incierto y su correspondencia con la organización del organismo cada vez más vaga. Tanto es así que hoy no queda prácticamente nada, ni de este orden ni de esta correspondencia«. (Pichot 2003, trad. del autor).

Por eso afirma que «la genética no tiene objeto, sólo tiene función». (Pichot 2001, trad. del autor). La interpretación del mundo que promueve la genética ha dado lugar a cambios que es preciso examinar críticamente y cuestionar. El conjunto de transformaciones ontológicas y materiales que sustenta la genética se denominará aquí Orden Genético (OG). Este OG presenta varias características bien conocidas que se analizarán con más detalle a lo largo de este artículo. Una de ellas es la genetización, entendida como «el proceso continuo por el que se da prioridad a las diferencias entre individuos basadas en su código de ADN» (Lippman 1993), pero también se refiere aquí a la fabricación del ADN y el gen como iconos culturales y entidades divinas (Kupiec & Sonigo 2000; Nelkin & Lindee 2004). Otra característica del OG es su aspecto reduccionista y mecanicista, descrito por muchos autores, por ejemplo Lewontin (1991), Morange (2003) o Nicholson (2014a). La genetización es, por tanto, un proceso cultural que produce esencialismo genético (la molécula de ADN percibida como nuestra esencia, nuestra «verdad interior» que define nuestra identidad) y determinismo genético (nuestro ADN dicta nuestra morfología, nuestra salud, nuestra personalidad, nuestros comportamientos).

La principal especificidad de una ontología es que resulta extremadamente difícil, por lo general imposible, pensar fuera de ella. Sin embargo, los últimos meses constituyen un ejemplo en el que se han producido acontecimientos impensables pocas semanas antes. Me refiero al cambio de conciencia y a las posibilidades abiertas por la reciente ola de disturbios contra la violencia policial y el racismo sistémico, especialmente en Estados Unidos. Un elemento de este cambio se produjo en los departamentos universitarios, por ejemplo, los departamentos de genética y genética humana, que se vieron obligados a reaccionar ante los levantamientos masivos que estaban teniendo lugar en sus ciudades (véase la cita inicial del Departamento de Genética Humana de Chicago). Uno de los aspectos más interesantes de esta reacción fue el reconocimiento de la contribución de la genética al racismo sistémico y su conexión epistemológica con el proyecto eugenésico. Este cambio debe entenderse también en el contexto de la pandemia mundial de Covid-19, que ya había planteado cuestiones similares. No sólo, y por desgracia no es de extrañar, los sectores pobres y racializados de la población se ven mucho más afectados por el virus, sino que las arraigadas creencias eugenésicas de las clases dominantes (y su disposición a sacrificar en masa a las poblaciones vulnerables) salieron de repente a la luz, especialmente a través del impulso de la «inmunidad de rebaño» o los debates sobre la «asignación de recursos hospitalarios». Por lo tanto, una consecuencia quizás no tan esperada del movimiento Black Lives Matter es la aparición de una contrahistoria decisiva contra la narrativa oficial de que el vínculo de la genética con el racismo y la eugenesia es cosa del pasado, resuelto después de la segunda guerra mundial, y fue obra de algunas «manzanas podridas» en el campo. A modo de ejemplo, y reflejando la retirada de estatuas de propietarios de esclavos y figuras coloniales en muchos países, los departamentos de genética y otros institutos están cambiando lentamente sus nombres o los nombres de sus edificios que estaban relacionados con famosos eugenistas, en algunos casos tras muchos años de activismo local desdeñado e ignorado para conseguir exactamente lo mismo (por ejemplo, en el University College de Londres, Reino Unido). Teniendo en cuenta estos antecedentes, lo que espero que sea mi contribución es aportar algo de luz sobre varios aspectos de la historia de la genética que puedan ayudar a clarificar su papel y su impacto en nuestras sociedades. A partir de los trabajos -publicados en inglés- de biólogos críticos (Lewontin, Kupiec y Noble) y científicos sociales (Nelkin, Lindee, Keller, Bliss, Cooper y Rouvroy), así como de la literatura francesa no traducida (Pichot, Bonneuil, Sonigo y Lafontaine), este artículo parte de la idea establecida de que la genética, como cualquier otra ciencia, se ha visto influida por la época, el contexto político y las visiones del mundo en que se ha practicado, y ha influido en ellas a su vez. En otras palabras, la genética es una práctica establecida. Una noción central que se desarrollará a lo largo de este texto es la del control: la genética como proyecto recurrente de control sobre los cuerpos (humanos), la evolución (humana), el mundo vivo y el planeta en general. Esto se explora particularmente en el contexto del irremediable vínculo pasado y presente entre genética y eugenesia, la enorme influencia de la cibernética sobre la biología después de la segunda guerra mundial y la alianza entre biotecnologías, genética y neoliberalismo en años más recientes.

