TIAGO SARAIVA: CERDOS FASCISTAS. ORGANISMOS TECNOCIENTÍFICOS Y LA HISTORIA DEL FASCISMO

Parte de la introducción del libro de Tiago Saraiva Porcos Fascistas: Organismos Tecnocientíficos e a História do Fascismo”. Porto: Dafne Editora, 2022, 336 pp. ISBN 9789898217561

En 1935, Georges Canguilhem escribió Le fascisme y les paysans (El fascismo y los campesinos) para El Comité de Vigilancia de los Intelectuales Antifascistas, el movimiento que se formó como respuesta a la tentativa de toma del poder por la derecha radical en Francia un año antes (1). Este texto de juventud de uno de los más importantes autores de la venerable tradición francesa de epistemología histórica alertaba de los peligros de la ideología agraria fascista, representada en Francia por los Comités de Defensa Campesina y por su jefe, Henri Dorgères (2). Canguilhem trataba las propuestas ruralizantes de los camisas verdes de Dorgères – con su lema “D’abord la terre!” (“Primero la tierra”) – como un proyecto moderno basado en la simplificación de la vida rural y que sustituía a la multiplicidad de seres vivos que constituían el campo francés por entidades estandarizadas. Denunciaba el gesto fascista que pretendía controlar a los agricultores y subordinarlos a un Estado centralizado (3).

Michel Foucault, tal vez el más influyente comentarista de Canguilhem, sugirió que no se trataba de una coincidencia que varios epistemólogos hubiesen sido activistas antifascistas y pertenecido a la Resistencia Francesa después de la invasión del país por Hitler en 1940 (4). Jean Cavaillès (el filósofo que fundó la red de resistencia Libération), fusilado por los nazis en 1944, fue más tarde recordado por su colega y amigo Canguilhem como un “filósofo y matemático cargado de explosivos” (5). El propio Canguilhem se unió a Libération en 1943 y luchó como guerrillero en las montañas de Auvernia. La continuidad entre el trabajo teórico y la resistencia armada contra el fascismo era explicada así por Foucault: los epistemólogos, a través de su cuestionamiento de las formas de conocimiento, entendían el fascismo como un intento totalitario de controlar todas las dimensiones de la vida, un caso extremo de biopolítica (6). Si Canguilhem discutía la racionalidad recurriendo a conceptos como “la patología” y “resistencia”, no podía dejar de estar en la línea del frente contra regímenes políticos que prometían eliminar completamente la hipótesis del error, que, desde su perspectiva, era elemento constitutivo de la propia posibilidad de existencia de la vida. La confrontación con el fascismo fue, en ese sentido, crucial para el establecimiento de una tradición epistemológica que cuestionaba los modos de conocer y manipular la vida.

Este libro retoma esa tradición para explorar el fascismo como biopolítica. Partiendo de la convicciones de Canguilhem y Foucault, de que el estudio de las formas de control de la vida es fundamental para entender el fascismo, sigue una vía alternativa (7): investiga la mejora de las plantas y animales como producción de vida fascista. Estas páginas dan cuenta de como organismos tecnocientíficos concebidos para el sostenimiento de la nación orgánica se vuelven elementos importantes en la institucionalización y expansión de los regímenes de Mussolini, Salazar y Hitler. No se trata de sustituir a los humanos por no humanos en las explicaciones de las transformaciones históricas, sino la de ampliar la noción de biopolítica y sugerir que integrar de forma consecuente plantas y animales en la historia, para ser capaces de comprender el modo en que los colectivos han surgido y evolucionado (8). Los colectivos fascistas no dependían sólo de las intervenciones sobre la vida humana identificadas por Foucault y sus discípulos – higiene, reproducción y raza (9). También incluyeron organismos producidos por genetistas y mejoradores que hacían uso de las nuevas prácticas de las ciencias de la herencia para producir plantas y animales, formas de vida tan importantes como los cuerpos humanos en la creación del fascismo.

