Ferlosio y Delibes de Castro conversan sobre los incendios rurales
La conversación se publicó, con el mismo título que aquí damos –»De la jara y otras yerbas»–, en el diario ABC, en tres entregas sucesivas, los días 4, 5 y 6 de diciembre de ese mismo año (2005). Años después, sería recogida como anexo de Gastos, disgustos y tiempo perdido, título del volumen 2 de la edición de los Ensayos completos de Ferlosio recién culminada por Debate.
De la jara y otras yerbas
Una conversación entre Miguel Delibes de Castro y Rafael Sánchez Ferlosio en torno a los fuegos rurales
Ferlosio. La primera idea fue la relación con el fuego entre el monte alto y el monte bajo, en particular por un incendio el año pasado, en las cercanías de Riotinto, en un gran coto de caza mayor. En los cotos de caza mayor el jaral es la protección del jabalí, no tanto para el ciervo, pero para gran parte de la caza el jaral es el gran defensor. El jaral es el único que puede atacar a la encina, porque la encina en general está más repartida, puede tener sólo pasto, y el fuego pasa debajo de ella únicamente chamuscando un poco las hojas. El jaral es el único que con la encina hace mancha, porque otros arbustos no tupen lo suficiente.
Delibes. ¿Sabía usted que los forestales llaman monte alto al bosque que nace de semilla y monte bajo al que procede de rebrote, independientemente de la altura que tengan? Pero yendo a lo nuestro, hay escobonales muy tupidos y también coscojares y madroñeras.
Ferlosio. ¿Madroñeras?
Delibes. Las madroñeras, con los brezos, los durillos y los labiérnagos, hacen manchas muy cerradas donde casi no se puede entrar.
Ferlosio. Las madroñeras estarán más bien en la sierra.
Delibes. Sí, y en Doñana mismo hay madroñeras también, pero yo donde las he visto más grandes es en la zona de Sierra de Gata y en Las Hurdes. El monte más denso en Doñana, donde hay más abrigo, lo forman los brezales en el sur y los lentiscares con mirtos en el norte. Hay muchos tipos de monte denso, pero es cierto que uno de los más característicos del Mediterráneo es el que forma la jara, que es un monte que se quema a menudo, quema muy bien. Cuanto más se quema más crece la jara, porque es especie a la que gusta el fuego (se ha llamado al jaral «hijo del fuego»). Al monte mediterráneo en general no le disgusta el fuego, se quema a menudo, y por ejemplo el ládano, la resina pegajosa de la jara, es inflamable, favorece la combustión. El pringue de la jara es el ládano, que se usa en perfumería para fijar los perfumes, prende muy bien y ayuda a la jara a arder, pues a ella le viene bien para desembarazarse de competidores. Si transcurre mucho tiempo entre un incendio y otro se produce una mayor variedad de vegetación, pero si los incendios son reiterados las jaras terminan siendo la especie dominante. Si la jara se quema, sus semillas depositadas en el suelo germinan enseguida, necesitan el calor para germinar, y cuando ha habido un incendio, de lo primero que nace es la jara. A ciento cincuenta grados de temperatura se estimula la germinación de las semillas de la jara. Si se calientan a ciento cincuenta grados durante poco tiempo germinan todas, pero si están varios minutos a ciento cincuenta grados se queman y no germinan. Para la germinación y el rebrote no es malo que pase un fuego rápido, pero si es intenso y arden encinas centenarias o pinos muy grandes, con temperaturas muy altas, ni siquiera pueden germinar ya las semillas de las jaras.
Ferlosio. Pero cuando se dice «limpiar el monte», ¿quiere decirse limpiar de jara?
Delibes. Con frecuencia sí, pero no sólo de jara, también de zarzales, de sotobosque, si puede llamarse así, o de hierba, de paja seca, y también de ramas y árboles muertos. Limpiar el monte es quitar material combustible, como puede ser la jara, que muchas veces es la especie dominante, pero también el jaguarzo, las aulagas, los piornos o las escobas, por ejemplo.
Ferlosio. Pero los piornos no nacen en cotas bajas.
Delibes. Las escobas, retamas, genistas y piornos son «leguminosas», producen legumbres que suelen estar encerradas en una vaina, como los guisantes, y se incluyen en distintos géneros pero con nombres comunes a menudo intercambiados: lo que para unos es una escoba para otros es un piorno y para los terceros una retama. Hay hasta diez o quince especies distintas a las que se llama piornos.
Ferlosio. No me ha pasado a mí nunca eso, aunque tal vez la confusión a la que usted se refiere sea entre regiones diferentes. De las cuatro que cita, no he oído nunca «genista» en castellano, aunque le reconozco el mismo étimo que a ginestra, que es el nombre de la retama en italiano. El nombre castellano retama es, curiosamente, de procedencia hebraica: algo así como rétem, si no recuerdo mal. De las tres que me son familiares, la retama es la alta (puede llegar a los tres metros), muy pálida, abierta, casi como despeinada; se distribuye espaciadamente, sin tocarse una planta con otra, no suele compartir el territorio con otra especie de arbusto, su flor es amarilla, aunque muy pocas veces nos hace ese regalo. La escoba es más baja (rara vez subirá más de un metro), más oscura y más cerrada radialmente sobre un imaginario eje central; la he visto de flor blanca y de flor amarilla, sin haberme fijado en si esta dualidad se veía acompañada por otras diferencias. El piorno se cría en la montaña, es aún más bajo que la escoba (como de unos sesenta centímetros) y tan oscuro como ella, pero es espectacular lo densamente que se cierra y se aprieta sobre sí mismo, que parece que no se va a poder meter la mano y sin que sobresalga una rama más que las otras, como si estuviese recortado a tijera por un jardinero, formando una especie de bolas aplastadas, como las gotas de mercurio cuando se ha roto el termómetro; nunca le he visto la flor. Me he detenido sobre estos tres arbustos porque desde siempre se me ha antojado imaginarlos agrupados como en una escalera, digamos «darwinianamente evolutiva», en la que el factor de la adaptación era el clima: la retama, que disfrutaba holgadamente en su cálida llanura, al esparcir sus semillas hacia laderas más desabrigadas vio privilegiarse selectivamente las que tenían una talla y una configuración más apropiada; y esa fue la escoba; ni qué decir tiene cual fue la selección cuando les tocó a las nieves decidir qué semillas de escoba podrían sobrevivir en la montaña. Así en el piorno he visto siempre como una retama aterida y encogida de frío pero denodadamente empecinada en aguantar el invierno y ver la primavera.
Delibes. La retama que usted menciona es la Retama sphaerocarpa, que es la más común en gran parte de España; pero en la costa arenosa de Huelva, por ejemplo, hay una retama alta con flores blancas que forma manchas casi impenetrables. Las retamas y escobas son también, en general, pioneras, salen donde hay mucha luz y después de los incendios. También están muy adaptadas para sobrevivir al fuego. Se las cortaba a menudo del monte y se ataban como en haces, dejándolas secar, para su utilización, ya fuese para barrer —de ahí su nombre—, ya fuese como combustible a manera de tarama, para iniciar la lumbre. Eso mantenía el monte limpio, pero limpiar el monte tiene muchos matices. Cuando los ganaderos limpian el monte, quitan el pasto del verano una vez que se ha secado y no ha sido comido. Entonces, al quemar ese pasto seco, sale con más fuerza el verde el otoño o la primavera siguientes. La idea de limpiar de los ganaderos se refiere al pasto viejo y es distinta del concepto de limpiar un monte o un bosque de su matorral.
Ferlosio. La jara, según me ha comentado un amigo italiano, llega a Córcega y Cerdeña, y entra un poco en la península, en la costa de La Spezia. Según me ha dicho, hay un pequeño entrante en el que ha saltado de Córcega a Italia.
Delibes. Es probable. Las jaras son de la familia de las cistáceas. En particular, nuestra jara es Cistus ladaniferus.
Ferlosio. Cisto lo llaman en Italia.
Delibes. En latín son Cistus y es una familia muy mediterránea o circummediterránea, también del norte de África. Pero la jara pringosa, la de aquí, la que huele, no sé yo exactamente adónde llega. Lo que pasa es que la familia incluye unas trescientas especies, la mayoría con flores muy bonitas de distintos colores, algunas especies con flores rosa, otras amarillas o blancas, hay muchos tipos de jaras. El jaguarzo de Doñana, sin ir más lejos, es una cistácea. Los Cistusy sus parientes, como buenas plantas mediterráneas, también están muy adaptadas al fuego. A ninguna de ellas le disgusta mucho quemarse, por eso donde hay muchas es más fácil que haya incendios, y éstos son más difíciles de parar.
Ferlosio. Para el fuego debe de tener importancia el que los arbustos formen monte tupido, como la jara, o monte ralo. Por ejemplo, el tomillo no se aproxima nunca tanto.
Delibes. No, por su naturaleza el tomillo siempre es mucho más bajo, de apenas un palmo.