1.Orígenes y estructuración

1.1. Orígenes

No es necesario describir extensamente las principales teorías científicas sobre el mundo natural del siglo XIX, otros autores han descrito el nacimiento de la biología como ciencia independiente y los cambios de paradigmas que lo acompañaron (Kupiec & Sonigo 2000; Mayr 1982; Morange 2017; Pichot 1999). La biología del siglo XIX heredó una visión predominantemente fijista, esencialista, mecanicista (para ser más exactos, maquinista) y reduccionista del mundo vivo. Las especies reproducían su forma, o esencia, de forma idéntica a lo largo de las generaciones, y el propio organismo, percibido como una máquina cartesiana, podía ser enteramente comprendido a través del estudio de sus partes independientes y separadas. El punto fuerte de esta visión mecanicista de la vida es que proporcionaba una buena descripción y comprensión del funcionamiento de un organismo y de sus mecanismos «internos» de causalidad. Su punto débil es que no podía explicar los procesos de desarrollo (según el preformacionismo, el modo de generación asociado a la biología mecanicista, no es necesario explicar el desarrollo, ya que los organismos están siempre presentes en su totalidad) ni los procesos evolutivos (Pichot 1999). En la terminología de Pichot (2001), la reproducción de lo mismo ejemplificada por el preformacionismo se denomina modo de reproducción-generación. Señala que la reproducción idéntica de los organismos es una concepción ahistórica de la vida: si nada cambia, no hay historia. Cuando el mundo vivo se considera ordenado y fijo, lo que la biología debe explicar es la variación entre individuos. Una forma de resolver el dilema sobre las diferencias observadas entre los seres fue establecer una distinción entre diferencias específicas (las que existen entre las distintas formas/esencias/especies; las diferencias «reales» que tienen un significado) y diferencias accidentales (existen entre los individuos pero no importan realmente para la comprensión de los organismos). En este sistema de pensamiento, las oposiciones esencia/existencia y especies/individuos están asociadas a estas diferencias específicas/accidentales. Pichot explica en parte la longevidad de las ideas preformacionistas por razones teológicas, ya que se complementa perfectamente con la forma finalista y determinista de entender los organismos y el mundo: el plan del organismo (su forma o esencia) preexiste a su existencia, y el desarrollo de su vida está determinado por una causa externa (Pichot 1999).

A lo largo del siglo, el transformismo (o evolucionismo, la idea de que las especies han evolucionado a lo largo de la historia) será cada vez más aceptado. El fijismo y el esencialismo serán sustituidos poco a poco por una comprensión histórica y procesual de la vida (Kupiec & Sonigo 2000; Mayr 1982). Una de las contribuciones de Darwin fue plantear la variación como una propiedad fundamental de los organismos, y afirmó que estas variaciones se transmitían de una generación a la siguiente. Según Kupiec (2019) y Rosanvallon (2012), se trata de un cambio paradigmático. En primer lugar, es un golpe a la idea de un mundo vivo bien «ordenado». En segundo lugar, si la variación es una característica de los organismos y puede transmitirse, por lo tanto, lo que hay que explicar a partir de entonces son las semejanzas entre los seres (y no sus diferencias). Surge entonces una de las principales cuestiones de la biología, la de la «reproducción de lo semejante», o dicho de otro modo: ¿cuáles son los mecanismos biológicos que explican las semejanzas entre padres e hijos? Esta nueva visión histórica y procesual de la vida provocó cuestiones epistemológicas en la biología: una fue la necesidad de articular la explicación físico-química del organismo con una explicación histórica y otra fue el cuestionamiento de la noción de especie. Debido a esto último, el concepto de especie ya no podía referirse a entidades eternas y separadas. En efecto, como proponen Kupiec y Sonigo (2000), una «especie» es más bien un instante (como una fotografía), mientras que la vida es en realidad un proceso histórico, la genealogía de linajes a lo largo del tiempo (una secuencia como un vídeo). Mayr (1982) insiste en la importancia, para el futuro establecimiento de la genética como disciplina, de lo que denomina «pensamiento poblacional» (centrado en la diversidad y las variaciones entre los individuos de una población, en lugar del pensamiento esencialista que se centra en las diferencias entre especies) y, a partir de ahí, en la necesidad de compartimentar y separar todas las características visibles de los organismos en rasgos individuales. Así pues, la noción de forma específica se fue sustituyendo por la de organismo como suma de caracteres individuales, de los que sólo una parte se transmite (aunque aún no se supiera cómo). Estos caracteres se denominarán caracteres hereditarios por dos razones: la observación previa de una especie de transmisión vertical de caracteres excepcionales, como las enfermedades hereditarias, y la construcción de una equivalencia con la noción jurídica/económica de herencia (transmisión de riquezas y propiedades, acumulación de posesiones a lo largo de generaciones…). La herencia, como sustantivo, se importa a la biología en este momento (Pichot 2001). Esta importación de conceptos del ámbito jurídico/económico en la biología recuerda la famosa influencia de Townsend y Malthus en Darwin para la formulación de la teoría de la selección natural (que a su vez influirá de nuevo en las ciencias sociales a través del darwinismo social) (Pichot 2000), lo que ilustra este constante movimiento de ida y vuelta entre las ciencias naturales y la política. La herencia, por tanto, es la respuesta a la primera cuestión epistemológica mencionada anteriormente: la necesidad de un componente histórico en la explicación del organismo. Para que haya continuidad entre las generaciones, es necesaria una transmisión de los caracteres (y de sus variaciones). Se trata, en la terminología de Pichot, del modo transmisión-generación (Pichot 2001). Mayr (1982) describe la trayectoria de las ideas a finales de los siglos XIX y XX que condujeron al establecimiento de la genética, y especialmente la influencia del pensamiento mecanicista y reduccionista, así como de las metodologías de la física. Es fascinante seguir este estrechamiento gradual del enfoque científico desde la célula (la teoría celular), al núcleo, luego a los cromosomas (la teoría cromosómica) y finalmente al ADN y al gen, revelando la obsesión por la búsqueda de «la» unidad corpuscular de la genética (que se pensaba como la unidad de la herencia o la unidad del desarrollo según el contexto y la especialidad de los científicos implicados). A medida que se describe mejor la fisiología de la reproducción, surge otra cuestión central de la biología: ¿cómo pueden producirse a partir de una sola célula organismos complejos formados por tantos órganos y tipos de células diferentes?