En ese sentido, el texto antifascista de Canguilhem encierra algunas ideas preciosas más. En primer lugar, trata simultáneamente de las políticas agrarias de los regímenes fascista en Italia y en Alemania, subrayando las similitudes entre esos dos regímenes y la ideología de los camisas verdes. En segundo lugar – o quizás sea este el punto más importante -, incluye en su análisis sobre el fascismo las nuevas variedades de trigo desarrolladas para aumentar su productividad a costa de sus propiedades de molturación. Canguilhem establece una relación directa entre los intereses de los grandes agricultores en aumentar la productividad y el discurso fascista que prometía arraigar la nación en la tierra patria, pero que ignoraba la diversidad de situaciones concretas que constituían el mundo rural. Este libro se inspira en la atención dada por Canguilhem a los organismos tecnocientíficos específicos para explorar las dinámicas históricas del fascismo. En la primera parte, el trigo, las patatas y los cerdos nos guiarán por la fase inicial de la institucionalización del fascismo en Italia, Portugal y Alemania. En la segunda, los carneros, el algodón, el café y el caucho nos lleva hasta la violenta expansión colonial de los tres regímenes en África y en Europa del Este.

Hans-Jörg Rheinberger, al revisar el trabajo de Canguilhem, insiste en la importancia de éste en la escritura de la historia de la ciencia (10). El reconocimiento de Canguilhem de que “no podrá haber una historia de la verdad que sea exclusivamente una historia de la verdad ni una historia de la ciencia que sea exclusivamente una historia de la ciencia” requiere, según Rheinberger, un enfoque en las preocupaciones sociales y tecnológicas de donde vienen las ciencias (11). El análisis de Canguilhem sobre la medicina experimental de Claude Bernard resulta particularmente esclarecedora a ese respecto, dado que evoca “el sueño demiúrgico de todas las sociedades industriales de mediados del siglo XIX, periodo en el que las ciencias, gracias a su aplicación, se transformarán en una fuerza social” (12). La afirmación, por tanto, va más allá de la aceptación de que debemos conocer los contextos sociales y económicos para comprender la historia de la ciencia. Debemos también reconocer el poder creativo de las ciencias experimentales y su capacidad para suprimir la distinción entre conocimiento y creación: las nuevas cosas son creadas, modificando esos contextos; las cosas científicas constituyen una “fuerza social” en sí mismas. Era a esto a lo que Canguilhem aludía cuando relacionó la producción de las nuevas variedades de trigo con el surgimiento del fascismo en las zonas rurales francesas. Pero sólo en ese texto militante especificó las maneras concretas en el que las cosas científicas y tecnológicas modifican importantes contextos políticos.

Este libro recupera ese compromiso inicial de Canguilhem y tiene como objetivo comprender cómo nuevas variedades de trigo y patata, nuevas razas de cerdos y ovejas inseminadas artificialmente contribuyeron en la materialización de la ideología fascista. Estos organismos son vistos como “cosas científicas consistentes” que, en contraste con los “objetos científicos mediocres” aislados de la sociedad, ligan la ciencia, la tecnología y la política en un continuum (13). Este no es un estudio sobre lo que sucedió a los científicos en los regímenes fascistas, pero que rebela, al seguir las trayectorias históricas de las cosas tecnocientíficas, como las nuevas formas de vida intervinieron en la formación y expansión de los regímenes fascistas. No aborda el fascismo los contextos históricos en que se desarrollaron ciertos proyectos científicos, prefiriendo, en vez de eso, centrarse en cómo los organismos tecnocientíficos instauraron el fascismo (14).