Ferlosio. Le advierto que el que aquí en Extremadura llaman tomillo creo que es el que en Castilla conocen por cantueso. ¡Menudas broncas he tenido yo por ese asunto!
Delibes. Ah, no lo sabía.
Ferlosio. El que aquí llaman tomillo puede tener sobre sesenta centímetros de alto.
Delibes. Debe de ser el cantueso u otra Lavandula. No se parece al tomillo castellano, aunque también huele muy bien. El tomillo castellano es pequeño, con hojas muy chicas, de milímetros, no llegan a centímetros, al contrario que el cantueso, y tiene unas florecitas poco aparentes, apenas coloreadas, más bien blanquecinas o de color verdoso claro, no llaman la atención, son del color de la mata. No se notan mucho. Este tomillo es del género Thymus.
Ferlosio. El cantueso, el que aquí llamamos «tomillo», ¿también es Thymus?
Delibes. No, el cantueso, como el espliego, son del género Lavandula. De ellos se obtiene la esencia de lavanda.
Ferlosio. Pero yo creo que el olor es muy parecido, además es evidente que el étimo de tomillo es la voz latina thymus.
Delibes. El olor es parecido. Pero los tomillos son bajitos y crecen en sitios un poco más secos y soleados. Son plantas diferentes, aunque también hay un buen número de tomillos.
Ferlosio. ¿Por qué se llama «bosque mediterráneo» si se da también al oeste del Sistema Ibérico, donde las aguas corren ya hacia el Atlántico, quiero decir en la Meseta y hasta en Portugal?
Delibes. Porque corresponde a un tipo de clima y vegetación caracterizado por los veranos cálidos y secos y los inviernos lluviosos y no demasiado fríos, que se ha quedado con el nombre del mar Mediterráneo, la región en donde nos es más familiar y más antiguamente conocido. Yo en este papel que le traigo llego a decir que el fuego mismo tiene algo de «mediterráneo», porque aquí se asocia —y aun colabora— con la vegetación. De las plantas cultivadas son paradigmáticas del clima mediterráneo el olivo y la vid; allí donde se hace aceite de oliva y buen vino tinto, puede usted decir que el clima y la vegetación son mediterráneos. En California hay una franja de clima mediterráneo, y lo mismo en Chile, en Australia y en Sudáfrica. Aunque haya sido bautizado con un nombre de individuo, con un nombre propio como es el topónimo geográfico «Mar Mediterráneo», el «clima mediterráneo» designa hoy una especie. Una especie del género «clima», que tiene como nota definitoria, no común a ninguna otra especie de clima del mundo, la de que llueva en invierno, sin un frío excesivo, y no llueva y haga mucho calor en verano; y por supuesto, tanto si ello se refiere al hemisferio austral, como Chile o África del Sur, o al boreal, como Grecia o California, sin que afecte el que tengan entre sí, dentro del año, la recurrencia de las estaciones contrapeada; es decir que la lluvia coincide siempre con las temperaturas bajas. En otra especie de clima, como es, por ejemplo, la de los regímenes monzónicos, tú ves que está lloviendo y al mismo tiempo está haciendo calor. En otra, como la del desierto, no llueve ni en invierno ni en verano. En el desierto de Baja California, al sur del clima mediterráneo, las escasas lluvias son de verano, que es cuando se forman las tormentas, con todo su aparato.
Ferlosio. En eso, entonces, igual que entre nosotros, pues las que llamamos «tormentas» (una palabra a la que podría aplicársele un dicho análogo a aquél de la madrastra: «Madrastra, el nombre la basta») son muy distintas de las buenas lluvias que nos traen las borrascas atlánticas de otoño y primavera; las tormentas, que nacen precisamente del calor acumulado, formando una columna ascendente que dibuja en el cielo esos altísimos «yunques» de nubes de ominosa figura y color malevolente, son repentinas, violentas, destructivas, aunque afortunadamente de muy poco diámetro y escasa duración. Bien es verdad que hoy en día, con lo del cambio climático y el empecinamiento de algunos americanos en negarse a discutirle algún remedio, ya no podemos siquiera imaginar qué novísimo desastre no llegaría a desencadenar una atmósfera cada vez más emponzoñada y un cielo en estado de demolición.
Delibes. Las regiones que pasan seis o más meses al año de época seca, sin lluvias y con calor, se llaman, como vengo diciendo, de «clima mediterráneo», y todas tienen una vegetación característica, particularmente adaptada a la sequía estival y también al fuego. Esa vegetación incluye árboles, matas y hierbas de aspecto parecido y comportamiento similar ante la sequía y ante el fuego, aunque desde el punto de vista evolutivo sean plantas que no tienen nada que ver entre sí, no están emparentadas. Los biólogos le llamamos a eso «convergencia adaptativa»: plantas o animales muy distintos, pero sometidos a presiones selectivas similares, acaban teniendo el mismo aspecto y parecidas respuestas en su fisiología y ecología. En otras palabras, en todas las zonas mediterráneas hay plantas que recuerdan a las jaras y un monte parecido al de aquí y que se comporta como él. Así que cuando hablo de «países mediterráneos» no estoy mentando solamente los que rodean el llamado Mare Nostrum, sino también los del suroeste de Australia o los de Sudáfrica, que no dejan de ser «mediterráneos» en cuanto al clima y la vegetación. La encina, por ejemplo, es un árbol mediterráneo típico, aunque suba hasta la mitad de Francia, donde, no obstante, aguanta muy bien, pues soporta las heladas. Los árboles mediterráneos, salvo si están en sitios húmedos, como los álamos, tienden a tener la hoja pequeña, dura y perenne. La diferencia se aprecia muy bien, por ejemplo, entre la encina y el alcornoque, más mediterráneos y con hojas coriáceas y perennes, y los rebollos y otros robles del norte de España, con las hojas blandas y caducas; en medio se quedaría el quejigo, al que algunos llaman «roble enciniego», que es el que tiene hojas marcescentes, que no llegan a caer pero se ponen tostadas en el invierno. La hoja dura tiene que ver con mecanismos para retener el agua, hace la función de un impermeable del revés, impidiendo, o al menos disminuyendo, la pérdida de agua por transpiración; de ahí que la flora de hojas duras, a la que llaman «esclerófila», sea muy propia de zonas mediterráneas, porque la sequedad de los veranos característica de este clima privilegia a las plantas con rasgos que ahorren agua. Esa escasez del agua hace que plantar eucaliptos en sitios mediterráneos, donde el verano es seco, sea una mala acción. El eucalipto chupa mucha agua, seca las fuentes, porque tiene la hoja blanda y ancha (piense más bien en las hojas recientes, de color verde claro, no en las ya crecidas) y evapora probablemente más agua de la que le cae del cielo. Decididamente, no tiene nada de bueno para un clima mediterráneo.
Ferlosio. En los regadíos recientes he podido observar cómo el agua superficial, incluso, digamos, a unos veinte metros de la orilla y tal vez a un metro o más de la cota subterránea que puede uno calcularle, por así decirlo, a ojímetro, hace que se sequen bastante pronto las encinas de todo en derredor. Esto me hace pensar que esos árboles de los que el poeta quiso hacer manar lágrima miel («Et durae quercus sudabunt roscidamella») se han criado hasta tal punto al amor de la sequedad estival mediterránea que cualquier humedad extemporánea puede hacerlos morir. (Por una vez habría tenido cierta parte de razón aquel famoso capitán de la hueste de Cabrera, que al asomar desde lo alto de un cerro del Maestrazgo, viendo allá abajo un tropel de campesinos que se afanaba por acomodar unas parcelas para que las bañase el menguado caudal de un riachuelo que por allí corría, se irguió sobre el caballo, levantó el sable al cielo y gritó a los suyos: «¡A por ellos, que son de regadío!».)
Delibes. Claro, muchas plantas adaptadas al verano seco soportan mal el agua permanente. Se ahogan. Incluso subterránea, el agua de los acuíferos llega por las raíces, porque los árboles en verano, cuando hace mucho calor, son una bomba de captar agua por las raíces y transpirarla por las hojas; por eso puede ser mucho peor tener eucaliptos que tener matorral, tener retamas o jaras, porque aquéllos secan el terreno. En cambio, el eucalipto en sitios donde llueve bastante y el clima es suave, como en Santander y en la Cornisa Cantábrica, crece bastante bien y puede ser un cultivo más, un cultivo arbóreo. Pero por aquí [la entrevista se estaba haciendo en Coria: latitud 39° 59′ Norte, longitud 6° 32′ Oeste, ciudad de clima y vegetación mediterráneos en sentido riguroso] no hace sino incrementar la sequedad.
Ferlosio. Y han plantado eucaliptos incluso en Monfragüe.
Delibes. Sí, recuerdo bien lo de Monfragüe, cuando peleábamos para que fuera parque natural y querían plantarlo de eucaliptos. Y lo mismo en Huelva, muchísimo también, hasta en Doñana.