Antes de las ideas preformacionistas, la herencia se entendía sobre todo como la transmisión de entidades (humores o materiales) que «recogían» las distintas partes del cuerpo o, como dice Pichot, una especie de «muestra representativa» transmitida a través de las generaciones (Pichot 1999). A principios de la década de 1890, Weismann, un biólogo alemán inspirado en la noción de «muestra representativa», sentará las bases de la genética como ciencia con su teoría del plasma germinal y la oposición germen/soma. El germoplasma es una sustancia que representa la línea germinal, es la estructura portadora de la herencia y responsable de la transmisión de los caracteres. El soma es el resto del cuerpo, no transmite nada. El nacimiento de la genética se basa pues en una nueva separación fundamental e irreductible: entre el órgano de la herencia y el resto del cuerpo. Esto se refleja, en la teoría de Weismann, en la oposición entre caracteres hereditarios (los contenidos en el germoplasma y que pueden transmitirse) y caracteres adquiridos (que están relacionados con el soma y que no pueden transmitirse). La genética se convierte en la ciencia que estudia la transmisión de estos caracteres hereditarios. Keller, reflexionando sobre estos cambios, escribe sobre la internalización y la sustantivación (Keller 2010). La sustantivación es la noción de que lo que se transmite es una sustancia, una entidad material hecha de partículas que reside en el cuerpo. Esta forma particulada de la herencia se tratará con más detalle en la siguiente parte. La noción de internalización la resume Moore comentando a Keller (2010): «la palabra ‘innato’ pasó a asociarse con la herencia y la palabra ‘adquirido’ pasó a asociarse con el entorno (es decir, lo que es externo al cuerpo). «(Moore 2012). El surgimiento de los nuevos alineamientos ontológicos internado-hereditario y externo-adquirido-ambiente definirá la genética. Pichot (1996) aclara la importancia de esta transición. Antes de Weismann, la oposición fundamental era entre los caracteres adquiridos y los heredados – pero todos eran heredables, o sea hereditarios. La oposición fundamental de la genética naciente es diferente, es la que existe entre los caracteres en-principio-hereditarios (sean hereditarios o no) y los caracteres en-principio-no-hereditarios (adquiridos). Esta diferencia puede parecer muy sutil, pero sus implicaciones son importantes. De hecho, es muy difícil definir claramente qué es un carácter puramente hereditario en principio (esto se trata con más detalle en la sección 3.1). Con su teoría, Weismann consigue, según Pichot (1996), reunir las ideas de la preformación así como de la epigénesis (antepasado de la embriogénesis moderna y modo de generación asociado al vitalismo, principal teoría rival de la biología mecanicista de la época). En efecto, aunque no contiene un ser preformado, se supone que el plasma germinal de Weismann contiene las instrucciones de su formación. Una digitalización antes de tiempo. Además, en esta teoría, la construcción del organismo, aunque preescrita, se efectúa por epigénesis. El germoplasma actúa como la forma material de una «memoria», una visión que se prestará especialmente bien al marco cibernético 50 años más tarde. Así, al conciliar las dos teorías dominantes de la biología, Weismann proporciona un marco que satisfará a la mayoría de los biólogos, una especie de neopreformacionismo (Mayr 1982; Pichot 1996). La línea germinal sería así la única parte del organismo que muestra continuidad en el tiempo; es inmortal, por tanto atemporal. Inspirándose en Weismann, los genetistas negarán poco a poco cualquier influencia del medio ambiente sobre el germen, haciendo de la herencia un fenómeno puramente estructural y ahistórico (Bonneuil 2015a). Según Kupiec, Weismann (junto con De Vries) es responsable de un salto importante en la fundamentación de la genética: introducir el dualismo en la teoría de la herencia postulando que los rasgos macroscópicos están determinados por la estructura de los elementos microscópicos, dando así a la teoría una estructura aristotélica (Kupiec 2019). A pesar de los sobresaltos del evolucionismo en el siglo XIX, el organismo vuelve a desligarse de su historia y de su entorno, vuelve al «orden». En «Le siècle du gène» (2015a), Bonneuil sostiene que la aparición de esta visión se hace eco de la aparición de la producción en masa de objetos durante la revolución industrial. Antes, el valor de un objeto estaba fuertemente ligado a su historia, a su origen, a quién lo había fabricado, con qué técnica, dónde, en qué condiciones… Con la producción en serie, el vínculo entre un objeto y su origen desaparece, al igual que el vínculo entre un organismo y su historia.

Otra explicación del éxito de la teoría de Weismann, y de su perpetuación en el esencialismo genético actual, reside en la idea de inmortalidad. ¿Cuáles podrían ser las razones que explican la poderosa resonancia de esta idea de inmortalidad con esta época en particular? La primera que viene a la mente es, de nuevo, el vínculo con el capitalismo industrial. ¿Qué es una empresa, una corporación? Es una entidad cuya existencia puede durar mucho más tiempo que la de la escala humana, una entidad cuyos anfitriones (propietarios, accionistas) están de paso, aunque deban actuar en «interés» de la empresa (Waters J, comunicación personal). La similitud se hace aún más patente cuando se considera el carácter familiar de ciertas empresas, heredadas de generación en generación en el seno de dinastías «empresariales». Esto se hace eco de los trabajos de Lewontin sobre la adecuación entre la ontología mecanicista y reduccionista con la visión individualista del mundo (Lewontin 1991). Con el desarrollo del capitalismo industrial, y el cambio concomitante en la organización social, surgió una visión completamente nueva de la sociedad: los individuos como entidades primarias e independientes (en permanente competencia entre sí); la sociedad como consecuencia, no como causa, de las propiedades individuales; los organismos determinados por factores internos, los genes («la forma moderna de la gracia»). Del mismo modo que los genes determinan a los individuos, los individuos determinan las comunidades; así, los genes hacen las culturas y determinan las sociedades: «Nos hemos acostumbrado tanto a la visión atomista y maquínica del mundo que se originó con Descartes que hemos olvidado que se trata de una metáfora. Ya no pensamos, como Descartes, que el mundo es como un reloj. Pensamos que es un reloj». (Lewontin 1991) La genética, nombre actual de la disciplina, fue acuñada entonces por Bateson en 1906 y la teoría de Weismann se formalizó rápidamente con la creación de los términos gen, fenotipo (primero el tipo aparente medio de una población, pero ahora definido como el conjunto de los rasgos aparentes de un organismo) y genotipo por Johannsen en 1909 (Mayr 1982).