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Alimentación y Nación Orgánica Fascista

Sin alimentar a la nación orgánica no habría modernidad fascista alternativa. Para los fascistas la nación merecía todos los sacrificios y hacía irrelevantes las alianzas de clase o ideológicas (35). Los historiadores políticos, sociales y culturales ya han explicado cómo, en el siglo XIX, se imaginaron las comunidades nacionales gracias a la invención de una cultura nacional y su difusión en las aulas, en la prensa, en las exposiciones mundiales o en los cuarteles (36). A partir de los diferentes nacionalismos locales así formados, el fascismo desarrolló una forma radicalizada de nacionalismo dando lugar a una concepción biológica de la nación como órgano, cuerpo o raza. Los regímenes liberales fueron acusados de no cumplir con sus deberes hacia la nación y de casi haberla extinguido durante la Primera Guerra Mundial. En cuanto terminó el conflicto, los antiguos combatientes no tardaron en llamar a una movilización constante para defender el cuerpo nacional amenazado, eliminando las distinciones tradicionales entre reserva y acción, o entre paz y guerra (38). Y aunque no todos los regímenes fascistas fueron tan obsesivos como los nazis con las supuestas intrusiones de razas inferiores, ninguno ignoró el peligro de la escasez de alimentos. La hambruna, sentida en toda Europa durante la Primera Guerra Mundial, transformó en gran medida la nación orgánica en una entidad concreta a través de la figura del cuerpo amenazado (39). La propaganda nazi nos recordaría que los alemanes eran «hijos de la patata», al haber visto amenazada su existencia durante la Primera Guerra Mundial, tanto por las armas del enemigo como por las plagas de mildiu que atacaban la cosecha de patatas (40).

Mientras que el tema de la raza ha contribuido tradicionalmente a establecer diferencias entre los regímenes fascistas, como la tendencia a percibir el nazismo como un caso aislado o extremo, la alimentación, por el contrario, ilumina las muchas similitudes de las diferentes experiencias nacionales con el fascismo. Esto es importante en este libro, ya que la narrativa no sólo establece comparaciones entre Italia, Portugal y Alemania, sino que también insiste en la importancia de seguir las dinámicas históricas transnacionales concretas que unen a los tres fascismos estudiados.

De hecho, como se expone en la primera parte, todos los regímenes fascistas del periodo de entreguerras imaginaron formas de hacer que la tierra nacional alimentara el cuerpo nacional.

La alimentación fue fundamental para traducir la ideología fascista de la nación orgánica en políticas concretas. Según los dirigentes fascistas, la independencia nacional se lograría mediante campañas de producción agrícola como la Battaglia del Grano (Batalla del Trigo), la primera movilización de masas de la Italia fascista, lanzada en 1925, replicada en Portugal en 1929 y en Alemania en 1934. El concepto de movilización total, que a principios de los años 30 fue trasladado por Ernst Junger desde las trincheras de la Primera Guerra Mundial a toda la sociedad, tuvo su manifestación más evidente en estas primeras grandes campañas fascistas. Los agricultores, los industriales químicos, los fabricantes de maquinaria, los genetistas, los locutores de radio y los intelectuales fascistas se movilizaron para alimentar y sostener a la comunidad nacional. El lema marcial de la Campaña del Trigo portugués proclamaba: «¡El trigo de nuestra tierra es la frontera que mejor nos defiende!«. Los historiadores no han dado suficiente importancia al hecho de que una de las primeras iniciativas de los regímenes fascistas fue poner en marcha campañas de producción de alimentos y materias primas que prometían la supervivencia y el crecimiento del cuerpo nacional.

Tal vez se piense que el estudio de la nación orgánica a través de la alimentación y no de la raza proyecta una versión más aceptable del fascismo, ignorando sus aspectos más violentos. Al fin y al cabo, las cuestiones de abastecimiento de alimentos, a diferencia de la degeneración racial, eran problemas reales que desafiaban a todas las sociedades europeas en el periodo de entreguerras. Pero la alimentación también era indisociable de las ambiciones de expansión territorial, ya que la colonización se consideraba la única solución a largo plazo para la supervivencia y el crecimiento del cuerpo nacional en un mundo dominado por los bloques imperiales. Contraintuitivamente, la obsesión fascista por la autosuficiencia nacional, expresada en las campañas de producción interna, también naturalizó la necesidad de la colonización. En el mundo hostil del credo geopolítico fascista, sólo las naciones imperiales podían considerarse verdaderamente independientes. El imperialismo fascista constituye el contexto histórico de la segunda parte del libro.