Ferlosio. El eucalipto he oído yo que lo trajo a Galicia un ilustrado en el siglo XVIII, y que viene de Australia.
Delibes. De Australia y Tasmania, sí; en la segunda mitad del siglo XIX ya estaba aclimatado en Barcelona y en el Jardín Botánico de Madrid, pero no sé si fue exactamente a Galicia adonde lo trajeron a gran escala, aunque si no fue a Galicia fue a Santander u otro lugar del norte. En Doñana, tiene un punto de cómico el que algunos hablen de «los milenarios eucaliptos de Doñana», siendo así que ninguno debe tener más de cien años.
Ferlosio. El más grande de los que había aquí, en la carretera (los talaron todos, pero no por lo dañinos sino por estorbar al tráfico rodado), que se plantarían hacia 1900, cuando hicieron el puente de hierro (hoy también en desuso), tendría tal vez un diámetro como el largo de esta mesa (1,40 metros más o menos).
Delibes. Efectivamente, en Doñana los hay así de grandes y son, también, aproximadamente centenarios. Pero, qué quiere usted que le diga, algunos visitantes salen hablando de «los eucaliptos milenarios del Coto de Doñana», tan sólo porque han visto unos árboles muy gordos.
Ferlosio. Son sin duda personas ignorantes, pero no dejan de ser agradecidas. Por cierto, y antes de que se me olvide, su para mi inesperada mención de Chile como lugar de clima y vegetación mediterráneos me ha recordado inmediatamente su libro La naturaleza en peligro, porque allí, en la página 157, me había saltado de pronto a la vista la palabra arcabuco, que yo no he oído jamás en el castellano hablado en España y sólo la conocía, hasta serme incluso familiar, por haberla leído, en cambio, muchas veces en los relatos de los cronistas clásicos de Indias, dándole, por el contexto, el significado de espesura de monte bajo tupido, con o sin monte alto. Si alguna vez se ha dicho en el castellano de España o subsiste en algún rincón (bien sea en el caso de haber sido importada de las Indias y caída en desuso, bien sea el muchísimo más improbable de haber sido originaria de Castilla, exportada a Ultramar, conservada allí y olvidada aquí), yo lo dudo mucho; aquí no hemos dicho y oído nunca más que mancha, que tiene el mismo significado, compartido con el francés y el italiano, que lo sacan de la misma raíz latina: el francés maquis y el italiano macchia, con la particularidad de que para el sentido de sustraerse al alcance de la ley los italianos dicen darsi alla macchia, mientras que los castellanos han optado por la variante echarse al monte.
Delibes. En Europa los fuegos forestales son un problema de la zona mediterránea, del sur de Francia, de Italia, Grecia, España, Portugal. Fuera de ahí nunca han sido objeto de gran preocupación. Es mucho más difícil que se dé un gran incendio forestal en Suecia o en Finlandia; allí hay más humedad, hace menos calor y la vegetación es menos inflamable y arde peor. El otro día quería yo saber la diferencia entre inflamable y combustible En los incendios se habla a veces de alta combustibilidad y parece querer decirse que la vegetación se quema bien, pero inflamable sugiere en cambio que prende y genera llamas rápidamente. Lo inflamable empieza a arder a menor temperatura, como es el caso de la gasolina, que necesita poca temperatura para arder. Entonces la existencia de un material inflamable facilita el comienzo y el avance del fuego, que se extiende mucho más deprisa. La trementina o resina de los pinos y el ládano pegajoso de las jaras son inflamables, si esas plantas no tuviesen esos materiales necesitarían una mayor temperatura para empezar a quemarse. La vegetación de zonas más húmedas, que no tiene el estrés hídrico del verano, arde peor. El estrés hídrico se produce cuando la temperatura es tan alta que el potencial de evaporación supera la capacidad de la planta para captar agua; entonces se protege adoptando formas de resistencia, por ejemplo reduciendo la cantidad de agua en los tejidos y también cerrando los estomas, que son las aberturas en las hojas por las que intercambian gases con el exterior. Un árbol en esas condiciones de estrés está muy seco, tiene poca agua en las ramas y hojas, y arde con más facilidad. El problema no está sólo, por tanto, en la sequía en el aire y en las altas temperaturas, sino también en las plantas que están bajo estrés, con falta de agua, más secas. Son, por tanto, unos combustibles más inflamables.
Ferlosio. No creo que sean muy inflamables, pero sí combustibles, pues tardan en arder.
Delibes. Pero al tener aceites o resinas se prenden antes, a menos temperatura. Las plantas ligeras, las hierbas, son más inflamables que la madera, pues tienen mucha más superficie de contacto con el aire, ese aire las rodea y es más fácil que prendan. Eso se observa bien al hacer una hoguera, pues no todos los materiales combustibles se prenden con la misma rapidez. La leña es buen combustible pero tarda en prender, no es muy inflamable. Pero si tiene resina lo es algo más.
Ferlosio. Yo creía que en los montes de caza que tenían jara ésta no se quitaba intencionadamente, porque es, por así decirlo, la madre de la caza, pero me han dicho que en los grandes cotos de Sierra Morena los ayuntamientos obligan a los propietarios a hacer cortafuegos.
Delibes. En Doñana, que ha sido coto de caza hasta hace treinta años, se quemaba intencionadamente por trozos, de forma que cada año ardía aproximadamente el cinco por ciento. En veinte años se quemaba todo. Y este es un sistema antiguo, tradicional, que en Doñana es llamado de rozas y quemas. Se rozaba y más tarde se quemaba y luego se hacían pequeños huertos, y esto mantenía un mosaico de zonas con un monte que en ningún lugar era mayor de veinte años. Las zonas húmedas, con álamos y piruétanos, no llegaban a prender, y muchos alcornoques sobreviven al fuego. Cuando el monte es escaso, como decía usted, hay pasto, hay jaras bajas. Pero cuando el monte no es muy viejo y se prende, sobre todo si se hace en épocas favorables, cuando va a llover, o cuando el viento ayuda porque se tiene a favor, o no hay viento, el fuego pasa muy deprisa por los materiales ligeros y no quema los árboles. Los alcornoques de Doñana resisten muy bien el fuego.
Ferlosio. ¿Hay bastante arbolado en Doñana?
Delibes. En Doñana hay poco. Y ahora ya no se quema, y esta situación supone un problema, pues si pasa mucho tiempo sin arder se acumula mucha leña y antes o después prende, es casi inevitable, así que hay que desbrozar a mano. Cuando las condiciones meteorológicas son desfavorables, el fuego puede ser muy difícil de controlar, a pesar de que en Doñana haya mucha gente entendida en la materia y dedicada a ello. En el mosaico de sitios abiertos y cerrados de Doñana siempre había defensa para la gran fauna forestal y siempre había también pasto para los ciervos, no tanto para los jabalíes. El sitio quemado es muy bueno para pastar durante los dos o tres años siguientes al incendio, porque sale mucha vegetación verde y fresca, y las vacas y los ciervos van a comer ahí. Por eso los ciervos van también a los cortafuegos, porque la vegetación es más tierna. En cambio, el sitio que no se ha quemado es bueno para proporcionar a las reses protección. Los incendios muy extensos, en cambio, son completamente perjudiciales, también para la caza. Los ecólogos hablan mucho de los problemas de escala: si en cinco mil hectáreas hay quinientas quemadas en diez manchas separadas de cincuenta hectáreas cada una, el efecto puede ser incluso positivo para la caza, porque hay zonas abiertas y otras cerradas, es una situación similar a la de las rozas tradicionales o los desbroces; pero si las quinientas hectáreas se queman en una sola mancha el efecto es negativo, porque a ese gran claro no va a ir ningún ciervo a comer, ya que la protección le queda muy lejos.
Ferlosio. ¿Y cómo se habrá quemado tantísimo en Guadalajara?