1.2. Finales del siglo XIX, la genética bajo la influencia: eugenesia

Durante este periodo crucial entre los siglos XIX y XX, surgieron varios conceptos centrales en genética.

Uno de los científicos más representativos de estos cambios es Galton, y el principal impulso de esta primera época es la creación de la noción de heredabilidad y la dicotomía Naturaleza/Crianza, así como la articulación entre ambas. Ambas ideas estaban asociadas al proyecto político de la eugenesia, un proyecto destinado a controlar las poblaciones humanas y su evolución. Una de las prioridades de la genética pasó a ser entonces la «mejora» de la población humana. En la raíz de todo esto, como narra Keller (2010), estaba la preocupación de Galton por cómo detener la «degeneración» en curso de su nación y garantizar la producción de más «genios». Viejas ideas que florecerán en el contexto de la genética y el darwinismo emergentes. Por supuesto, esta «preocupación» debe entenderse a la luz de las condiciones históricas particulares de finales del siglo XIX: la explosión del capitalismo industrial y la urbanización masiva (es decir, la expulsión de miles de seres humanos del campo a las ciudades) que condujo a horrendas condiciones de vida y sanitarias (la «degeneración» que provocó ansiedades en Galton y muchos otros), los enormes movimientos y revueltas obreras, la formulación de las teorías comunista y anarquista, el inicio de las luchas feministas, el proyecto de colonización y los conflictos que provocó, etc. Las élites estaban preocupadas por tanta agitación y resistencia. Aquí la intervención de Royer sobre la esencia del capitalismo como «proyecto contra la vida» ofrece una perspectiva sorprendente (Royer 2017). Sostiene que las inconmensurables transformaciones antropológicas del siglo XIX en Occidente estuvieron marcadas por la triple alianza entre el nuevo modo de producción científica, el capitalismo termoindustrial (carbón y luego petróleo) y la formación del Estado-nación moderno tal como lo conocemos. Según él, esta alianza está en el origen de lo que será la eugenesia, que constituirá la base ideológica de un nuevo modo de ingeniería social caracterizado por la transgresión del tabú del asesinato (masivo). Todo ello legitimado por el discurso del nuevo modo de producción científica construido a lo largo del siglo XIX, la «Ciencia con mayúsculas» como la denomina Carnino (Carnino 2015). La eugenesia es un verdadero movimiento de masas. En aquella época, la mayoría de los genetistas eran eugenistas, incluidos los progresistas, y la importancia de promover y crear un nuevo humano era ampliamente aceptada (Pichot 2000). Desde la perspectiva de Royer, el proyecto eugenésico acompaña a Occidente y al capitalismo hacia la realización de su esencia, un proyecto de muerte total, encarnado por los dos grandes y concomitantes acontecimientos de las bombas atómicas lanzadas sobre Japón y el Holocausto (Royer 2017).

La perspectiva de Pichot es que, en resumen, la eugenesia puede considerarse la continuación natural del darwinismo, aunque no necesariamente del propio Darwin (Pichot 2000). Como ya se ha mencionado, la industrialización asociada a la urbanización masiva condujo a la multiplicación de las enfermedades y la mala salud en las grandes ciudades.

Para muchos científicos consagrados de la época, esto se interpretó como un signo de degeneración de la civilización occidental. A partir de 1859 y de la publicación de El origen de las especies, el darwinismo aportó una explicación «científica» a este fenómeno: esta multiplicación de las enfermedades y de los problemas sociales no se debía a las condiciones sociales, sino a la ausencia de selección natural en las sociedades humanas. Las soluciones propuestas fueron dos: el darwinismo social (el laissez-faire liberal que promueve la supervivencia del más apto, o más bien la eliminación del inferior, sin ninguna intervención estatal destinada a apoyar a los más vulnerables) y la eugenesia (una selección social impulsada por la intervención estatal para sustituir a la selección natural) (Pichot 2000). Este proceso fue de la mano de la construcción de la Ciencia como la única institución capaz de ayudar a mejorar la humanidad (hacerla avanzar en la dirección de la mejora y la felicidad y el progreso; Carnino 2015) conduciendo a políticas de esterilización masiva dirigidas a los «criminales» (en la práctica, los considerados enfermos mentales, los pobres, las personas racializadas y otros no ciudadanos) en varios países (por ejemplo, en Estados Unidos o Suecia, donde durarán hasta los años 60 y 70) y, finalmente, a los exterminios nazis (Pichot 2000; Royer 2017).

1.2.1 La construcción de la dicotomía Naturaleza/Crianza, parte I

El primer paso en el establecimiento de la eugenesia como disciplina es la construcción de la dicotomía Naturaleza/Crianza.