El fascismo fue responsable de las últimas grandes conquistas coloniales de las naciones europeas: mientras Italia invadía Etiopía y reforzaba su presencia en Libia, Alemania transformaba Europa del Este en una versión continental del «Corazón de las Tinieblas» (42). Portugal ya había salvaguardado su imperio en el reparto de África en el siglo XIX, pero el nuevo régimen fascista intensificó su presencia colonial. El enfoque en los alimentos y la tierra también condujo a las características violentas del fascismo que justifican gran parte del interés académico y popular por el fenómeno. La visión de Hitler sobre la expansión alemana hacia el Este se articuló, desde el principio, como la conquista de nuevas tierras para los colonos alemanes, haciendo de la agricultura un aspecto central de la dinámica que culminaría en el Holocausto (43). En los casos italiano y portugués, las razas también eran componentes fundamentales de sus respectivos imperios, aunque no exista una decisión explícita de eliminar una «raza», como la adoptada en la infame Conferencia de Wannsee por las autoridades nazis (44). Pero, al igual que el ejemplo nazi, es también en las colonias donde encontramos las historias más oscuras de ambos regímenes. Como veremos en la segunda parte, la agricultura está en el centro de la dinámica histórica de los genocidios perpetrados en África bajo las dictaduras de Mussolini y Salazar.

Hay varios libros dedicados a las políticas agrarias de los diferentes regímenes fascistas (45). Pero el bajo estatus cultural de la agricultura, asociado a la percepción errónea de su naturaleza tradicional, puede haber inhibido a los historiadores más ambiciosos del fascismo de incluirla en sus análisis (46). ¿Quién quiere ocuparse de cerdos y patatas cuando puede examinar el cine, el deporte y la arquitectura? Los historiadores de la agricultura tampoco han sido de gran ayuda. El todavía canónico estudio de las políticas alimentarias del Tercer Reich de Gustavo Corni y Horst Gies, por ejemplo, nos enseña más sobre los numerosos fracasos de la burocracia agrícola nazi y sus continuas falsas promesas que sobre la importancia de la alimentación para la institucionalización y la dinámica del régimen (47). Como muchos otros autores, Corni y Gies señalan la contradicción entre la glorificación fascista de la cultura rural y las exigencias modernas de productividad, ignorando que lo que estaba en juego era un único proyecto modernista de invención de una nueva comunidad nacional orgánica.

Este libro pretende superar la percepción común, en los estudios sobre el fascismo, de que la agricultura constituía la dimensión atávica de los nuevos regímenes, por lo que entraba en conflicto con las sensibilidades más modernas (48). Alternativamente, se propone que la «ideología de la tierra», presente desde las primeras formulaciones del credo fascista, y sintetizada en la máxima nazi «Blut und Boden» («Sangre y tierra») o el lema «Bisogna ruralizzare l’Italia» («Es necesario ruralizar Italia»), era tan modernista como la manía de la aviación de la Italia fascista o las curvas de las nuevas autopistas del Tercer Reich (49).