Delibes. Yo estaba fuera de España cuando ocurrió, pero parece que el fuego creció muy deprisa y alcanzó a las copas. Una vez que el incendio se hace grande y llega a las copas de los árboles y va de copa en copa ya es muy difícil de parar. Yo eso no lo sabía, lo he tenido que aprender leyendo un poco antes de venir a hablar con usted. La gradación de las intensidades de los incendios es así: primero, si sólo se quema el pasto, después si afecta a las ramas intermedias de arbustos, después si alcanza a quemar ramitas finas de los árboles, después si afecta a ramas grandes, y finalmente si prenden los árboles completos. En este último caso tenemos la intensidad máxima y el incendio ya es muy difícil de apagar. Cuando hay condiciones adversas, si hay ya fuego muy intenso y se queman árboles enteros, con muy poca humedad ambiental, viento y temperatura alta, da igual tener ocho aviones que ochenta, el incendio no hay quien lo pare hasta que no cambie el viento o el fuego se tope con un cortafuegos natural al borde del pinar, o con un río, o con un cortafuegos artificial. Y esto enlaza con una cuestión que me interesa mucho como naturalista: la polémica sobre si se debe usar el fuego para controlar el fuego o no. Algunos viejos agricultores y ganaderos sostienen que quemando en invierno o en otoño, cuando el monte está húmedo, se pueden limpiar el pasto o el matorral sin quemar los árboles, como antiguamente se hacía en Doñana, y que eso evitaría los incendios grandes del verano. Pero incluso en esta cuestión del manejo del fuego para «limpiar el monte» hay un «conflicto de percepciones» que ni mucho menos es exclusivo de la península ibérica. En el Parque Nacional Canaima de Venezuela, por ejemplo, los indígenas entienden que los incendios son parte integral del ambiente, mantienen limpia la sabana (haciendo que sea verde y bonita), previenen otros incendios, se controlan con más fuego y deben apagarse solos, pues hay que quemar exclusivamente antes de que llueva; por el contrario, los técnicos consideran que los incendios son destructivos y ajenos al ambiente (cuyo valor y belleza disminuyen), por lo que deben ser erradicados por todos los medios. De igual modo, en un seminario celebrado en Jalisco (Guadalajara, México) en 2003 se afirmaba que «la supresión de los incendios forestales en ciertos tipos de bosque puede considerarse como una alteración de procesos naturales que ha tenido consecuencias graves en la acumulación de combustibles forestales, el aumento de la severidad de los efectos del fuego y el deterioro del estado sanitario de los bosques», concluyéndose que «tanto la falta como el exceso de fuego en los ecosistemas forestales pueden ser factores de alteración de los patrones y procesos ecológicos», de manera que «es indispensable transitar de un enfoque centrado en el combate de incendios forestales y la reforestación de áreas quemadas a estrategias de manejo del fuego y restauración ecológica». Si se acumula combustible indefinidamente en condiciones de alta inflamabilidad (menos del treinta por ciento de humedad ambiental, más de treinta grados centígrados de temperatura y vientos superiores a treinta kilómetros por hora, suelen decir los técnicos), los incendios son casi inevitables, e imparables. Esa acumulación de combustible explica también que los rayos, que eran una causa menor de incendios forestales, tengan hoy mucha más relevancia. Hay que eliminar material combustible, y como he dicho el fuego controlado podría ser una herramienta útil. Y esta idea, que reconozco arriesgada (me han contado que en Nuevo México casi se quema la ciudad de Los Álamos a consecuencia de un incendio controlado que se les fue de las manos), no es exclusivamente española o ibérica, esto se hace en muchos sitios del mundo, sobre todo en los de clima mediterráneo. En Sudáfrica, por ejemplo.
Ferlosio. ¿Y en sitios como Canadá?
Delibes. No, en sitios más húmedos no se hace, porque también los incendios son menos importantes, pero en sitios secos, o que propenden a secos, los incendios han formado parte de la historia del paisaje, por eso hay alcornoques. El alcornoque es un árbol adaptado a los incendios que ha desarrollado una corteza, el corcho, que lo hace casi invulnerable, una corteza ignífuga. El incendio tiene que ser muy grande para que el alcornoque se vea afectado.
Ferlosio. Y llegar a las copas.
Delibes. Si pasa deprisa, incluso llegando a las copas se queman todas las hojas, pero echa nuevas ramas de las ramas, porque el corcho es como el traje de bombero, es impermeable a las llamas, a menos que el árbol esté podrido y tenga huecos por los que penetre el fuego. El alcornoque es un árbol adaptado a vivir con fuego.
Ferlosio. ¿Y cuando está recién descorchado?
Delibes. Si está recién descorchado, pasan unos años en los que si hay fuego se quema. Otras plantas como el tamarindo, el taraje, que crece en suelos húmedos pero dentro del mediterráneo, tienen mucha materia mineral en la madera y también se queman muy mal, son poco combustibles. Si pasa sobre ellas el fuego y no es muy grande, parecen quemados, pero de los troncos empiezan a salir ramas otra vez. Y hay muchas especies, como los madroños, que rebrotan con fuerza de las raíces después de quemarse. La vegetación mediterránea está muy adaptada a soportar el fuego, hasta el punto de que si no se quema nunca, si pasan muchos años sin quemarse, algunos sostienen que antes o después se quemará. En relación con los incendios, los pinares plantados y los eucaliptos han sido muy perniciosos, como se ha visto en Portugal. Los pinos y eucaliptos arden muy deprisa y no rebrotan, a diferencia de las plantas mediterráneas.
Ferlosio. Yo creo que los portugueses han imitado a España, porque han plantado muchas coníferas.
Delibes. Muchísimas coníferas y muchos eucaliptos. La monotonía de especies propicia la rápida expansión del fuego, porque coge carrerilla, mientras que, en cambio, cuando se interpone un roble o un chopo, el fuego se encuentra con una sorpresa, como si dijéramos, y frena; entonces un monte con mayor mezcla de especies tiene zonas que se queman más y otras que se queman menos, y lugares desde los cuales el fuego puede ser atajado mejor; pero un monte monótono, por ejemplo de coníferas o eucaliptos, se quema muy deprisa.
Ferlosio. Por cierto, que ayer he visto en el periódico que en Portugal han usado en pleno incendio el fuego como cortafuegos, han hecho barreras quemando franjas anticipadamente, han tenido que hacerlo muy deprisa.
Delibes. Sí, claro, hay que calcular bien la velocidad del incendio, y medir el tiempo y las distancias. Como ya he dicho, sonará un poco herético pero no es disparatado pensar en usar el fuego contra el fuego en invierno, en época de lluvias, cuando la vegetación arde mal. En esas circunstancias, si el viento ayuda o simplemente no hay viento, se puede hacer un cortafuegos antes y quemar después, reduciendo el riesgo de incendios en verano. Siempre que no pase lo de Los Álamos, claro. Es una cuestión que se discute mucho por parte de investigadores y técnicos.
Ferlosio. Aquí en la Sierra de Gata, el río de los Ángeles es el primer valle jurdano y tiene un convento franciscano, Nuestra Señora de los Ángeles. El río se llama Río de los Ángeles por el convento, y ahí hicieron una plantación de coníferas, convirtiendo la ladera en una escalera de bancales. No quedó ni un animal, no se veía volar ni un pajarito. Una gran parte de Las Hurdes —no sabría yo dar medidas— la plantaron de coníferas. A los pocos años no se sabía si era más grande lo incendiado o lo por incendiar. Decían que muchas veces los incendios eran provocados por los madereros.
Delibes. De Galicia lo decían también estos días, con acusaciones muy generalizadas e injustas, supongo. Antes decían que los culpables eran los madereros con objeto de vender esa madera, ahora ya no debería ser por eso, porque está prohibido vender la madera de los incendios, y se dice que lo hacen para subir el precio de la madera. Me acordaba yo, leyendo su cuento del lobo, de que uno de los asuntos que se relacionó con los incendios en los años setenta y ochenta en Zamora y León fue el miedo o la aversión a los lobos. La gente de los pueblos culpaba a las repoblaciones de coníferas del rebrote de los ataques de los lobos, porque los lobos se refugiaban allí, lo cual era verdad, y entonces quemaban los montes de pinos para que los lobos se fueran. Las razones de los incendios pueden ser muy variadas y hay que estudiarlas bien.
Ferlosio. ¿Por qué al lobo le gusta el pinar?
Delibes. No es tanto que le guste como que le ofrece mucha cobertura. El lobo no encuentra mucha comida en el pinar, pero un pinar muy denso, de los que tienen quince o veinte años, con los pinos muy apretados, donde no entra nadie, no hay pastores, no hay gente, no hay cazadores, es un buen sitio para criar y luego ir a buscar comida fuera. Por eso, decían, le prendían fuego. Pero las razones son complicadas. Ayer oía yo en la radio, viniendo para acá en el coche, que entre un veinte y un treinta por ciento de los incendios estaba motivado por venganzas, por enfados entre los vecinos de los pueblos.
Ferlosio. ¿Y qué me dice usted de meter cabras en el monte? A mí me parece que es una fantasía sacada del refrán.