Es Galton quien, en 1874, inaugurará la conjunción » Naturaleza y Crianza » como fundamental en genética (Keller 2010). Anteriormente, según Keller, las ideas de Naturaleza y Crianza estaban presentes, pero no se consideraban categorías fundamentalmente distintas ni opuestas. Keller utiliza la analogía de la semilla (Naturaleza) y su cultivo (Crianza) para describir la ontología de la época: una no puede ir sin la otra en la producción de un organismo. La operación semántica de la locución de Galton » Naturaleza y Crianza » y luego rápidamente » Naturaleza contra Crianza » no es inocente. En efecto, dos términos sólo pueden unirse si antes pueden considerarse disociados y separados. Su unión y su interacción implican su separación. Su separación implica que pueden estudiarse y medirse independientemente, compararse y debatirse… Un elemento central de esta nueva construcción es la fundamentación ya mencionada: la herencia es portadora de una sustancia corpuscular (hecha de partículas elementales, moleculares e independientes) que reside en el interior del organismo (aunque, en cierto modo, está separada de él) y se transmite a través de las generaciones. Las contribuciones de Mendel, Weismann y Galton fueron fundamentales para el doble paso de una herencia mixta (holística) y blanda a una herencia particulada y dura (véanse Mayr 1982 y Bonneuil 2015a; este doble paso se denomina «discretización de la herencia» en Pichot 1999). Esto queda ejemplificado por la comparación entre la visión de Darwin y la de Galton sobre la herencia. Darwin, junto con muchos otros de la época, aceptaba la forma particulada de la herencia (llamaba a estas partículas gémulas), es decir, no creía que la herencia fuera un proceso de mezcla de dos organismos completos en el que la descendencia fuera una mezcla de sus progenitores (una visión holística). Sin embargo, consideraba que seguían estando influidos por el entorno, seguían siendo maleables (blandos). Con Galton, estas partículas se convertirán en entidades fijas, discretas, independientes e invariables (duro, véase Keller 2010 y Mayr 1982). Naturaleza y Crianza se separan entonces, entre otras cosas, por los elementos que las componen. Galton establecerá para las décadas siguientes que: 1) los elementos que componen la Naturaleza (las fuerzas innatas, o genéticas) son los elementos de la herencia; 2) los elementos que componen la Naturaleza están en competencia con los elementos que componen la Crianza (las fuerzas adquiridas, o ambientales), este es el cambio de Naturaleza y Crianza a Naturaleza versus Crianza; 3) los elementos que componen la Naturaleza son, en última instancia, siempre más poderosos que los elementos que componen la Crianza (El enfoque de la naturaleza en primer lugar) (Keller 2010). ¿Cómo sirve esta teorización al proyecto eugenésico? Esta «discretización de la herencia» y la creación de la división Naturaleza-Crianza fueron, propondría yo, una necesidad para el proyecto eugenésico. Ambas se enmarcaron como tales y fueron esenciales para el papel hegemónico de la genética en la configuración de nuestras ontologías. A continuación se exponen algunas ideas preliminares que, por supuesto, habrá que seguir estudiando.

En primer lugar, Keller (2010) sugiere que, para comprender el origen y la persistencia de la separación y oposición entre Naturaleza y Crianza, sería posible (o incluso preferible) dejar de lado la eugenesia.

Sin embargo, yo propondría que la construcción de las categorías Naturaleza y Crianza no es distinta del proyecto eugenésico que las produjo. Tampoco lo es su jerarquización. Apartémonos por un momento hacia Delphy, que ofrece un marco para interpretar los procesos de creación de categorías y su jerarquización (desde un punto de vista feminista pero también antirracista) (Delphy 2008, 1993). Ella parte de la base de que las categorías (como hombre/mujer, blanco/negro) no existen en el «mundo natural». Las divisiones son convenciones sociales, siempre creadas por los humanos, que ordenan la materialidad del mundo (esto se hace eco del debate en torno al concepto de especie entre esencialistas y nominalistas). En el caso de las categorías masculino/femenino en los seres humanos, Delphy sugiere que, contrariamente a la opinión habitual, el sexo (biológico o natural) no precede al género (social o cultural): el género precede al sexo. En otras palabras, la jerarquización de los sexos (el sistema patriarcal) no es un fenómeno resultante de la categorización, sino que la precede (y luego ambos fenómenos se refuerzan mutuamente). La jerarquía está en el origen de la categorización. Es porque la justificación de un sistema de dominación es necesaria que los criterios de categorización, generalmente buscados en el cuerpo/naturaleza (naturalización), se establecen como universales y atemporales. Para Delphy, un mecanismo similar opera en la justificación científica del racismo. La creación de las categorías Naturaleza y Crianza por el proyecto eugenésico podría interpretarse del mismo modo. Es porque existía un proyecto eugenésico que requería un marco de pensamiento en el que las diferencias entre los humanos tenían que ser biológicas y hereditarias por lo que la dicotomía se construyó de esta manera: una jerarquización y separación de Naturaleza y Crianza (con la Naturaleza como fuerza primaria en la transmisión y formación de los caracteres). En segundo lugar, asimilar los elementos de la herencia únicamente a la Naturaleza es otorgar a los científicos de la naturaleza toda la responsabilidad del estudio, la interpretación y la manipulación de la transmisión, el desarrollo y la distribución de los caracteres hereditarios, ya que la Naturaleza es el dominio reservado a las ciencias experimentales duras y no otro. La tercera línea de pensamiento está relacionada con la comprensión de la aparición de la eugenesia como una de las consecuencias de la revolución científica de la biología en el siglo XIX. En efecto, la ciencia moderna se había basado fundamentalmente en una oposición entre el objeto estudiado (la naturaleza, los animales, las plantas, etc.) y el sujeto (el que realiza el estudio, es decir, el ser humano). Con la aparición del evolucionismo y el posicionamiento cada vez más claro del ser humano dentro de los animales (desde Linneo hasta Darwin), la frontera objeto/sujeto es cada vez menos clara. Si los humanos forman parte de los animales, pueden por tanto ser objeto de la propia ciencia y de sus experimentos (Rey 2015). ¿Podemos interpretar la aparición de la dicotomía Naturaleza/Crianza como una respuesta a la difuminación de la frontera objeto/sujeto tras el cambio de paradigma darwiniano? No está claro, pero la naturalización de los elementos de la herencia en los humanos ha proporcionado sin duda la justificación para el uso de técnicas de reproducción y selección (aplicadas en el pasado a plantas y animales no humanos) en humanos. Además, cuanto más se asocia a los grupos humanos con la Naturaleza (mujeres, clases bajas, enfermos mentales, esclavizados, colonizados…), más se les considera «objetos» y objetivo del proyecto eugenésico. En cuarto lugar, el proceso histórico de discretización de la herencia desempeñó un papel fundamental en la creación de imaginarios que se hacían eco del proyecto eugenésico. En efecto, considerar el organismo como una disposición de rasgos independientes y particulados, recombinables a voluntad, responde a la promesa demiúrgica del control humano sobre la evolución (Bonneuil, 2021). Para De Vries, uno de los fundadores de la genética moderna (aunque no era partidario de la eugenesia, véase Pichot 1999), sólo «[e]l carácter hereditario, aislado del resto, puede convertirse ahora en objeto de un tratamiento experimental». (De Vries 1889, citado en Bonneuil 2021). Pichot sugiere otro argumento: durante las primeras décadas del siglo XX, a través de la discretización tanto del fenotipo como del genotipo, las partículas de la herencia perdieron su «sustancia física»: se definieron principalmente a través de los rasgos (o más bien, las mutaciones) a los que correspondían. Esto supuso una inversión completa de la forma de estudiar la herencia: de una explicación física (partir del genotipo para explicar el fenotipo) a una explicación «mutacionista» (partir del fenotipo para explicar el genotipo). Pichot califica este segundo enfoque de «fenomenista» y estadístico, una especie de «semiología» (una «interpretación de los signos»), y argumenta que, debido a su practicidad, se acabaron interpretando de este modo todo tipo de caracteres, incluidos los psicológicos y sociales. Además, como estos rasgos solían identificarse a través de mutaciones asociadas a «monstruos» o patologías, se creó una obsesión por los genes «buenos» y «malos» (Pichot 1999). Utilizando el darwinismo, como ya se ha mencionado, la «proliferación» de estos genes malos se interpretó como la consecuencia de la desaparición del proceso de selección natural en las sociedades humanas, lo que condujo a la eugenesia.