Organismos Modelo, Organismos Industrializados y Fascismo

Gran parte de la narración se centra en el carácter modernista de la «vuelta a la tierra» fascista. Aquí se presentan los organismos que prometieron arraigar a italianos, portugueses y alemanes en sus respectivas tierras nacionales y mantenerlos en sus dominios imperiales. Se trata de organismos tecnocientíficos, productos de operaciones científicas de cría de animales y plantas. El trigo Ardito, con el que Mussolini luchó en su Battaglia del Grano, era una nueva variedad desarrollada por genetistas italianos que prometía a Italia la autosuficiencia en trigo. Las ovejas que alimentaban los sueños de Heinrich Himmler de establecer colonias alemanas en las estepas de Europa del Este eran animales procedentes del Instituto de Cría de Animales de la Universidad de Halle. Lo mismo ocurre con los cerdos, las patatas, el algodón y el café, que aparecen a lo largo del texto. Ya sabemos cómo prosperó el fitomejoramiento como disciplina científica en el contexto de la economía política nazi y cómo obtuvo un generoso apoyo del régimen de Hitler (50). Pero la mayoría de los estudios significativos sobre el tema, o bien rechazan la relación entre la ideología de «Blut und Boden» y las actividades de los criadores y genetistas, o bien consideran los esfuerzos de modernización de la agricultura sólo como una preparación para la guerra (51). Tomarse la agricultura tan en serio como los ideólogos fascistas -incluidos los nazis- la tomaron, y la sitúan en el centro del impulso modernista de inventar una comunidad nacional, en lugar de tomarla sólo como un medio para otros fines, hace más evidente la importancia de los nuevos organismos de los criadores. Los organismos tecnocientíficos fueron la respuesta fascista al gran problema de cómo deberían (sobre)vivir las sociedades europeas en la nueva economía alimentaria global (52). Cuando los fascistas llegaron al poder, como veremos más adelante, los criadores y genetistas se apresuraron a diseñar sus organismos para que sirvieran a la ideología fascista. Pero antes, los organismos tecnocientíficos ya habían convertido los sueños fascistas del cuerpo nacional creciendo en tierra nacional en propuestas políticas plausibles. Los animales y las plantas de los mejoradores no eran sólo herramientas del fascismo; también eran elementos constitutivos de las visiones fascistas de modernidades alternativas.

Desde la década de 1990, los historiadores de la ciencia estudian los procesos de modelado de la vida para comprender los procesos de producción de conocimiento biológico. La amplia circulación de organismos modelo estandarizados se ha identificado con la expansión de las comunidades de investigadores construidas en torno a estos organismos. Las moscas de la fruta de Robert Kohler, los ratones de Karen Rader y el virus del mosaico del tabaco de Angela Creager son ahora elementos comunes en los relatos históricos sobre el desarrollo de las ciencias de la vida (53). Las propuestas de Hans-Jörg Rheinberger para una «epistemología de lo concreto» han sido excepcionalmente productivas a la hora de revelar cómo el trabajo con organismos modelo produce nuevas realidades epistémicas (54). Estos organismos modelo son «máquinas generadoras de futuro», cuya manipulación, según Rheinberger, «puede llevar a comprender la constitución, el funcionamiento, el desarrollo o la evolución de todo un grupo de organismos«(55). El trabajo de Rheinberger no sólo señala la relevancia de estos organismos como objetos cruciales para los historiadores de las ciencias de la vida, sino también una forma de escribir la historia de la ciencia como narraciones centradas en los organismos. La estructura de este libro, al igual que sus capítulos organizados en torno a diferentes plantas y animales, debe mucho a la colección de organismos modelo de Rheinberger (56).

Como ha demostrado elocuentemente la floreciente bibliografía sobre la «historia cultural de la herencia», el hecho de centrarse en los organismos no ha implicado un estrechamiento de las perspectivas de los historiadores, sino que más bien ha llevado a comprender los «prerrequisitos económicos y sociales para la aparición de la genética, como el inicio de la producción agroindustrial en masa de materias primas y productos alimentarios, así como de medicamentos y vacunas, a finales del siglo XIX» (57). Este conjunto de estudios sugiere que la historia de los organismos modelo y la de los organismos industrializados van de la mano (58). Para ilustrar esto, basta con señalar que dos conceptos básicos de la genética de principios del siglo XX, la «línea pura» y el «clon», resultaron directamente de las prácticas de los criadores (59). La «línea pura» tendrá una presencia constante a lo largo de este libro, por su papel en la creencia modernista en la capacidad ilimitada del ser humano para manipular la vida.