Delibes. Esa es otra polémica. Desde luego, el ganado en el monte reduce la cantidad de vegetación susceptible de quemarse. Todo el mundo admite que ahora las condiciones meteorológicas han cambiado. La tendencia, con el cambio climático, es a que cada vez haya más incendios. Todas las predicciones indican que cada verano va a haber más días secos con altas temperaturas, con sequía y con vientos fuertes. Y eso hace que aumente el peligro de incendios. Por otro lado, cada vez hay más combustible en el monte, porque nadie usa leña. Desde que hay butano la leña está en desuso. Lo leía en un periódico portugués: decía un campesino de Coimbra que «hace veinte años los vecinos nos matábamos por la leña y ahora nadie la quiere y se acumula en el monte». Lo tradicional, aparte de quemar de vez en cuando, era cortar la leña y meter ganado. Antaño se arrendaban los montes para las cortas. Todo eso ha desaparecido, con lo cual hay más riesgo de incendios porque la meteorología es desfavorable y existe más combustible. Habría que quitar combustible. ¿Cómo se hace? Es la polémica: hay quien dice que hay que volver a meter cabras, pero no parece una solución muy realista: ¿cuántas hay que meter?, ¿de dónde sacamos los pastores para las cabras? Lo que sociológicamente ha desaparecido es muy difícil imponerlo, como no sea profesionalizando el oficio de pastor como el de bombero. Otros proponen utilizar medios mecánicos, pero aun así eso es complicado y hace mucho daño. Y los hay que proponen limpiar el monte a mano, pero la mano de obra que se necesita es mucha y actualmente no hay gente en el campo que lo sepa hacer, con lo cual las perspectivas no son muy buenas. Por cierto que, en este aspecto, debe mencionarse el posible papel de la escasez de conejos en el exceso de combustible forestal. Creo que no se ha dicho antes, pero podría estar ocurriendo. Densidades por encima de cuarenta conejos por hectárea, que no eran muy raras en el pasado, probablemente mantenían el monte moderadamente abierto, pues consumían grandes cantidades de vegetación emergente (en épocas buenas) e incluso llegaban a secar arbustos y árboles (comiendo corteza en época mala). La densidad de conejos tras la mixomatosis y la enfermedad hemorrágica se ha reducido prácticamente a cero en muchas zonas de Iberia, facilitando la formación de espesuras más fáciles de quemar. Todo el mundo está de acuerdo en que hay que quitar combustible del monte, quitar leña de alguna forma, también ramas caídas, matorral, pero no se sabe muy bien cómo hacerlo. A quienes nos dedicamos a temas de ecología nos suele parecer que los mosaicos, la mezcla de cosas, es algo bueno, la heterogeneidad es positiva. En general, las especies de plantas adaptadas a las perturbaciones (incluido el fuego) forman un elevado porcentaje de diversidad florística en ecosistemas mediterráneos (un lugar moderadamente pastado tiene más diversidad que otro no pastado; también uno quemado hace pocos años que otro sin quemar desde hace mucho tiempo). Todo ello apunta a que en ecosistemas mediterráneos un régimen de perturbaciones moderadas (también el pastoreo por cabras lo es) produce diversidades más elevadas que perturbaciones extremas o falta de perturbaciones. Los sistemas mediterráneos expuestos a fuegos frecuentes, relativamente pequeños y periódicos, se caracterizan por la presencia de cuatro tipos de paisaje que se sustituyen entre ellos en el espacio y en el tiempo, como un «mosaico dinámico»: herbazales, monte bajo, monte medio y bosque (con muchas variantes locales dependiendo del sustrato, la humedad, la periodicidad del fuego, las especies dominantes, etcétera). Mosaicos similares han sido creados tradicionalmente por las actividades humanas en el campo. Con un mosaico así siempre deberían existir hábitats adecuados para las distintas especies, desde alondras (herbazales) a arrendajos (bosques). Si los pequeños fuegos son generadores de heterogeneidad ecológica, los grandes incendios son homogeneizadores. Y la tendencia socioeconómica globalizadora es precisamente ir hacia grandes extensiones homogéneas. Un pinar sólo es rentable si es muy grande; un campo de frutales tiene que tener decenas o cientos de hectáreas, porque en caso contrario la comercialización no es rentable; los campos de girasoles tienen que ser muy grandes para que compense tener un tractor. Esta tendencia a la concentración, sea en agricultura, ganadería, paisaje, industria, no favorece el control de los incendios. Precisamente los incendios de gran magnitud están relacionados con la creciente «forestalización» del sur de Europa, que pierde terreno agrícola y ganadero y lo gana en bosques (a veces plantados, y de especies que queman muy bien) y baldíos muy inflamables. Cuando se habla de limpiar el monte, refiriéndose a meter bulldozers y eliminar el matorral en cientos o miles de hectáreas, los ecólogos no solemos estar de acuerdo; queremos manchas, franjas, mosaicos; es una expresión que utilizamos mucho, «mosaicos de vegetación». Es bueno que haya mosaicos con zonas de monte alto, monte bajo, otras que se han quemado o que se han pastoreado, otras que son praderas, y dentro de treinta años lo que era pradera será monte, pero habrá a su lado otra pradera donde se haya limpiado o se haya quemado. Y así siempre hay sitio para las alondras en los claros y para el arrendajo o el jabalí en el monte, y es ésta una característica del paisaje mediterráneo. El paisaje mediterráneo ha sido desde hace miles de años un paisaje en mosaico, probablemente porque ha habido muchos incendios naturales, al estar formado por una vegetación que se quema con facilidad, y también porque hay una larga historia de intervención humana de quemas, desbroces, cabras y ovejas, cultivos, abandonos del cultivo y desplazamientos a otras zonas.
Ferlosio. ¿El sistema de tala y quema también?
Delibes. En el libro que escribimos mi padre y yo lo contábamos, hablando de mi hermano Germán, que es arqueólogo. Germán dice que en los páramos de Burgos han encontrado cenizas excavando yacimientos de hace cinco mil años. Los textos clásicos (incluida la Biblia) mencionan a menudo el uso del fuego para mejorar los pastos o «limpiar» el monte. Esa práctica ha perdurado hasta nuestros días y está detrás de algunos incendios forestales; para algunos ancianos el paisaje meses después del fuego es más bonito: entre otras cosas, al llegar más luz al suelo suelen aparecer muchas flores.
Ferlosio. Me chocó que eso se hiciese en España, porque yo lo había oído de Mesoamérica.
Ferlosio. Pues aquí lo hay. Aparece en Castilla; hace cinco mil años, la gente quemaba y sembraba cereal, y luego se iba a quemar a otro sitio; en los yacimientos aparecen muy asociadas las cenizas con los cultivos, y durante unos años debían de explotar aquello y luego trasladarse, generando mosaicos. Esa combinación de ecosistemas que llamamos maduros, que han acumulado mucha biomasa porque llevan mucho tiempo creciendo sin perturbaciones, con zonas perturbadas, debe de ser muy característica del Mediterráneo. Y tender a hacer paisajes monótonos, repetidos, sean de coníferas, de eucaliptos o de montes, supone un aumento del riesgo de incendio que antes era escaso. Por otro lado, hay mucha gente urbana, no de campo, que no está acostumbrada a tratar con el fuego y cuando lo usa se le escapa. Con la extensión de las urbanizaciones, la práctica de las barbacoas y el llevar la carretera a todas partes, se incrementa el riesgo de incendios forestales. Pero en el lado contrario, también se ve incrementado el riesgo porque la gente de campo que tenía la costumbre de quemar para limpiar cunetas, por ejemplo, es ahora gente mayor, más torpe. El señor de mi edad o de la suya dice: «Yo he quemado toda la vida y no ha pasado nada». Pero ahora está más torpe y no es capaz de controlar el fuego.
Ferlosio. La cuneta la quemaba el peón caminero.
Delibes. Pero antes era gente joven en plena actividad, y ahora esa gente ya no existe fuera de las ciudades. También se quejan los expertos en incendios porque los que apagan los fuegos antes eran gente de campo, se contrataban entre los peones en el campo, y conocían el monte, y ahora son estudiantes. Con cierto retintín decía un ingeniero: «Son todos extranjeros, estudiantes y ecologistas», una mezcla que no le gustaba demasiado. Es la escasez de mano de obra para trabajar el campo a la que aludía usted antes.
Ferlosio. Otra cosa que se hacía hasta hace no sé cuánto, pero metidos ya en este siglo, era obligar a los vecinos hábiles a acudir a la extinción cuando tocaban a fuego.
Delibes. Sí, yo recuerdo haber ido en Burgos a los fuegos, y salíamos todo el pueblo: tocaba la campana y teníamos que salir todos.
Ferlosio. Era obligatorio, entonces.
Delibes. Ahora ya no existe tal cosa.
Ferlosio. Ahora las llamadas autoridades tienen terror a que se produzcan accidentes de «civiles», porque los votantes se les echarían encima; los «civiles» son considerados y protegidos como niños pequeños.
Delibes. Es verdad, yo estos días he estado en Galicia y al lado de nuestra casa había un incendio, a unos cientos de metros. No se sabía quién lo estaba apagando pero a cualquier voluntario espontáneo le decían que no fuera. Se hace un cordón y se impide el paso, no se puede ayudar. Yo creo que eso es parte del conflicto, que ahora el que se queme una casa o se vea afectada una persona es tan grave que se pone más énfasis en eso que en controlar el incendio del bosque.
Ferlosio. Antes se suponía experiencia porque la había, pero la agricultura extensiva hace ya no sé cuánto tiempo que es deficitaria.
Delibes. Efectivamente.
Ferlosio. El regadío es otra cosa.
