Por Andrea Bernardi, 10 de julio de 2015
GAZA, 10 de julio de 2015.- La guerra que duró cincuenta días entre Israel y los grupos armados palestinos acababa de empezar cuando entré en la Franja de Gaza el 10 de julio de 2014. Un año después, aquí estoy de nuevo frente a la puerta de acero del paso fronterizo de Erez. Todo ha cambiado, y nada ha cambiado.
No se escuchan ahora los disparos de la artillería israelí. No se ven en el cielo las estelas blancas dejadas por los cohetes disparados desde Gaza.
Pero nada ha cambiado en los controles de los pasos fronterizos, escrutando a la gente con una actitud recelosa: ¿Cuál es el nombre de su padre? ¿Cuántos días se va a quedar en Gaza? Me ponen un sello en un papel blanco y otro en el pasaporte. Eso es todo, ya puedo pasar.
Desde hacía un año, nadie había cruzado por el largo pasillo. Tierra de nadie. También era el mes del Ramadán, el mes sagrado de ayuno de los musulmanes. Las explosiones se oyeron por todos lados y enormes columnas de humo ennegrecieron el cielo, desde Beit Lahiya hasta Beit Hanoun.
A lo largo de ese pasillo, el ejército de Israel también tiene sus torres de vigilancia. El palestino que se ofrece para cuidar de mis maletas utiliza un carro eléctrico y no una vieja moto con un remolque. No tengo que esperar horas a que aparezca un coche, los taxis amarillos abundan.
Los funcionarios de Fatah han vuelto al trabajo: controlan y registran los pasaportes. Están sentados en una oficina prefabricada de color blanco y equipada con aire acondicionado, que funciona con tanta fuerza que hiela los brazos mientras espero con los papeles en la mano. Hay sillas para las personas que esperan. Es un grupo demasiado numeroso para la pequeña cantidad de personas autorizadas a abandonar Gaza.
A quinientos metros de distancia se encuentra el puesto de control de Hamas. Antes de llegar a Gaza el año pasado, un misil lo había destruido completamente, sin causar heridos. En aquel momento, dos policías de Hamas vestidos de paisano ocupaban un antiguo edifico situado a unos pocos cientos de metros de distancia. Sin poder acceder a los medios informáticos, anotaron mi nombre en una hoja de papel y me desearon un “Bienvenido a Gaza”. Hoy, están situado en un edificio prefabricado, escanean los documentos con su equipo y todavía me dicen lo mismo: “Bienvenido a Gaza”.
Ese 10 de julio, la carretera que une la ciudad de Gaza y Beit Hanoun estaba desierta. Los ataques aéreos israelíes acababan de empezar, las tiendas estaban cerradas y ya las calles llenas de escombros. Durante los pocos momentos en los que los ataques cesaron, las personas se aventuraban en la búsqueda de comida, o simplemente para tomar un poco de aire.
Hoy en día, la vida cotidiana parece haberse recuperado, las tiendas han reabierto y las mujeres caminan por la calle, donde la policía trata en vano de regular el tráfico.
Pero los recuerdos del pasado verano todavía siguen vivos en Gaza. Dondequiera que voy, las secuelas de la guerra están presentes. Con cualquier persona con la que hablo, la guerra está ahí.
Entro en el barrio de Chajaya, por la misma calle por la que anduvimos el año pasado durante una tregua de dos horas durante la noche, al comienzo de la operación terrestre de Israel. Por entonces, los equipos de rescate tuvieron que saltar por encima de los escombros para recuperar los cuerpos. Yo iba en coche. Recuerdo vívidamente el lugar donde vi cada cadáver, pero lo que mis ojos ven ahora en esta calle es a los niños jugando.
Atravesando Beit Lahia, paso al lado de una pequeña puerta situada en un callejón detrás del hospital. El año pasado vi allí miso a hombres que llevaban los cuerpos sobre sus hombros, camino del cementerio. Recuerdo a ciertos de personas indignadas, todos los días, despidiendo a los muertos o a sus seres queridos. Ahora la puerta está cerrada. Parece que esta parte del hospital ha sido abandonado.
Las zonas fronterizas fueron completamente arrasadas por la artillería y las incursiones israelíes. Para alguien que vio la destrucción causada, el lugar es apenas reconocible. Pero los habitantes de Gaza que perdieron sus casas todavía están allí, viviendo en improvisados refugios junto a las ruinas de sus casas.
Un año después de aquella guerra, los palestinos viven resignados, aunque algunos todavía esperan que la ONU les entregue ayudas que les permita reconstruir sus casas o incluso abandonar el enclave. No importa el destino. Sobre todo los jóvenes, que sueñan con ir a Europa, Estados Unidos o, más modestamente, a Ramallah. Sin embargo, se percibe cierta normalidad en el pequeño enclave palestino.
Hay gran número de periodistas y fotógrafos subidos a los tejados que tratan de captar las imágenes de las secuelas de los ataques aéreos o de los cohetes.
Desde la terraza del hotel Al-Deira, junto al mar, veo barcos y hombres que limpian sus redes después de una jornada de pesca. En ese mismo sitio murieron cuatro niños palestinos cuando jugaban inocentemente con otros niños. Recuerdo como los niños corrían hacia mí y luego desparecieron en una nube de humo. Fue una de las cosas más atroces que he visto en mi vida.
En esta misma playa, un año más tarde, veo a los habitantes de Gaza disfrutar de la puesta de sol sobre el Mediterráneo y en los restaurantes se sirven el iftar a familias enteras, la comida nocturna con la que se rompe el ayuno diario, mientras que los niños saltan y ríen en las olas.
Andrea Bernardi es periodista que cubre para AFPTV las noticias de Israel y los Territorios Palestinos. Puede seguirlo en Twitter.
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Procedencia del artículo:
http://blogs.afp.com/makingof/?post/israel-palestinien-retour-a-gaza
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