A finales del siglo XIX, los criadores recorrían los campos identificando las plantas interesantes, reproduciéndolas por autofecundación y documentando cuidadosamente las características de la descendencia (60). Mediante esta selección genealógica, los fitomejoradores produjeron lo que Wilhelm Johannsen denominó «líneas puras», es decir, variedades estables homocigóticas seleccionadas por alguna característica importante, como la resistencia a las plagas, la maduración temprana o las propiedades de molienda (61). Luego combinaron diferentes propiedades cruzando distintas líneas puras para obtener los híbridos que los harían famosos en el mercado de semillas. Mientras los químicos demostraban su supuesto poder demiúrgico combinando elementos químicos para producir nuevos compuestos, los criadores prometían producir nuevos seres vivos hibridando líneas puras (62).

Uno de los temas que domina la historiografía de la mejora es la relación entre ciencia y tecnología (63). Los intercambios (mediados por la dinámica del mercado) entre los científicos equipados con las herramientas modernas de la genética y los criadores que basaban sus decisiones en los modos tradicionales de clasificación han sido objeto de atención en la literatura (64). Todos los organismos estudiados en este libro son animales y plantas domesticados, y se describe detalladamente cómo todos ellos fueron transformados en objetos científicos, principalmente mediante un uso continuado de prácticas de registro de descendencia, esenciales también para su industrialización. En el caso de las ovejas karakul, la sobreesposición entre los aspectos científicos y tecnológicos es quizás más evidente. Aunque las ovejas habían sido modeladas para la producción industrial de abrigos de piel, los científicos también las emplearán para aclarar propiedades más generales en la genética del desarrollo: fueron simultáneamente organismos industrializados y organismos modelo. La noción de organismos tecnocientíficos trata de captar todos estos matices: las tecnologías de producción de organismos que han sido modificadas mediante prácticas científicas, o tecnologías de base científica; las prácticas científicas que se basan en técnicas de selección no académicas, o ciencias de base tecnológica; y las plantas y animales que son a la vez organismos industrializados y organismos modelo, o tecnociencia.

Este libro dialoga estrechamente con los historiadores de mejora de plantas y animales que estudian la «compleja interacción entre las consideraciones sociales y biológicas en el diseño del organismo» (65). Pero, una vez más, insiste en que no es suficiente hablar de un proceso genérico de modernización de la producción de la vida, porque al hacerlo no se consideran las formas particulares de modernidad asumidas en diferentes contextos históricos. Las líneas puras y la hibridación requirieron prácticas de registro desarrolladas primero por las empresas de semillas y luego en las estaciones agronómicas financiadas por el Estado. La necesidad de un rastreo exhaustivo de la descendencia, central en la nueva ciencia de la herencia, se ha asociado así, con razón, a tendencias generales como la burocratización, la estandarización, la industrialización y la comercialización, es decir, la modernización (66). Menos notorias han sido las modernidades alternativas que los modos de vida estandarizados han contribuido a constituir. Sería un error tratar como efectos residuales las contribuciones que las creaciones de los mejoradores hicieron a las relaciones capitalistas de la democracia liberal en Estados Unidos, a las formas de producción comunista mantenidas en la Rusia soviética o, como sostiene este libro, a la sociabilidad fascista en construcción en toda Europa. Si anteriormente nos hemos referido a las consideraciones un tanto ingenuas sobre la ciencia y la tecnología realizadas por los historiadores en relación con la condición moderna, aquí señalamos la necesidad de complicar las nociones de modernidad utilizadas por los historiadores de la ciencia y la tecnología.