Delibes. Sí, pero también el regadío ahora es extensivo, es completamente diferente del sistema tradicional de agricultura. El sistema tradicional es el de tener huertos pequeños, que puede mantener la gente en el campo. Pero hoy lo que requiere más mano de obra no es rentable por la comercialización, la recogida, etcétera. Cuesta más recoger las ciruelas o las peras de los árboles que lo que te pagan por ellas, y entonces se hace necesario tener una gran extensión y una máquina. Y al monte no se le saca provecho, no crea empleo. Eso hace que el campo esté vacío.
Ferlosio. En los pueblos las máquinas o eran de uno y las alquilaba, o eran de muchos.
Delibes. Ahora han tendido a abandonar las pequeñas explotaciones y quedan grandes fincas con poca mano de obra, aunque más especializada. La gente se ha ido.
Ferlosio. A raíz del incendio de Guadalajara, cuando las autoridades decidieron «tomar medidas», me extrañó que apenas hablasen de instrumentos para apagar el fuego (terrestres o aéreos) o para prevenirlo, sino que se centrasen en los procedimientos para buscar «culpables», que se daban sistemáticamente por supuestos, e incrementar la gravedad de los castigos que se les infligirían.
Delibes. A mí me parece que en gran medida eso es —no sé si la palabra será peyorativa— política. Ayer en la radio vine oyendo todas las noticias cada hora, y siempre se habla de pirómanos, de culpables y de delincuentes como la causa principal, sin atender, por ejemplo, a causas ecológicas o climáticas en sentido más accidental (como la tormenta seca —rayos sin lluvia— que ha quemado seis mil hectáreas en Cazorla), y tampoco a remedios. Lo de buscar culpables me parece que es un poco por desviar la atención. Un editorial de El País, a raíz del incendio de Guadalajara, incidía mucho en los culpables, se titulaba algo así como Hay mucho incendiario suelto, y a mí me pareció que, si bien es cierto que hay que detener al que prende un fuego, con eso andaba lejos de la raíz del problema y no me resultó muy bien orientado.
Ferlosio. Esto de los “culpables” es una obsesión, o afición, que va en aumento.
Delibes. Sí, parece que tiende a aumentar.
Ferlosio. Una vez, en el campo, llamé a la puerta de una casa, ya no me acuerdo para qué. Salieron a abrirme dos mujeres, una madre y una hija, con las caras terriblemente disgustadas, medio llorando. Pese a ello, para justificarme de haber llamado, les pedí o pregunté lo que fuera. Que no podían atenderme, que si no veía cómo se les había quemado y derrumbado el tinado con todo el pienso que tenían. Yo no lo había visto, porque estaba como a unos treinta metros por detrás de la casa: era un tinado bastante grande, y todavía humeaban las vigas de la techumbre, que habían caído sobre el heno ardiendo. Empecé a balbucir unas palabras como de circunstancias, tan sólo por salvar de alguna forma lo violento de la situación. ¡Jamás lo hubiera hecho! La sola insinuación de que el fuego podía haber sido fortuito —unos muchachos, tal vez una pareja, que hubiesen apagado mal una colilla…— hizo que ambas se pusieran rojas de furor y casi me traspasaran con los ojos llenos de odio, literalmente como si yo fuese cómplice del enemigo que les había causado el daño. Nunca he creído percibir tan vivamente la necesidad de un culpable.
Delibes. Ayer lo dijo también la ministra en la radio, que estaba contenta porque se había detenido a más gente por los incendios, pero descontenta porque todavía eran muy pocos y había que detener a más. Yo no me opongo a esa declaración, pero me parece que se desvía de atacar la raíz del problema. Un amigo mío dice que para montar un fuego hace falta oxígeno, combustible y una mecha; los pirómanos son sólo la mecha, y lo son sólo algunas veces. Hay que atender a todo.
Ferlosio. ¿Y cuántos de ésos saldrán absueltos?
Delibes. Ayer lo dijeron; no sé si vendrá en el periódico de hoy; unas estadísticas… era algo así como el ochenta por ciento. Si ha habido cinco mil incendios, se ha detenido a trescientas personas y se ha sancionado a noventa.
Ferlosio. Se sanciona por un descuido.
Delibes. Sí, claro, no se utilizaba la vía penal, efectivamente. Pero creo que la “caza del pirómano”, sugerida por las autoridades, aun teniendo alguna justificación puntual, ha sido utilizada más bien como cortina de humo.
Ferlosio. Eso es porque las autoridades saben que “el culpable”, “el malo”, es popular. Creo que, tanto individual como socialmente, la demanda de un culpable apunta a cumplir una función psicológicamente compensatoria y remuneratoria. Si lo consideramos individualmente —como en el caso de las mujeres del incendio—, un daño involuntario no es para la víctima moralmente rentable, como lo es, en cambio, un daño intencionado y dirigido expresamente a la persona. Si, como antaño decían las gitanas que te echaban la buenaventura, “hay una persona que te quiere mal”, entonces ya estás en juego, ya eres término de un antagonismo, ya eres algo, ya no eres “cero”, porque has tomado un signo de vigencia cuántica en la polaridad: un más o un menos; cuál de los dos es totalmente indiferente, porque ambos son especularmente reversibles sobre idéntico valor; la pérdida es automáticamente convalidada como crédito. Así, el culpable es, moralmente, “creador de riqueza”, por cuanto es generador del valor de “víctima”. Los hombres prefieren que sus males procedan de alguna culpable intencionalidad humana (en algunos casos se obstinan incluso en buscarla contra todas las apariencias, tan siquiera en la forma atenuada de irresponsabilidad profesional), porque lo accidental, lo azaroso, es moralmente improductivo. La estructura es, a fin de cuentas, la de la venganza: sólo el daño recibido de otros hombres crea valor, porque la víctima se hace acreedora de retribución y se convalida, por tanto, como «de los buenos». Sólo la culpa humana produce lo que podríamos llamar «víctimas morales», porque son acreedoras de venganza. La «naturaleza» o la «fortuna» son, en cambio, moralmente improductivas; producen, ciertamente, víctimas, como los muertos de la carretera, pero no, en modo alguno, lo que podríamos llamar «víctimas morales». A raíz del incendio de Guadalajara se produjo un fuerte intento de busca de esta clase de víctimas, mediante la determinación de culpables, aunque no lo fuesen más que por irresponsabilidad, por descuido o hasta por simple incompetencia; hubo una repelente apelación populista políticamente orientada. Salió incluso a relucir aquella lóbrega expresión de «depuración de responsabilidades».
Delibes. La mayor parte de los incendios provocados parece seguir teniendo su origen en razones agroganaderas (quema de rastrojos, limpieza de campos, desbroce de cunetas y ribazos, generación o rejuvenecimiento de pastos…). También, en ocasiones, se ha relacionado, como ya he mencionado, con la protección de la fauna (privar de refugio al lobo, por ejemplo) o con la mejora (o todo lo contrario) de cotos de caza.
Ferlosio. El incendio que usted ha mencionado antes, ¿ocurrió en la sierra de Segura?
Delibes. Más cerca de Segura que de Cazorla. El parque se llama Parque Natural de Cazorla, Segura y Las Villas. Y ha sido entre Segura y Las Villas. Y ahí, como no ha habido culpables, se habla menos de él, como si no hubieran ardido seis mil hectáreas y no hubiera habido que evacuar gente. Pero ha sido un incendio muy grave. También hay que hablar de eso, aunque sólo los rayos estén detrás. En otras ocasiones, afortunadamente poco frecuentes, los fuegos se originan por contacto entre cables eléctricos (de tendidos o, quizás más a menudo, de catenarias de ferrocarril) y los árboles, e incluso por chispas que saltan de los tractores u otras maquinarias agrícolas; en esos casos hay humanos detrás, no ocurre como con los rayos, pero hay que reconocer que su responsabilidad es muy indirecta. Y la otra cuestión es que los expertos dicen que en hidroaviones y otros medios ya hemos llegado al límite de lo que es posible tener. O sea, que España tiene una de las mejores flotas para las tareas de extinción de incendios.
Ferlosio. ¿Pero quién la tiene, el Gobierno o las empresas privadas?