Finalmente, en esta visión centrada en el material genético, el cuerpo del organismo queda excluido (véase Nicholson 2014b). La complejidad orgánica, las interacciones entre distintos elementos biológicos, o entre lo biológico y lo social/medioambiental… todo ello se va dejando de lado en el análisis de los fenómenos hereditarios o de la formación de los rasgos fenotípicos. La escala ontológica, aquella en la que se encuentra la explicación de lo vivo, pasa a ser la del factor genético, la molécula. En otras palabras, dado que los rasgos de los seres humanos se heredan en su mayoría genéticamente, la sociedad y la cultura sólo tienen un papel muy limitado en la distribución desigual de estas características (en pocas palabras, las desigualdades son «naturales»). La política y la acción social o colectiva sirven entonces de poco, ya que lo que cuenta para explicar quiénes somos es el linaje individual, es decir, los rasgos transmitidos directamente por nuestros padres. Por tanto, lo que nos permitiría «mejorar» nuestra situación es la selección positiva de las características naturales «superiores» o, y ésta ha sido la principal metodología de la eugenesia, la selección negativa de las características «inferiores» (es decir, la eliminación o esterilización de las personas con estos rasgos). Esta exclusión del cuerpo, asociada al reduccionismo y la eugenesia, se hace eco y contribuye a un profundo, antiguo y general afecto característico de Occidente: el miedo al cuerpo (véase la sección 3.3.1).

