Silvia Ribeiro, 12 de febrero de 2011
En varios foros internacionales de Naciones Unidas y otros avanza una nueva ola de discusión –o mejor dicho de cabildeo empresarial– para promover lo que llaman una nueva «economía verde». En la reunión de enero 2011 del Foro Económico Mundial en Davos –que reúne anualmente a los intereses económicos más poderosos– el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, llamó a una «revolución de libre mercado para la sostenibilidad global», destacando que esta «revolución» no amenaza sus intereses económicos. Al contrario, llamó a las grandes industrias a invertir en negocios «verdes» para salir de las crisis financieras y económicas, aprovechando oportunidades en «agua, energía y alimentación», así como con el cambio climático. Yvo de Boer, ex secretario de la Convención de Cambio Climático, alabó la posición de Ban Ki-moon y refirió que justamente el principal éxito de las negociaciones climáticas en Cancún había sido «crear un mapa de ruta para abrir nuevos mecanismos de mercado» (The Guardian, 27/1/2011), insertando el tema del cambio climático en el de la economía verde global.
Es claro que necesitamos cambios profundos y radicales en los patrones de producción y consumo dominantes, incorporando no sólo sostenibilidad ambiental, sino también justicia social y económica en modelos completamente diferentes de relación con la naturaleza y los recursos, cuestionando el propio concepto de «desarrollo» y de «crecimiento», entre muchos otros. Lo que se propone bajo este nuevo orden económico mundial «verde», es completamente distinto y muy preocupante. Se trata de ampliar o crear nuevos mercados para las corporaciones –algunos con recursos reales, otros financieros y especulativos– y de utilizar nuevas y peligrosas tecnologías, justificando su uso por los supuestos beneficios «verdes» que traerían.
La mención de Yvo de Boer es alusiva, entre otras, a la decisión de implementar los programas REDD (Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación evitada de bosques), que lejos de ser un programa de protección de bosques, es una forma de mercantilizar las funciones ecosistémicas de éstos y sobre todo, de crear un nuevo mercado financiero con el comercio de carbono, habilitando otra ola de atropellos a los derechos indígenas y a los habitantes tradicionales de los bosques.
Este tipo de programas se encuadra en el marco de otros más generales, como el proyecto TEEB (La Economía de los Ecosistemas y la Biodiversidad, por sus siglas en inglés). Es una cara particularmente dañina de esta «economía verde», porque se refiere a la introducción al mercado de aspectos de la biodiversidad y los ecosistemas que no estaban en él, que son bienes comunes, colectivos. Además, en todo el mundo quienes habitan y conocen estos ecosistemas son comunidades tradicionales, indígenas, campesinas, pescadores artesanales, comunidades negras, pastores, etcétera, por lo que este tipo de proyectos incluye a menudo incorporar una pequeña parte de éstos como «empresarios» de la biodiversidad, para justificar avasallar los derechos del resto. Típico del sistema capitalista, se vende la ilusión de que todos podrían ser esa pequeña parte que teóricamente recibirá algún ganancia. Esto genera disputas dentro y entre comunidades que se presten al juego, como ya ha sucedido con proyectos similares (para ver quienes llegan primero a vender un servicio en un mercado finito o quiénes son los «dueños» de un conocimiento o recursos que son colectivos o compartidos entre varias comunidades, etcétera). Los mercados de servicios ambientales –hidrológicos, forestales, biopiratería– son un antecedente directo de proyectos como TEEB y ya existen muchas pruebas del daño que significan a las comunidades –que son los verdaderos cuidadores de la biodiversidad–, muchas de las cuales terminan perdiendo el acceso a sus recursos y territorios.
TEEB surgió en 2007 como proyecto a partir de una reunión del G8+5. Los cinco gobiernos agregados fueron Brasil, China, India, México y Sudáfrica –todos gobiernos de países megadiversos interesados en comerciar su biodiversidad. Luego fue integrado en la Iniciativa de Economía Verde del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA).
Con la crisis financiera, la «valoración del capital natural» que entraña TEEB aparece como un excelente mercado frente al quiebre de otros mercados especulativos. Por ello no es extraño que el coordinador sea Pavan Sukhdev, un director del Deutsche Bank que venía de trabajar el tema de la valuación económica de la biodiversidad para el Foro Económico de Davos, y según el cual, es un «mercado multibillonario».
Este contexto y el apoyo desde organismos de Naciones Unidas (PNUMA, inserción en Convenios y en el proceso de Río+20) hace que aunque la filosofía de fondo no sea nueva, estas iniciativas son más peligrosas. Hay un afán recargado por ponerle precio a «todo» lo que integra la biodiversidad y sus funciones, paradójicamente a partir del aparente reconocimiento de que la erosión de la biodiversidad es uno de los mayores problemas globales que sufrimos.
En las presentaciones sobre TEEB, Sukhdev repite que «aquello que no se mide no se puede gestionar». Es lo opuesto del pensamiento de los pueblos tradicionales que realmente conocen y «gestionan» la biodiversidad desde hace milenios. Un comunero wixarika decía sobre su maíz y la biodiversidad que los acompaña: «si lo cuento no alcanza, así que no lo cuento y siempre alcanza». Sin duda, un elemento fundamental en la resistencia a estas nuevas trampas: no dejar que nos engañen con sus «lógicas».
*Investigadora del Grupo ETC