Delibes. La tiene el Ministerio de Medio Ambiente; estos días veíamos su nombre en los aviones de Galicia. También han comprado muchos las comunidades autónomas, aprovechando el deshielo de la guerra fría, procedentes de ejércitos del bloque del Este, pero dicen que el límite de lo que es posible tener se ha saturado ya. No se podrían tener muchísimos más, y económicamente tampoco. Ahora las exigencias de seguridad son mayores, se trata de evitar accidentes dramáticos como los del Yak-42 y eso implica mayores costes de mantenimiento, y con respecto a eso ya hemos alcanzado el límite. Muchos días del año están parados, incluso durante gran parte del verano, si hay suerte y hay pocos fuegos. Mi amigo Juan Clavero lo ha contado muy bien: no es un problema de medios; en los años setenta se dedicaban a la campaña contra incendios en Andalucía cien millones de pesetas al año, y en la actualidad también cien millones, pero de euros, y aún así el número de fuegos se ha multiplicado por cuatro (aunque no la superficie media quemada por año, que ha pasado de 17.000 a 14.000 hectáreas). Ante la saturación de los medios de extinción y su coste, los expertos consideran que las posibilidades más evidentes para mejorar el sistema sólo pueden encontrarse en una «conjunción de acciones preventivas que reduzcan la frecuencia de los incendios y limiten la intensidad de los fuegos mediante selvicultura que actúe sobre las acumulaciones de biomasa». Otra necesidad, a mi modo de ver, es la profesionalización de los bomberos forestales, que dependen de las comunidades autónomas. En varias de ellas se les contrata tres o cuatro meses al año, en verano. No es un trabajo atractivo y no aprenden mucho. Tendría que convertirse en una profesión, como la de los bomberos urbanos, y habría que pagarles todo el año, y que en invierno practicaran con fuegos controlados, fuegos de matorral en días de lluvia para evitar el fuego de verano, pero tendrían que cobrar. Si queremos evitar fuegos grandes necesitamos gente más profesional. Creo que en Andalucía ya intentan hacerlo así. Y ello enlaza también con otra cuestión a la que suelen aludir los forestales: el hecho de que la tendencia política sea atender más a lo urgente (la extinción) que a lo importante (la prevención). A mí me dio mucha pena, pero me sorprendió, que los muertos de Guadalajara fueran jóvenes, estudiantes que en vacaciones se han apuntado a las tareas de extinción porque les pagan mil euros, supongo. Reciben mil euros durante dos meses o tres, es una forma de ganar un poco de dinero, pero su inquietud y su preocupación no es el monte, y aunque intentan aprender, no es lo mismo un trabajo de temporada que el aprendizaje de una profesión. Hoy apagan el fuego los estudiantes y otros «eventuales» con poca experiencia de campo: entre 1980 y 1989 el noventa por ciento de los componentes de retenes de incendios eran trabajadores del medio rural; entre 2000 y 2004 sólo eran trabajadores de ese medio el dos por ciento. La reclamación de profesionalizar al bombero del bosque es razonable. O al menos que sean trabajos más duraderos, de seis u ocho meses cada año.
Ferlosio. Con su entrenamiento.
Delibes. Claro, dedicarse durante tres meses o más al entrenamiento, limpiando el monte. Cuentan algunos ingenieros que hay muchachos y muchachas de estas cuadrillas que nunca han visto un fuego real, y cuando llegan al incendio se espeluznan, porque ante una situación como ésa nadie sabe muy bien cómo va a reaccionar. Y hay gente muy valiente, con mucho ánimo y mucha fuerza de espíritu, que se enfrenta al fuego, pero también hay gente que ha estado un mes contratado como retén de incendios y cuando ve de cerca las llamas no puede resistirlo y se va. Es tremendo que esto llegue a pasar, pero parece que ocurre.
Ferlosio. La inexperiencia la demostró uno de los testigos del incendio de Guadalajara, que se llevó la misma sorpresa que me llevé yo cuando vi por primera vez un fuego, cuando tenía quince años. Era pasto seco de finales de agosto, de un rubio casi blanco, y muy crecido, porque el ganado no debía de haber comido nada. Los autores involuntarios no podíamos haber sido más que nosotros mismos, mi hermano, yo y otro amigo, que era medio pariente. Lo que me sorprendió fue lo que la razón natural podía haber previsto, pero ante los ojos de la experiencia resultaba, con todo, muy espectacular: en un campo como la palma de la mano, con un pastizal agostado, totalmente homogéneo, sin que soplase ni una brizna de aire, el fuego, teniendo como tenía un único punto de ignición, no podía desarrollarse más que formando un círculo perfecto, un redondel negro rodeado por una circunferencia de fuego que avanzaba radialmente a toda velocidad; cuando lo vimos tendría unos cinco metros de diámetro; cuando llegamos a él tendría ya siete u ocho y ya no pudimos hacer otra cosa que pedir auxilio. La cosa se acabó hacia las seis de la tarde con unas cien hectáreas quemadas, y quedamos en quinientas pesetas de indemnización, porque aunque el fuego había abarcado gran parte de encinar, cuando es sólo pasto lo que quema, pasa rápidamente por debajo de la encina sin dañarla, como usted sabe mejor que yo. Bueno, todo esto era a cuento de que, según han dicho los periódicos, uno de los de Guadalajara exclamó con gran sorpresa: «¡El fuego es redondo!». Y otra cosa que se ve que no saben, como yo tampoco lo sabía, es que un barranco, incluso sin tener paredes verticales o semiverticales, puede formar tiro. Lo han descrito como una especie de explosión, o sea, que se ahoga el fuego y de pronto estalla.
Delibes. Es como una chimenea. El fuego está muy condicionado por la cantidad de oxígeno, de aire que llega. El corazón de una madera muy densa al que llega poco aire no arde bien. Pero una madera finita, como está rodeada de aire, arde muy bien. En un barranco, al que llega poco oxígeno si se ha quemado mucho, el monte arde poco, pero si de pronto entra una bocanada de aire, hace tiro, el fuego sale disparado hacia arriba. Como una explosión. También ocurren explosiones, me cuentan, cuando se queman bosques de coníferas, tal vez porque se acumulan vapores de trementina, muy inflamables, y prenden de golpe. Yo lo conozco mal, pero los expertos saben de eso.
Ferlosio. Los del incendio de Guadalajara, tanto uno de los excursionistas, que fue el que descubrió que el fuego era redondo, como al menos algunos de los que murieron, en la medida en que se dejaron sorprender por la «explosión» del barranco (recuerde cómo en las fotos de la prensa los vehículos siniestrados aparecían en un lugar alto y abierto) son muestras de la falta de experiencia que se tiene hoy con el fuego. Y si los incendios rurales van a ser inexorablemente cada día más frecuentes, como usted pronostica, el quehacer que van a dar los fuegos y el empecinamiento a ultranza en apagarlos amenaza cada vez más con ser fuente de amarguras y de controversias —teniendo en cuenta, además, la indefectible mala fe del electoralismo democrático—; añadirles a los que se encuentran en el trance de apagar un fuego el temor a las sistemáticas y siempre gratuitas iras de los políticos contrarios, como si no tuvieran bastante con las llamas…
Delibes. Yo me imagino que es una situación dramática. Yo viví sólo un fuego grande en Doñana, hace ya muchos años, creo que en 1984, y realmente uno no sabe lo que tiene que hacer, no tiene experiencia. Hay profesionales del control del fuego que son los que deberían mandar, pero en esos momentos es como si todos supiéramos, y entonces uno dice: «¡Hay que atajarlo por ahí!», y otro «¡eso es una tontería, yo me voy a meter por ahí!». La situación se presta mucho a los arranques irracionales de heroísmo personal. Yo me imagino que a gente muy entusiasta no le gusta oír a su jefe: «Ahí no se puede entrar y es mejor dejar que se queme», porque al mismo tiempo está notando por detrás la presión social de que el fuego tiene que apagarse. Este es un tema muy debatido. En España la doctrina es que todo incendio hay que apagarlo y que todo intento por evitar el incendio está justificado, de modo que los partidos políticos se echan en cara no haber hecho lo suficiente. Pero en otros lugares los riesgos se miden más. En Estados Unidos, en Australia, miden más la relación de los costes con los posibles daños. En vez de arriesgar la vida de gente por impedir que un lugar se queme, en ocasiones es preferible no entrar y dejar que arda. Y eso tiene, como digo, un componente político, pues si los partidos políticos se acusan y exigen «hacer más», la reacción puede consistir en aumentar el retén de once a cien personas, pero meter a cien personas en un lugar con riesgo de hacer tiro puede provocar una tragedia todavía mayor que el propio incendio. Hay decisiones que deberían tomar los expertos, y es necesario encontrar a la persona con el temple y la autoridad para ello, y también pedir a los políticos que no lo hagan todavía más difícil de lo que es.
Ferlosio. Y el conocimiento, porque un experto en determinado fuego puede no serlo en otro.
Delibes. Otra cuestión es que cada vez es más difícil distinguir lo urbano de lo forestal, porque se está mezclando. En las ciudades tiende a haber más parques, en los bordes de las ciudades más chalés y arbolado. Y en el campo hay más casas dispersas. Eso lo llaman los ingenieros dedicados al fuego, con un término muy cursi, la «interfase urbano- forestal» y es motivo de preocupación para ellos.
Ferlosio. ¿Dónde hay bosque es donde más residencias se hacen?