1.2.2 La construcción de la noción de heredabilidad, parte I

Bajo la influencia del proyecto eugenésico, y siguiendo los alineamientos ontológicos identificados por Keller (2010), la cuestión central de la genética se convertirá entonces en el estudio y la medida de los efectos respectivos de la Naturaleza (innata) y de la Crianza (adquirida) en la formación de los rasgos. Esta cuestión sigue siendo central hoy en día. Estos rasgos, en los seres humanos, incluirán las diferentes partes del cuerpo, así como los rasgos de la personalidad y los comportamientos (como la inteligencia, una obsesión muy temprana de los genetistas y eugenistas) y todos ellos se conciben como producidos, en su totalidad o al menos parcialmente, por los elementos que componen las fuerzas naturales. Conviene recordar que la elección de esta metodología de investigación no tiene nada de neutro. Se explica en parte por la influencia de la física y sus métodos en la biología. Louart (2018) nos recuerda hasta qué punto la transferencia directa de estos métodos de una disciplina a otra es inadecuada (debido a la necesidad de objetos simples y aislados de su entorno, del control total de los parámetros, etc.). Por otra parte, bajo las medidas diferenciales de los efectos de la Naturaleza y la Crianza sobre el desarrollo de los rasgos se esconde el deseo de desarrollar medios para intervenir sobre la reproducción humana y la necesidad de definir criterios científicos para justificar y determinar quién podrá reproducirse o no. Para medir la importancia relativa de la genética, se crea la noción de heredabilidad. Galton y otros utilizarán para ello los estudios de gemelos (véase Keller 2010). Esta época marca también el desarrollo y la normalización de los tests de cociente intelectual (CI) por el movimiento eugenésico (para el control de la reproducción de los débiles mentales y otros considerados «desviados»). El vínculo entre la medida y los estudios sobre la heredabilidad del CI y la ciencia de la eugenesia es, por tanto, histórico, estructural y fundamental. En 1918, Fisher, uno de los fundadores de la genética de poblaciones (también eugenista), propuso, según Keller (2010), la reformulación más significativa de las cuestiones planteadas por Galton: 1) la cuestión de la causalidad entre los elementos genéticos y los rasgos debe formularse en términos de diferencias en los rasgos, y no sobre la base de los rasgos mismos; y 2) es necesario desplazar el análisis de la herencia de los individuos a las poblaciones. Hasta hoy, la genética sigue luchando con esta reformulación y aún no ha escapado a las trampas políticas y lingüísticas que la rodean. Desde ese momento fundacional, existe una confusión perpetua entre causalidad y correlación, causalidad y perturbación, individuo y población, transmisibilidad y heredabilidad, carácter y variación de carácter, etc. Todo esto se tratará con más detalle en las secciones 1.3 y 3. Pero detengámonos un momento más en el dominio de la ideología eugenésica sobre la genética y la biología a principios del siglo XX. Cabe mencionar la nueva obsesión de la época: la pureza genética de los seres. La pureza genética, es decir, el establecimiento de un linaje procedente únicamente de un individuo y que no presente variaciones del rasgo estudiado a lo largo de las generaciones, se convierte a la vez en una búsqueda y en una norma del conocimiento sobre la herencia (Bonneuil 2015a). Se establecen líneas genéticas «puras» para las moscas (la mosca de la fruta, animal modelo para el estudio de la transmisión de los caracteres), los cereales, las levaduras (para la cerveza), las vacunas, etc. Bonneuil (2015a) relata muy claramente las formas en que la genética siguió, apoyó y fomentó la entrada y la racionalización de los organismos vivos en la industria y la agricultura (la mayoría de los principales genetistas de la época estaban profundamente asociados a la agroindustria). Se producen formas de vida genéticamente estables, predecibles, reproducibles y calibradas en relación con la industrialización del mundo occidental. En esta época, el gen (como unidad abstracta de transmisión de rasgos hereditarios) se considera un ladrillo inerte, seleccionable y almacenable. Al ser transportado por los cromosomas, sólo está presente en el núcleo de la célula, que se percibe entonces como el centro de control del organismo, haciéndose eco de la división del trabajo de las grandes industrias de la época. Bonneuil (2019a) explora también otra línea de investigación interesante. Este conjunto de propiedades atribuidas al gen alimenta una visión de los organismos en términos de recursos genéticos (que desembocará en la noción de biodiversidad) donde son percibidos como un catálogo de propiedades que pueden ser clasificadas, jerarquizadas, explotadas y «conservadas». En cuanto al vínculo entre la agroindustria y la eugenesia, es interesante señalar que en la década de 1930, los nazis comenzaron por prohibir las semillas de plantas consideradas «improductivas o susceptibles a enfermedades» (Bonneuil 2015a).

1.3 Estructuración y desarrollo de la genética

Una figura mítica de la genética que aún no se ha mencionado es, por supuesto, Mendel y sus famosas leyes de la herencia (formuladas en la década de 1860) que, al haberse establecido a partir de caracteres y organismos muy cuidadosamente seleccionados, sirvieron sobre todo de contrapunto a todas las excepciones que se observaron posteriormente.

Esta secuencia de la historia de la genética ha sido ampliamente tratada, por ejemplo por Mayr (Mayr 1982) o, de forma más crítica, por Kupiec (2019) o Pichot (1999). A partir del «redescubrimiento» de la obra de Mendel en 1900 y durante la primera mitad del siglo XX, la genética se desarrolló en diferentes ramas (genética de poblaciones, fisiológica y formal). La genética, desde sus cimientos, es por tanto muy heterogénea en sus métodos y en el estatuto epistemológico de sus componentes, una de las causas de la incapacidad de la genética para convertirse en una ciencia «propiamente dicha» (Pichot 2001). Los inicios de la genética formal (hacia 1915) se centraron principalmente en la localización de mutaciones en los cromosomas de la Drosophila. El biólogo estadounidense Morgan y su equipo (principales actores de esta rama de la genética) trabajaron frenéticamente para cartografiar cientos de mutaciones. Sus infraestructuras de laboratorio dieron testimonio de una evolución y una ampliación muy profundas de las prácticas científicas, reflejo de la industrialización general de la época. Para Bonneuil (2015a), esto forma parte de la «revolución del control» y de la gestión sistemática que se estaba produciendo en las grandes organizaciones e industrias de la época, que inauguraron nuevas formas de gestión de la información y de biopolítica. Esta obsesión por la cartografía volverá a manifestarse más tarde con la histeria de la secuenciación del ADN, la genómica y la postgenómica. Morgan inauguró en genética la confusión entre modelización y teorización, donde la repetición, la autoconfirmación y la acumulación de datos experimentales constituyen la base y el objetivo de todas las indagaciones (Pichot 1999). Podría pensarse que la modelización es una empresa neutra. Al fin y al cabo, sólo se trata de medir, descifrar, observar, indexar y representar un fenómeno de forma gráfica. Y sin embargo, como nos recuerda de forma fulgurante El comité invisible «Uno nunca cartografía un territorio del que no contempla apropiarse» ( El comité invisible 2015). Esta interpretación es compartida por Nelkin y Lindee: «la aparente precisión de un mapa puede hacer invisibles las prioridades e intereses que le dieron forma. Como formas de conocimiento, todos los mapas… son el producto de elecciones culturales». (Nelkin y Lindee 2004). Lo que se representa, y cómo se representa en un mapa, es tanto una elección de poder visual como una elección de persuasión y apropiación. Un mapa no es una representación objetiva, sino contextual: «La cartografía es el proceso de reivindicación de un territorio: ese fue su propósito histórico y lo sigue siendo hoy en la genética molecular. Los «bienes comunes» de la herencia humana se han repartido entre los cartógrafos, y el genoma humano está esencialmente, enteramente patentado…» (Nelkin & Lindee 2004). Este es uno de los ejes fundamentales de la genética, establecido en la fase más temprana de la disciplina: catalogar y cartografiar los genomas con fines de apropiación. Si hay un ejemplo de claridad obscena sobre el papel de la cartografía en la conquista de territorios, es la situación colonial en Palestina. Contra la cartografía del poder colonial, Said propuso una contra-cartografía, una contra-cartografía de la resistencia: «En la historia de la invasión colonial, los mapas son siempre trazados en primer lugar por los vencedores, ya que los mapas son instrumentos de conquista. La geografía es, por tanto, el arte de la guerra, pero también puede ser el arte de la resistencia si existe un contramapa y una contraestrategia«. (Said 1995). Haciéndonos eco de las preocupaciones sobre el esencialismo genético contemporáneo, ¿podríamos imaginar un contramapa del genoma humano?