Una noción persistente que impregna la mayoría de los relatos es que la aparición de la genética mendeliana a principios del siglo XX fue de la mano de la industrialización y la mercantilización de los organismos, lo que condujo a un mayor control empresarial o estatal de la vida (68). En estas grandes narrativas, los regímenes políticos concretos son sólo pormenores de un proceso de modernización más general. Esta llamada de atención es especialmente importante en un texto sobre el fascismo. Adorno y Horkheimer equipararon liberalismo y fascismo en su análisis de la razón instrumental Dialektik der Aufklärung (Dialéctica de la Ilustración) (69). En California, los dos filósofos exiliados del régimen de Hitler no sólo denunciaron las dimensiones totalitarias de la tradición de la Ilustración, identificando provocativamente la Revolución Francesa como precursora del nazismo, sino que también instaron a los intelectuales a descubrir cómo el fascismo estaba presente dentro de las democracias occidentales, incluido Estados Unidos. Desde entonces, los académicos inspirados en la teoría crítica se han interesado, con razón, en denunciar los peligros asociados a la biopolítica en las sociedades democráticas. Pero no fue porque tanto los regímenes fascistas como los democráticos liberales se comprometieran con la biopolítica por lo que se volvieron indistinguibles. No fue porque ambos estandarizaron las formas de vida por lo que se volvieron idénticos (71). La tesis de este libro es, de hecho, una apuesta: que la creciente capacidad de manipular la vida vegetal y animal -una versión generalizada a la biopolítica- ha permitido la materialización de diferentes proyectos políticos, de modernidades alternativas, buenas y malas, con el fascismo claramente entre las malas (72).

Las diferencias tienden a difuminarse en los análisis ahistóricos que se limitan a señalar la aparición de la biopolítica. Debemos estar dispuestos a seguir con detalle la historia de los organismos tecnocientíficos para comprender la diferente naturaleza de los colectivos sociales que forman. Un ejemplo significativo, como se especifica en este libro, es el caso de los registros de rendimiento animal elaborados por los criadores, utilizados en los años 30 en Estados Unidos, durante el New Deal, y en la Alemania nazi, para tomar decisiones sobre la cría de cerdos, cuyas prácticas condujeron a animales más magros en Estados Unidos y más gordos en Alemania. Los cerdos más magros criados en Estados Unidos aumentaron el valor de mercado de la producción de los porcicultores por su mayor contenido en proteínas, evitando así la creciente competencia con las grasas vegetales más baratas. Las normas estadounidenses valoraban a los animales en una sociedad capitalista, salvando a los criadores de cerdos de la Depresión. Los cerdos más gordos criados en Alemania debían contribuir a los esfuerzos de autosuficiencia de los nazis, reduciendo la necesidad de importar aceites vegetales y produciendo grasa de origen nacional. Las normas alemanas valoraban la contribución de los animales a la economía nacional. Y no sólo se esperaba que los cerdos cubrieran el déficit nacional de grasa de Alemania, sino que también debían ser alimentados con patatas y remolachas producidas en tierra nacional. Tenían que ser cerdos bodenständig (arraigados a la tierra), un concepto importante que guiaba a los zootécnicos del régimen nazi, a los ideólogos de «Sangre y Tierra» y a Martin Heidegger. El filósofo afirmaba que la capacidad de arraigo a la tierra distinguía al Volk alemán de los judíos, que se caracterizaban por su nomadismo, personificando los peligros de la modernidad (73). En los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, los nuevos criterios científicos permitieron a los ideólogos fascistas imaginar una comunidad nacional próspera basada en la productividad de la tierra nacional: una comunidad bodenständig. Tras tomar el poder en 1933, los nazis se aseguraron de que sólo se reprodujeran animales y plantas que cumplieran las normas de bodenständig, valiéndose de una nueva y enorme estructura estatal, el Gremio Imperial de Alimentos (Reichsnährstand, sus siglas RNS). Los cerdos que no contribuyeran a la alimentación del cuerpo nacional a través de la tierra nacional debían ser eliminados, como realmente ocurrió en el periodo nazi. Sólo los cerdos gordos y bodenständig eran cerdos fascistas.

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