Por Noam Chomsky, 8 de enero de 2012
El 15 de junio, tres meses después de que empezara el bombardeo de la OTAN en Libia, la Unión Africana presentó al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas la postura africana sobre los ataques –en realidad, el bombardeo de los agresores imperialistas tradicionales, Francia y Gran Bretaña, acompañados esta vez por Estados Unidos, que inicialmente coordinó el asalto, y otras naciones al margen.
Debe recordarse que hubo dos intervenciones. La primera, conforme a la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU, adoptada el 17 de marzo, establecía una zona de proscripción aérea, el cese al fuego y medidas para proteger a los civiles. Pero después de unos momentos, esa intervención fue hecha a un lado cuando el triunvirato imperial se alió con el ejército rebelde, sirviéndole de fuerza aérea.
Al iniciarse el bombardeo, la Unión Africana exhortó a seguir el camino de la diplomacia y las negociaciones, a fin de evitar una muy probable catástrofe civil en Libia. En menos de un mes, la Unión Africana había recibido el respaldo de los países del BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y otros, en especial de Turquía, la principal potencia regional, miembro también de la OTAN.
De hecho, el triunvirato estuvo muy aislado en sus ataques, emprendidos para eliminar a un tirano mercurial, al que habían apoyado cuando resultaba ventajoso. Las esperanzas estaban puestas en un régimen que estuviera mejor dispuesto hacia las exigencias occidentales de controlar los ricos recursos de Libia y que, quizá, le ofreciera una base en África al comando africano de Estados Unidos, Africom, hasta ahora confinado en Stuttgart.
Nadie puede saber si los esfuerzos relativamente pacíficos contemplados en la resolución 1973 de la ONU, y respaldados por la mayor parte del mundo, hubieran logrado evitar la terrible pérdida de vidas y la destrucción que sucedieron en Libia. El 15 de junio, la Unión Africana informó al Consejo de Seguridad que ignorar a la unión durante tres meses y proseguir el bombardeo de la santa tierra de África ha sido arbitrario, arrogante y provocativo. La Unión Africana presentó un plan de negociaciones y patrullaje dentro de Libia, a cargo de fuerzas de la misma UA, junto con otras medidas de reconciliación. Todo fue en vano.
El exhorto de la UA al Consejo de Seguridad también estableció el fondo de sus preocupaciones: La soberanía ha sido un instrumento de emancipación de los pueblos de África, que están empezando a trazar caminos de transformación en la mayoría de los países africanos, después de siglos de depredación por el comercio de esclavos, el colonialismo y el neocolonialismo. Los ataques temerarios contra la soberanía de los países africanos son, por lo tanto, equivalentes a infligir heridas nuevas en el destino de los pueblos de África.
El llamado africano puede encontrarse en la publicación india Frontline, pero básicamente pasó desapercibido en Occidente. Eso no debe sorprendernos: los africanos son nogentes, por adoptar el término que George Orwell aplica a quienes no son adecuados para entrar en la historia.
El 12 de marzo, la Liga Árabe ganó la condición de gente al apoyar la resolución de la ONU. Pero el apoyo pronto desapareció, cuando la Liga se negó a apoyar el posterior bombardeo occidental contra Libia. Y el 10 de abril, la Liga regresó a su condición de nogente al exhortar a la ONU a imponer una zona de restricción aérea también sobre la franja de Gaza y a levantar el asedio israelí. Este exhorto pasó prácticamente desapercibido.
Esto también fue lógico. Los palestinos son el prototipo de la nogente, como lo vemos regularmente. Examinemos el número de noviembre-diciembre de la revista Foreign Affairs, que se inicia con dos artículos del conflicto palestino-israelí. Uno, escrito por los funcionarios israelíes Yosef Kuperwasser y Shalom Lipner, culpa del conflicto a los palestinos, por negarse a reconocer a Israel como Estado judío (atenidos a la norma diplomática: se reconoce al Estado, no a sectores privilegiados dentro de él).
El segundo artículo, del académico estadunidense Ronald R. Krebs, atribuye el problema a la ocupación israelí. El artículo tiene este subtítulo: Como está destruyendo a la nación la ocupación. ¿A qué nación? A Israel, por supuesto, perjudicada por tener su bota en el cuello de la nogente.
Otra ilustración: en octubre, los titulares anunciaron con fanfarrias la liberación de Gilad Shalit, el soldado Israel capturado por Hamas. El artículo de The New York Times Magazine se dedicó al sufrimiento de su familia. Shalit fue liberado a cambio de cientos de nogentes, de quienes supimos muy poco, aparte del sobrio debate respecto de si su liberación perjudicaría o no a Israel.
Tampoco supimos nada de los cientos de otros detenidos en prisiones israelíes durante largos periodos sin haber sido acusados formalmente. Entre esos prisioneros anónimos están los hermanos Osama y Mustafa Abu Muamar, civiles secuestrados por las fuerzas israelíes que atacaron Gaza el 24 de junio de 2006, al día siguiente de que Shalit fuera capturado. Los hermanos estaban desaparecidos en el sistema penitenciario israelí.
Al margen de lo que pensemos de capturar a un soldado de un ejército que nos ataca, secuestrar civiles es un delito mucho más grave. A menos, claro, que esos civiles sean simples nogentes. Ciertamente, esos delitos no se comparan con muchos otros, por ejemplo, con los crecientes ataques a ciudadanos israelíes beduinos, que viven en el Neguev, en el sur del país. Los beduinos israelíes están siendo expulsados conforme a un nuevo programa, destinado a destruir decenas de aldeas beduinas, a las que habían sido trasladados anteriormente. Por razones benignas, por supuesto. El gabinete israelí explicó que se crearían ahí 10 asentamientos judíos para atraer nueva población al Neguev. Es decir, para remplazar nogentes con gente legítima. ¿Quién puede ponerle alguna objeción a eso?
Esa extraña especie de nogentes puede encontrarse en todas partes, incluso en Estados Unidos: en las prisiones que son un escándalo internacional, en los comedores públicos, en los deteriorados barrios bajos. Pero los ejemplos son engañosos. La población mundial en su conjunto vacila al borde de un agujero negro.
Tenemos recordatorios cotidianos, incluso de incidentes muy pequeños. Por ejemplo, el mes pasado, cuando los republicanos de la Cámara de Representantes estadunidense bloquearon una reorganización, prácticamente sin costo, para investigar las causas de los extremos climatológicos de 2011 y proporcionar mejores previsiones.
Los republicanos temieron que eso fuera la punta de lanza de la propaganda del calentamiento global, un no problema según el catecismo recitado por los aspirantes a la nominación de lo que hace años era un auténtico partido político.
¡Qué pobre y triste especie!
* Chomsky es profesor emérito de lingüística y filosofía en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, en Cambridge, Massachusetts.