Delibes. Sí, el hecho de que los terrenos estén precisamente en medio del bosque es un reclamo para vender más caro el terreno, y son sitios buenos para hacer fogatas culinarias, y eso puede provocar un fuego. La urbanización del campo ha complicado las cosas, pues la seguridad de las personas y sus bienes directos (casas, piscinas, jardines) prima sobre otros criterios a la hora de manejar el fuego o diseñar estrategias para apagarlo (los servicios contra incendios se concentran en las viviendas y descuidan la vegetación). También la presencia en el campo de mucha gente (excursionistas, por ejemplo) sin práctica del manejo del fuego, genera riesgos en esa «interfase». ¿Por qué hay una normativa urbanística de obligado cumplimiento en la construcción —para prevenir incendios u otros desastres urbanos— y sin embargo ningún experto en fuegos forestales asesora al diseñar y construir urbanizaciones, embalses o carreteras? Otro tanto podríamos decir de los planes preventivos, por ejemplo.
Ferlosio. Otra cuestión es la de las autovías. Si las autovías son muy anchas son buenos cortafuegos. Pero la destrucción del medio que acarrea la construcción de las autovías es abominable. Yo pienso en alguien que viva a quinientos metros de distancia de su primo, le meten una autovía y la distancia ha aumentado veinticinco kilómetros.
Delibes. Cierto, pero suele haber muchas servidumbres de paso.
Ferlosio. Hay muy pocas.
Delibes. Yo conozco el caso del AVE, porque nos encargaron un estudio relativo al impacto sobre la fauna, y ahí hay bastantes servidumbres de paso; en la línea Madrid- Sevilla, por los montes de Toledo, había en promedio unas cuatro por quilómetro. ¡Pero calle, que tiene usted razón! Se me ha ido la cabeza y le estoy hablando de pasos útiles para los animales, no para las personas. De éstos hay pocos y en las autovías seguramente menos aún. De hecho, en las autovías, si pasas de una salida ya no puedes salir en unos quince quilómetros o veinte, te encuentras prisionero y no puedes retroceder ni escaparte, sólo puedes huir hacia delante. Pero yo asumo mi cuota de responsabilidad; me he venido en seis horas desde Galicia porque hay autovías, y las usamos. Cuando me fui a vivir a Doñana tardaba once horas en ir de Valladolid a Doñana, hace treinta años. Ahora se tarda siete horas. Los conductores, aún sin darnos cuenta, reclamamos autovías.
Ferlosio. El programa de disposiciones convenido en Kyoto contra el cambio climático y el efecto invernadero me parece que responde a un criterio conservador, cuando no retrógrado, porque va en contra del signo de los tiempos y el sentido de la Historia. Es, en cambio, el actual gobierno americano, con el presidente Bush a la cabeza, el que, al negarse a suscribir la ratificación del protocolo convenido en Kyoto, da toda la impresión de estar movido por un pensamiento auténticamente progresista. Para ilustrarlo, tomemos el ejemplo de la enorme afición actual, especialmente femenina, de broncearse la piel al sol, singularmente en las playas. Últimamente, sin embargo, parece que ha podido observarse cómo, por efecto de otro cambio climático o atmosférico, llamado adelgazamiento de la capa de ozono, la exposición del cuerpo humano al sol ha empezado a ser, sin menoscabo de los restantes beneficios salutíferos, cada vez más peligrosa por un punto preciso: la posibilidad de producir cáncer de piel. La reacción más espontánea y por lo tanto más conservadora para sustraerse a tan temible riesgo habría sido, simplemente, la de renunciar a tomar el sol. Pero con esta pusilánime operación de retirada el hombre desmentiría o hasta traicionaría vergonzosamente su más noble y valiente condición de animal de progreso Por fortuna, el espíritu progresista, encarnado hoy en día sobre todo por el actual Gobierno americano y representado por la empresa liberal —singularmente, en este caso, por la del ramo de la industria de cosméticos— ha reaccionado vigorosamente con la doctrina correcta: «No seríamos nosotros quienes somos y queremos seguir siendo, si permitiésemos que nuestras mujeres, nuestras hijas y nuestras hermanas tuviesen que renunciar un solo día a su deseo o capricho de tomar el sol de sol a sol», y ello con la añadidura de la inmensa catástrofe que una mayor o menor deserción de las playas comportaría para una difícilmente enumerable multitud de empresas de bienes y servicios anejos a esta tan generalizada comezón del bronceado, capítulo sumamente relevante en la creación de riqueza y desarrollo, no digo ya para el estilo de vida americano sino para el de Occidente en general, y en mayor grado para países turísticos como España. Efecto inmediato de una tan vigorosa reacción del espíritu progresista y emprendedor fue inventar, producir, promocionar y poner en el mercado —y con un grado de celeridad realmente sorprendente— toda suerte de cremas (a base, como siempre, de manteca de cabrito), lociones, ungüentos, pulverizadores, para antes, durante y hasta después del sol, capaces de proteger de todo mal —algunos dicen que incluso del pecado— la piel de sus mujeres, hijas, hermanas y hasta algún primo sesentón y algo playboy que se ve más irresistiblemente seductor con un buen bronceado. El agujero de ozono, con su amenaza de cáncer de piel, ha acabado por hacerse un accidente atmosférico sumamente rentable, siempre que se esté del lado correcto, que es el progresista: no retroceder ante los males, sino aprovecharse de ellos, contraatacando con nuevas inversiones creadoras de riqueza. Bien es verdad que tal vez este tipo de rentabilidades, dicho sea de paso, pueden —no sé si suelen— aprovecharse de las dificultades de comprobación o conmensurabilidad de sus resultados, para exagerar las recomendaciones de su empleo más allá de los límites sobradamente suficientes de efectividad. Otro ejemplo de controversia entre criterios conservadores y criterios progresistas es el que se refiere a las opciones para el remedio de la mortalidad en las carreteras. En este caso, América queda exceptuada de una posible solución progresista, porque ha acabado imponiendo, creo que desde la propia legislación federal, rigurosas limitaciones a la velocidad en las carreteras. En países como el nuestro, a reserva de anunciados proyectos legislativos, frente a la solución conservadora equivalente al anterior no ponerse al sol que sería no correr, o sea, limitar la velocidad mediante leyes, mediante impedimentos materiales en las propias carreteras, mediante la construcción de vehículos incapaces de rebasar una velocidad determinada, nos hallamos en pleno furor de las soluciones progresistas: un delirante y dispendiosísimo despliegue de cuanto pueda favorecer —o hacer menos sanguinario— el ejercicio de la velocidad, con construcción de destructivas y gigantescas autovías, de señales electrónicas, instrumentos de control televisivos y, finalmente, invención e imposición obligatoria de cada vez más sofisticados y opresivos coseletes salvavidas para niños, monstruoso paradigma de a qué pueden llegar a acostumbrarse con el paso de los años, y sin darse cuenta, los hombres. Con ocasión de los huracanes, se ha reiterado el punto de vista progresista de los americanos en relación con el cambio climático: no reducir las emisiones de gases, porque iría en detrimento de la creación de riqueza y del crecimiento de la economía, sino hacer de la protección contra los huracanes una ocasión de nuevas inversiones (hablan de nuevos sistemas de muros como los de Nueva Orleans, que, por ejemplo, ligarían la cadena de los cayos del sur de Florida, formando una barrera —eso creo haber entendido, pero no me haga mucho caso—), siempre con el consabido corolario de la prometedora «creación de nuevos puestos de trabajo». Todo esto, en fin, viene a abundar en la sorprendida perplejidad que, en su libro La naturaleza en peligro, manifiesta usted ante el fenómeno de la rentabilidad de los males, los peligros y las catástrofes: «Se ha puesto en alguna ocasión el ejemplo del tabaco y los fumadores. Un país donde mucha gente fuma produce y vende, probablemente, muchos cigarrillos. Eso suma al PNB, naturalmente. Pero al mismo tiempo, por mor de los cigarrillos, ese país produce también muchos enfermos de pulmón, que deben ser tratados en los hospitales. ¿Creen que el gasto del hospital debería restar? ¡En absoluto! También suma, también se considera riqueza, puesto que es una inversión, es un servicio». Por cierto que este ejemplo del tabaco serviría perfectamente para ilustrar la distinción aristotélica entre «economía» (derivado de oikós = ’casa’, y por tanto ‘administración doméstica’) y «crematística»: si en una casa hubiese un fumador y se cogiese una bronquitis, el dinero que la familia tuviese que pagar al médico no podría dejar de restarse del presupuesto familiar. Unos párrafos más abajo añade usted: «Por ejemplo, cuando una balsa minera de residuos tóxicos se rompe y envenena miles de hectáreas cerca de Doñana, ustedes qué creen, que el PNB español aumenta (se supondría que somos más ricos) o que disminuye (que somos más pobres). Por raro que parezca, seguramente aumenta, pues se invierten grandes cantidades de dinero en bienes y servicios, incluida la mano de obra, que son necesarios para la limpieza de suelos contaminados; no estoy seguro de que se haya contabilizado así en este caso concreto, pero es célebre lo ocurrido con ocasión del derrame de petróleo del Exxon Valdez en Alaska, en 1989; fue la mayor catástrofe medioambiental en la historia reciente de Estados Unidos, pero produjo un sustancial incremento en el PNB, que incorporó gran parte de los 2.200 millones de dólares destinados a mitigar el daño».
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