Otra aportación de Morgan y su equipo es la consagración de las confusiones ya mencionadas: entre el estudio de un carácter y el estudio de la variación de un carácter, entre la escala poblacional y la escala individual y entre la medida estadística (correlación) y la causalidad. Pichot nos dice que la metodología de la escuela de Morgan forma parte de la herencia del papel de las enfermedades hereditarias en el desarrollo de la genética, cuando se utilizaron para establecer las nociones de caracteres hereditarios y de herencia, introduciendo un error conceptual. En efecto, una enfermedad no es un carácter biológico, sino la alteración de uno o varios caracteres biológicos. El error conceptual (el de la confusión entre carácter y variación del carácter) se reproducirá a escala industrial con los estudios de Morgan sobre las mutaciones/deformaciones de la Drosophila. Por ejemplo, su equipo pretendía estudiar la herencia del carácter «ojo blanco», pero en realidad estudiaba la herencia de una mutación que causaría una enfermedad en la que uno de los síntomas más evidentes eran los ojos blancos. Se trata, pues, del estudio de la herencia de una alteración (entre otras alteraciones) de un rasgo, no de la herencia de ese rasgo (Pichot 2001). Keller demuestra que esta confusión se produce a través de un proceso de tres pasos: 1) la causa de una diferencia fenotípica observada en una población se atribuye a una mutación genética putativa, 2) la presencia de una mutación genética putativa señala la presencia de un gen, y 3) la responsabilidad de la formación de ese rasgo en un individuo se atribuye a ese gen putativo (Keller 2010). La existencia de la mutación y del gen asociado son, al principio, sólo hipótesis del método de Morgan. Se pasa de lo que empieza siendo genética comparativa (la comparación de diferentes fenotipos) a la genética individual (el estudio del papel de un gen concreto en la producción de un rasgo concreto). Del mismo modo, Mayr señala que «el peor error de Galton … fue que transfirió lo que era estadísticamente cierto para el genotipo en su conjunto al modo de herencia de los caracteres individuales». (Mayr 1982). Esta operación es tan inherente a la metodología de la genética que, por lo general, resulta invisible. Sin embargo, es muy significativa. Considerar al gen simplemente como un hacedor de diferencias (productor de variaciones) no es suficiente para el proyecto hegemónico de la genética, también debe ser un hacedor de rasgos (productor de características fenotípicas) para tener el poder de actuar y crear vida, justificando su movilización para controlar la evolución (humana) (Keller 2010). En otras palabras, en las primeras etapas de la genética, la noción de causalidad directa e inequívoca entre un gen y un rasgo es esencial para la justificación del proyecto eugenésico. A través de la metodología desarrollada por Morgan, la genética se consagra como ciencia de lo diferencial: en adelante se centrará en estudiar las alteraciones, las mutaciones y las diferencias (el tipo mutante) en relación con una norma predefinida (denominada «tipo salvaje»). Esta es la distinción entre «herencia diferencial» (la herencia de una diferencia, de la modificación de un rasgo por mutación) y «herencia absoluta» (la herencia del rasgo propiamente dicho) trazada por Pichot (Pichot 1999). Por lo tanto, no es por casualidad, ni porque algunos genetistas sean malintencionados, que la genética se utiliza a menudo para definir normas (naturales y al mismo tiempo, por su aspecto político, sociales). Es su esencia misma, su necesidad metodológica y su forma de construir el mundo. Entre los años 1930 y 1950 surgió el principal relato de la biología moderna: la teoría sintética de la evolución (STE o Síntesis Moderna, también llamada a veces neodarwinismo). Se presenta como una reconciliación entre la joven genética y el darwinismo. Es una teoría de la evolución centrada en el gen (y más tarde en el Programa Genético), reduccionista, determinista y que profundiza en el vínculo directo entre genes y rasgos y la exclusión del ambiente (tanto el exterior del organismo, como el ambiente interior e incluso la composición de los gametos) (Noble 2015). Newman también señala que los teóricos de la STE dejaron de lado conscientemente ciertos aspectos de la obra de Mendel y Darwin que resultaban embarazosos para el neodarwinismo, pero que resurgirán a lo largo de los siglos XX y XXI (Newman 2013). Es el caso, por ejemplo, del saltacionismo, rechazado en favor del gradualismo (véase Mayr 1982). El gradualismo es la idea de que la evolución tiene lugar a través de una acumulación lenta y regular de mutaciones causantes de variaciones minúsculas, seleccionadas sobre la marcha cuando confieren una cierta ventaja reproductiva a los individuos en un contexto determinado (lo que recuerda la idea de la acumulación progresiva de capital y riqueza). El otro aspecto es, por supuesto, el ya mencionado descarte de la herencia blanda por una concepción dura de la herencia que se complementará perfectamente con la noción de la molécula de ADN como independiente, aislada del exterior y con un sistema de replicación «perfecto».

————-